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Julio Ramón Ribeyro

La obra de Julio Ramón Ribeyro (Lima, 1929-1994) ocupa un lugar preponderante en el desarrollo de la cuentística peruana del siglo XX. Siete colecciones de relatos, aparecidas entre 1952 y 1992, forman un complejo y variado conjunto narrativo en el que sobresalen, sin duda, textos escritos en una tradición realista que se remonta al siglo XIX. En efecto, la producción de Ribeyro se consolida bajo modelos perfectamente identificables, en particular el de los grandes narradores en lengua francesa de aquel período: Stendhal, Flaubert y Maupassant. El autor limeño nunca negó tales fuentes de inspiración o vocacionales, a las que incorporó otras de la misma importancia o jerarquía, como las de los rusos Turguenev y Chejov.

Pese a su inserción en la órbita de un realismo de nuevo cuño, propio de su tiempo y lugar de origen, Ribeyro practicó otras estrategias creativas, como la literatura fantástica, junto a otros autores peruanos que también incursionaron en esos predios, como Valdelomar y Vallejo.1 El prestigioso premio Juan Rulfo, que se le otorgó poco antes de su deceso en 1994, reivindicó la figura de un creador esencial pero de perfil bajo, al que le fuera vedado —durante casi tres décadas de carrera— participar de los beneficios de la exposición mediática de los que sí gozaron escritores como Mario Vargas Llosa y, posteriormente, Alfredo Bryce Echenique. Un crítico como José Miguel Oviedo ha sugerido que esta postergación obedece a que Ribeyro eligió el cuento como medio fundamental de expresión artística.2

Es evidente que Ribeyro nunca trascendió —excepto en los últimos años de su vida— los linderos propios de un “escritor de culto” (término algo equívoco o eufemístico), tanto en su tierra de origen como en el resto del continente e incluso en Europa, donde su obra también fue objeto de una difusión lenta entre los círculos extraacadémicos; sin embargo, ya desde la década de 1960 sus textos más representativos fueron incluidos recurrentemente en antologías o compilaciones de variada naturaleza. Además, se los tradujo a lenguas como el alemán y el francés. ¿Podría haber influido en esta circunstancia su filiación poética? ¿Su opción “realista” era poco estimulante para un lector impresionado por las deslumbrantes técnicas de Carlos Fuentes, Julio Cortázar o el mismo Vargas Llosa? ¿Hasta qué punto su estética coincidía con los modelos canónicos del realismo o del naturalismo europeo? Estas preguntas son inevitables, ya que una lectura atenta de los relatos más próximos a esa escuela revela que no estamos ante un escritor preocupado exclusivamente por una visión sociológica. Como sugiere Martínez Gómez (1991: 145), incluso los textos que mejor se amoldan a una representación objetiva presentan marcas particulares. Estas introducen un aspecto insólito o inesperado que no permite asociarlos del todo a un tipo de narración centrada en las construcciones discursivas a las que el sistema literario asigna el rótulo de realistas para contraponerlas a aquellas que no lo son.

En este capítulo no abordaremos sino tangencialmente el deslinde sugerido líneas atrás, cosa que haremos solo cuando resulte necesario. Hemos elegido seis cuentos de diversos libros y épocas que, a nuestro juicio, incluyen elementos suficientemente distintivos y constantes en otros relatos. Después del análisis de los textos podrá comprenderse mejor el tratamiento que nuestro autor, como parte de la generación a la que se adscribió, dio al espacio y qué lo diferencia de las elaboraciones de otros escritores.

1. “Al pie del acantilado”: el espacio del límite

Este cuento forma parte del tríptico Tres historias sublevantes (1964), libro incluido en el tomo II de La palabra del mudo (1994). Según los datos que el propio Ribeyro consignaba al final de sus trabajos, fue escrito en 1959, durante su estancia huamanguina, e integra un conjunto detrás del cual se trasluce la intención deliberada de que cada texto narre una historia que acontece en una de las tres regiones del Perú. “Al pie del acantilado” se centra en la costa, mientras que “El chaco” y “Fénix” transcurren en la sierra y la selva respectivamente. El libro, sin embargo, no solo manifiesta una voluntad de organización estructural, sino también una de correspondencia temática: los tres relatos giran en torno de seres marginales compelidos a tomar una decisión de enorme trascendencia para sus vidas y que, finalmente, alterará un estado de cosas.

