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Читать книгу: «La filosofía contada por sus protagonistas II», страница 3

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La unión del principio activo con el principio pasivo, la unión del Dios, sustancia etérea, con una materia pasiva y sin cualidad alguna, no es la unión del primer motor de Aristóteles con aquello que mueve, ni siquiera es la relación que existe entre una causa eficiente y su efecto. Es la unión de un principio activo que informa, penetra y vivifica todas las partes de los cuerpos a los que da origen, a la manera que el alma humana informa y vivifica el cuerpo de los seres humanos. Dios es el alma universal de la naturaleza y la naturaleza es el cuerpo de la divinidad.

Esto quiere decir que, en último extremo, el ser es uno y único. El ser es el fuego primitivo, es Dios, que se transforma en naturaleza por medio de evoluciones e involuciones periódicas, las cuales llevan consigo la aparición y la destrucción de los seres particulares, permaneciendo solo eternamente el ser divino, germen y fondo esencial, principio, medio y término real de todas las cosas.

Dios es el origen y la razón suficiente de la variedad de seres que pueblan el mundo; un mundo que, además, está sujeto a perecer y renacer periódicamente. El Universo, que ha salido de Dios, o sea, del fuego eterno, retorna al cabo de un tiempo a ese mismo fuego creador por medio de la combustión. El mundo en el que vivimos, como todos los mundos que han existido antes y que existirán después de este, acabará un día a causa de una gigantesca conflagración. La duración de todos los mundos es idéntica, y así, todo suceso del Universo se repite una y otra vez. Dios es el único que no acaba nunca y es el que inicia y cierra los ciclos de los distintos Universos.

¿Qué consecuencias tiene la unión tan íntima que existe entre Dios y la naturaleza? ¿Qué consecuencias tiene que Dios sea el alma del mundo y que el mundo sea el cuerpo de Dios?

La más importante es que al ser Dios el alma de la naturaleza, la dirige, la gobierna y todos los seres del Universo se encuentran sometidos a su providencia. Los designios de Dios respecto del mundo se realizan de forma ineludible. Al mismo tiempo, como Dios es Razón, todo cuanto sucede en la naturaleza, además de ocurrir necesariamente, es racional. La Razón divina que gobierna el mundo y la ley necesaria conforme a la que se comporta la naturaleza son una y la misma cosa.

La realidad, que es una, se encuentra sujeta a esa ley necesaria y, en virtud de ella, reviste diferentes formas, estados y grados de evolución, los cuales constituyen el mundo, o, digamos mejor, los mundos, que aparecen y desaparecen alternativamente con sus diferentes seres o existencias particulares.

Si todo cuanto ocurre en el Universo ocurre necesariamente, si la providencia divina es la que dirige el mundo, ¿significa eso que los seres humanos no somos libres, que no podemos elegir?

Si entendemos la libertad como la posibilidad de elegir cómo vamos a vivir, la libertad no existe. No hay realidad objetiva alguna a la que se pueda aplicar el término «libertad», puesto que las acciones que realizamos los seres humanos están todas ellas sujetas a los designios de Dios, están todas ellas sometidas a esa ley inflexible que rige la naturaleza en su totalidad y que dirige todo cuanto ocurre en ella. Todo cuanto acontece en la naturaleza y, por lo mismo, todo lo que hacemos los humanos, posee una causa.

La libertad, entendida como espontaneidad, no existe. Si en mi visión de la realidad se puede hablar de que el sujeto humano a la hora de actuar posee una cierta espontaneidad, esta espontaneidad es necesaria, es una espontaneidad que no excluye la necesidad interna. Por eso, es incompatible con la libertad como elección de comportamientos. Cuando hablemos de la ética te expondré de forma más precisa la concepción de la libertad que poseemos los estoicos pero que, te repito, tiene muy poco que ver con la libertad entendida como posibilidad de elegir entre diversas posibilidades.

De acuerdo. Sigamos, pues, con su física.

La Razón es la parte principal de Dios, pero no Dios mismo, puesto que, hablando con precisión, Dios es la naturaleza en su totalidad y unidad. Y, como consecuencia de que la naturaleza tiene su origen en la Razón divina y es ella misma la divinidad, el mundo no solo está organizado racionalmente, sino que es además el mejor y más perfecto de todos los mundos posibles, sin que se pueda pensar siquiera en otro más perfecto.

