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Acabaron de comer y Karl llevó los platos a la cocina. Su madre se levantó y se fue despacio hacia su cuarto. Cada día, después de comer, se estiraba en la cama un rato. Karl sabía que antes de tumbarse miraría un momento la foto en blanco y negro que reposaba en la mesita de noche: Anne y Fred sonrientes, jóvenes y enamorados, poco después de su boda.

Se sentó en el viejo sillón frente al tocadiscos y sacó un disco perfectamente conservado, a pesar de que la portada estaba algo descolorida por los años: los conciertos de violín de Bach por Isaac Stern. Empezó a sonar el concierto en Mi Mayor. El segundo movimiento era para él la descripción más bella y serena de un atardecer de invierno lleno de melancolía. Cerró los ojos y se dejó transportar por aquella música, que se deslizaba como un arroyo tranquilo y armonioso.

De improviso sonó el timbre de la puerta.

—¡Frau Rose!

—Hola Karl. He pasado a traeros un poco de pastel. Hoy es mi cumpleaños. Estoy sola, ya sabes, y he pensado en que quizá querríais compartirlo conmigo.

—Claro Rose, pase. Claro que sí. Anne está durmiendo ahora, pero haré un té y nos tomamos juntos este delicioso pastel. Le dejaremos un trozo a ella para más tarde.

La señora Rose vivía en el piso de enfrente y era la única persona con la que mantenían algún contacto. Rose era mayor, hacía mucho que se conocían. Ella y su marido habían sido amigos de sus padres y Karl sabía que le preocupaba el estado de Anne. De vez en cuando se dejaba caer con alguna excusa, por si podía ayudar en algo.

Karl trajo la tetera y platos de postre.

—Qué maravilla de pastel —dijo él.

—Gracias corazón —a veces le llamaba así—, lo he hecho yo misma. Aún puedo hacer algo. Ya ves, es un strudel.

—Tiene una pinta estupenda. Y… ¿Cuántos años cumple, Rose? Si no es indiscreción —dijo Karl con una sonrisa.

—Hay hijo, hasta los 70 es una indiscreción preguntarle la edad a una mujer, pero a partir de esa edad, casi agradecemos que lo hagan, así podemos comentar lo bien que nos conservamos o en todo caso hablar de nuestros achaques. Lo importante es charlar de algo con alguien. Por desgracia, el único ser con quien hablo es mi periquito Tintín y de vez en cuando con vosotros. Para que lo sepas, cumplo 84.

—Vaya, se la ve magnífica.

Hubo un momento de silencio. Rose miró a Karl con expresión preocupada, mientras este servía el té.

—¿Cómo está Anne?

—Bueno, no muy bien. Creo que cada vez un poco más alejada de todo. Como ya sabe, Rose, poco a poco ha ido dejando de hablar y ahora ya apenas dice nada, solo algunos monosílabos de vez en cuando.

—Me acuerdo que antes ella salía a hacer la compra. Se obligaba a ello. Incluso alguna vez fuimos juntas y eso le hacía relacionarse un poco y hablar. ¿Cómo lo hacéis ahora?

—Bueno, ahora ya no quiere salir. Ha ido perdiendo la ilusión por todo. Nos traen la comida a casa cada semana del supermercado. Siempre lo mismo. Yo hice la lista con un poco de todo y la vamos repitiendo mes tras mes.

Rose cortó el pastel y le sirvió a Karl.

—Este pastel, por ejemplo. No sabe, Rose, la gran novedad que supone en nuestra monótona dieta. Me gustaría cambiar la lista, pero no tengo más remedio que adaptarme a lo que ella es capaz de preparar ahora y no son muchas cosas, sopa, básicamente.

—Si yo pudiese hacer algo sabes que lo haría, ¿verdad corazón?

—Lo sé Rose, claro que sí, pero Anne ha decidido que este mundo ya no le interesa y está en otro lugar, un refugio inaccesible y silencioso, donde solo están ella y mi padre. Ni siquiera yo puedo entrar.

