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Mientras que su obra está en pleno ascenso, Maciel lleva una doble vida, incluso una triple vida, con dos mujeres en Madrid –con las que ha tenido tres hijos– y una compañera en Méjico. Su tren de vida –coches deportivos, hoteles de lujo– es fastuoso. Pero le siguen rumores de tocamientos sexuales a jóvenes e incluso a los hijos de su propia compañera mejicana. En Roma, cada año las pruebas de su doble vida se apilan en el despacho de Ratzinger. Las reclamaciones se redoblan. En 1997 llegan del interior mismo de la organización, firmadas por siete sacerdotes legionarios. Pero el Vaticano no hace nada. El acusado tiene cercados al cardenal Sodano y al secretario polaco del papa, Stanisław Dziwisz, de cuyos favores goza. Después del éxito de su primer viaje a Méjico en enero de 1979, Juan Pablo II quedó encaprichado con Maciel, le defiende contra todos los rumores, le erige como modelo de entrega, celo apostólico y santidad. En noviembre de 2004, en el sexagésimo aniversario de su ordenación, se deja fotografiar con él. Maciel lleva el cinismo hasta presentarle a sus hijos, Raúl y Martita, sin decirle quiénes son, para recibir la comunión.

Una de las mejores investigadoras de este escándalo, Franca Giansoldati 4, se pregunta cómo explicar «esta turbia relación entre el papa más popular de la historia y el hombre más malhechor que la Iglesia haya conocido desde hace siglos».

El asunto Maciel es el síntoma casi clínico de la ceguera de Juan Pablo II y de la corrupción de su entorno. Miedo a hacerle llegar los asuntos penosos, indulgencia mal aplicada, franca implicación... El adagio dice que, cuando el diablo consigue entrar en el aprisco, ¡hay que sospechar del aprisco! De hecho, el cardenal Angelo Sodano, antiguo nuncio en el Chile de Pinochet, promovido en 1991 a secretario de Estado por su conocimiento de América Latina, hizo todo lo posible por ayudar al mejicano Maciel a desarrollar su empresa y por poner obstáculos a Ratzinger. La Legión era inmensamente rica. En 2003, el Wall Street Journal evaluó en 650 millones de dólares su presupuesto anual. ¿Cómo resistirse a tal maná? ¿Cómo no sucumbir a la generosidad de un Maciel que se paseaba con fajos de dólares en los bolsillos y sostenía al sindicato Solidarność en Polonia? Es sabida la influencia que ejerció sobre un Juan Pablo II convencido de que la Iglesia de Méjico estaba tan oprimida como las del bloque comunista y amenazada por el ascenso de las sectas pentecostales y por teólogos pretendidamente marxistas.

Los principales cuadros del régimen wojtyliano, Stanisław Dziwisz, Angelo Sodano, Franc Rodé, Leonardo Sandri y tantos otros obispos, en Méjico y en el mundo, han quedado muy salpicados por este escándalo por haberse beneficiado de la generosidad de Maciel 5. Desde hacía mucho tiempo habrían debido explicarse, hacer propósito de enmienda, pedir perdón y rendir cuentas. Pero nada. Siguen alegando ignorancia y admiten solamente haber sido manipulados por un mistificador genial. Será el cardenal Ratzinger, el único enemigo de la talla de Maciel, quien acabe por abrir los armarios. No aguantando más, cuando Juan Pablo II, ya muy debilitado, a finales del 2004, rinde un nuevo homenaje de apoyo a la Legión y a su fundador, desencadena contra el sacerdote mejicano el procedimiento disciplinario que retenía desde hacía tiempo. En 2006, ya papa, Benedicto XVI reducirá a Maciel al silencio, y a su Orden legionaria, a una gran operación de transparencia, de la que no se recuperará de verdad jamás.

8 de abril de 2005. El día de los funerales de Juan Pablo II comienza otra agonía, la de una institución mancillada por una parte de los suyos, traicionada por el «sistema» romano, que ha agotado su tiempo, un poder con pretensiones universales, pero solitario, opaco, encerrado en sí mismo, apoyado en una tradición y una burocracia separadas del mundo, crispado ante toda contestación, que esconde bajo la alfombra los asuntos más molestos y que pone bajo cuatro cerrojos las cuestiones más críticas. ¿Cómo creer que un poder tan ciego y refractario al cambio pueda sobrevivir a la marcha de un siglo nuevo, a la encarnación, por alguien que no fuera ese «gigante» polaco, de un papado infalibilista, universal y absolutista? La omnipresencia de los medios, el carisma propio de ese papa que fue el «párroco del mundo» cortocircuitando toda mediación, su agudo sentido del «primado» de Roma, la concepción misionera de su ministerio viajero y su sueño de un orden ético universal, conmocionaron los esquemas alternativos de gobierno de la Iglesia, que se remontaban a la época conciliar.