¿Está diciendo que el mundo en el que vivimos es tan perfecto que ni siquiera podemos concebir otro mundo más perfecto? ¿Qué ocurre entonces con las guerras, con el hambre, con las enfermedades, con la muerte? ¿No sería más perfecto un mundo en el que no existieran? ¿O son también perfectos?

No, no son perfectos, pero contribuyen a la perfección del Universo. El mal es necesario e inevitable en el mundo. Y no solamente los males físicos, a los que has hecho referencia, sino también los morales. Tanto los llamados males físicos como los morales son manifestaciones, o, mejor aún, evoluciones necesarias de la Divinidad; el mal es inevitable y hasta necesario para que exista el bien, tanto en el orden físico como en el orden moral.

Y el motivo de esta necesidad es muy simple. Ninguna cosa puede existir sin que exista su opuesta: la obediencia no puede existir sin la desobediencia, la justicia sin la injusticia, ni el bien sin el mal. Si no existieran la desobediencia, la injusticia ni el mal, ni siquiera podríamos saber qué es la obediencia, la justicia o el bien.

Me ha dejado un tanto descolocado con esta última afirmación que ha hecho y que me recuerda bastante, aunque no digan exactamente lo mismo, a un filósofo griego anterior a usted, Heráclito, y también a alguna de las filosofías del siglo xix, en concreto la de Hegel. Pero, como me imagino que todavía no ha terminado de explicar su física, puesto que aún no nos ha hablado del ser humano —y al comenzar con ella ha afirmado que su física incluía la psicología—, si le parece, podemos seguir adelante.

Tienes razón. Prácticamente no hemos mencionado a los seres humanos, y es importante hacerlo antes de pasar a hablar de su comportamiento, que es de lo que se ocupa la ética. En mi opinión, los seres humanos nos encontramos en la cúspide de la naturaleza, ocupamos el lugar preferente de la misma, y no solo porque hemos sido producidos por la Razón universal, ya que también lo han sido todas las demás realidades, sino porque, al poseer inteligencia, estamos emparentados más que ninguna otra realidad con esa Razón divina. Los seres humanos nos diferenciamos de las demás cosas por poseer inteligencia y, por eso, nuestra relación con la divinidad, con el fuego creador, es más íntima.

Nuestro impulso o esfuerzo primero, como el de todos los seres vivos, es el de conservarnos a nosotros mismos. Este impulso o tendencia es natural y nos lleva a buscar lo que nos conviene y a rechazar lo que nos daña. Sin embargo, hay que tener en cuenta que la naturaleza, al dotarnos de razón, nos dio una guía más perfecta que ese impulso para señalarnos cómo tenemos que vivir, por lo que podemos decir que, aunque ese impulso es natural, nuestra verdadera naturaleza es la razón; la auténtica naturaleza del ser humano es la razón.

En cuanto a su composición, los humanos estamos dotados de alma y de cuerpo. Nuestra alma es una emanación del alma universal del mundo, un soplo, una participación del fuego divino primitivo, y penetra y vivifica todo el cuerpo. Aunque es también material, es superior al cuerpo —de hecho, gracias a ella respiramos y nos movemos—, e incluso sobrevive después de que nuestro cuerpo se descomponga y desaparezca.

¿Está diciendo que sostiene que el alma humana es inmortal?

No exactamente. En mi opinión, la incorruptibilidad del alma es solamente relativa y temporal. Nuestra alma, aunque sobrevive al cuerpo, y sigue viviendo después de su desaparición, termina por disiparse con el tiempo. La inmortalidad absoluta corresponde a Dios solamente.

Esta afirmación está en línea con mi física, pero como prácticamente no la fundamento, ha sido uno de los aspectos de mi pensamiento que ha dado origen a posiciones muy diferentes dentro del estoicismo. Para algunos estoicos posteriores, las almas de los humanos dejan de existir cuando perece por combustión el mundo en el que han vivido unidas a un cuerpo; para otros, solo sobreviven, aunque siempre temporalmente, las almas de los sabios; otros, incluso, dudan de esa supervivencia…

Pero vamos a dejar este tema y vamos a abandonar ya la física, para, apoyándonos en ella, introducirnos en la parte más importante de mi pensamiento: la ética. Recuerda el dicho al que te hacía referencia al comenzar a explicar mi filosofía, en el que la comparaba a un huerto, donde el muro que lo rodeaba era la lógica, los árboles que había en su interior, la física, y los frutos de esos árboles, la ética. Pues bien, una vez que nos hemos subido a esos árboles, vamos a coger los frutos que hay en ellos, es decir, una vez que conocemos qué es el Universo y qué el ser humano, vamos a ver si de ese modo de ser de ambos se derivan algunas consecuencias acerca de cómo tenemos que vivir los humanos.