—Rose miró a Karl con cariño. Tenía los ojos húmedos.

Estuvieron charlando un rato más. Luego Rose le dio un beso, se despidió, le dio muchos recuerdos para Anne y volvió a su casa.

Karl se quedó en silencio. Pensó en cómo habría sido todo, si aquel día su padre se hubiese retrasado cinco minutos, y aquel conductor borracho no hubiese coincidido con él.

Miró la hora. Tenía que ir a la tienda. El viejo reloj le esperaba. Se puso la bufanda y el abrigo y salió a la calle.

5

Ginebra - Lausana, junio de 1983.

Se había acabado la vida de estudiante. Michel había cumplido los 27 años y había terminado con brillantez los estudios de perfeccionamiento y virtuosismo en la HEM. La relación con Leo Prodini, a pesar de que había sido difícil al principio, había mejorado mucho en los últimos años. Michel se dio cuenta de que el viejo profesor le estaba abriendo un camino que nadie más podía mostrarle y le permitía descubrir quién era él realmente como músico. En cuanto al carácter de Prodini, decidió seguir los consejos de Irving Berlin, quien una vez dijo que la vida era un diez por ciento de lo que te pasa y un noventa por ciento de cómo reaccionas a ello. A partir de esta actitud todo fue mucho mejor. Hasta le tomó afecto al viejo gruñón, e incluso llegó a entrever en alguna ocasión que el gran Leo Prodini se preocupaba realmente por él y por su carrera.

Cuando se separaron, Prodini le dio sus últimos consejos:

—Loupin, ahora ya está usted formado como pianista y será un gran intérprete si es usted mismo. No trate de imitar a nadie, ni se compare con ningún otro. Cada uno de nosotros somos únicos. Encuéntrese por dentro, hasta llegar a donde nadie ha llegado. Si descubre ese tesoro, entonces podrá tocar de verdad.

Le estrechó la mano y simplemente dijo:

—Buena suerte Loupin.

—Adiós profesor.

Michel se quedó observando cómo aquel hombre excepcional se alejaba de él con paso cansado. De pronto, para sorpresa de Michel, Prodini se volvió y con una cara que quería ocultar su emoción le gritó:

—¡Y manténgame informado!

A los dos días cogió el tren en dirección a Lausana. La etapa de Ginebra había sido emocionante y difícil a la vez. Le había sido muy útil también para darse cuenta de lo mucho que le costaría abrirse camino en el mundo de los concertistas de piano. El universo entero estaba lleno de pianistas increíbles, la competencia sería feroz, pero estaba decidido a conseguirlo. En Ginebra había estudiado unas ocho horas diarias, a partir de ahora estudiaría diez. Solo descansaría los domingos. Se miró las manos. En ellas estaba todo su futuro.

A través de la ventanilla se manifestaba ya el principio del verano y el bello paisaje que discurría ante sus ojos abarcaba todas las tonalidades del verde, resaltadas por el azul cobalto del cielo. Se sintió feliz.

Había telefoneado a su familia para decirles que llegaba hoy. Su madre iría a buscarle. Su padre era el propietario de una tienda de antigüedades en el barrio viejo de Lausana y a esa hora de la tarde tenía que estar en ella. Selene, su madre, era una cotizada acuarelista. Procedente de una familia de la alta burguesía de Berna, había conocido a su padre, Jacques, en una subasta de arte en el Sotheby’s de Londres. Al cabo de un año se casaban. Era paisajista. Su manera de pintar era rápida, suelta y colorista. Sus cuadros representaban pequeños pueblos, montañas y grandes prados cubiertos de flores. Los cielos era lo que más le gustaba a Michel, y los paisajes nocturnos, en los que la luna, quizá por el nombre de su madre, tenía un protagonismo especial.