Este papa de la libertad y de los derechos del ser humano restauró formas de autoridad y centralización en la Iglesia que, desde el Vaticano II, se creían muertas. Partidario del diálogo más amplio con el exterior, bloqueó todas las iniciativas a favor de una responsabilidad más amplia de las Conferencias nacionales de obispos y de procedimientos sinodales más audaces, contribuyó al ejercicio del poder romano más personalizado que nunca, llamó al orden a las Iglesias locales y a las congregaciones consideradas demasiado a la izquierda, sancionó a teólogos contestatarios, erradicó la teología de la liberación y promovió las corrientes más piadosas y conservadoras, como los Legionarios de Cristo o el Opus Dei. En su entorno, jamás nadie osó contradecir su discurso de condena general de la liberación sexual, que convertirá a la Iglesia en un espantajo para el mundo occidental. Ni tampoco reaccionó a las amalgamas de este papa que, en nombre de la defensa de la «cultura de la vida» contra la «cultura de la muerte», ponía al aborto, la contracepción, los trasplantes de embriones, la reproducción asistida médica y la eutanasia al mismo nivel que la guerra, el terrorismo, el hambre en el mundo o la toxicomanía.

La intransigencia de su discurso moral solo fue igualada por su rechazo a atacar los privilegios de una curia considerada irreformable y que Juan Pablo II dejaba tranquila con sus numerosos viajes al extranjero. En veintiséis años de pontificado, ante una crisis sin precedentes de recursos sacerdotales, no hubo deliberación alguna sobre el tema de los ministerios ordenados, sobre los del estatuto en declive y la soledad de los sacerdotes en plena crisis de los abusos sexuales o el de la participación de las mujeres en las grandes estructuras y decisiones de la Iglesia. Tampoco, como ninguno de sus predecesores, aceptó abrir la cuestión de la eventual ordenación de varones casados. Ni una palabra se dijo con miras a hacer evolucionar la disciplina del celibato, cuyo abandono todo el mundo sabe que no sería la panacea, pero que aleja del ministerio a muchos jóvenes a quienes les gustaría, por lo menos, que se les dejara elegir entre celibato y matrimonio. Este papa, que, como capellán de estudiantes y sacerdote en una parroquia en Polonia, trató con tantas parejas jóvenes, escribe soberbios libros sobre el amor, sobre el genio femenino y las mujeres del evangelio, pero es también, por último, el que, en la Exhortación Ordinatio sacerdotalis, de 1994, da el cerrojazo al acceso de las mujeres a la ordenación sacerdotal. En el corazón de una crisis como la que atraviesa la Iglesia hoy, teólogas feministas reclaman la «descanonización» de este santo papa, «protector de abusadores en nombre de la razón de Iglesia y principal artífice de la construcción ideológica de la mujer» 6.

¿Corre riesgo de ser derribado el ídolo Juan Pablo II? Su rigidez moral, disciplinaria y dogmática no es ajena a la actual tempestad. Quedan sin explicar su pasividad ante el escándalo Maciel o el asunto de Marie-Dominique Philippe, nombre de ese teólogo que está ante los tribunales de Roma culpable de tocamientos a mujeres –volveremos sobre ello–. El inmovilismo de los últimos años y las guerras de los clanes en la curia bajo su reinado no han dejado de tener consecuencias en la gestión de los escándalos, que ha llegado a ser desastrosa, y en la marcha de una institución cuyas contradicciones estallarán bajo Benedicto XVI y en la guerrilla dirigida posteriormente contra el papa Francisco.

