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CAPÍTULO II

Antecedentes y fundación del Consulado de Lima y su función monopólica en América del Sur hasta las reformas borbónicas de 1778

1. Antecedentes y fundación del Consulado de Lima

El incremento del tráfico transatlántico entre el Nuevo Mundo y la metrópoli evidenció la necesidad de contar con instituciones que regularan las transacciones mercantiles y la navegación; de allí la fundación, en 1503, de la Casa de Contratación de Sevilla, creada en virtud de un informe elaborado por León Pinelo y, en 1543, el Consulado de Sevilla1, instituciones que tuvieron mucha influencia en el Perú. Como bien anota Carlos Deustua Pimentel (1989):

El dominio del mar fue preocupación capital de España, desde los iniciales momentos del descubrimiento de América. Se implanta entonces un régimen de monopolio que trata de regimentar el comercio para que la riqueza indiana fuera exclusivamente aprovechada por el imperio español. No era novedad hispana este régimen de monopolio sino práctica, generalmente aceptada por las potencias colonizadoras. Mas este régimen de monopolio rígido resultó, a la postre, ilusorio por muy distintas circunstancias analizadas por historiadores que han tratado el tema. (p. 15)

En efecto, el monopolio ilusorio2 al que se refiere Deustua —que con anterioridad fue mencionado por Moreyra Paz-Soldán—, que se mantuvo hasta fines del siglo XVIII3, conllevó a que hasta antes de que se acentuaran las reformas borbónicas como efecto de la aplicación del Reglamento de Aranceles para el Comercio Libre de 1778 —al que volveremos más adelante—, fuese Lima para España la capital del virreinato más importante de Sudamérica y por consiguiente el lugar de las mayores transacciones y de las grandes controversias, y fueron comerciantes limeños, estrechamente vinculados con sus pares sevillanos4, quienes condujeron parte importante del comercio marítimo interoceánico como consecuencia de la vigencia de leyes que le conferían a Sevilla casi una “absoluta exclusividad” en el tráfico comercial con las Indias5. Es con Carlos V y, posteriormente, con Felipe II que se establece un sofisticado aparato burocrático para fiscalizar ese tráfico eminentemente marítimo.

María Luisa Laviana Cuetos (2006), al analizar el monopolio comercial, menciona que:

Si la minería es el motor de la economía indiana, el comercio es el mecanismo que pone en marcha ese motor. Durante más de tres siglos la conexión entre España y América se hizo a través de la llamada “carrera de indias”, inspirada en un principio u obsesión: el monopolio. Para garantizarlo se establecen diversos mecanismos: control oficial, colaboración privada, puerto único, navegación protegida. (pp. 21-22)

Laviana Cuetos alude así a la Casa de Contratación, los consulados, en un momento el Puerto de Sevilla y los convoyes de buques en la Carrera de Indias, respectivamente.

Es cierta la estrecha vinculación entre los comerciantes limeños y sevillanos antes mencionada, incentivada por el “monopolio” y que ha sido objeto de importantes investigaciones, como los citados trabajos de Lohmann Villena y de Vila Vilar. Enriqueta Vila Vilar (2016) recuerda que John Lockhart afirmó “que desde 1540, Sevilla y Perú constituyeron para los mercaderes dos polos de un campo de acción unificados e inseparables” (p. 103). En esta línea resultan también interesantes las reflexiones de Margarita Suárez (1995) respecto a la perspectiva que tiene un sector de la historiografía que se ha ocupado del tema, en el sentido de que la élite mercantil limeña habría sido dominada durante toda o buena parte de la época colonial por los comerciantes sevillanos. Suárez sostiene:

Dentro de esta perspectiva los grandes mercaderes de Lima nunca pudieron escapar de la sujeción comercial y financiera del grupo sevillano (o gaditano), de tal manera que se limitaron tan solo, a ser sus corresponsales y a representar sus intereses. De esta forma, el sector mercantil habría sido uno de los instrumentos por excelencia mediante el cual España logró mantener el vínculo colonial. Es posible que esa imagen se haya formado por la extrapolación y generalización de los resultados de las investigaciones realizadas sobre el tema para los siglos XVI y XVIII. Así, los trabajos se han centrado casi exclusivamente en dos extremos temporales, los años iniciales de la invasión y los albores de la independencia, y en el medio ha quedado un enorme vacío solo parcialmente cubierto por los trabajos de Bowser, Clayton, Helmer, Moreyra, Sluiter y Rodríguez Vicente. Pero el hecho que las compañías mercantiles que operaban en Lima en las primeras décadas de la colonización fuesen esencialmente sevillanas, y que el Consulado de mercaderes se mostrara en el Siglo XVIII reticente y abiertamente contrario a las reformas coloniales borbónicas y a la independencia política, no se puede inferir que durante 300 años estas relaciones se mantuvieran intactas e inmóviles. Más aún considerando que en el transcurso de estos tres siglos los “monopolistas” españoles fueron perdiendo progresivamente el control del tráfico atlántico y que éste, al final de cuentas, pasó a manos de las demás potencias europeas mucho antes de que el nexo colonial con España se extinguiese6. (p. 12)