—Cariño, ¿cómo estás? —le abrazó con fuerza—. Ya veo, delgado y con una ropa horrible… mañana vamos a comprarte algo decente.

—Hola mamá. Tenía ganas de verte.

Ella le cogió del brazo.

—Anda, Mishi, tomemos un café antes de meternos en el coche y me lo cuentas todo. Hace tanto tiempo que no nos vemos.

Arrastrando las dos pesadas maletas llenas de ropa, recuerdos y partituras, se sentaron en una de las cafeterías de la estación.

Michel le fue explicando todo lo que le venía a la cabeza: la HEM, Prodini, las aventuras del piso que compartía con otros estudiantes, las interminables horas de estudio en la sala que tenía que alquilar en la rue St. Paul para poder trabajar con un piano de cola decente, un conato de noviazgo con una estudiante de oboe que al final no funcionó y sobre todo la madurez interpretativa y la solidez técnica que sentía ahora.

Selene miraba sus bellos ojos grises y le escuchaba atenta. Estaba orgullosa de Michel y le quería de verdad, con un amor profundo que no le impedía dejarle volar. En los últimos cuatro años su hijo solo había venido un par de veces a casa, pero ella nunca se lo reprochó.

—Mamá, ¿cómo está Claire?

Su hermana, dos años mayor que él, se había casado hacía unos años con un empresario sueco y vivían en Estocolmo. Tenían dos hijos.

—Está bien, Michel, pero ya la conoces, es bastante desapegada. De todas maneras, nos llama de vez en cuando y nos envía fotos de los niños. Dice que procurarán venir esta Navidad.

—Me alegro —dijo Michel—. Mañana la llamaremos, ¿de acuerdo?

—Claro hijo. Pero qué guapo estás.

El flamante Audi plateado recorría silencioso las empinadas calles de Lausana. Atravesaron el puente Bessiers y el Chanderón. Dejaron atrás el bosque de Sauvelín y salieron de la ciudad. Su casa estaba en las afueras. Era un gran caserón de principios de siglo, que había pertenecido a la familia de Selene y que habían comprado a un precio razonable, antes de que Michel naciera.

Atravesaron el cuidado jardín y aparcaron delante de la gran puerta de roble. Su padre, que había oído llegar el coche, les esperaba en las escalinatas.

—¡Papá! —se abrazaron.

—Cuánto tiempo, Michel. Te he echado mucho de menos.

—Y yo también a vosotros, pero ya sabes, ha sido un camino que tenía que recorrer. Ahora soy un verdadero pianista. Me siento preparado para dar conciertos.

—Desde luego. Y no te preocupes, vas a tocar muy pronto. Ahora que estás aquí empezaré a mover algunos hilos, ya verás. Bueno, entremos.

Selene se dirigió a su hijo con un travieso brillo en sus ojos:

—Mishi, deja aquí las maletas y subamos arriba.

Los tres ascendieron por la elegante escalera de madera oscura que conducía a las habitaciones del primer piso.

—Tu habitación está tal como la dejaste. Pero la hemos pintado de nuevo, aunque del mismo color.

—Y ahora mira… —dijo su padre.

Entreabrió la puerta de la espaciosa habitación contigua, mientras sus padres se miraban y sonreían.

Michel cruzó la puerta y se quedó petrificado. Un flamante piano de cola Steinway & Sons estaba colocado en medio de la sala.

—Es el regalo de fin de carrera.

Los tres se abrazaron. Michel no podía decir nada. Estaba llorando, apretado contra sus padres. Siempre recordaría aquel momento como uno de los más felices de su vida.

6

Ginebra, septiembre de 1983.

El director Horst Stein estrechó la mano de Raquel y le dio la bienvenida a la orquesta. La presentó a los otros músicos como el miembro más joven, pero no por eso el menos brillante de la agrupación. Ocuparía el cargo de ayudante de concertino. Era el tercer cargo más relevante, después del director y del concertino. Le invitó a decir unas palabras.