En el texto que analizaremos primero, es Leandro quien cumple esa función de marginalidad: junto a sus dos hijos, es arrojado al inicio del relato del espacio urbano y habitable de la ciudad de Lima. La carga alegórica no tardará en revelarse: los protagonistas son víctimas de una expulsión y la zona costera invadida es su “tierra prometida”, que al principio deviene inhóspita y hostil. La historia es narrada por Leandro, y su punto de vista rige la percepción de los acontecimientos. Se trata de outsiders, de seres excluidos de un proceso de urbanización que los arroja a un territorio desconocido. ¿Cuál es el origen social de estos personajes? Parecen proceder de la clase baja limeña, degradada por un modelo social en el que ya no tienen cabida. Son los típicos habitantes de distritos populares como La Victoria, o de barrios mixtos (donde confluyen varios estratos) como Santa Cruz, en Miraflores; forman parte de un mundo en extinción que en otros tiempos bien pudo jactarse de sus raíces limeñas. El propio Leandro anuncia quiénes son los responsables de su actual situación: “Veníamos huyendo de la ciudad como bandidos porque los escribanos y los policías nos habían echado de quinta en quinta y de corralón en corralón” (Ribeyro, 1994 [II]: 17).

Leandro confiesa esa realidad después de una reflexión sobre la higuerilla, planta silvestre capaz de echar raíces en el suelo más difícil o árido; él y su familia se parecen a esa planta reacia a la extinción: donde ella prospere también podrá hacerlo un ser de los de su clase: “Allí donde el hombre de la costa encuentra una higuerilla, allí hace su casa porque sabe que allí podrá también él vivir” (Ribeyro, 1994 [II]: 17). Resulta significativo que ya desde el inicio, por medio del uso metafórico de la planta, el narrador incida en la capacidad de adaptación y reinserción propia de los de su clase. Como es obvio, este “nosotros” no comprende únicamente a los miembros de su familia, sino, y sobre todo, a un grupo humano cuya existencia y organización social se pierden en los umbrales del tiempo. De esta manera, la semantización de la planta realizada por el narrador introduce no solo una percepción espacial propia de los de su clase, sino que, además, sugiere su entroncamiento con un tiempo mítico que excede los límites del tiempo histórico, un “estar allí” que se extiende más allá de las condiciones sociales del presente en las que se ven envueltos él y su familia.

El narrador-personaje, por lo tanto, revela un “saber” sobre el entorno que sustenta a su vez un “hacer” o práctica que le permite transformar un espacio en ruinas situado en el fondo del barranco, lugar donde alguna vez medraran los viejos baños de Magdalena. Allí, entre los restos de este mundo desaparecido para siempre, descubre la tenaz especie vegetal que ha dado pie a las digresiones con que se inicia el relato. Estas observaciones de Leandro conducen a otras en las cuales se revela la memoria de la ciudad, que también se convierte en una compleja praxis:

La gente decía que esos baños fueron famosos en otra época, cuando los hombres usaban escarpines y las mujeres se metían al agua en camisón. En ese tiempo no existían las playas de Agua Dulce y La Herradura. Dicen también que los últimos concesionarios del establecimiento no pudieron soportar la competencia de las otras playas ni la soledad ni los derrumbes (...) (Ribeyro, 1994 [II]: 18).

Leandro evoca un pasado del cual también él es una especie de usuario, aunque no como alguien que vivió esa época lejana. Los baños de Magdalena, en otro tiempo espléndidos (según los datos proporcionados por el autor, se trataría de las décadas iniciales del siglo XX), desaparecieron ante el feroz embate de las playas “nuevas” (lugares de concentración de la burguesía) que desplazaron al olvido a las más antiguas. Como se puede ver, el relato incorpora desde sus inicios una dimensión temporal a la manera como configura el espacio, rasgo anotado por De Certeau, para quien “(...) los lugares son historias fragmentarias y replegadas, pasados robados a la legibilidad por el prójimo, tiempos amontonados que pueden desplegarse pero que están allí más bien como relatos a la espera y que permanecen en estado de jeroglífico (...)” (De Certeau, 1996: 121). El espacio, por lo tanto, es concebido también como historia, y en tal sentido asume una dinámica propia que puede a su vez transformarse en la medida en que sus habitantes, al ocuparlo, produzcan nuevos sentidos o significados.

