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2

La habitación era lúgubre, aunque por el amplio ventanal los rayos pálidos del sol, apaciguados por la capa de la contaminación ambiental, como si fueran crepusculares, penetraban disminuidos acariciando las sábanas que cubrían a Antonio. A su derecha, una pequeña mesilla con una finísima tableta electrónica enrollable y un lánguido florero alargado que sostenía una rosa artificial. Un poco más allá, un desgastado sillón oscuro vacío. Observó cómo caía el suero, gota a gota, por el tubo que tenía conectado a su brazo izquierdo mientras el otro lo mantenía totalmente vendado.

Entonces hizo un esfuerzo por recordar y revivir en su mente la sucesión de hechos hasta llegar al lugar y a la situación en que se encontraba. Vagamente comenzó a evocar los últimos momentos de su consciencia. La atractiva chica rubia. Los matones pistoleros de largas capas negras. La pelea y… ¡no podía ser!, recordaba cómo ella se había cargado a esos hombres. Luego se había subido a su moto voladora… la llegada al hospital…

En ese momento un hombre con bata blanca y un nombre inscrito en la misma, que Antonio no pudo leer, acompañado de una mujer vestida de enfermera, abrieron la puerta de la habitación y se acercaron al borde de su lecho.

—¿Cómo estás? —le preguntó el médico.

—Bien. Un poco mareado quizás.

—Es normal. Tenías un buen corte. Un poco más y hubiera sido tarde. Has tenido suerte. Conseguimos detener la hemorragia y restablecer tus constantes vitales. En unos días estarás restablecido. ¿Quieres llamar o que llamemos a alguien?

Antonio se quedó pensativo durante un instante… Sonrió para sus adentros recordando a su compañero de apartamento. Le echaría en falta, en especial por la comida, pero aun sin él estaba seguro de que sabría sobrevivir.

—No. Gracias.

—Bueno. Volveré a pasar mañana a esta hora. Si necesitas algo pulsas ahí —dijo señalando un pulsador que caía al borde de la mesilla.

Estaban ya en la puerta, cuando Antonio, de repente, se volvió para decir:

—Perdonen. Me trajo una señorita. ¿Saben qué ha sido de ella?

El médico miró a la enfermera que hizo un gesto de desconocer cualquier cosa sobre la concreta pregunta.

—No. Quizás en recepción…

—¿El camillero?

—Podría ser.

—¿Serían tan amables de contactar con él?

El médico volvió a mirar a la enfermera quien contestó:

—Ya preguntaré. A ver quién estaba de guardia. No sé si será fácil, pues hay bastantes en cada turno que cambian además de actividad a diario. Lo intento —volvió a repetir con una forzada sonrisa, cerrando la puerta de la habitación.

Antonio pensó que tanto el médico como la enfermera serían humanoides. Hacía décadas que venían ocupando la mayor parte de las plazas de personal sanitario en clínicas y hospitales pues habían demostrado ser muy idóneos para ello, luego le sobrevino la imagen de aquella misteriosa mujer y dudó de que pudiera volver a contactar con ella.

Al día siguiente le dieron el alta y a pesar de las gestiones para obtener algún conocimiento sobre la mujer que le había llevado al hospital, no obtuvo ninguna satisfacción.

Al llegar a su apartamento, antes de abrir la puerta, tuvo un presentimiento, o quizá no fuera tal sino que los detalles le inducían a pensar que algo extraño había sucedido: marcas de pisadas, el felpudo desplazado, un olor… Colocó el dedo índice en la pequeña pantalla y la puerta se abrió. Todo se hallaba movido. En general solía tenerlo ciertamente desordenado, pero los cajones y armarios al menos acostumbraba a conservarlos en su sitio, con la ropa apilada, y ahora se hallaba todo desparramado por el suelo, como si alguien hubiera buscado algo en los rincones más recónditos. Al fondo, desde otra habitación, le llegó el sonido suave de un dulce gemido de su compañero y entonces vio que venía hacia él, silencioso, con unos ojos que resplandecían entre el negro pelaje y la cola ligeramente levantada:

—¡Atila! Oh… ¿Qué ha sucedido?

El meloso gatito se acercó maullando hacia él. Lo acarició y luego levantó la vista mirando el salvaje aspecto en el que habían dejado su apartamento. ¿Quién o quiénes podrían haber sido? ¿Cómo habrían podido acceder burlando el sistema de seguridad? No tenía enemigos, o al menos eso pensaba. Procuraba no meterse en líos. En una pantalla introdujo unas claves para ver lo que habían captado las cámaras del interior. Curiosamente no se veía ningún movimiento. El mobiliario estaba como lo dejó, sin embargo, entre las 18:03 y las 18:47 del día anterior desaparece la imagen y es suplida por un barrido, luego vuelve la visibilidad con todo revuelto.

