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EN LA MENTE DE MAGALHÃES

Paralelamente, en el nuevo mundo que han descubierto los españoles, Juan Ponce de León, gobernador de la isla de Santo Domingo, ha autorizado que se lleve a cabo el reparto de los indios capturados. Como el contacto con los nativos lleva a estos a unos elevados índices de mortandad, el rey Fernando autoriza el empleo de esclavos negros. Esos esclavos los pide a la Casa de la Contratación, que se ha creado en las Atarazanas Reales de Sevilla, siete años antes. Son los funcionarios de la casa quienes se encargan de gestionar la adquisición de los esclavos y enviarlos a los nuevos territorios.

Toda esa información va corriendo como la pólvora. Han pasado cuatro años desde que un tal Américo Vespuccio, puso en marcha una escuela de navegación en dicha casa y Magalhães sabe que pronto tomará las mismas dimensiones y categoría que la de Portugal. Además, Américo Vespucio ha guiado en los primeros años del siglo una expedición portuguesa que se aproximó a las costas americanas muy cerca del Río de la Plata. Aunque Portugal lleva muy en secreto todo lo concerniente a la navegación y la geografía del momento, Magalhães sabe que pronto habrá muchos marinos dispuestos a navegar a donde sea, con tal de descubrir nuevos territorios y sus posibles riquezas. El portugués piensa que, tarde o temprano, alguno acabará descubriendo un nuevo camino para llegar a las islas de donde procede su criado.

Le llegan noticias de que los españoles están creando el “Padrón Real”, una especie de mapamundi con los territorios que se conocen y al que van sumando los nuevos descubrimientos. Pero Magalhães está cansado y herido. Físicamente, por la agotadora vida que supone la participación en las continuas refriegas que sostienen las fuerzas portuguesas desde que fueran mandadas para reforzar la presencia del almirante Francisco de Almeida y su asentamiento como virrey de las Indias. Y moralmente, decaído por las continuas intrigas y desconfianzas que con frecuencia despierta su persona. Los portugueses llevan desde marzo de 1505 devastando las ciudades de la India, levantando fortificaciones, y haciendo todo lo necesario para controlar el naciente comercio de las especies. Magalhães ha participado en todo eso y aunque aún se mantiene en forma, tiene ganas de volver a Lisboa. Ha visto como ardían las enormes mezquitas como la de Mishkal, en la costa malabar y como era asaltado el templo de los Taludes o el saqueo y destrucción de la Munchundilalli.

También ha tomado parte en la batalla de Cannanore, en Calicut, donde los portugueses hacen valer su supremacía sobre los malayos. Lo hace con la misma energía y valor con la que combatió en Sofala, al lado de Nuño Vaz Pereyra. Después de la batalla en Calicut, aún vinieron otras en la que los acontecimientos marcarán decisiones futuras y determinantes en la vida de Magalhães. Entre ellas, la que tiene lugar en Malaca.

El rey de Portugal desea hacerse con el comercio de las especies sin tener que seguir destruyendo puertos de la India y al menor coste posible de vidas portuguesas. Manda entonces a Diego López de Sequeira para que vaya a Malaca, camuflado de pacífico y honrado comerciante.

Llegan las naves portuguesas a la bahía y fondean frente a la ciudad. Aparentemente todo discurre en calma y los emisarios del sultán que llegan a recibirlos, le ofrecen llevar a cabo el comercio y el intercambio de mercancías que deseen. Además les comunican que son invitados personales del sultán y que le esperan en tierra para una cena-agasajo, a modo de recibimiento. En la mente de los dos grupos, allegados y anfitriones, están los sucesos de Calicut. Por eso, los dos, están jugando a las estrategias. Los primeros hombres de negocios, supuestos comerciantes de Sequeira, van a tierra y son bien recibidos por el sultán. Vuelven al barco con la noticia de que pueden llevar todos los botes y esquifes hasta la orilla, para cargarlos de mercancías procedentes del trueque, la compra y otras muchas cosas, que les regala el sultán como muestra de amistad futura.