El contraste entre el pasado que despliega Leandro, depositario de una memoria que es de todos y de nadie en particular, y el presente, que es para él aquel territorio poco hospitalario, es el mismo conflicto existente entre la ciudad antigua y la moderna. Los representantes de la ley (escribanos y policías) que arrojan de sus hogares a Leandro y a sus pares constituyen las fuerzas represoras de quienes alteran la configuración de la costa limeña: los grupos hegemónicos y dominantes que, al desplazarse a otros puntos geográficos, forman emplazamientos o puntos de encuentro.3

En relación con el narrador-protagonista —a quien le ha sido negada la urbe que empieza a perfilarse sobre su cabeza, en las alturas del acantilado—, su ubicación se modifica en tanto los ocupantes de esa playa abandonada propician la habitabilidad: “Pero al año ya teníamos nuestra casa en el fondo del barranco y ya no nos importaba que allá arriba la ciudad fuera creciendo y se llenara de palacios y de policías. Nosotros habíamos echado raíces sobre la sal” (Ribeyro, 1994 [II]: 18). Así, Leandro y sus hijos construyen un mundo apartado de aquel otro que continúa modificándose “arriba” en la superficie, habitado por seres y objetos hostiles como los “policías” (la fuerza represiva del Estado) y los “palacios” (los edificios y viviendas que se erigen sobre los corralones demolidos). Su descenso en la estratificación social, producido por las fuerzas del orden que ejecutan los desalojos judiciales, exterioriza un correlato físico. Al instalarse en la parte más baja de ese barranco, la segregación de la que han sido víctimas ya no es solo psicológica o cultural: se materializa en la vivienda edificada sobre un emplazamiento abandonado hace ya muchas décadas.

Pero esa perspectiva “inferior” no alimenta la búsqueda de una revancha por los excluidos, sino que deviene motivo de fortalecimiento, de afirmación de la singularidad en la que ahora están inmersos: Leandro y los suyos construyen su nueva identidad en relación con la posesión de este “otro” espacio. Aunque la ciudad “de arriba” es un referente para los nuevos ocupantes de la playa —y, como veremos después, las actitudes de estos personajes serán distintas al respecto—, ella existe ahora como una presencia imaginada, fantasmal, que contrasta con aquella tierra presente que hacen suya y que se ubica precisamente en el límite u orilla lindante con el mar.

La ciudad se erige pues como un símbolo de la agresión contra aquellos que ya no son considerados aptos para vivir en su perímetro; sin embargo, ella aún sobrevive en la memoria de los desplazados: la postergación no la elimina del horizonte de la subjetividad, sino que la reinstala en otra dimensión, determinada por el ángulo de visión de los protagonistas.4 En efecto, en su enunciación de la historia el narrador-protagonista deja traslucir un deseo de posesión o dominio que contrasta significativamente con aquella apariencia brumosa y vaga que emana de la ciudad imaginada, y son las acciones relatadas por él las que refrendan esa experiencia. Un ejemplo de ello puede constatarse en el cambio de actitud que muestra cuando los primeros bañistas de modestos recursos comienzan a usufructuar el espacio donde se ha instalado:

A mí no me gustan los reproches, pero en cambio me gustó que me dijeran su playa. Por eso me empeñé en poner un poco de limpieza. Con Toribio pasé algunas mañanas recogiendo todos los papeles, las cáscaras y los patillos que, enfermos, venían a enterrar el pico entre las piedras (Ribeyro, 1994 [II]: 22).