Raquel se levantó con timidez y desde su atril saludó a sus compañeros con una sonrisa.

—Hola a todos. Soy Raquel, aunque todo el mundo me llama Ra. Solo quiero que sepáis que no podía ni imaginar que algún día formaría parte de la Suisse Romande, la orquesta que más admiro y que he seguido desde pequeña. El sueño más importante de mi vida se acaba de cumplir. Os pido un poco de paciencia si al principio cometo errores, pero os aseguro que pondré todo mi empeño en estar a la altura de todos vosotros. Agradeceré cualquier consejo que queráis darme y podéis considerarme una amiga y una compañera. Buscaré la manera de dar lo mejor que tengo, para que la orquesta siga siendo la admiración de Europa. Gracias a todos.

Un aplauso y sonrisas acogieron sus palabras.

Ser ayudante de concertino era un cargo de prestigio y responsabilidad y Ra sabía que podía despertar cierto recelo que lo ocupase una chica tan joven, pero les demostraría que podían confiar en ella.

El primer violín, su compañero de atril y concertino, era un joven ruso, Yuri, que le había caído simpático desde el primer momento. Como responsable de la orquesta, tenía a su cargo la preparación y afinación de los instrumentos antes de que viniese el director, el control de las partituras y la cohesión y comunicación entre todos los miembros de la orquesta. Y aunque nunca le había pasado, también entraba en sus obligaciones la sustitución del director, en caso de que este sufriese alguna indisposición y tuviese que abandonar el concierto.

Después de escuchar las palabras de Ra, Yuri aplaudió de la manera en que lo hace la cuerda: golpeando con suavidad en el atril con el arco. Le dedicó una gran sonrisa y se ofreció a ayudarla en todo lo que necesitase. Le deseó que estuviese tranquila y confiada, y le hizo notar que, como sin duda comprobaría, en aquella orquesta se respiraba un ambiente de gran camaradería. Ra se lo agradeció con otra sonrisa.

El primer ensayo de la temporada empezó con «El Moldau» de Smetana, una obra que ella admiraba, tanto por sus bellos temas como por la brillante y variada forma de describir el transcurso de un río, desde su nacimiento hasta su solemne entrada en Praga.

La sección de madera empezó a imitar el movimiento del agua, cuando el Moldava es tan solo un arroyo de montaña. Flautas y clarinetes suben y bajan creando remolinos y transparencias, jugando como lo haría el agua a través de un verde prado.

Cuando entró el tema principal cantado por toda la cuerda, Raquel se estremeció. El bello leitmotiv sonaba como nunca lo había escuchado. Dulce, profundo y brillante a la vez. La emoción nubló sus ojos y casi no podía distinguir las notas de la partitura, pero no importaba, se la sabía de memoria. Yuri se dio cuenta y le sonrió. Se embrujó con aquel joven arroyo que va creciendo como un ser vivo, que se transforma y enriquece a través de su propio viaje y atraviesa Praga convertido en un inmenso río. Una poderosa imagen que se pierde en el horizonte, mientras la orquesta dibuja la lejanía y la distancia.

Se sintió feliz, enamorada de aquella música y de aquella orquesta que la llevaba en volandas hacia la belleza más sublime.

Con la Suisse Romande su vida había cambiado para siempre.

Ra había alquilado un sencillo piso en un barrio popular de Ginebra. Era una vivienda pequeña, pero suficiente para ella; de momento no podía permitirse nada mejor, porque aquella ciudad no era precisamente barata en cuestión de alquileres.

El piso tenía dos habitaciones y un salón comedor, además de la cocina y el cuarto de baño. Estaba amueblado con sencillez, pero tenía todo lo necesario, ya que ella únicamente había traído de Roma su ropa y su violín.