Antes de cualquier juicio definitivo queda la cuestión del poder, que yo me planteaba la tarde del 8 de abril de 2005 en el Vaticano: ¿hace falta, para mantener la unidad de un catolicismo encarnado en una pluralidad de regímenes, razas y culturas, un centro de gravedad único y visible o repartir de otro modo los instrumentos de decisión y de poder? A su manera, Juan Pablo II había respondido con más centralización romana y más autoridad. Pero, paradoja de un hombre más complejo de lo que parecía, también tenía perfecta conciencia de los límites de este «sistema». En 1995, en su encíclica Ut unum sint (Que sean uno), había lanzado a sus compañeros de diálogo ecuménico –protestantes, anglicanos y ortodoxos– la propuesta de un debate fraterno y paciente sobre «una forma de ejercicio del primado» del papa abierta a la nueva situación, sin renuncia alguna a lo esencial de su misión. Había prevenido de que era una tarea inmensa «que yo solo no puedo solucionar». Pero dejemos las cosas claras: ese diálogo sobre el primado no se abrió jamás.

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11 DE FEBRERO DE 2013.
LA RENUNCIA DE BENEDICTO XVI

La corrupción y la dimisión

Sentado a mi mesa de trabajo, ese 11 de febrero de 2013, en el campo, al final de una de esas mañanas de invierno en las que los ruidos apagados por la nieve no dejan entrever sino lo ordinario de los días, una llamada telefónica me sobresaltó. Sin preámbulos, un periodista amigo me anuncia que el papa acaba de dimitir y me pide, con urgencia, un artículo. ¿Qué? ¿Que Benedicto XVI ha «dimitido»? Creo que es una broma, pero su tono no se presta a risa. En el Vaticano, ante un puñado de cardenales alineados como velas y mudos de estupor, el papa acaba de pronunciar, en su más bello latín, un anuncio jamás oído bajo las bóvedas del palacio apostólico:

Declaro que renuncio al ministerio de obispo de Roma, sucesor de san Pedro, que me concedieron los cardenales el 19 de abril de 2005, de tal modo que, a partir del 28 de febrero de 2013, a las 20:00 horas, la Sede de Roma, la Sede de san Pedro, estará vacante.

La información había dado ya la vuelta al mundo. Un golpe teatral, que no es la muerte súbita de un papa ni una maquinación o un atentado, como el que estuvo a punto de costarle la vida a Juan Pablo II en 1981, acaba de desgarrar el cielo romano. Un acontecimiento que yo consideraba factible, pero que creía reservado a períodos o circunstancias excepcionales. Como, por ejemplo, las del año 1943, cuando el papa Pío XII, que temía ser arrestado por los nazis en su Roma ocupada, redactó con su mejor pluma una carta de «renuncia» ¡a favor del cardenal de Palermo, en Sicilia! Este 11 de febrero de 2013, la dimisión de un papa en período de paz, en el ejercicio normal de sus funciones y fuera de toda presión externa, abre una situación inédita por completo.

Me hará falta tiempo para darme cuenta del alcance de las cosas. ¡Un papa muere en el tajo, no dimite! Puede estar senil, moribundo, renqueante o comatoso, ¡pero no abandona! Pío XII gobernó durante años con dolores urinarios y crisis de hipo. Juan XXIII, con su cáncer de estómago, abrió el más grande concilio de la época moderna. Con su artrosis, Pablo VI sufrió un calvario por los pasillos de su palacio y Juan Pablo II soportó una larga enfermedad de Parkinson. Pío XII le decía a su secretario de Estado, Domenico Tardini: «Si aguanto, es porque los médicos me han prometido que recobraré la salud. Si tuviera que ser de otro modo, no dudaría un segundo en retirarme» 7.

Juan Pablo II no ocultaba tampoco su tentación de renunciar, pero a los periodistas que le preguntaban por sus sufrimientos y su edad les respondía que su misión le había sido confiada por Dios y que solo Dios podía retirársela.

Fue preciso, por tanto, remontarse a la noche de los tiempos para encontrar un papa que por propia iniciativa hubiera cedido el timón, durante el gran cisma de Occidente, cuando un Gregorio XII que no tenía ya autoridad sino sobre una pequeña parte de la cristiandad, decida abdicar el 4 de julio de 1415. En pleno Concilio de Constanza depone sus insignias pontificias y retoma sus ropas de cardenal, «con feliz resignación y perfecta dignidad» 8. Mucho antes que él, el 13 de diciembre de 1294, el anciano Pietro di Murrone, elegido papa en Perusa con 84 años con el nombre de Celestino V, renuncia al cabo de cinco meses. Este hijo de campesino, convertido en eremita, que goza de una reputación de santidad, es sacado de su retiro, como consecuencia de una serie de tratos entre las familias romanas, para sentarse en el trono de Pedro. Pero no tiene experiencia alguna en el gobierno de la Iglesia ni conoce casi nada del derecho canónico, del funcionamiento de la curia, y no posee sino unos rudimentos de latín. Celestino V saca las consecuencias de su incapacidad y dimite sin ruido.