Este pasaje muestra cómo el protagonista parece entender con claridad, por primera vez, el hecho de que sus acciones sobre la playa le confieren ciertos derechos de propiedad: el lector asiste a una diversificación de las tareas derivadas de la ocupación del espacio limítrofe del acantilado. A partir de ese momento sus habitantes ya no se preocupan solo por levantar una vivienda y apuntalar las laderas del barranco ante el peligro de derrumbes; más bien extienden su “hacer” a los alrededores y deciden incluso levantar un cobertizo bajo el cual los bañistas encuentren un refugio en los días más calurosos del verano y cobrar un derecho de paso por ello.5 La posesión y la expansión simbólica de este territorio límite, sin embargo, revisten ciertos riesgos de los cuales los protagonistas no podrán sustraerse: la tragedia —la muerte de Pepe, uno de los hijos de Leandro— se desencadena precisamente cuando se encuentran abocados a la tarea de extracción de restos de metal oxidado del mar. Este trágico suceso crea una especie de línea divisoria entre el momento de apropiación de esa tierra de nadie y los eventos posteriores y, de hecho, puede también ser interpretado como una metáfora del destino de los personajes. Por otra parte, la tragedia, entendida como una herida o cicatriz producida en la subjetividad de los personajes, surge como la marca con la que, simbólicamente, el espacio del acantilado “hace suyos” a sus habitantes. Esta última interpretación implicaría una suerte de interacción entre los sujetos ficcionales y el espacio habitado; socialmente signado por la exclusión o la desadaptación y lindante con las fuerzas caóticas de la naturaleza, el umbral representado por el acantilado es, sin lugar a dudas, un espacio en el que también el tiempo cobra una presencia importante. Esta dimensión temporal, no obstante, se expresa en la medida en que el espacio forma parte ahora de la subjetividad de los personajes, es decir, ha sido incorporado no solo como práctica sino también como experiencia afectiva. Leandro y los suyos —principalmente su hijo Pepe— no solo modifican el espacio en el que habitan sino que, a su vez, se amoldan a las exigencias que el medio les impone, emprendiendo, por ejemplo, tareas propias de pescadores (aunque sin convertirse en tales): “De este modo, aprendimos el oficio, compramos cordeles, anzuelos y comenzamos a trabajar por nuestra propia cuenta, pescando toyos, robalos, bonitos, que vendíamos en la paradita de Santa Cruz” (Ribeyro, 1994 [II]: 18). Esto resulta por demás paradójico, pues temporalmente situado en un período signado por el proceso de modernización de la urbe, el texto nos presenta la experiencia de una familia en vías de desintegración que se ve en la necesidad de incorporar saberes y prácticas artesanales propios de un período históricamente ubicado en los albores de la civilización. Puede verse entonces que la descontextualización espacial que sufren los personajes al ser desposeídos y arrancados del seno de su sociedad produce además una descontextualización de orden temporal. Asunto que expresa con toda claridad una crítica profunda del modelo modernizador y que muestra el carácter ambivalente de la expansión urbana que, por un lado, propicia la racionalización y homogeneización del espacio y del tiempo y, por el otro, somete a quienes no se amoldan a ellas a necesidades que bien pueden resultarles por completo ajenas.6

El episodio de la muerte de Pepe —el hijo plenamente identificado con las aspiraciones paternas— sumirá al protagonista en una progresiva soledad. A diferencia de su hermano, ahogado en sus afanes de extraer los restos de metal, Toribio sí manifiesta una nostalgia por la ciudad que se ubica en la cima del barranco. De ahí su indiferencia o apatía respecto de la preocupación de los otros por despejar el último bastión o frontera. El narrador-protagonista da cuenta de esa actitud incluso antes de la desaparición de Pepe:

Toribio, en cambio, como los forasteros, lo veía trabajar sin ninguna pasión. El mar no le interesaba. Solo tenía ojos para la gente que venía de la ciudad. Siempre me preocupó la manera cómo los miraba, cómo los seguía y cómo regresaba tarde, con los bolsillos llenos de chapas de botellas, de bombillas quemadas y de otros adefesios en los que creía reconocer la pista de una vida superior (Ribeyro, 1994 [II]: 23).