Sobre esta misma cuestión Lohmann Villena y Vila Vilar (2004) señalan que “[…] a mediados del siglo XVII, el Consulado limeño […] se afianza, cobra vigor e intenta independizarse cada vez con más empeño de su similar sevillano” (p. 21).

El crecimiento del tráfico comercial en el Perú y especialmente en Lima con España y Nueva España (México), como consecuencia de una mejor organización de los mercaderes, tuvo como efecto la constitución del Consulado de Lima7. Los comerciantes, como se sabe y se mencionó antes, especialmente desde el Medioevo, crearon y articularon una clase que finalmente fue muy influyente en la organización y el destino de las ciudades europeas, y la Ciudad de los Reyes, fundada por europeos, no podía ser ajena a esa influencia8.

En épocas no muy distantes, antes y después de la fundación del Consulado limeño, José de la Riva Agüero y Osma (1968) recuerda la “situación mercantil” de Lima:

El Virrey Duque de la Palata escribía en su memoria oficial: “El comercio del Perú se compone de todo género de personas y estados, sin exceptuar religioso ni monja”. Casi un siglo antes observaba el Judío Portugués: “Hay mercaderes en Lima que tienen un millón de hacienda, muchos quinientos mil pesos, muchísimos mil. Destos ricos, pocos tienen tienda. Envían sus dineros a emplear a España, Méjico y otras partes; y algunos tienen trato con la Gran China. El trato de Lima es el más real, y bueno, y sin pesadumbre, que se puede hallar en el mundo. Ha muchos años que el Corso, que fue el mayor mercader y más rico que ha tenido el Pirú, que sus hijos son Marqueses de Cantilana junto a Sevilla, hizo una tasa ensayada de cuantas mercaderías se labran y hacen. Son destrísimos en comprar. Con esto se puede entender lo que son mercaderes de Lima; y dende el Virrey y el Arzobispo, todos tratan y son mercaderes, aunque por mano ajena”.

La condición privilegiada en que se hallaba nuestra ciudad, por su extenso y activo monopolio, conformaba a su patriciado en los propios ejercicios que a los de Venecia y Génova, Valencia y Barcelona, y aún a los de la materna Sevilla, como lo declaran aquellos conocidos versos:

“Que es la octava maravilla

Ver caballero en Sevilla

Sin punta de mercader”.

Debajo de la poderosa oligarquía comercial del Tribunal del Consulado, prosperaban los gremios de oficiales mecánicos, organizados definitivamente por el Virrey D. Francisco Toledo […]. (p. 389)

Marta Del Vas Mingo (2000) señala:

A semejanza de la situación planteada por los mercaderes novohispanos, también los limeños, dado el volumen de negocios y las diferencias que se suscitaban entre las partes que comerciaban, finalizando la centuria comienzan a plantearse la erección de la estructura consular. Los miembros más acaudalados y poderosos de la capital peruana tenían el propósito de incrementar el comercio y agilizar los procedimientos judiciales en los que se veían inmersos. El Cabildo, en el que estaban integrados los comerciantes, fue el promotor del establecimiento del Consulado. En 1592, sus alcaldes ordinarios, Damián de Meneses y el Capitán Jerónimo de Guevara, viajan a la Península en comisión del ayuntamiento con instrucciones en este sentido. (p. 72)

Moreyra Paz-Soldán es quizás quien con mayor precisión ha estudiado lo relativo a los antecedentes que acompañaron a la fundación del Consulado de Lima. En relación con la participación del Cabildo de Lima en la creación del Consulado, cuestión también mencionada por Del Vas Mingo (2000), destaca Moreyra Paz-Soldán (1994) que el retraso en su instalación, desde 1593 en que fue creado por cédula de Felipe II, hasta su establecimiento efectivo en 1613, se habría debido a la presión del Cabildo de Lima; así, sostiene:

Si el Cabildo de Lima fue el promotor más calificado de la dación de la Cédula de 1593, fue el mismo Cabildo, por esas incongruencias de que la vida da tantos ejemplos, el opositor obstinado de su establecimiento frenando un mandato real. Parece que el Cabildo tenía celos y presentía la tremenda importancia que el Consulado iba a tomar, restándole influjos y haciéndole sombra en el manejo de los intereses locales. Su imaginar instintivo no estuvo del todo descaminado, pues si estatutariamente nació sólo como Tribunal privativo de justicia para los comerciantes, se hizo pronto una corporación en defensa cerrada de sus grandes intereses y de todas las organizaciones no estatales, fue la más fuerte y de mayor volumen. (p. 307)

Los comerciantes limeños, que suplicaron al virrey García Hurtado de Mendoza y Manrique, IV marqués de Cañete, la instalación y funcionamiento del Consulado, resaltaron los inconvenientes de no contar con un tribunal especializado que conociera de sus controversias y aplicara sus usos y costumbres, y sus normas especiales, en plazos menores a los de la justicia ordinaria. Al aumentar el tráfico mercantil entre el Perú y España, naturalmente y como se acotó antes, en igual proporción aumentaron las controversias. Los comerciantes rechazaban la justicia ordinaria por su demora, costos y falta de conocimiento de los usos y costumbres comerciales. Fue el IV marqués de Cañete el que recibió en Lima en septiembre de 1594, la cédula de Felipe II proveída en diciembre de 1593.

Robert S. Smith (1948), a diferencia de Moreyra Paz-Soldán, señala a los propios comerciantes limeños como los responsables de la demora en la instalación del Consulado:

Aunque Felipe II autorizó la fundación del Consulado de Lima por su cédula del 29 de diciembre de 1593, se suspendió la ejecución del privilegio durante dos décadas. En México se consumó la organización consular dentro de los dos años posteriores al despacho de su carta fundamental (15 de junio de 1592); pero los mercaderes limeños aconsejaron la demora en la institución de su gremio y tribunal. En febrero de 1614 escribió el Consejo de Indias al virrey, pidiéndole un informe sobre la disposición de la cédula de 1593. Al parecer, no se supo en España que el Marqués de Montesclaros, considerándolo “conveniente esforzar la conservación de tan importantes vecinos para la estabilidad de estas provincias”, ya había conseguido la incorporación del Consulado en febrero de 1613. Floreció sin interrupción desde esta fecha hasta 1822. Se suprimió dos veces entre 1822 y 1826, pero se volvió a restablecer en su antigua forma. Finalmente, en 1886, se decretó su suspensión definitiva. (p. xiv)

En efecto, el marqués de Montesclaros, como se mencionó, dictó una real provisión el 13 de febrero de 1613 (Ordenanzas del Consulado de Lima, 1820, p. 13), que fue preconizada el 23 de febrero en las puertas principales de las Casas Reales y en la calle principal de los Mercaderes con trompetas, chirimías y atabales. Tras las elecciones celebradas el 27 de febrero de 1613, se eligió como prior —el primero en la historia de la corporación— a Miguel Ochoa y para cónsules a Juan de la Fuente Almonte y Pedro González Refolio9.

El Consulado de Lima ya estaba constituido, pero hubo que esperar hasta 1619 para que contara con sus Ordenanzas, a pesar de que desde 1614 el virrey había autorizado su redacción, para lo cual dispuso la participación del letrado Alberto Acuña, oidor de la Real Audiencia, como se volverá a mencionar más adelante.

Como se ha señalado, transcurrieron 20 años entre la autorización real para la creación del Consulado de Lima y su efectiva instalación. Respecto a esto último, Lohmann Villena (2001) afirma:

Aunque no se disponga de constancia fehaciente de ello, todo apunta a que si solo en 1613 se pudo poner en práctica un anhelo que se remontaba a las postrimerías del siglo XVI en orden a la creación de un organismo que agremiara a los comerciantes mayoristas, es indudable que a la sazón debieron de combinarse las condiciones propicias para llevar a buen término el proyecto. El Virreinato del Perú, en efecto, se había convertido en un emporio económico de primera magnitud y su capital concentraba a los hombres de negocios con más imaginación y espíritu de empresa. Colegiar formalmente ese colectivo, articulándolo en un organismo influyente que no solo representara una instancia gremial, defensora de los intereses comunes y se constituyera un fuero privativo, sino que por añadidura dejara oír su voz al trascender al ámbito de la alta política financiera y eventualmente se configurara como un núcleo gravitante —con pujos hegemónicos— (como lo iba a ser de hecho hasta bien entrada la época republicana), debió de constituir un anhelo acariciado por quienes, compenetrados con el quehacer mercantil en el área virreinal peruana, vislumbraban las perspectivas que se abrían tan pronto aquel ideal se convirtiese en realidad. (pp. 151-152)