Una de las habitaciones la había insonorizado con paneles de corcho, para poder estudiar el instrumento sin molestar a los vecinos. Era un cuarto piso, con un estrecho y viejo ascensor, y aunque las habitaciones eran interiores, el comedor tenía una gran ventana de madera, con una bella vista de la parte antigua de la ciudad; era una zona de la casa muy luminosa, con una claridad que enamoró a Ra enseguida y fue lo que la decidió a quedárselo.

Cada uno de los rellanos de la escalera contaba con tres pisos, todos ellos modestos como el suyo. En el poco tiempo que llevaba allí había conocido a algunos de sus vecinos, la mayoría de ellos inmigrantes.

En el segundo piso vivía una familia italiana con la que hizo enseguida buenas migas. El signore Carmelo, su mujer Rita y sus cuatro hijos, de edades comprendidas entre los 3 y los 11 años, que dormían en literas y un sofá cama doble en el comedor.

El señor Carmelo amaba la ópera italiana más que nada en este mundo y cuando se enteraron de que Ra era violinista la invitaron de inmediato a degustar con ellos unos maravillosos fetuccinni cocinados por «la mamma» y a escuchar al señor Carmelo entonar a pleno pulmón varias arias para tenor de Verdi, Puccini, Rossini y hasta Leoncavallo.

Los vecinos conocían perfectamente las aficiones de Carmelo y, como ponía tanto entusiasmo y se arrancaba en horario prudencial, nunca habían protestado; en realidad les encantaba.

—El violín es un instrumento bellissimo —le dijo el primer día Carmelo a Ra—, pero nada es comparable a la voz humana, porque es un instrumento hecho de carne y sangre. La voz no puede engañar. Puedes ver el alma de una persona a través de la sua voce.

El piso de enfrente, el 4º A, el más alejado de su casa, parecía desocupado; nunca había escuchado movimientos ni sonido alguno, pero en el del centro del rellano, el 4º B, contiguo al suyo, sí que había percibido en ocasiones, ruidos y unas voces con una extraña entonación que se filtraban a través de la pared, a pesar de ser un edificio antiguo y con muros bastante anchos. No sabía quién podía vivir allí, porque nunca había coincidido con esas personas, quizá por su propio horario o porque hacían una vida muy centrada en ellos mismos.

Una tarde había empezado a practicar escalas y arpegios durante su estudio diario del violín, cuando a través de la pared de corcho de la habitación le sorprendieron unos gritos desgarradores que no parecían humanos. Se detuvo de inmediato y trató de escuchar a través del tabique. A pesar de la insonorización del cuarto, aquellos alaridos procedentes del piso contiguo eran tan aterradores, que Ra se quedó paralizada y estremecida, sin saber qué hacer.

Tan repentinamente como habían comenzado, los pavorosos gritos cesaron y se hizo un extraño silencio

Ra no pudo seguir estudiando, su oído no había escuchado jamás unos sonidos como aquellos y le era imposible identificar quién o qué podía emitirlos. No sabía qué hacer. Pensó en bajar al segundo piso y preguntar a Rita o Carmelo; quizá ellos podrían decirle algo de lo que ocurría en aquella casa, pero recordó que justamente esos días estaban en Italia por un asunto familiar.

Decidió salir a dar un paseo para quitarse esa inquietud que le anudaba el estómago y le impedía estudiar. Estuvo dando vueltas por el barrio sin rumbo fijo. No podía quitarse aquellos gritos desgarradores de la cabeza. Finalmente regresó a casa para cenar. Desde la calle trató de vislumbrar si había luz encendida en aquel piso, pero daba a la parte interior del edificio y no pudo distinguir nada.

Subió en el desvencijado ascensor a su casa. A medida que se acercaba, se le encogía el estómago al imaginar el profundo dolor que debía sentir quien emitía aquellos alaridos. Se sintió aterrorizada. ¿Por qué había tenido que coincidir ella precisamente con unos vecinos así? Se estremeció al pensar que solamente estaban ella y aquella gente en el rellano.