Por mí, encantado. Estaba ya deseando que llegáramos a esta parte de su obra que, históricamente además, es la que ha tenido más repercusión en la filosofía posterior.

Como te acabo de señalar, la tendencia más fuerte de todos los seres vivos, incluido el ser humano, es la tendencia a su conservación. Todos los seres que formamos la naturaleza tenemos una constitución determinada, y los seres vivos poseemos al mismo tiempo un impulso que nos empuja a tratar de mantener esa constitución, estamos dotados de una fuerza animadora que nos incita continuamente a permanecer en nuestro ser. La identificación con nosotros mismos, la conformidad con nuestra propia naturaleza, es, pues, nuestro «bien supremo», nuestro objetivo más importante en la vida. La física nos descubre que es más correcto afirmar que «el ser debe ser», que decir «el ser es».

Pues bien, mi visión acerca de cómo tenemos que vivir los humanos se fundamenta en esta tendencia a la conservación de nosotros mismos, en esta tendencia a vivir en conformidad con nuestra propia naturaleza, que es la más importante en todos los seres vivos y, por tanto, también en nosotros, los seres humanos. Y para conservarnos tal como somos, para ser como somos, existen unas primeras acciones adecuadas o convenientes a nuestra naturaleza en general: las denomino kazékonta, que nos impulsan a los humanos a proteger nuestra propia vida y también la de los demás. Entre ellas se encuentran, por ejemplo, el cuidar de la salud o el procurar el bienestar.

Pero, como la razón constituye lo propia y específicamente nuestro, como la razón es nuestra naturaleza auténtica, nuestro deber fundamental es vivir de acuerdo con nuestra razón. Identificarnos con nosotros mismos consiste sobre todo en vivir de acuerdo con la recta razón. Este es nuestro «deber ser» fundamental. Pues bien, a las acciones que realizamos para vivir de acuerdo con la recta razón las denomino katórzoma, y son perfectas. Mientras que las acciones anteriores, las kazékonta, son acciones simplemente convenientes y comunes a todo el género humano, las katórzoma son propias del sabio. Las primeras forman parte de una moral que podríamos denominar de segundo orden, mientras que las segundas constituyen la verdadera moral y le permiten al sabio vivir según su auténtica naturaleza.

Además, cuando el sabio vive conforme a su razón, como esta no es sino una parte de la Razón universal, no solamente consigue la adecuación consigo mismo, sino que también entra en armonía con el conjunto de las cosas, con la totalidad de la naturaleza, es decir, con la divinidad. Vivir de acuerdo con la razón es vivir de acuerdo con la naturaleza entera. De ahí que los estoicos unas veces digamos que la virtud consiste en vivir conforme a la razón, y otras, que consiste en vivir conforme a la naturaleza. En ambos casos estamos diciendo lo mismo.

Según nos está diciendo, los seres humanos debemos vivir de acuerdo con la razón, pero ¿en qué consiste vivir conforme a la razón?

Vivir conforme a la razón consiste en aceptar desde el fondo de nuestro corazón todo lo que el destino nos depara, sea agradable o desagradable, sea placentero o doloroso, viendo en ello un elemento de ese orden total que es la naturaleza. Si todo lo que ocurre en el Universo, y, por tanto, todo lo que nos acontece a nosotros y lo que pasa a nuestro alrededor, ocurre necesariamente y no depende de nosotros, vivir conforme a la razón no puede consistir en otra cosa que en aceptar todo cuanto sucede en nuestras vidas sabiendo que es el designio que con respecto a nosotros tiene la Razón universal, Dios.