2. Reformas borbónicas y función monopólica del Consulado de Lima en América del Sur hasta 1778

Hasta finales del siglo XVIII solo funcionaban los consulados de México y Lima en la América española. El Consulado de México se fundó el 20 de octubre de 1593, conforme a la real cédula de Felipe II de 15 de junio de 1592 (Moreyra Paz-Soldán, 1947, pp. 75-76). Así tenemos que las ciudades de Lima y México fueron los únicos lugares que gozaron del beneficio del Consulado en América hasta el 12 de octubre de 1778 en que se da la Pragmática, cuerpo normativo cuyo nombre completo es Reglamento y Aranceles para el Comercio Libre de España e Indias (Moreyra Paz-Soldán, 1994, p. 294). Como consecuencia del libre comercio se dio nacimiento a una “nueva generación” consular manifestada en el origen de estas instituciones en Sevilla, Murcia, La Coruña, Málaga, Santander, San Cristóbal de la Laguna en Tenerife, Sanlúcar de Barrameda, Granada, Vigo y Madrid en España; Caracas, Guatemala, Chile, Buenos Aires, Guadalajara, la Habana, Manila, Montevideo y Veracruz en las indias (Cruz Barney, 2002, p. 159).

Hasta la aprobación de la Pragmática en 1778, que desarticuló el “monopolio ilusorio” entre la metrópoli y las colonias, el Tribunal del Consulado de Lima resolvió muchas cuestiones mercantiles no solamente originadas en Lima y en el tráfico marítimo del Callao, sino también en otras ciudades de América del Sur, lo que se refleja en lo estatuido en las Ordenanzas:

Ordeno y mando, que este Tribunal del Consulado se intitule, y nombre Consulado de la Universidad de los Mercaderes de esta Ciudad de los Reyes, Reynos, y Provincias de Tierra Firme, y Chile y de los que tratan y negocian en ellos de los Reynos de España, y Nueva España.

El párrafo citado culmina con una nota que aclara:

Así se intitulaba hasta que se erigieron Consulados en Buenos Ayres, Chile, y Cartagena por sus respectivas Reales Cédulas en forma de Ordenanza: y aunque la Provincia de Guayaquil se comprehendía en el último, se agregó al de Lima por Real Cédula de 8 de julio de 1803. (Ordenanzas del Consulado de Lima, 1820, pp. 23-24)

Rodríguez Vicente (1960) recuerda:

El Consulado de Lima vino a representar un monopolio dentro de otro, llegando incluso a pretender que toda la navegación de la Mar del Sur, aun la de cabotaje se centralizase en el Callao, adonde debían venir todos los barcos a registrar sus mercancías. (pp. 5-6)

Si bien es cierto que la Pragmática de 1778 rompe el “monopolio ilusorio” y, entre otros efectos, reduce el ámbito geográfico jurisdiccional del Consulado de Lima, se tiene que de hecho no se crearon consulados en otras partes de Hispanoamérica (Indias) hasta algunos años después; así: Caracas (1793), Guatemala (1793), Buenos Aires (1794), La Habana (1794), Cartagena (1795) y Chile (1795). Y como estaba estipulado en las Ordenanzas del Consulado de Lima, su jurisdicción sobre Buenos Aires, Chile y Cartagena se mantuvo vigente hasta que los consulados de dichas ciudades fueron realmente establecidos.

La Pragmática de 1778 estableció reformas profundas en los órdenes territorial, político y económico. Sin embargo, antes de la dación de estas normas hubo reformas que también surtieron efecto en el “monopolio ilusorio”; en este orden de ideas, Corrales Elizondo (1994) señala:

En distintas etapas del reinado de Carlos III se irán introduciendo reformas. En los años correspondientes al mandato de Esquilache, en 1760, puso en marcha un sistema de navegación regular entre La Coruña y los puertos de La Habana y Montevideo, recortando el sistema de navegación exclusiva de Cádiz. Se crearon correos marítimos para transmitir las noticias, aunque también llevaban mercancías. Por Real Decreto de 16 de octubre de 1765, desarrollado luego en 1768, se consagró el Navío de Registro como medio usual de transporte oceánico y se habilitaron varios puertos del litoral español para el comercio directo con las Indias, sustituyendo el “derecho de palmeo” que antes explicábamos como tributo, por un sistema de impuesto o arancel ad valorem, sobre las valoraciones de la Hoja Registro de Carga. En esta fase ya se habilitan como puertos los de Cartagena, Alicante, Málaga, Barcelona, Santander y Gijón, además de los de Sevilla, Cádiz y Cataluña y las expediciones se envían básicamente a La Habana, Puerto Rico, Margarita y Trinidad, sin necesidad de hacer escala en Cádiz. Los intercambios, sin embargo, están sometidos a inspección, evitando la extensión del comercio libre a áreas de América no incluidas, por lo que los buques no podían modificar su puerto de destino una vez cerrado el registro, y los géneros exportados a estos puertos no podían a su vez ser reexportados a otros, estableciéndose con ello un control en los destinos finales de estas mercancías y, en consecuencia, en los repartos. (p. 71)