Benedicto XVI, antes de pasar a la acción, había ido sembrando indicios. En 2009, durante un viaje a L’Aquila, va a la basílica de Santa Maria de Collemaggio, precisamente a la tumba de Celestino V, y deposita sobre el relicario el pallium que había recibido el día de su entronización cuatro años antes. Guiño a un papa dimisionario y, como él, un gran espiritual más que un profesional de la política, elegido demasiado tarde, debilitado por la edad y las intrigas, ejemplo de abandono dictado por el corazón y la razón. En su encíclica Deus caritas est, de enero de 2006, se había mostrado también totalmente transparente: «Quien gobierna el mundo es Dios, no nosotros. Nosotros le ofrecemos nuestro servicio solo en lo que podemos y hasta que él nos dé fuerzas» (n. 33).

Es en 2010, en un libro-entrevista con el periodista alemán Peter Seewald, donde se muestra aún más explícito: «Cuando un papa llega a reconocer que física, psíquica y espiritualmente no puede asumir la carga de su ministerio, tiene entonces el derecho y, según las circunstancias, el deber de retirarse» 9.

Claro que los especialistas habían detectado estas pequeñas piedrecitas en el camino de un pontificado ciertamente caótico, pero que nada parecía impedir que llegara a su término. Por aquella época, los más avispados pensaban que este papa, debilitado por la edad y los asuntos, de temperamento humilde, persona libre y sin excesivo apetito de poder, podría ser el primero en dar el paso de la dimisión. Pero la mayoría aseguraba que ese hombre de la gran tradición romana sería incapaz de crear tal precedente, de sujetar a sus sucesores a un límite de edad, aunque fuera teórico, y de pesar sobre la libertad de elección del papa que se eligiera después de él.

11 de febrero de 2013. Las palabras ruedan continuamente en las cadenas de información permanente. Palabras tan irreales como «renuncia», «vacancia» de la sede apostólica, elección de un papa mientras vive otro papa... Me siento excitado por la novedad de la situación, la perspectiva de un cónclave ocho años después del de 2005, que había seguido de cerca, un cónclave inédito en el que, por primera vez desde hacía más de seis siglos, se elegiría a un papa mientras vivía aún otro al que nadie sabía cómo llamar ni cómo se vestiría, si de blanco o con la sotana roja del cardenal que había vuelto a ser. Me imagino a las cámaras de televisión persiguiendo las reacciones del dimisionario, en Baviera o en Roma, allí donde hubiera escogido su lugar de retiro. Pero busquemos en primer lugar las razones de esta ruptura tan extraña en el orden de las cosas vaticanas, de esta brecha en un «sistema» de poder tan bien engrasado y con la pátina del tiempo.

En su discurso de «renuncia» el 11 de febrero, al final del consistorio de rutina, Benedicto XVI no da ninguna otra razón a su decisión que la de su edad y su debilidad. Evoca la amplitud de las tareas que lo abruman y los desafíos que esperan a la Iglesia, pero para los escasos cardenales presentes en la ceremonia la duda no está permitida. El papa dimite porque se siente incapaz de administrar durante más tiempo su función. Su portavoz, Federico Lombardi, lo alaba: «Un mensaje de humildad, de valor y de responsabilidad».

Para los mejor informados, es un año antes, entre marzo y abril de 2012, cuando habría tomado su decisión. Habría hablado en primer lugar con su secretario de Estado, Tarcisio Bertone, y con su hermano Georg, el confidente en los días buenos y malos, invocando su salud declinante y su agotamiento a la vuelta de un viaje a Cuba y Méjico. Se le hacía una montaña el previsto a Brasil, en julio de 2013, para las Jornadas Mundiales de la Juventud (JMJ).

No es un abandono del puesto. Y menos aún un golpe por la fuerza, a pesar de los rumores de complot y maquinación que ya están corriendo. Desde el día siguiente a su elección, Benedicto XVI sabe que tiene enemigos: «¡Rezad por mí, para que el miedo no me acobarde ante los lobos!» 10.