Aunque Sequeira manda efectivamente todos los botes a tierra, declina la invitación hecha a los oficiales y a su persona y ordena que todos los oficiales de guardia se queden en las naves. Pero hay una nave que no envía sus botes. La manda el capitán García de Souza y en ella va como oficial lugarteniente, el joven Fernão de Magalhães. Ambos son dos hombres bien curtidos en la guerra y en la relación con los malayos, de los que descaradamente no se fían. Observan que muchos jóvenes malayos están merodeando por las grandes naves portuguesas e incluso que suben y bajan a ellas, aparentando mera curiosidad juvenil. Comentan Magalhães y García Sousa que el ambiente tiene cariz de trampa y traición, entre otras razones, porque todos van armados con sus kris, que no son otra cosa que afiladas dagas. Por eso mandan poner vigías en la cofa y comienzan a echar de su barco a los malayos, con leves excusas y sin entrar todavía en confrontación con ellos.

El vigía observa extrañas señales desde el palacio del sultán y es entonces, cuando Souza le dice a Magalhães que vaya corriendo a avisar al capitán de la flota, don Diego López de Sequeira, de la traición que se avecina. Magalhães rema rápidamente en un pequeño bote y sube a la nao capitana. Allí, rodeado de algunos oficiales y marineros de guardia, también hay muchos jóvenes malayos que observan una partida de ajedrez en la que participa el capitán Sequeira. Magalhães le comunica al oído la noticia de la posible trampa que está poniendo en marcha el sultán y Sequeira disimulando, sigue jugando como si nada. Magalhães va avisando con su bote a los oficiales de los demás barcos. Ya no habrá sorpresas, porque todos están con sus armas en el cinto. Muy poco tiempo después llega un griterío desde la orilla. Los botes que han llegado allí, están siendo atacados por los malayos y los marinos portugueses, que no han sido avisados, están siendo pasados a cuchillo. A bordo de las naves portuguesas no ha ocurrido igual, pues avisados como estaban por Magalhães, han repelido la traición del sultán, matando a la mayoría de los jóvenes malayos. El resto se lanzan por la borda, huyendo como pueden hacia la costa.

Francisco Serrão se defiende en la orilla con su espada y Fernão de Magalhães sale en su ayuda. En poco tiempo recorre la distancia que hay hasta la orilla, donde se debate Serrão, dispara tres arcabuces que ha llevado y caen sendos malayos, espantando momentáneamente a otros. Desembarca y a mandobles de su afiladísima espada, corta varias cabezas, una, por cada tajo que manda sobre sus adversarios. Hasta Serrão ha quedado sorprendido y es el momento en que lo arrastra dentro del bote y remando con fuerza lo pone lejos del alcance de los malayos restantes.

Será a partir de entonces que Serrao se sentirá en deuda con Magalhães. Al tiempo que se refuerza su amistad, crece una sincera y lógica admiración por él. Todo eso y más, lleva Magalhães en su bagaje de gran hombre curtido en la mar y en las batallas. Más tarde le servirá para llevar a cabo la idea que le obsesiona: navegar a las islas de las especies llegando por el este.

Mientras en esos mismos años, otros se dedican a la vida placentera de la corte, la nobleza o llevando a cabo acciones que le convertirán en proscritos, Magalhães participa en acontecimientos que lo convertirán en ese personaje singular, sin cuya existencia, no hubieran sido posibles ciertos descubrimientos. Ni que decir tiene que su esclavo Enrique, convertido más bien en un criado, ha permanecido a su lado, sirviéndole desde el primer día en que fue adquirido.

Pero algo está cambiando en Magalhães. Algo ronda su cabeza en torno a la forma en que Portugal está llevando a cabo la conquista de las Indias. El guerrero Magalhães, sin dejar de serlo en ningún instante, se dedica más y más al análisis de los acontecimientos y eso, que está llegando a oídos del virrey, se convertirá en un impedimento para continuar en la India.

En los años que lleva en las colonias portuguesas, ha vivido cómo el imparable avance de su país está basado, muchas veces, en la traición, la mentira, el esclavismo y la muerte, de quien se oponga al virrey y en última instancia a la corona de Portugal. Ha aprendido mucho de los carpinteros de Baypore. En esa pequeña aldea, construyen barcos con muchas menos herramientas que los portugueses. Con esos barcos se mueven los comerciantes de Calicut por las islas de las especies, desde los tiempos de Marco Polo.