Lo que ocurre en el Universo, incluyendo lo que nos ocurre a nosotros, no está en nuestras manos, pero lo que sí está en nuestro poder es la aceptación de lo que acontece en el mundo y lo que nos acontece a nosotros. En esto consiste la verdadera libertad, y es la única libertad de la que podemos disfrutar los humanos. Te dije anteriormente que cuando habláramos de ética desarrollaría con más amplitud mi concepción de la libertad. Pues, bien, en mi opinión, la libertad consiste en obedecer a Dios. Lo que nos pasa a los humanos no depende de nosotros, no lo podemos elegir, pero sí podemos aceptarlo o rebelarnos contra ello. Las dos posturas son indiferentes en relación con lo que nos vaya a acontecer, puesto que ninguna de ellas influye en ello; lo que nos sucede nos sucede necesariamente, y no podemos hacer nada por modificarlo. Sin embargo, lo que sí depende de nosotros es aceptarlo o no, y si lo aceptamos, estaremos comportándonos de acuerdo con nuestra razón, estaremos identificándonos con nosotros mismos, con nuestra naturaleza más específica.

Te voy a poner un ejemplo, que aunque no recoge exactamente mi posición en este tema, nos puede ayudar a entenderla. Imaginemos que una tarde está lloviendo. El que llueva o no llueva no depende de nosotros, pero ante ese hecho podemos reaccionar racionalmente y aceptarlo, y, si tenemos que salir a la calle, coger un paraguas, o podemos reaccionar irracionalmente, despotricando y rebelándonos contra la lluvia; incluso podemos salir a la calle sin paraguas para demostrar que no estamos de acuerdo con que llueva. Ninguna de las posturas que adoptemos va a influir en que llueva o deje de llover, pero el primer comportamiento es racional; actuar de esa manera es actuar de acuerdo con la razón, mientras que el segundo no lo es.

Este modo de vivir y obrar constituye la virtud, y la virtud es el bien sumo y único del ser humano. Por eso, el que vive y obra de esta manera es el sabio. Vivir virtuosamente constituye el ideal de vida para nosotros, los humanos, y los que practican la virtud por la virtud misma y con absoluto desinterés son los auténticamente sabios. Vivir virtuosamente constituye el bien, la perfección y la felicidad del ser humano.

¿Significa lo que nos está diciendo que tenemos que aceptar lo mismo el placer que el dolor, la salud que la enfermedad, la riqueza que la pobreza?

Pues sí. Así es como vive el sabio y así es como tenemos que vivir si queremos serlo. Te puede parecer extraño, pero no lo es. Lo que pasa es que nuestra perspectiva en estos temas no suele ser la correcta. Se puede apreciar en la misma pregunta que me has planteado. En ella estás dando por supuesto que el placer, la salud, la riqueza son cosas «buenas» y que el dolor, la enfermedad y la pobreza son «malas», y no es así.

¿No ha dicho hace un momento que hay acciones convenientes que tienen por objeto nuestra conservación, las «kazékonta» las ha llamado, y que, por tanto, los objetivos de las mismas, la salud, por ejemplo, y todo aquello que se necesita para conseguirlo, son «bienes» para nosotros?

Sí; pero si recuerdas, también he dicho que esas acciones convenientes a nuestra conservación y, por lo mismo, a nuestra naturaleza, no responden a lo que es específicamente nuestro, a lo que constituye nuestra auténtica naturaleza: a nuestra racionalidad. Por eso, el verdadero bien de los humanos es la virtud, el comportarnos de acuerdo con nuestra razón. Ante este bien superior, todos los demás pasan a segundo término y se convierten en moralmente indiferentes. Todas las cosas que has citado no son ni buenas ni malas: son todas ellas indiferentes. Y lo mismo ocurre con todo aquello que tiene relación con el cuerpo: la belleza o la fealdad, la celebridad o el anonimato, e incluso la vida o la muerte, no son cosas buenas o malas, sino que moralmente son indiferentes.

Lo bueno y lo malo guardan relación con el espíritu, no con el cuerpo. Los verdaderos bienes son los morales, las actitudes y los comportamientos que se encuentran en armonía con la razón: las virtudes. Los males auténticos, los vicios, son también los morales, es decir, aquellos que van en contra de la razón.

Es cierto que, dentro de las cosas indiferentes, unas son preferibles a otras. Es preferible, por ejemplo, la salud a la enfermedad, la riqueza a la pobreza...; pero, cuidado, siempre que no perjudiquen a la virtud. Si al vivir lo que buscamos no es practicar la virtud, sino obtener esas cosas que, siendo indiferentes, son preferibles, estaremos actuando en contra de la razón y, por tanto, estaremos obrando mal moralmente, aunque consigamos la salud o la riqueza.