Pero el 11 de febrero no es víctima de una maniobra alguna. No hace más que aplicar el artículo 322, § 2, del Código de derecho canónico, que exige que, para ser válida, «la renuncia sea libre y se manifieste formalmente».

Que no esté empañada por ninguna sospecha ni precedida de ningún rumor. Que haya quedado excluida toda ambigüedad sobre la voluntad real del pontífice de abandonar sus funciones. No puede estar sometida, y menos aún «aceptada», por nadie. El papa tiene que permanecer hasta el final en situación de pleno poder. Un puñado de prelados no podrá nunca extorsionar la firma de un anciano desorientado.

Es la primera vez que un dispositivo tal de «renuncia», y, sin embargo, codificado desde hacía mucho, se pone en práctica. Benedicto XVI actúa en plena posesión de sus capacidades. Tres días antes se había dirigido sin apuntes a los seminaristas de Roma. No es el hombre senil y manipulado que algunos han descrito. Su libertad de discernimiento está intacta. Su opción de marcharse, la de una persona libre. Esa libertad que Ratzinger ha usado durante toda su vida, bajo la mirada de Dios y de su conciencia, como le gustaba decir. Un papa libre de tomar distancia en el momento en que ha querido y en las condiciones fijadas por él. Libre de introducir a la cabeza de la más antigua institución del mundo una voluntad de transición pacífica e inédita. Federico Lombardi confiará más tarde: «Estoy convencido de que el cardenal Ratzinger no quería ser papa en 2005 y que aceptó su elección porque contemplaba la posibilidad de renunciar».

11 de febrero de 2013. Vuelvo a pensar en los rigores de la edad, en los problemas de salud y en los maratones de este papa en el extranjero. Admiro la humildad y el valor de un hombre que consideró en un momento dado que ya no era indispensable y dejó su puesto, a riesgo de dejar descontenta a una parte de sus fieles, que llorarían al sentirse abandonados por una figura paternal. Medito sobre la increíble reacción, mística y pérfida, de Stanisław Dziwisz, el inamovible secretario de Juan Pablo II, que hace observar que el papa polaco, a pesar de su cuerpo torturado por la enfermedad, «no se bajó de la cruz». Precisamente por eso, el 11 de febrero, Benedicto XVI hace una opción distinta de la de su predecesor polaco. No quiere exponer a la Iglesia a un largo final de reinado análogo al de Juan Pablo II, con las desastrosas consecuencias que se conocen: la confiscación del poder por un entorno que bloquea los dosieres más delicados, especialmente los de los abusos y los de la pederastia.

¿Puede uno quedarse satisfecho con esta versión ingenua de la edad y la fatiga del papa para explicar tamaña decisión? Claramente, no. La dimisión de Benedicto XVI es un signo precursor de la actual tempestad en la Iglesia. Es la consecuencia y el síntoma de un «sistema» romano enfermo. Sanciona los límites de un ejercicio solitario del poder, de la elección de por vida de un papa monarca universal, de la centralización de un aparato de gobierno único en el mundo. No es la primera vez que un papa, difunto o vivo, es atacado como lo ha sido Benedicto XVI durante los ocho años de su reinado. Los despojos de Pío IX, último papa-rey de Roma, estuvieron a punto de ser arrojados al Tíber por los partidarios de la unidad italiana. Pío XII fue fustigado por su silencio durante la Shoá; Pablo VI, por su encíclica Humanae vitae; Juan Pablo II, por su moral sexual y su «santa alianza» con Estados Unidos contra el comunismo. En el caso de Benedicto XVI se trató de ataques muy personales, muy localizados, cercanos en el tiempo y amplificados por los errores de su entorno. El papa alemán paga su debilidad política y la incompetencia de su círculo más cercano. Su dimisión del 11 de febrero de 2013 es el escenario de salida escogido por un hombre abandonado, desamparado y convertido a su pesar en cabeza de turco de una maquinaria descompuesta, un rey desnudo en un escenario vaticano shakesperiano.