En ese instante recordó algo, dejó a Atila y fue asustado y precipitado directamente al cuarto de baño. Allí, tras el inodoro metió la mano, dio unos toquecitos con el pulgar en un punto concreto, como si se tratara de una clave en morse y finalmente pudo levantar una baldosa. Sopló con relajada satisfacción al palpar la cajita de madera de teca. La sacó. Dentro se hallaba lo que buscaba: el papiro enrollado, el trozo de pergamino que conformaba un cuadrado de veinte centímetros de lado, y un collar de bronce tallado en oro con determinadas inscripciones en latín. Además, un sobre contenía tres tarjetas con direcciones; numeradas del 1 al 3.

Había llegado el momento, pensó. No lo podía demorar más. Retuvo mentalmente el domicilio de la tarjeta número 1, a nombre de un tal Sylnius; introdujo la cajita en su mochila y salió precipitadamente a la calle.

3

Se dirigió hacia una parada cercana de autobús. Al doblar la embocadura por la que afluía a la avenida de la parada vio que pasaba el 44, el bus rojo que necesitaba coger. Echó a correr, tenía que cruzar al otro lado pero la circulación terrestre de vehículos era demasiado densa. Justo cuando se acercaba a la parte trasera del autobús doble articulado, este se incorporaba para salir. Lo llamó desesperadamente. Casi consigue agarrarse al saliente de la puerta. Se quedó mirando cómo partía, jurando. Los ojos de la gente de la parte posterior del bus, que iba repleto, contemplaban la escena con apatía. No podía echar tampoco la culpa a ningún conductor. No lo había, eran vehículos autónomos. Todavía estaba observando cómo se alejaba cuando una enorme explosión hacía saltar por los aires el autobús articulado. Fue tal la liberación de energía de la presión, acompañada de un potente estruendo, que Antonio sintió que el suelo se movía con el mismo efecto que el causado por un terremoto. El ruido de la explosión enmudeció los gritos de pánico y al color rojo de los múltiples segmentos de la carrocería del autobús, se unió el de la sangre de los humanos que iban en su interior así como la de los que se encontraban en un radio de más de doscientos metros. Algún edificio colindante se vino abajo.

Antonio se llevó las manos a la cabeza. ¡Se había salvado por haber perdido el bus por centímetros! Las ambulancias aéreas comenzaban a llegar a la zona que había quedado devastada. Salió a una calle paralela y se puso a caminar hacia donde se dirigía. Observó su dispositivo móvil: tenía cinco kilómetros de distancia. Comenzó a andar guiado por el navegador. Tenía tiempo, no obstante pensó que si veía pasar un taxi lo cogería.

Cuando aún no había llegado a mitad del recorrido se encontró en medio de dos grupos de manifestantes que habían comenzado a pegarse, a lanzarse piedras y como la trifulca subía gradualmente de tono, comenzaron a oírse disparos, gritos, carreras, algunos cuerpos quedaban tendidos en el asfalto. Antonio tuvo que tirarse al suelo protegido por un vehículo calcinado que yacía aparcado. En cuanto pudo se lanzó a la carrera hacia un lugar más seguro procurando evitar el altercado. Poco después, en una bocacalle, vio que pasaba un taxi libre. Le hizo señal de que parara, pero siguió de largo. Continuó andando hasta que por fin llegó al Mars II Club.

Por fuera tenía aspecto de ser un verdadero antro. Fuertemente vigilado por gorilas, con la cabeza rasurada en su totalidad y tatuada con la testa de una pantera negra de ojos brillantes y agresivos colmillos en la parte superior del cráneo, con rifles automáticos, situados en todos los recovecos alrededor del local. Se dirigió a la taquilla blindada. Era necesario sacar un billete para entrar que dentro podía canjear por una consumición. En la misma entrada, un hombre que parecía ser el encargado de la vigilancia, rifle en bandolera, le dijo que levantara los brazos y tras un gesto otro lo cacheó minuciosamente, luego le pasaron, rodeando su cuerpo, un detector especial y para terminar tuvo que atravesar por el arco de un escáner. Una vez dentro se dirigió a la barra donde servían hombres en bañador y mujeres en toples. Por los grandes bafles retumbaba la segunda parte de Another Brick in the Wall de Pink Floyd y las imágenes del vídeo se reproducían entre las rústicas piedras que conformaban las paredes en una especie de caverna. Preguntó por la persona que buscaba. El barman lo miró sorprendido, con atención: «¿De parte de quién?», —dijo con sequedad—. Antonio se identificó y aquel se dirigió a otro, vestido con traje y pajarita, que se encontraba al fondo de la barra, y entonces pudo ver cómo este al escuchar lo que el barman le transmitía dirigía su vista hacía él, con cara de pocos amigos, y luego llamaba por un teléfono sin dejar de mirarle mientras hablaba.