El virrey de Portugal, Alfonso de Alburquerque, desconfía de Magalhães a pesar de que este ha participado en todas las contiendas importantes. Conoce su capacidad de observación y análisis, así que en el fondo no desea tenerlo más por allí. Por eso, cuando don Fernão cae herido en una de las batallas, no impide que vuelva a Portugal. Cosa que el marino hace en una de las muchas carabelas que asiduamente salen para Lisboa llevando correos y mercancías rápidas. Su estado, aunque satisfactorio, no es demasiado bueno para hacer la travesía de una sola vez, así que descansa en África para que terminen de cicatrizar las heridas recibidas en el último combate.

Es la primera vez y será la única, que deja a su criado Enrique custodiando sus cosas. Eso le ocasiona una gran discusión con el teniente de alcaide de la casa del virrey. El esclavo debe quedar a las órdenes de algún oficial portugués, pero Magalhães no se fía y aparenta cederlo a un mercader. En realidad lo ha dejado en la casa de un constructor de barcos malayos a quien ha ayudado en varias ocasiones. Entre sus pertenencias, guarda documentos relativos a las islas, las rutas para navegar entre ellas y ciertas cosas de mucho valor que piensa utilizar en el futuro, cuando vuelva definitivamente a Portugal, pero por ahora piensa que el lugar más seguro está ahí, escondidas entre las cosas que custodiará Enrique.

UN CORTO VIAJE

Poco duró su estancia en Lisboa. Magalhães estuvo visitando a su amigo Faleiro, a quien conoció en sus visitas al archivo de la Tesorería Real. Le llevó datos precisos que obtuvo en sus navegaciones por los alrededores del archipiélago indiano y en las conversaciones con otros oficiales y marinos de la escuadra. Tanteó la posibilidad de buscar un puesto en el entramado social y económico que había en Lisboa, pero no lo encontró y además se dio cuenta que Portugal es un país que vivía en esos momentos mirando hacia las colonias y poco o nada necesitaban de él en la ciudad. Además y según los datos de Ruy de Faleiro, las islas de las especies estarían en la parte que corresponde a los castellanos, teoría que viene a reforzar lo que otras veces Magalhães había comentado con su amigo Serrao. Momentáneamente desilusionado con Portugal, vuelve a Malaca a bordo de otra nave de las que van y vienen del virreinato.

Al llegar recupera de nuevo sus cosas y a su criado. Continúa momentáneamente como soldado y marino a las órdenes del virrey. Pero con un impulso irremediable, comenta en demasiadas ocasiones su teoría geográfica de las Molucas. El virrey Alfonso de Alburquerque termina por enterarse y comienza a hacerle la vida aún más difícil que antes. Por si fuera poco, Francisco Serrao, que después de aquella batalla junto a Magalhães se fue a navegar en la escuadra que mandaba Antonio de Abreu, ya no volverá a salir de Ternate. Allí se quedó cuando su barco naufragó mientras volvía de la Isla de Banda. En las últimas cartas que le envía con la escuadra del capitán Lustau, ha contado a su amigo Fernão, que ese suceso, que en sí mismo fue una desgracia, se ha convertido en fortuna y buena suerte, ya que la tal isla y la vida que en ella se puede llevar, está muy cercana a la idea de un paraíso en la tierra. Insta, una y otra vez a su amigo, a que se incorpore a esas islas, de las que él insiste en no volver a salir. Se ha casado con la hija del jefe local y no piensa cambiar esa circunstancia por sus antiguas batallas junto a Magalhães.

Fernão toma nota y en su cabeza comienza a gestarse la idea de reunirse con él. Durante el tiempo que sigue en la India, intenta una y otra vez la forma de navegar hasta donde está su amigo y espera obtener el mando de algún barco. Pero el virrey se lo niega. Ama su doble profesión de soldado y marino y el modo de vida que lleva en las Indias Orientales, pero esta vez se ha cansado antes de tiempo. Tiene información precisa sobre la situación de las islas de las especies, tiene un criado nativo, conoce todo sobre la navegación y la construcción de las embarcaciones. Su amigo Serrao también le ha aportado importante información, aunque ha colocado a las islas de las especies un poco más al este de lo que en realidad están. Además, ahora y con más insistencia, el virrey Alfonso de Alburquerque, desea que vuelva a Portugal. Durante los dos últimos años le ha permitido estar allí, solo porque le es útil en las batallas. La estancia de Fernão de Magalhães en las Indias Orientales está llegando a su fin definitivo.