El hombre que no quería ser papa. La fórmula de Federico Lombardi servirá de título a la biografía de Nicolas Diat 11. Pero planteemos la pregunta de otra manera: ¿estaba Joseph Ratzinger, uno de los mayores teólogos católicos del siglo XX, hecho solo para ser papa? El 18 de abril de 2005, los cardenales electores del cónclave, el primero después de más de un cuarto de siglo, están aún bajo el impacto de la muerte y las exequias de Juan Pablo II. A pesar de su edad, su imagen dividida y su débil predisposición para la política, el cardenal Ratzinger se impone como sucesor natural. Los más novicios se inclinan hacia el amigo del difunto papa, ese que lo ha acompañado hasta los últimos instantes, el que mejor se ha ceñido a su pensamiento, con todas sus asperezas. Su elección relámpago, al cabo de un día y cuatro escrutinios, es el fruto de un entusiasmo colectivo, así como de una ofensiva muy lograda, conducida por la mayoría más conservadora de la curia wojtyliana.

En la larga historia de los papas se encuentra un monje como Gregorio XVI, un párroco rural, como Pío IX, o un trabajador manual, como Juan Pablo II. Pero la mayoría de ellos sale del palacio: Benedicto XV, papa durante la Gran Guerra, viene de la diplomacia vaticana, al igual que Pío XII, el de la Segunda Guerra mundial, o como Juan XXIII y Pío VI, los dos grandes papas del Concilio. El perfil de Benedicto XVI corta con todo esto. No ha hecho su carrera en la política romana. Es un profesor de teología a la alemana, una persona de estudios y conferencias, solitario, sigiloso, reflexivo, llegado a Roma para ser un prefecto de la doctrina rigurosa y luego un papa que duda y se pregunta, y no un catálogo de certezas. Cada tarde, en sus apartamentos privados, se pone al piano y toca a Mozart. Y la pequeña serenata 12 que se escapa entonces de Roma, la sobriedad de los gestos del nuevo papa, de sus desplazamientos y sus discursos, rompen con el estilo atronador de su predecesor polaco.

Pero nadie es ingenuo. La Iglesia atraviesa tiempos difíciles. El propio Ratzinger lo había avisado: «En Mozart no solo existe la alegría y la limpidez» de la pequeña serenata nocturna. Está también el trágico final del Don Juan y el Requiem. Pero, en ese decenio del 2000 amenazan los dramas wagnerianos, con su lote de tempestades y héroes paganos, las crisis internacionales, las desigualdades feroces de la mundialización o la afirmación del islam radical tras los atentados del 11 de septiembre y el destierro del Dios cristiano de las sociedades occidentales. Más que de un intelectual valeroso, la Iglesia huérfana de Juan Pablo II necesitaba sin duda a su cabeza a un timonel y un político experimentado. Pero el papa Ratzinger, sobre el que en Roma se bromeaba diciendo que «lo que han elegido los cardenales es un cerebro», no ha sido cortado para esa función. Con él se anuncia un ejercicio más modesto del papado, pero también un reinado que no será en absoluto de reposo. Y cuando su falta de autoridad se conjuga con la debilidad de su entorno y con una comunicación deficiente, estaremos ante el peor de los escenarios.

Una sucesión de pasos en falso produce un efecto devastador. El 12 de septiembre de 2006 acompaño a Benedicto XVI a Ratisbona, en su Baviera natal, cuando pronuncia una lección filosófica sobre las derivaciones de la religión cuando no está iluminada por la razón. Pero, en su introducción, el papa cita fragmentos de un diálogo, que data del siglo XIV, entre el emperador cristiano de Constantinopla y un erudito persa, en los que se denuncia la violencia propia de la religión de Mahoma. Sacada de su contexto, la declaración se hace viral en los medios americanos, que, con motivo del 11 de septiembre, componen sus grandes titulares con el papa y el islam. La manipulación es evidente, pero la polémica se dispara. El discurso de Ratisbona inflama el mundo musulmán. Benedicto XVI es tratado de enemigo del islam y de partidario incendiario del choque de civilizaciones. Se queman pósters con su efigie en varias capitales árabes. Él, por su parte, presentará excusas. Se sabe que había redactado él solo su discurso, sin someterlo a una relectura atenta.