Antes de entrar en su piso, hizo acopio de valor y acercó el oído a la puerta del 4º B. No se oía nada, más bien un silencio impenetrable y extraño que lo envolvía todo.

Entró en su casa, se hizo algo rápido de cenar, leyó un rato y se fue a dormir con un malestar en el cuerpo que no había podido sacudirse.

Esa noche estuvo dando vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño. Aquellos sonidos se habían clavado profundamente dentro de ella, porque denotaban un sufrimiento atroz.

Le fue imposible relajarse, hasta que empezó a vislumbrarse la primera luz del alba.

En aquel momento se quedó dormida.

7

Taller de la relojería, Zúrich, 1975.

Karl había pasado la tarde anterior y toda la mañana de ese día arreglando el viejo reloj de péndulo. Con sumo esfuerzo y meticulosidad había podido construir un meulle nuevo. Después había limpiado a fondo todo el mecanismo y lo había montado pieza por pieza. No había tenido que sustituir otros componentes. Al ser un reloj tan antiguo, todas las piezas estaban hechas de la mejor calidad. Ahora ya no se construían mecanismos así.

Diez minutos antes de la hora de cerrar, el señor Reiner vino con su nieto a recoger el reloj. Karl le había telefoneado a las nueve para decirle que estaría listo a última hora de la mañana.

—Buenos días.

—Buenos días, herr Reiner.

—Lo ha conseguido, ¿eh?

—Pues sí. No le diré que ha sido fácil. Era una avería de mucha envergadura, una pieza fundamental, el meulle, que es la vida del reloj. He tenido que construirlo yo mismo, porque este no es un mecanismo de serie, es una pieza única, que no tiene recambios. Construir un meulle nuevo requiere mucha paciencia y habilidad, por eso el presupuesto que le di es elevado.

—No me importa lo que cueste. Para mí este reloj significa mucho. Le agradezco de verdad el interés que ha puesto en este asunto. Seguramente otra persona me hubiese aconsejado tirarlo, porque no se podía arreglar.

—Es una verdadera obra de arte, creo que aún puede durar muchos años.

El señor Reiner pagó el importe de la reparación, estrechó la mano a Karl y le dijo con un susurro:

—No sabe usted lo que ha hecho por mí. ¡Gracias!

Karl salió del mostrador y ayudó al nieto de Reiner a llevar el reloj hasta el coche aparcado junto a la tienda.

Cuando volvió al local, se permitió saborear un instante de satisfacción. Sabía que seguramente no volvería a ver jamás a Johan Reiner, pero en su interior albergaba el convencimiento de que con sus manos había regalado un poco más de vida a aquel anciano, al que se le iba acabando la cuerda del reloj de su propio tiempo.

Puso el dinero en la caja, conectó la alarma, bajó el cierre y tomó la Bürkleinstrasse en dirección a su casa. En el interior de los restaurantes la gente se preparaba para comer. Seguía haciendo frío, pero el sol había lucido toda la mañana, derritiendo parte de la nieve caída la noche anterior. Las aceras estaban embarradas y resbaladizas.

De pronto tuvo una sensación extraña que no podía definir. Un latido interno, eso era, punzante, frío y misterioso. Se dio cuenta de que, tal como le pasaba a veces, su cuerpo iba por delante de su mente, o al menos desconectado de ella. Un escalofrío recorrió su espalda. Su cuerpo sentía cosas que su mente no podía explicar y esto le generaba una angustia que a veces le paralizaba y le dejaba desvalido y vulnerable. Sabía que ese latido era el indicativo de algo que le iba a suceder, aunque no sabía qué, cuándo, ni porqué.

Colocó la llave en la cerradura y abrió la puerta de su casa.

—Hola mamá, ya estoy aquí.

Nadie le contestó. Dejó el abrigo y entró en el comedor. Se extrañó de que la mesa no estuviera puesta y le invadió un sentimiento de inexplicable temor.