El no-hacer de Toribio (quien, irónicamente, será el primero en percatarse de que Pepe se ha perdido) en el espacio de la playa contrasta con los desplazamientos de Leandro o las habilidades que muestra Samuel, personaje que se incorpora a la ficción con la llegada del verano. Mientras los otros han descubierto en el mar no solo una tabla de salvación —por los alimentos o los desechos que les proporcionan—, Toribio queda fascinado por todo aquello que proviene de “arriba”. Su apatía o indiferencia es, en realidad, engañosa: él también se desplaza, solo que lo hace a través de la ciudad invisible, de la que retorna una y otra vez con una serie de objetos inútiles —según la visión pragmática o utilitaria de Leandro—. Hay pues en sus actos una “práctica” que es fruto del ocio, pero también del sentimiento de pérdida de aquello que se ha visto forzado a abandonar. Los objetos inservibles que el muchacho recupera simbolizan precisamente todos esos productos que la modernidad tecnológica ha diseñado para cubrir ciertas necesidades básicas o inventar otras, como sugiere Galbraith,7 y anuncian su inevitable partida hacia la urbe. Sin embargo, gracias a este no-hacer de Toribio, el acantilado incorpora a su configuración como espacio un rasgo totalmente inédito que atañe a la evocación, por medio de esos objetos y restos, de una cultura de consumo que, en el espacio del límite lindante con la naturaleza, pierde por completo el aura de modernidad que suele acompañarla.

Después de la muerte de Pepe, Samuel erige su nueva vivienda en la parte alta del desfiladero; Toribio entonces inicia una existencia itinerante, de ausencias constantes y retornos fugaces junto a Leandro. La relación con el espacio aparece signada por un cambio: el padre está solo, pero su estatus de residente antiguo le brinda la posibilidad de ascender socialmente, hecho que se comprueba cuando los primeros contingentes de invasores, también expectorados por la ciudad, comienzan a instalar sus casuchas en la parte alta. Poco tiempo después se consolida en la zona una barriada, una extensión de Lima habitada por otros desplazados semejantes a Leandro y su familia,8 abanderados de una modernidad que los segrega; apartados del progreso, amplían los límites de la urbe apropiándose de territorios que permanecen aún al margen de su racionalidad. De manera significativa, la forma en que se instalan fomenta el surgimiento de un espíritu comunitario o corporativo que los protege de las agresiones del medio excluyente. El territorio ganado debe ser entonces protegido de las fuerzas que tienden al permanente despojo. Se conciben a sí mismos, como señala García Canclini (1997), como sujetos abandonados por el Estado protector y, contradictoriamente, como “pioneros” que desafían un medio agreste al que dominan por cuenta propia.

Resulta emblemático el hecho de que la ciudad no solo dé comienzo a un lento avance hacia el territorio de Leandro, sino también que se convierta, ella misma, en invasora. En efecto, después de la tragedia que desintegra la aparente y precaria estabilidad lograda por Leandro, Toribio inicia un lento proceso de desarraigo en sentido inverso. El narrador-protagonista también incorpora el hecho a su discurso, a partir de su contemplación de las cometas que infestan el cielo de la ciudad durante el mes de agosto. Leandro ‘metaforiza’ la partida del hijo por medio de la imagen de la rotura del hilo y la pérdida del objeto de caña y papel: “Toribio era así: yo lo tenía sujeto apenas por un hilo y sentía que se alejaba de mí, que se perdía” (Ribeyro, 1994 [II]: 29).

La observación de las cometas supone para el padre un anticipo de lo que pronto ocurrirá en su entorno. La fuerza ejercida por la urbe, invisible desde la playa, es demasiado poderosa, y son escasos los instrumentos con que cuenta Leandro para retener al hijo. Se trata de uno de los pasajes de mayor tensión dramática; el protagonista busca una serie de justificaciones personales que remiten nuevamente a la posesión del lugar donde ha edificado su vivienda: mientras él representa los valores de lucha contra la marginación social y por la convivencia con la naturaleza, Toribio refleja todo lo contrario. Él, a quien nunca atrajo la pesca, encarna al hombre urbano que no puede desprenderse de su condición (Ribeyro, 1994 [II]: 29). Ejemplo de ello son los trabajos de vidriería o gasfitería en los que acompaña a Samuel a través de los balnearios y que le permiten obtener dinero para gastar en pasatiempos.