INICIO DEL VIAJE DE ENRIQUE

Enrique pasa la mayoría de su tiempo a la intemperie. Además de que el clima es propicio a ello, suele acostarse ante la puerta del recinto donde duerme su señor. Es por eso que está acostumbrado a ver salir y ponerse el sol. Jamás ha olvidado que su isla fue quedando atrás, por el lado en que el astro rey sale a diario y vio como el sol se escondía todos los días, por el lado opuesto a donde estaba su casa. Incluso cuando acompaña a su señor por los caminos o cuando se traslada a bordo de embarcaciones, recorriendo pequeñas distancias de la costa Malabar, Enrique lleva en su mente el giróscopo natural que le proporciona su cerebro, quien unido a su memoria, le transmite de forma inconsciente: tu casa está por allí, donde sale el sol.

Magalhães continúa con sus pensamientos acerca de las islas de las especierías y de las posibilidades de apoderarse de ellas. En su cabeza va ordenando todos los datos que sobre ese asunto le han llegado desde diferentes fuentes de conocimiento. Muchos de esos pensamientos son consecuencia de haber tomado parte en las batallas más importantes que los portugueses han realizado en la India. Conoce perfectamente el carácter traicionero de los sultanes malayos, sabe que nunca podrán llegar a un acuerdo civilizado con ellos. Pero también comprende que no está en sus manos apoderarse de las islas de las especies.

Nada tiene por lo tanto que hacer ahí. Es en Lisboa, donde se dirimen y se toman las grandes decisiones del estado, donde tal vez pueda convencer a alguien con el suficiente poder, pues él, es consciente de que no lo tiene. Decide marcharse definitivamente, poniendo punto y final a su dilatada vida en las Indias. Después de una corta espera y con el permiso del virrey Alfonso de Alburquerque, zarpa con destino a Portugal. Lo hace a bordo de una nao que lleva especies a Lisboa y se lleva a su criado Enrique.

El muchacho, que ya está habituado al mar, está iniciando su gran travesía por el mundo. Es la segunda vez que navega en un barco de gran porte, parecido a aquel que lo trajo desde su isla. Al igual que entonces, ha cooperado en el embarque de las cosas necesarias para el viaje. No solo ha embarcado las cosas personales de su señor, sino que también ha embarcado los bastimentos generales y aquellas otras cosas necesarias para tan largo viaje. Desde el momento en que la carabela leva anclas y pone rumbo al suroeste, en la mente del muchacho, la isla donde nació y creció va quedando en el espacio imaginario de su mano izquierda, pero un poco más atrás. Duerme sobre la cubierta ante la puerta de la camareta que ocupa Magalhães, un pequeñísimo habitáculo que su señor ha conseguido del capitán de la carabela. No ha sido a cambio de los servicios prestados al reino de Portugal, sino a cambio de dos perlas que arranca a la empuñadura de un alfanje de plata. Magalhães sabe que el viaje desde las Indias Orientales a Lisboa es largo y penoso y que un espacio donde dormir es importante, pero aún lo es más, guardar sus cosas personales a buen recaudo y en lugar seco.

Durante las semanas siguientes, Enrique hace sus turnos en la bomba de achique de la carabela. Esa es una labor que llevan a cabo los marineros de manera habitual, así como hacer girar el cabrestante cada vez que se iza o se arrían las vergas que mantienen las velas, o cuando se han acercado a los puertos y radas que Portugal mantiene operativos en la costa este de África y donde se fondean las anclas. Estos lugares de la costa, sirven de escalas obligadas en la ruta hacia Portugal. En todos esos momentos, Enrique no se comporta ya como un esclavo, sino como un marinero, aunque su esfuerzo y trabajo no está remunerado. Algunas noches, en los momentos en que no ha tenido algo especialmente que hacer, tendido sobre la cubierta, ante la entrada de la camareta de don Fernão, ve salir la luna. Observa que aparece sobre el mar. Es roja y grande. Como tantas otras veces la ha visto, cuando sentado en la orilla de su isla, comentaba con sus amigos y se extrañaban del mágico momento en que salía del agua, y de cómo iba cambiando de color, al tiempo que se elevaba lentamente en el cielo. También observa y recuerda que siempre, siempre, se esconde por el lado opuesto a donde salió, allí por donde está su isla. Así unas tras otras, las semanas van pasando.