—Quiere seguirme, por favor.

Una sonriente señorita, también vestida, se había acercado por detrás. Antonio la siguió hasta un garito escondido en un sótano al que había que acceder por un laberinto y traspasar distintas puertas blindadas con sus respectivas claves digitales.

Un hombre alto con una larga cabellera blanca, como el platino, que sobrepasaba los hombros del traje oscuro se le quedó mirando fijamente. Era una mirada que impresionaba. Antonio estimó, recordando comentarios de su padre, que rondaría los noventa años. Sobre el dorso de su mano izquierda destacaba la imponente cabeza de una agresiva pantera negra. De pronto el hombre sonrió y exclamó:

—¡Crossmann! ¡Claro! No puedes ser otro. Parece que estoy viendo a tu padre. Tienes su misma cara. ¿Cómo es tu nombre de pila?

—Antonio, señor.

—Bien, Antonio. Puedes llamarme Sylnius. Me alegra mucho verte. Ven, vamos a sentarnos junto a mi mesa de despacho o mejor aún, vamos a subir arriba, a un reservado. Estaremos tranquilos y podremos tomar algo —dijo el hombre de grave timbre y voz pausada apoyando su mano sobre el hombro de Antonio.

Pero justo entonces, un corpulento hombre de color se acercó al misterioso personaje diciéndole algo que Antonio no pudo llegar a escuchar.

—¡Vaya! Lo siento Antonio, debes disculparme un momento. Espérame tomándote algo. Ahora te acompaña al reservado uno de mis escoltas. Estoy contigo enseguida.

Al salir del despacho una mujer a la que conducían dos hombres, con la cara manchada de modo burdo por el rímel y el pintalabios corridos, se quedó mirándolo con ojos que destellaban odio. Antonio pudo percatarse de que iba esposada.

El escolta lo acomodó en un reservado conformado en una de las cavidades de lo que representaba una cueva prehistórica y, justo en ese momento, por los bafles del tugurio comenzaba a sonar con fuerza una genial percusión al ritmo trepidante de los timbales y la batería. A los primeros sones Antonio reconoció que se trataba de Sympathy for the Devil de The Rolling Stones. La situó en su época de gestación, mediados del siglo XX, cuando aún había esperanzas para la humanidad. Siempre había sido aficionado a la innovadora música producida por los grandes grupos de esa época. Al fondo, por una gran pantalla, se mostraba el vídeo con una grabación en directo, y se escuchaba el clamor del público vehemente que repetía enfervorizado: «¡Hi… Hiuuuuh!…», como si de un eco se tratara, los provocadores gritos de su cantante Mick Jagger al salir al escenario contorneándose entre efectivos juegos de luces rojas que estarían simulando al infierno: «¡Hi, Hiuuuuh!… ¡Hi, Hiuuuuh!…». Al pedir la consumición Antonio pudo ver, también, las formas poco iluminadas de algunas parejas de jóvenes, con el mismo atuendo de los camareros, que danzaban libidinosamente en un cuadrilátero de cuyo fondo comenzaron a surgir halos de llamaradas grotescas coloradas, que seguían el ritmo musical entremezcladas con brotes de humo, que dejaban las líneas de los cuerpos desvanecidos y confusos.

Antonio salió del letargo en el que se hallaba totalmente abstraído, sumergido en esa escena a la que se unía, al fondo, el vídeo de los Stones interpretando la canción: «Uuu… uuuuuuh… Uu… uuuuuuh…», que ahora estaba llegando a su fin, mientras sobresalía el punteo de la guitarra ante la locura desatada y un airado lucifer preguntaba, con ironía: «Tell my baby, what´s my name… iuh, iuuuuh…, what´s my name»; cuando apareció Sylnius.

—Ya estoy contigo Antonio —exclamó el hombre de largo cabello plateado que había llegado rodeado por un grupo fuertemente armado. Sylnius pidió una consumición y comenzó con grato recuerdo a hablar del padre de Antonio, recordando las muchas cosas que habían hecho juntos hasta que por fin dijo—: Bueno, ¿qué me cuentas? Si estás aquí es por algo.