Pero vivir como usted propone ¿no es muy difícil? ¿No es prácticamente imposible estar dispuesto a aceptar de la misma manera el placer que el dolor, la riqueza que la pobreza?

Difícil, sí. Imposible, no. Así es como vive el sabio y así es como tenemos que vivir si queremos ser felices. Lo que ocurre es que exige un gran esfuerzo. En primer lugar, intelectual. Recuerda lo que decíamos al hablar de la lógica. La dialéctica nos permite conocer qué es lo verdadero y lo falso, y, por tanto, el sabio necesita ser dialéctico, o, mejor aún, es el único dialéctico.

Pero conocer no basta para ser sabio. Para vivir conforme a la razón es, además, imprescindible conservar siempre la apátheia, es decir, el control de las pasiones, la independencia de las mismas, lo que vosotros llamáis en ocasiones el «autocontrol», ya que la pasión es una cosa que nos aleja de la razón y es contraria a la naturaleza del alma.

Pero ¿cómo es posible conseguir el control de las pasiones?

Las cosas que nos rodean y los acontecimientos que ocurren a nuestro alrededor provocan en todos nosotros, los humanos, una serie de movimientos afectivos que no solo son naturales, sino que también son indispensables para nuestra vida interior. Sin ellos no podríamos hacer nada; los sentimientos son el motor de nuestra vida interior. Sin embargo, si los sentimientos poseen el grado de pasiones se convierten en enfermedades del alma; los movimientos afectivos solo son positivos si somos capaces de controlarlos y los convertimos en «afecciones constantes», lo cual se consigue al someterlos al control de la razón.

El sabio no permanece insensible en medio de los objetos exteriores; estos le afectan como a todos los demás humanos y provocan en él unos sentimientos que de por sí son indisciplinados —eso son las pasiones—, pero él transforma esos sentimientos en afecciones estables, porque entre la estimulación primitiva y la conducta interpone el juicio racional.

Las pasiones tienen su origen siempre en una causa natural y son diferentes dependiendo de su relación con el tiempo. Las pasiones fundamentales son cuatro: si lo que provoca la emoción del alma es un bien presente, la pasión es el «placer»; si es un bien futuro, el «deseo»; si se trata de un mal futuro, el «miedo», y si se trata de un mal presente, la «tristeza».

Sin embargo, las «afecciones constantes» no son cuatro, sino tres: el «deseo» se convierte, cuando lo controla la razón, en «voluntad estable», el «miedo» deriva en «precaución» y el «placer», en «alegría serena». La cuarta pasión, la «tristeza», no puede dar origen a afección constante alguna, porque es enteramente negativa; es una destrucción del ser, y no su exaltación. Las tres primeras son, pues, «pasiones positivas», puesto que la razón las puede transformar en elementos que sirvan para dirigir adecuadamente nuestra vida interior convirtiéndolas en afecciones estables, mientras que la cuarta, la tristeza, es siempre «negativa», ya que es contraria a la razón y, por lo mismo, no puede ser encauzada por ella.

Para vivir conforme a la razón es, pues, necesario evitar las pasiones rechazando todas las ocasiones en que puedan aparecer, y cuando brotan, lo cual es inevitable, hacer todo lo posible por controlarlas, por mantenerlas dentro de los límites de la estricta naturaleza.

Para terminar con la moral y con la entrevista —se nos está acabando el tiempo—, ¿nos podría hacer un retrato robot de cómo es, en su opinión, el ser humano «sabio»?

No solo puedo, sino que estoy deseando hacerlo. A lo largo de la Historia se han dado tantas visiones deformadas de él, que me encanta poder señalar con precisión cuáles son sus rasgos principales.

En lo fundamental, el sabio estoico domina la dialéctica, es decir, conoce qué cosas son verdaderas y qué cosas, falsas, y, además, vive de acuerdo con esos conocimientos, o, lo que es lo mismo, vive de acuerdo con la naturaleza y es virtuoso, puesto que es capaz de controlar sus sentimientos, sometiéndolos a los dictámenes de su razón. Por eso, es siempre libre y sus acciones son siempre rectas, al estar de acuerdo con la Razón.