Uno de esos días la carabela hace escala en Sofala, es la costa de Mozambique. Enrique, después de atender a su señor y como en otras ocasiones, se ha tendido en cubierta y al amanecer, ha visto salir el sol por donde siempre, por la parte donde recuerda que está su isla. Así, que aunque la tierra está muy cerca y puede escapar a nado, tal idea ni se le ocurre porque en el mapa de su mente sabe y comprende que su casa está muy lejos, tan lejos, que jamás podría llegar en una canoa y mucho menos a nado. Después de unos días en la costa de Mozambique, la carabela ha vuelto a reemprender el viaje. Enrique está ya habituado a la rutina de a bordo. Navegan casi en paralelo a la costa de África. En algunos momentos se ha confundido mucho, ha quedado totalmente desorientado, pero aún no se atreve a preguntar a Magalhães, quien no obstante se percata de su extrañeza. Uno de esos días su señor le pregunta.

—¿Qué pasa Enrique?, ¿algún problema con la tripulación?, ¿alguien ha dicho algo sobre mi persona? Si es así debes decírmelo. Lo que sea.

El muchacho guarda silencio y baja la cabeza. Magalhães es observador y tiene mucho mundo recorrido. Quiere saber todo lo que ocurre a su alrededor. «Mejor será que suelte lo que sea», piensa el muchacho, así que para no poner las cosas peor ni enfadar a su señor, lo suelta:

—El sol ahora se esconde en la tierra y hasta hace unos días lo hacía en el mar.

Magalhães lo mira intrigado y no sale de su asombro. Enrique, un esclavo, está cuestionándose el movimiento del sol y el espacio relativo de las cosas. Da igual si lo comprende o no, da igual si entiende lo que ocurre, si lo compara con análogos momentos y circunstancias ya observados en su isla, cada vez más lejana, o si lo atribuye a la magia. Lo importante es que lo está cuestionando como paso siguiente a la observación.

—Volverás a ver como se esconde en la mar. Será dentro de unos días. Mientras tanto, sigue cuidando de mis cosas, que es eso lo que debe preocuparte, que ya estamos los hidalgos y oficiales para preocuparnos y observar el movimiento del sol.

Enrique no se marea, ni siquiera cuando doblan el cabo de las tormentas. Allí se encuentran con olas encrespadas que les obligan a abrirse de la costa, que en esos momentos está envuelta en nieblas. Acercase a tierra es muy peligroso, así naufragan los barcos en su mayoría. Navegar en mar abierto tiene sus ventajas. Bajo el casco no hay rocas puntiagudas que puedan abrirlo en dos, pero las olas son más grandes y pueden engullir a una carabela. Enrique aguanta el tirón, está más pendiente de las necesidades de Magalhães que del estado de la mar. Come abundantemente y duerme en el suelo, cerca de su dueño, no tiene por tanto que bajar a las bodegas húmedas e inmundas, ni trabajar en aquello que no sea el cuidado de las cosas de su señor don Fernão de Magalhães y ayudar en las maniobras propias de un marinero, lo que le da cierto aire de responsabilidad y le aleja momentáneamente de la figura de un esclavo.

Su señor Magalhães no le engañó, de hecho no lo hace nunca, no tiene necesidad. El sol ha vuelto a esconderse todos los días en el mar por la parte opuesta a donde está su isla. Pero Enrique observa que ahora ese lugar está siempre por su mano izquierda y a su derecha está la tierra de una isla que debe ser enorme, porque ya hace muchos días que la ven y la rodean. Así continua la carabela donde va Enrique, navegando hacia el norte, paralela a la costa de África. Es el camino habitual para los barcos portugueses que vuelven a Lisboa y también lo es para su señor Fernão, pero Enrique está llevando a cabo su viaje personal, alejándose de su tierra natal en las Indias Orientales.

Doce días después de doblar el cabo, han llegado a Cabo Verde. Enrique va a tierra acompañando a su señor. En la isla hay un gran trajín de marinos y mercancías. Las naves de la escuadra del virrey Almeida hacen escala en la isla y allí, Enrique va tomando contacto con los portugueses. Aunque sigue pensando en su lengua, ya tiene cierta soltura al nombrar las cosas y las acciones en portugués.

Don Fernão le ha enseñado muchas palabras prácticas y necesarias, para recibir de él un mejor servicio. Además cuando está con los marinos o hace recados para su señor, ya empieza a verbalizar los conceptos. En poco tiempo los gestos son sustituidos por las palabras.

Va conociendo los nombres de las diferentes piezas que componen el ropaje de un hombre como Magalhães, las limpia, las guarda en los arcones y las prepara de nuevo cuando su señor las necesita.