De fondo, ahora, sonaba melódica Stairway to Heaven de Led Zeppelin. Antonio sacó la cajita de teca de su mochila y le enseñó el papiro y el trozo de pergamino. Sylnius tomó este último, le dio la vuelta. Un número se hallaba grabado y dijo ensimismado:

—El 111. Sí, era el de tu padre… ¿Conoces la historia?

—Algo me contó mi padre siendo yo muy joven, luego, como sabe, tuvo que desaparecer por un tiempo. Cuando volvió, se encontraba muy enfermo. Lo hizo para morir y despedirse de mí. Me repitió hasta el final lo de la hermandad y aparte de estos elementos, me entregó tres tarjetas con las direcciones de las personas con las que tenía que contactar. Primero estaba la suya, caso de no ser posible el contacto me debía dirigir a la número 2 y finalmente, por si acaso, había otra tercera.

—Bueno, pues me alegro de que yo pueda seguir contándolo y baste con mi contacto. Seré además tu padrino. Déjame ver quiénes eran los otros —Sylnius leyó los nombres de las otras tarjetas con una sonrisa—. Están vivos también, los tres te apadrinaremos.

—Gracias. Me hace ilusión seguir los pasos de mi padre.

—Bien, dime cómo puedo contactar contigo. Me encargaré de organizarlo todo. Será para la próxima reunión plenaria de la hermandad, dentro de mes y medio aproximadamente. Te avisaré con tiempo. Ahora me quedaré con la cajita de teca. Estará más segura conmigo. Además, previamente hay que seguir las formalidades estatutarias, es preciso un informe tras testar y conformar con los últimos avances la veracidad del pergamino y la transmisión del papiro. El día de la ceremonia mis hombres te recogerán y te llevarán a la sede. Allí se te investirá con la solemnidad requerida. ¿Necesitas algo ahora? ¿Quieres que te llevemos a tu domicilio?

—No. Muchas gracias, señor.

—Este distrito es muy peligroso para una persona sola y desarmada… Y llámame Sylnius… vamos a ser hermanos socios.

—De acuerdo. Tendré cuidado. Muchas gracias, Sylnius.

Antonio le dio una tarjeta donde apuntó todas las formas con las que podría contactar con él, seguidamente el hombre del largo cabello plateado se levantó, Antonio lo hizo tras él, Sylnius colocó las palmas sobre sus hombros y luego lo abrazó.

—Lo siento. Tengo que cumplir con mis obligaciones, Antonio. Tú puedes seguir aquí tranquilamente. Termina tu consumición. Pronto recibirás noticias mías. Cuídate.

Pero Antonio se marchó. Y estando casi en la puerta de salida se detuvo. Por los enormes bafles comenzaba a sonar, con gran potencia, Immigrant Song también de Led Zeppelin, al tiempo que las inmensas pantallas que conformaban las paredes del local mostraban el vídeo con una interpretación, en aquella época, del grupo en directo. Un escalofrío recorrió todo el cuerpo de Antonio.

4

Fuera, en los aledaños, abundaban los edificios semiderruidos y el hedor era penetrante. Los cuervos, al acecho por todas partes, crascitaban lanzando chirriantes graznidos. Unos buitres de enorme envergadura planeaban a baja altura al tiempo que por medio de esas mismas calles transitaban sigilosas, modernas y agresivas especies de hienas y chacales. Todos en busca de carroña. Los cuerpos mutilados, abandonados por los depredadores humanos, eran pronto asaltados por los carroñeros que actuaban en un ritual cargado de gran violencia para su propia supervivencia, limpiando las ciudades.

Antonio miró su navegador y decidió volver a su distrito por un camino diferente al que había utilizado en la ida, así que entró por un callejón, donde en una esquina vio a la mujer de la cara manchada. Se hallaba sentada en el suelo amamantando a una bestia de aspecto funesto: cara humana con enormes orejas y cuerpo de cerdo, pero de infantil y suave piel sonrosada. Nunca había visto un ser tan extraño, aunque recordó el uso intensivo que se había hecho de este mamífero para procurar órganos para humanos al ser muy similares. Ella se quedó mirándolo fijamente, luego le enseñó los dientes en actitud amenazante. Antonio aceleró el paso hasta doblar a una avenida atascada con vehículos destruidos y abandonados por todas partes. En la siguiente arteria circulatoria el tráfico parecía fluido hasta que se produjo un pequeño golpe entre dos coches que se pararon. Al poco, los conductores comenzaron a discutir, uno sacó su arma y disparó contra el otro. Del vehículo de este salió un tercero disparando contra el agresor. El tráfico quedó interrumpido y las protestas desaforadas de los ocupantes de los demás vehículos comenzaron a intensificarse, increpándose los unos contra los otros, recíprocamente. Los disparos se hicieron cada vez más frecuentes hasta que alguien, desde alguna ventana, lanzó una granada de mano. Varios coches salieron despedidos envueltos en llamas. Antonio volvió a la calle anterior paralela, más tranquila, desde donde seguía oyendo el estruendo de las detonaciones que se incrementaban, ahora causadas también por bombas, en la avenida que poco antes parecía fluida; pero tras haber apenas avanzado cincuenta metros, de un portal con aspecto abandonado salieron tres individuos con grandes capas rojas y rostros pintados a modo de payasos: fondo blanco y pronunciadas líneas que marcaban bocas sonrientes y ojos enormes. De sus cintos, a un lado, colgaban largas espadas de filos brillantes a la luz de las farolas, mientras que del otro pendían modernos revólveres. Los individuos de los extremos se abrieron para cercar a Antonio, mientras el del medio se detuvo, brazos cruzados, frente a él.