El sabio estoico es indiferente en relación con el mundo material y de ahí su apátheia, su posibilidad de controlar las pasiones, su autocontrol. Pero eso solo significa, en contra de lo que se ha dicho en ocasiones, que no vive apegado a aquellas cosas que son casi sagradas para el común de la gente, como la salud, la riqueza, los honores…, porque para él todas esas cosas son indiferentes. A él lo que le importa por encima de todo es vivir virtuosamente, y todo lo demás solo tiene valor en la medida en que sirve para llevarle por ese camino. Eso no quiere decir que entre esas cosas indiferentes no prefiera unas a otras. Claro que piensa que es mejor tener dinero que no tenerlo, o tener buena salud que estar enfermo, o ser aceptado por los demás que ser perseguido, pero no es esclavo de esas cosas —eso supondría dar entrada a las pasiones que él se esfuerza por controlar—, y su ausencia no le produce sufrimiento. El sufrimiento solo surge si se consiente en el juicio erróneo de que la enfermedad, la pobreza o la persecución suponen un mal en sí mismas.

Ahora bien, su apátheia no quiere decir que «no sienta» nada si es pobre, si está enfermo o si es perseguido, puesto que, en muchas ocasiones, no sentir es prácticamente imposible; lo que quiere decir es que sus sentimientos no mandan en sus acciones, que lo que manda en ellas es la razón.

El sabio que vive así, dirigido por la razón, es amigo de todos los seres. No necesita de nada, pero está inclinado a la vida en común. Su patria es el mundo, ya que, como todos los humanos somos iguales porque participamos de la misma razón, todos, sea cual sea nuestra raza, somos hermanos. Además, como todos estamos igualmente destinados a la virtud, las diferencias sociales no tienen sentido. Todos los humanos, incluidos los esclavos, somos ciudadanos de esa gran ciudad que es el Universo.

El sabio puede también decidir terminar sus días voluntariamente si piensa que con ello favorece a sus amigos, o si padece dolores insoportables o enfermedades incurables. Según alguna leyenda, que lo que pretende posiblemente es desacreditar mi obra —cosa que no consigue aunque hubiera ocurrido de esa manera, puesto que, de hecho, es este mi pensamiento—, mis días acabaron cuando me suicidé cumplidos ya los setenta años.

Efectivamente, la visión que nos ha dado de la persona sabia no es la que se asocia más frecuentemente con el estoicismo, que insiste más, y exageradamente, en su indiferencia, en su «apátheia». Me hubiera gustado seguir hablando de su ética que, a pesar de su fatalismo, me parece de una gran altura moral por su actitud fraternal y solidaria con los demás humanos pero, lamentándolo mucho, tenemos que terminar la entrevista y quiero hacerlo dándole las gracias por la disposición tan abierta que ha mantenido a lo largo de toda ella.

Soy yo el que tengo que darte las gracias a ti por haberme permitido exponer una vez más mi pensamiento, y siempre a tu disposición y a la de tus lectores, aunque, como ya hemos recordado al principio de la entrevista, para poder conversar conmigo tendrán que recurrir a lo que de mí hayan dicho otros pensadores, puesto que mis obras se han perdido en su totalidad.

Agustín de Hipona


Al entrevistar a pensadores religiosos, como es su caso, siempre me asalta la misma duda: ¿me encuentro ante un filósofo o ante un teólogo?, ¿hay en su obra una filosofía sobre la que vamos a poder dialogar o solo utiliza la razón para comprender y explicar su fe?

A pesar de que es la primera cuestión que me planteas, no creo conveniente comenzar hablando de este tema. A lo largo de la entrevista trataremos ampliamente de las relaciones entre la filosofía y la teología, entre la fe y la razón, y entonces contestaré a la pregunta que me has planteado. Lo que sí quiero dejar claro desde el principio es que a mí, personalmente, no me preocupó en absoluto deslindar el campo de la fe del de la razón. Siempre me esforcé por tratar de encontrar la verdad. A esta tarea dediqué la mayor parte de mi vida, y para conseguirlo utilicé todo lo que poseía: fe, razón, experiencia, sentimientos…

Me llama mucho la atención la prevención que en vuestra época existe contra los pensadores religiosos: siempre estáis con la mosca tras la oreja y analizáis con lupa nuestra obra tratando de descubrir si en algún momento se cuela la fe en las posiciones racionales que defendemos. Pero ¿no habría que mantener la misma posición con relación a los pensadores no creyentes?, ¿no se pueden estar filtrando el ateísmo o el agnosticismo en sus reflexiones racionales?, ¿no influyen siempre, en el rumbo que tome la filosofía de cualquier persona, las experiencias y las creencias anteriores a su reflexión? De todas formas, como este no es el tema de la entrevista, vamos a pasar, si te parece, a hablar de mi pensamiento.