Sigue otro patinazo en enero de 2009, cuando el papa levanta la excomunión de cuatro obispos tradicionalistas consagrados sin mandato pontificio en 1988 por Mons. Lefebvre. En esa lista de cuatro se encuentra Richard Williamson, quien, en una entrevista en una cadena de la televisión sueca, niega la existencia de las cámaras de gas. El impacto es considerable. La rehabilitación por el papa de un obispo integrista y negacionista aterra al mundo entero y atestigua una rara improvisación por parte de Roma. Que esta entrevista haya quedado desconocida para el Vaticano o que se le haya ocultado a Benedicto XVI denota un mal funcionamiento estrictamente incomprensible. No se había pedido a cambio contrapartida alguna por parte de los tradicionalistas. Se le achaca al papa un proceso de complacencia y de ingenuidad. Algo más tarde, en un avión que lo lleva a Camerún, se le acusará de estar en contra de la asistencia a personas en peligro cuando reavive las polémicas sobre el preservativo. En contra total del sentido común, en un continente africano en el que el sida produce millones de víctimas, Benedicto XVI declara que el preservativo «agrava el problema».

Pero los ataques más crueles vienen de los nuevos asuntos de pederastia en el clero, desvelados en Alemania, Irlanda, Países Bajos, Estados Unidos y Australia. La opinión pública se impacienta. Ratzinger es acusado de organizar el silencio de la Iglesia, él, que había sido el primero en denunciar públicamente estos crímenes y en impedirlos con medidas preventivas drásticas. Ya elegido papa, multiplica las directrices y las llamadas a los episcopados locales, se encuentra con grupos de víctimas durante sus viajes a Estados Unidos y Australia en 2008. En febrero de 2010 llama al orden a todos los obispos irlandeses, convocados al Vaticano, y hace pública una carta para expresar toda su vergüenza. Es él quien incomunica a Marcial Maciel, el fundador de los Legionarios de Cristo, y pone en marcha una encuesta disciplinaria en las filas de esta organización.

Pero de nada sirve. La imagen de Benedicto XVI queda hundida por los patinazos y los escándalos. Es la imagen de la persona que a la vez más ha hecho por prevenir la plaga de la pederastia y fracasado con su silencio en los delicados asuntos de Alemania, cuando era arzobispo de Múnich, o en Roma como prefecto de la Doctrina de la Fe. Las críticas se abaten sobre él, cuestionan su ausencia de sentido político, su incapacidad para las relaciones y su comunicación calamitosa. No ofrece su confianza más que a mediocres que le dan seguridad, como Tarsicio Bertone, su antiguo secretario, promovido a «primer ministro» a la cabeza de la secretaría de Estado, cuando no había pasado por la Academia Pontificia ni frecuentado nunciatura alguna en el extranjero, que ni siquiera sabía inglés ni ninguna otra lengua, salvo el italiano de su Piamonte natal. Bertone, sin embargo, se hace pasar por «vicepapa», se pavonea en el extranjero, se inmiscuye en la política italiana, explica ante los micrófonos, en plena polémica, que la pederastia es una perversión ¡vinculada a inclinaciones homosexuales! Nunca la curia ha sido tan cuestionada a causa de la personalidad, más torpe que malintencionada, de su número uno. En su descargo, Bertone sufre el odio de su predecesor Sodano, que no soporta haber sido apartado por Benedicto XVI. La muerte de Juan Pablo II ha alejado al clan polaco y la curia es presa de luchas sordas entre clanes italianos.

Este pontificado está acribillado por las pruebas. Vatileaks es el nombre dado a un escándalo que estalla, esta vez, dentro de los muros del Vaticano. Centenares de cartas han sido robadas de la correspondencia privada del papa y se han «filtrado» a la prensa italiana, proporcionando material para un superventas mundial 13. Entre los documentos robados figuran unas cartas de un tal Carlo Maria Viganò, trasladado como nuncio a Washington –se hablará de él en lo más virulento de la tempestad de la pederastia– tras haber revelado asuntos de corrupción y nepotismo. Otras piezas evocan los escándalos sexuales que habían golpeado a los Legionarios de Cristo o las negociaciones de Roma con la Fraternidad Sacerdotal San Pío X. El papa ha sido traicionado por una facción de su entorno más íntimo. En 2012 es arrestado un hombre, al que se juzgará y condenará por delito de divulgación de la correspondencia del papa. Se llama Paolo Gabriele, desempeña las funciones de mayordomo, está casado, es padre de familia y goza de buena reputación. Pero, para Roma, que retumba de rumores de complot, este fiel entre los fieles solo puede ser un hombre de paja. ¿Por qué habría corrido un riesgo como el de robar y entregar esos documentos? Uno se pierde en hipótesis sobre los juegos de poder en el Vaticano, sobre la existencia de una red que habría querido derribar a Bertone y cuyo instrumento habría sido Paolo Gabriele.

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