Abrió con un movimiento brusco la puerta de la habitación de su madre. Anne estaba en la cama, arropada y con los ojos cerrados. Su cara tenía una expresión que Karl no le había visto nunca… ¿era paz?, ¿ausencia?, ¿burla?...

Se fue acercando con un cuidado infinito hacia ella. Supo que estaba muerta, aunque su razón no podía aceptarlo.

No respiraba, no había movimiento, no había vida, solo un inmenso vacío.

Karl se llevó las manos a la cara y se tapó con ellas. Empezó a sollozar con unos espasmos que no podía controlar, mientras todo su cuerpo se estremecía y unas convulsiones negras brotaban desde su estómago y aturdían su cabeza.

Cogió la mano de su madre. Estaba fría y un principio de rigidez empezaba a extenderse por su cuerpo.

¿Cómo había podido pasar?... Antes de ir a la tienda había mirado como siempre en su habitación y la había visto dormida. Ahora recordaba que estaba en la misma posición que esta mañana. Debía haber muerto durante la noche y él no se había dado cuenta. Le dolió en lo más profundo. Ni siquiera había podido despedirse. Se arrodilló y abrazó aquel cuerpo rígido, llorando desconsoladamente.

—Perdóname, madre. Perdóname... No he sabido ayudarte… No he podido calmar tu dolor. Lo siento… lo siento tanto…

Las lágrimas brotaban imparables y se derramaban sobre el cuerpo de Anne, cuyo rostro extrañamente relajado, parecía más bello que nunca.

8

Lausana, verano de 1983.

El Steinway que le habían regalado sus padres era magnífico. Había pertenecido a una conocida de su madre, que lo tenía más como adorno que como instrumento. No lo habían tocado apenas y eso se notaba, estaba prácticamente nuevo. Michel se dio cuenta enseguida de que aquel piano necesitaba vida. Prodini les decía que los instrumentos están vivos, si no los tocas languidecen, como plantas sin regar.

Poco a poco, hora tras hora, Michel empezó a despertar aquel instrumento dormido. A las siete se levantaba, hacía una tabla de gimnasia de media hora, se duchaba y tomaba el desayuno. Se sentaba al piano a las ocho y comenzaba haciendo tres horas de mecanismo, generalmente el Hannon y el Beyer, que contribuían a dar fuerza a sus dedos. Hacia las once hacía una pausa para tomar un café y continuaba hasta la una, la mayoría de las veces solo Bach. Sus fugas y preludios a varias voces, en las que tenía que resaltar determinadas notas y matizar otras, le obligaban a un control de los dedos que le era muy beneficioso. Además, estaba la belleza de su música.

Comía con sus padres y reposaba en su habitación una media hora. A las tres reanudaba el estudio, en general las obras más difíciles y que requerían un esfuerzo de las manos que rozaba el límite de lo humanamente posible: Rachmaninov, Liszt, Ravel, Stravinsky… Era su periodo de mayor concentración. Perdía la noción del tiempo y solía hacer cinco horas seguidas, hasta las ocho, sin ninguna interrupción.

A esa hora se levantaba agotado del piano. Necesitaba meter las manos en agua templada con sal, antes de bajar a cenar con sus padres.

Después de la cena era el momento de la tertulia, de comentar los acontecimientos del día. Su padre a veces les hablaba sobre los excéntricos clientes que pasaban por su tienda de antigüedades.

Jacques, tanto vendía como compraba objetos con al menos un siglo de vida. Tenía de todo, desde muebles hasta miniaturas. En general, lo más caro eran los cuadros y los jarrones japoneses y chinos, de los que su padre era un reputado especialista.

Hoy estaba eufórico. Les contó a Selene y a él que aquella tarde había vendido un jarrón de la época Ming por doscientos setenta mil francos. Se levantó y gesticulando de su peculiar manera, les contó la historia:

«Delante de la tienda había aparcado un Aston Martin negro. Habían bajado el chófer y un anciano que parecía chino. El chófer preguntó por el jarrón Liu—Feng. Estaba colocado en una vitrina a prueba de balas. Lo habían visto por internet.