También son oportunas las reflexiones de Carmen Parrón Salas (1997) sobre el periodo inmediatamente anterior a las reformas borbónicas de 1778; en esta línea sostiene:

En definitiva, la gran característica del periodo central del siglo XVIII fue la sustantiva reordenación de todos los mecanismos del comercio exterior del cono sur, anunciada ya con los Galeones y las primeras internaciones. Entre 1740 y 1778 se aceleró la dinámica mercantil en Perú, entre otras cosas por la simple concurrencia de muchos individuos en el comercio, forzados a competir entre ellos.

Pero enlazar sin más 1740 con 1778, la fecha del Comercio Libre, es inapropiado y peligroso. La navegación al Pacífico en registros desde 1740 y la política mercantil que se despliega en Perú desde 1778 no son en absoluto homologables. En primer lugar, porque lo que se varió fue la ruta de los intercambios, no el fundamento del sistema. El monopolio portuario de Cádiz para el comercio con el amplio virreinato peruano se sostuvo, al menos, hasta 1764; y el de Lima en el Pacífico formalmente hasta 1778, ya que en los años anteriores los registros desembarcaban con frecuencia mercancías en Intermedios, de camino al Callao. Cambió el sistema aparente de comercio, pero estaba intacto su espíritu. Y en segundo lugar, porque la Corona siguió poniendo su confianza hasta fines de siglo en las expediciones convoyadas, así que la apertura del Cabo de Hornos para el comercio con Lima tampoco implicó un cambio sustantivo en la concepción estatal del tráfico. Si el mantenimiento oficial de las flotas a Nueva España hasta 1789 es una señal inequívoca de la resistencia a modificarla, en el caso de Perú también se comprueba que la adaptación a las nuevas circunstancias —doblar el temible Cabo, los continuos intentos ingleses de asentarse en algunos parajes por inhóspitos que fueran: Malvinas, Chiloé, Juan Fernández— y el criterio preferente de la custodia de los tesoros, impusieron el uso de flotillas.

Pero también es verdad que la supeditación del comercio de Lima a ciclos envíos-retornos de España, independientemente de que éstos se aceleraron con los años, debía resultar cómoda para unos comerciantes acostumbrados a ritmos de galeones/ferias en el Istmo, y seguramente es el mejor indicio de que mantenían muy controlada la oferta de productos europeos. (pp. 468-469)

Es un dato comprobable con los estudios historiográficos que las reformas borbónicas tuvieron un impacto importante en el Perú, que no solo se tradujo en la creación de nuevos consulados en América del Sur y la consiguiente reducción en la importancia del Consulado de Lima, sino también en la recomposición administrativa y jurisdiccional del virreinato del Perú con la creación de nuevas circunscripciones virreinales. Sobre los impactos de dichas reformas, Cristina Mazzeo (1999) señala:

Las reformas borbónicas aplicadas en América tenían como objetivo terminar con los privilegios particulares y centralizar en la metrópoli los beneficios de las colonias. A esto apuntaron, fundamentalmente, la creación de los nuevos virreinatos de Nueva Granada (1739) y el del Río de la Plata (1776). Ese recorte territorial del virreinato peruano, junto con la introducción del sistema de Intendencias y la implementación del Reglamento de libre comercio de 1778, afectaron a la élite mercantil limeña, debido a que le restaron poder político y por consiguiente económico al causarle la pérdida de los privilegios del monopolio. Este argumento se ha basado fundamentalmente en las quejas que los comerciantes, a través del Consulado, elevaron a la Corona en varias oportunidades a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII y comienzos del XIX. Sin embargo, al estudiar casos individuales de comerciantes, vemos que éstos supieron sortear los problemas mediante una serie de estrategias adoptadas con el objeto de seguir controlando el mercado y mantener sus privilegios de antaño. Es decir que pusieron en práctica una nueva relación de costos y beneficios entre la burocracia estatal y los intereses privados de las élites económicas10. (pp. 25-26)

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