—Hola —dijo este pronunciando la pintada boca sonriente—, ¿tienes un cigarro negro?

Segundos antes de contestar, Antonio pensó que con seguridad se trataba de una contraseña entre bandas, de la cual, desde luego, no tenía la respuesta:

—Lo siento. No fumo.

Las carcajadas de los individuos resonaban en la cabeza de Antonio que no sabía lo que le esperaba, cuando se encontró la punta afilada de una de las espadas tocando su garganta y las manos esposadas. Justo en ese momento dos patrullas en motos voladoras que circulaban lentamente por el asfalto, en actitud vigilante, con cuatro plazas cada una, en la que unos fornidos hombres con chupas negras, que parecían de cuero, cabezas rapadas con la testa de una pantera negra de ojos brillantes y aspecto feroz, tatuada en su parte superior, y provistos de metralletas que salvo los que conducían apoyaban sobre sus muslos, contemplaron la escena. Alguien se dio cuenta de que se trataba del hombre que acabada de salir del Mars II Club.

—Ese hombre al que retienen los Payasos Asesinos es el que ha estado hablando con Sylnius.

—Llámale para ver qué hacemos.

Los payasos al ver las patrullas dejaron de reír y sus manos diestras, de forma automática se acercaron a sujetar las culatas de sus pistolas. El que parecía el jefe hizo un gesto para que Antonio avanzara hacia el portal del que habían salido.

Al recibir la orden de Sylnius las dos patrullas se dispusieron en torno a los payasos. El silencio hizo destacar el eco de los graznidos de los cuervos.

—¡Alto! —dijo el cabecilla de una de las motos—. Ese hombre es de los nuestros.

—¿Y qué hace por aquí, sin conocer las contraseñas? —preguntó el jefe de los payasos.

—Este territorio es nuestro. Si estáis aquí es con nuestro consentimiento —dijo el cabeza rapada y tatuada, al tiempo que veían asomar armas por los huecos de las ventanas rotas del edificio, ante rostros parapetados de Payasos Asesinos que se movían ansiosos tras ellas. La tensión se acentuaba.

Una voz ronca y fuerte apareció rodeado de hombres por el portal.

—¿Qué ocurre?

—Hemos cazado a este tipo paseando por esta calle sin conocer la contraseña.

El de la voz ronca sabía que el hombre, por su pinta, podría tener algún valor, pero otras cuatro motos llegaban, con cuatro componentes cada una de ellas, fuertemente armados, de cabezas tatuadas con la imagen de la pantera de ojos brillantes y sabía que, con la banda de las Panteras Negras, como así eran conocidos, era mejor tener la fiesta en paz.

—Dejadlo… —dijo el cabecilla sin mucho afán, antes de proseguir con una amenaza—, pero estamos empezando a cansarnos.

El trío que mantenía a Antonio lo soltó y una de las motos se acercó a recogerlo. Uno de sus componentes se apeó dejando su sitio a Antonio mientras él se sentaba en un anexo corredizo que había extraído en el borde posterior del vehículo.

—Nos ha ordenado Sylnius que te llevemos a tu casa. Es muy arriesgado andar por estas calles —dijo el jefe de la patrulla—. Está al teléfono y quiere hablar contigo.

Antonio habló con Sylnius. Este le recriminó que no hubiera aceptado que sus hombres lo hubieran acompañado hasta su casa. Pensaba que había ido motorizado o de alguna forma más segura. En fin, que eran calles muy peligrosas. Que ya se lo había advertido. Que ahora lo llevarían sí o sí y volvieron a despedirse como antes habían quedado.

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9788412421927
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