El anciano lo examinó con detenimiento durante más de diez minutos, después le hizo una señal afirmativa al chófer y este depositó en el mostrador una cartera con doscientos setenta mil francos en efectivo. Jacques invitó al cliente a sentarse en un sillón de época cerca de la entrada y estuvo contando los billetes con ayuda de Jenny, la dependienta, durante un buen rato. Cuando acabaron le hicieron el recibo, le entregaron el certificado de autenticidad, embalaron cuidadosamente el jarrón y se lo entregaron al chófer. Jacques quiso dar la mano al anciano, que no había intercambiado con él ni una sola palabra, pero el viejo la rechazó. Hizo una leve inclinación de cabeza y siguiendo al chófer salió de la tienda».

Los tres rieron de buena gana. Jacques abrió una botella de Armand de Brignac, su champán favorito, y estuvieron celebrándolo y conversando distendidamente hasta bastante tarde. Luego Michel se levantó y les dijo que necesitaba irse a dormir. Besó a sus padres, se fue a su habitación y cayó en la cama rendido.

Día tras día, la rutina del estudio pianístico se impuso a cualquier otra consideración. Un par de veces que necesitó resolver algunas dudas, incluso se atrevió a telefonear a Prodini para consultarle. Curiosamente, este se mostró bastante considerado y le resolvió las dudas de manera clara y precisa. Michel se empezaba a dar cuenta de cuánto le había aportado su antiguo profesor.

Una noche, después de la cena, Selene les mostró a su padre y a él un cuadro que acababa de terminar. Era de un tamaño considerable para ser acuarela, más de un metro por lado. Papel 100 % algodón, de grano medio, marca Saunders, el papel inglés que solía utilizar Selene.

—Mamá, es maravilloso.

Sobre un caballete, su madre había colocado aquel paisaje, en el que una luna llena plateada se reflejaba en un lago en total calma. Al fondo, las siluetas azuladas de las montañas y algunas pequeñas estrellas. Una masa de árboles oscuros a ambos lados del cuadro creaba un paisaje sombrío y mágico. Había una espesa niebla que surgía del valle y envolvía las formas creando una atmósfera irreal. Lo más conseguido era la luz. Una luz nocturna que destilaba frialdad y misterio. Sentada en una roca, la silueta de una bella mujer miraba el lago.

—Selene, es realmente magnífico —Jacques se levantó y besó a su esposa.

—Lo sé —dijo ella—. Nunca había conseguido una atmósfera tan inexplicable como esta.

—Es armonía pura —dijo Michel.

Estuvieron un rato admirando los detalles de la obra y lo que cada uno sentía al verla. Selene estaba preparando una exposición en Lucerna. Este cuadro formaría parte de ella.

Cuando Selene salió para devolver la acuarela a su estudio, Jacques se volvió hacia Michel.

—Hijo, he estado hablando con Lucien d’Anduy, ya sabes, el director del Metropole y un buen amigo mío. Estaría encantado de que dieses un concierto allí. Incluso podrían ser varios días seguidos.

Michel escuchaba atento y sorprendido las palabras de su padre. Este prosiguió:

—Conoce tu trayectoria, sabe que has estudiado con Prodini. Quiere venir un día y oírte tocar. Puedes estar seguro de que apostará por ti.

—Papá, no sé qué decir. Tocar en el Metropole es una locura…

—Lo sé, por eso le propuse a Lucien que te hiciese una prueba. Sé que va a salir bien, porque te conozco. Eres como tu madre, un artista de pies a cabeza. Yo en cambio no lo soy, pero me encanta el arte, lo entiendo, lo vivo, lo compro, lo vendo y me enamoro de él, pero soy incapaz de crearlo… ¿No es una frustración?

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