Magalhães ha llevado consigo cierta cantidad de especies. En Lisboa las cambiará por dinero, por eso necesita también que Enrique, su criado, las custodie.

Veinte días después de salir de Cabo Verde, avistan el cabo de San Vicente. Un imponente farallón se alza ante ellos, el viento ha rolado de pronto al noroeste y hace imposible el avance de la carabela. Cuando las sombras del acantilado del cabo comienzan a oscurecer la cubierta, el capitán ordena virar a estribor. Ahora Enrique sí está impresionado y también Magalhães. En poco tiempo, el intenso viento del noroeste los traslada hacia la otra parte del cabo de San Vicente. Ante sus ojos aparece la impresionante fortaleza de Sagres y en su parte este, el mar se presenta tranquilo como un plato. Poco después, el capitán da la orden de fondear y largan un ancla de mediano porte. Han llegado al reino de don Manuel.

Frente a ellos, hay una playa arenosa donde los faluchos pueden llegar con facilidad. Cuando el barco está asegurado, Magalhães obtiene el permiso del capitán para ir a tierra. Enrique se ha convertido ya en inseparable de su señor y ha alcanzado el nivel de confianza necesario como para que Magalhães le permita llevar un arma. Se trata de una daga oriental que lleva en la cintura, semiescondida entre el ropaje.

Cuando el esquife se dirige a la playa, Enrique va en la proa, erguido, mirando hacia su señor y con la mano en el cinto. Otros marineros bogan y uno, el proel, va mirando hacia adelante. Pero Enrique mira hacia Magalhães. De ahora en adelante siempre será así.

Una vez en la playa, ascienden por un camino arenoso y empinado hasta la plataforma que culminan los acantilados. A su izquierda y a menos de media legua, está la enorme fortaleza de Sagres. Hay un continuo ir y venir de soldadesca, sirvientes, vendedores, marineros, pescadores, carpinteros de ribera, mujeres que llevan cestos y otras apostadas en los caminos y ante pequeñas casas de madera y paja que venden especies, cilantro, ajos, sal y demás cosas necesarias para conservar alimentos o salar y secar pescados y pulpos.

Magalhães se dirige a una gran posada que ya conoce. Al entrar en ella, las personas allí reunidas, se han parado. Momentáneamente inmóviles, reciben la presencia de los navegantes. La apariencia de Enrique y Magalhães, el ropaje y las armas de ambos, el reflejo del cansancio en sus rostros, la fortaleza de sus miembros y el profundo infinito de sus ojos, parecen proyectar cataratas de paisajes desconocidos e intuidos por los presentes. Un instante después, solo un instante, continúa la actividad normal de la posada.

En esa posada se reúnen los marinos que van y vienen de las Indias Orientales, cambian impresiones, noticias, contratan tripulantes que esperan navegar hacia el norte o alcanzar la aventura de ultramar. Tres días permanece allí Enrique. Duerme en un jergón de lana a los pies de la cama de madera de su señor Magalhães, pero está a salvo del fortísimo viento del noroeste que azota el cabo, la fortaleza de Sagres y todo el promontorio que la rodea. Durante esos días, don Fernão habla y toma notas de nombres de carpinteros de ribera y abundantes datos de las navegaciones hacia las costas de África, que le proporcionan otros marinos. Enrique ha estado atento a todo. Aunque solo sea por la proximidad que le demanda su señor, se empapa de conocimiento como una esponja seca y ávida de saber cosas nuevas, inimaginables para él cuando estaba en el entorno de sus Islas Orientales.

Al cuarto día rola el viento. Ahora es favorable y embarcan de nuevo para continuar viaje a su destino, el Puerto de Naos, en la margen izquierda del Río Tajo, frente a la Ermida do Restelo. Los correos de los veedores del rey don Manuel, que estaban en la posada de Sagres, llegarán por tierra y a caballo a Lisboa antes que la carabela. Al siguiente día, el viento del sudoeste los coloca rápidamente frente a Lisboa. Enrique está a punto de descubrir una parte importante de su viaje personal. La nave va entrando en Lisboa, una multitud de velas surcan las aguas en todas direcciones. En las orillas se oyen los martillazos y los golpes de escoplos de los carpinteros. Con su sonido cadente e incesante, los mazos de los calafates, indican que nuevos barcos estarán pronto a flote. Enrique está alucinado.

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