Después de la partida definitiva de Toribio, quien se une a Delia, una muchacha de la barriada, se inicia un período de soledad para Leandro. Su vida se transforma desde entonces en una acción continua que le permite la articulación de un orden social externo y lo conduce a la búsqueda de un orden afectivo interno, con el propósito de compensar las dos pérdidas sufridas en el seno de su familia: primero la muerte por ahogamiento de Pepe y, luego, la otra desaparición, más bien simbólica, de Toribio, arrastrado por el influjo de la capital:

Yo mismo me hacía todo: pescaba, cocinaba, lavaba mi ropa, vendía el pescado, barría el terraplén. Tal vez fue por eso que la soledad me fue enseñando muchas cosas como, por ejemplo, a conocer mis manos, cada una de sus arrugas, de sus cicatrices, o a mirar las formas del crepúsculo (...) (Ribeyro, 1994 [II]: 31).

No obstante, el precario orden construido por Leandro sufre una fractura importante después de que el protagonista planifica y emprende la construcción de una barca, objeto cuya fabricación quedará trunca con la llegada de habitantes de la ciudad que no son marginales ni fugitivos de la justicia: la urbe legal se anuncia por la vestimenta de estos intrusos a quienes, desde la distancia, Leandro presume diferentes y peligrosos:

Una mañana, cuando Samuel y yo trabajábamos en la barca, vimos tres hombres, con sombrero, que bajaban por el barranco con los brazos abiertos, haciendo equilibrio para no caerse. Estaban afeitados y usaban zapatos tan brillantes que el polvo resbalaba y huía. Eran gentes de la ciudad (Ribeyro, 1994 [II]: 32).

El fragmento reintroduce la amenaza de aquel macrouniverso representado por la urbe, constituye una reinserción en la memoria de los personajes de la experiencia traumática del desarraigo y, de paso, revela al lector la fragilidad del microuniverso organizado por el narrador-protagonista. Visto desde la perspectiva del padre, el desplazamiento intrusivo de esos sujetos solo puede evocar el recuerdo de una ciudad que devora o expulsa a sus habitantes. Por otro lado, es significativo que Leandro atribuya a los “extranjeros” el rótulo de gentes de la ciudad: el largo período de estancia en el acantilado ha producido en el protagonista de esta historia la visión de una nueva línea divisoria según la cual la ciudad —y con ella aquello que podríamos denominar su capital simbólico— resultan ya totalmente ajenos a su horizonte de vida. Al apartarse del contrato social como consecuencia de la segregación, Lima se ha convertido para Leandro en una entidad simbólica de escasa trascendencia: no la necesita para llevar a cabo su proyecto de vida. Su control del espacio del acantilado por medio de una sucesión de actos y prácticas nuevas para él le ha permitido acentuar su condición de excluido pero, al mismo tiempo, desarrollar una pertenencia a un espacio nuevo por completo, socializado por sus acciones.

A pesar de que la ciudad existe como una realidad innegable cuya presencia se constata físicamente a escasos metros del acantilado —en el punto donde termina la barriada, sobre la cabeza de Leandro—, solo asume una identidad bajo la forma de seres u objetos representativos. No es por ello gratuita la animadversión del personaje para con los representantes de la ley encargados de realizar desalojos, a quienes él identifica como escribanos. El poder de la escritura aparece aquí visto como una fuerza que irrumpe violentamente en el orden estructurado por el narrador y, de hecho, la presencia de los intrusos anuncia un nuevo giro en los acontecimientos venideros, de signo negativo. Los intrusos, sin embargo, no son policías, como lo había presumido Samuel erróneamente, sino agentes municipales. En otras palabras, son instrumentos de un Estado que reclama esas tierras ocupadas para construir un nuevo “establecimiento de baños”. La maquinaria del despojo vuelve así a activarse: el Estado, que había mantenido en total abandono el desfiladero y la playa por décadas, pretende expulsar a los habitantes de la barriada y a todos los pobladores de las inmediaciones. Se trata de un conflicto de intereses entre dos tipos de espacio: el público y el privado (en este caso, Leandro y su entorno). El segundo de estos, no obstante, aparece revestido de una marginalidad y de una ilegalidad que lo invalidan en términos de derechos de propiedad. El desenlace del conflicto, por lo tanto, resulta inminente. Pese a ello, en un último intento por plantear la legalidad de su posición —y ante el clamor de los pobladores—, Leandro busca a un abogado,9 que solo conseguirá prolongar por unas semanas la esperanza de los habitantes, quienes, convencidos por el leguleyo de que esas tierras son estatales, públicas, y de que, por lo tanto, nadie puede expulsarlos, pagan una suma con la cual pretenden cubrir los gastos del proceso judicial.