De acuerdo. Y, para poder entenderlo adecuadamente, me gustaría que nos hablara, en primer lugar, de su vida, ya que la mejor manera de comprender las palabras de alguien es acercándose a ellas a partir de la situación vital en la que han sido escritas.

Estoy de acuerdo con lo que dices: el pensamiento de cualquier persona es inseparable de su vida. Esta convicción me llevó precisamente a escribir las Confesiones, en las que narro las diversas etapas y las experiencias más relevantes de mi vida, así como la influencia que tuvieron en la evolución de mi forma de pensar. A ella me voy a remitir para contestar a tu pregunta.

Nací en Tagaste (Argelia) en el año 354, de padre pagano y madre cristiana, y estudié artes liberales en Madauro y, más tarde, retórica en Cartago. A pesar de la facilidad que tenía para aprender, tuve poca inclinación por el estudio; el juego y la asistencia a espectáculos de todo tipo ocupaban la mayor parte de mi tiempo. A los dieciséis años, mi comportamiento era tan disoluto, que mis padres me obligaron a interrumpir los estudios en Cartago para pasar una temporada en su casa. Mi padre, sobre todo, tenía la convicción de que alejándome del ambiente en el que me encontraba, y estudiando en un nuevo entorno —aunque los estudios a los que me dedicara fueran los mismos: aprender a hablar bien y adquirir la habilidad de persuadir a los demás con la palabra—, abandonaría la vida desordenada que llevaba. Sin embargo, sus esperanzas se vieron defraudadas, pues mi comportamiento siguió por los mismos derroteros.

El primer cambio serio en mi vida se produjo a los diecinueve años y lo provocó la lectura del Hortensius de Cicerón. Esta obra hizo nacer en mí un deseo profundo por alcanzar la sabiduría que, en un primer momento, creí encontrar en el maniqueísmo, que se presentaba como una doctrina racional y religiosa al mismo tiempo. Sin embargo, al cabo de unos años, decepcionado por no hallar en sus enseñanzas las explicaciones intelectuales que buscaba, abandoné la secta. En el año 383 me dirigí a Roma a enseñar retórica, y de allí a Milán. Durante esta etapa de mi vida me acerqué a las doctrinas de los escépticos y de los epicúreos, sin descubrir tampoco en ellas la sabiduría que anhelaba con tanta intensidad.

A comienzos del año 386 cayeron en mis manos algunos libros de autores platónicos —en concreto de Plotino y de Porfirio— que provocaron un nuevo cambio en mi trayectoria vital: su lectura me llevó a descubrir la importancia de un mundo, hasta ese momento desconocido para mí: el mundo del espíritu, y experimenté un fuerte anhelo de purificar mis costumbres, que seguían siendo disolutas. Sin embargo, mis pasiones, los placeres a los que estaba acostumbrado y las locas vanidades en las que había vivido hasta ese momento me hicieron fracasar en el intento de purificación moral que me había propuesto; había en mí como dos voluntades diferentes: quería, pero no podía.

Sumido en esta agitada situación, leí unas palabras del apóstol Pablo en su Epístola a los Romanos, en las que afirma que el ser humano no puede liberarse del pecado más que mediante la gracia de Cristo, y la luz y la alegría se apoderaron de mi alma, señalándome el camino que tenía que seguir para conseguir llevar la vida que pretendía: aceptar y confiar en Jesucristo. Me retiré a una casa de campo cerca de Milán para conocer el cristianismo en profundidad y, a medida que lo hacía, me fui liberando de todas mis dudas anteriores y la verdad total que había buscado durante tanto tiempo se abrió por fin ante mis ojos. En el año 387, junto con mi hijo Adeodato, recibí el bautismo de manos de Ambrosio, obispo de Milán.

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