Cuando todo parece haberse solucionado, las cuadrillas de demolición aparecen en el escenario. El desenlace puede ser examinado a la luz de las observaciones de De Certeau respecto de las prácticas de dominio:

La delincuencia social consistiría en tomar el relato al pie de la letra, en hacerlo el principio de la existencia física allí donde una sociedad ya no ofrece más salidas simbólicas ni expectativas de espacios a los sujetos o a los grupos, allí donde no hay más alternativa que el orden disciplinario y la desviación ilegal, es decir, una u otra forma de prisión o de vagabundeo en el exterior (De Certeau, 1996: 142).

De Certeau formula tales ideas a propósito de un término utilizado en el párrafo anterior al de la cita: denomina delincuente al relato (sin distinción genérica) en el que un actor solo existe en virtud de sus desplazamientos, no al margen sino en los “intersticios” de los códigos. De manera análoga, Leandro y todos los habitantes de la barriada nacida al borde del desfiladero parecen poblar esos intersticios, es decir, esas locaciones poco visibles, internas, que pasan desapercibidas para los ciudadanos apegados a la existencia políticamente correcta y respetable. Sin embargo, la destrucción ejecutada por la cuadrilla municipal obliga a los indefensos pobladores a una nueva diáspora. Ya no se trata de los intersticios mencionados por De Certeau, sino de una auténtica y nueva proscripción fuera del marco social y de la legalidad. Al respecto, hay una escena que grafica a plenitud este tema. Ocurre después del retorno de Leandro y un grupo de vecinos a la barriada, quienes se habían trasladado al Centro para formular una reclamación al abogado defensor. El viaje desde la periferia representada por el acantilado al Centro de la ciudad es sumamente significativo: el rechazo que sufren —físico por una parte, en la medida en que los habitantes son obligados a retirarse del estudio del abogado, y simbólica por otra— es una clara indicación de que la sede geográfica del poder político no les ofrece ninguna alternativa de convivencia o incorporación en sus planes de expansión.

Al regreso de esa infructuosa tentativa, Leandro es objeto de sospechas y recibe agresiones que lo distancian de sus compañeros. Más adelante, el narrador describe una especie de lúgubre amontonamiento formado por quienes ya lo han perdido todo:

Pero la mayoría fue bajando por el barranco. Levantaban su casa a veinte metros de los tractores para, al día siguiente, recoger lo que quedaba de ella y volverla a levantar diez metros más allá. De esta manera la barriada se venía sobre mí, caía todos los días un trecho más abajo, de modo que me parecía que tendría pronto que llevarla sobre mis hombros. A las cuatro semanas que empezaron los trabajos, la barriada estaba a las puertas de mi casa, deshecha, derrotada, llena de mujeres y de hombres polvorientos (...) (Ribeyro, 1994 [II]: 38).

Desde la perspectiva del protagonista, la barriada comienza a avanzar por el declive, hasta llegar a las inmediaciones de su casa. Mientras más metros ganan los tractores, el espacio disponible se reduce a su expresión mínima. La precaria organización social constituida por los invasores ha sido mortalmente herida. Se trata de una imagen contundente: aquellos que poblaban la zona superior del barranco son constreñidos a ceder territorio, con el riesgo de que su única salida o escape sea el mar.

La recuperación de lo público por los agentes del orden y los ejecutores de la disposición municipal genera un desplazamiento tragicómico de los marginales sobre esa superficie inclinada. El barranco se convierte así en una zona de tránsito hacia el desarraigo y el olvido, en un plano diagonal que conduce a la negación de los proyectos colectivos. La escena parece proveer suficientes elementos de sustento a algunas reflexiones de Joseph respecto del tema: “Un espacio público es todo lo contrario de un medio o de una articulación de medios. Solo existe como tal si logra trastornar la relación de equivalencia entre una identidad colectiva (social o cultural) y un territorio” (Joseph, 1988: 45). Joseph introduce la figura del intruso o extranjero, en el sentido de que no existe espacio público hasta que los agentes de una intromisión no desaparecen o se diluyen en la memoria (Ribeyro, 1994 [II]: 46).

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252 стр. 4 иллюстрации
ISBN:
9788740433456
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Bookwire
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