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Cuartos de final

Como los partidos se jugaban todos en el mismo horario, se podía ver uno sólo y después los otros en diferido. Lógicamente, el televisado fue Brasil-Perú; resultó, como se esperaba, una orgía de fútbol, una de las mayores demostraciones de todos los tiempos. Pocas veces, o ninguna, en un Mundial se vieron tantos lujos, tantos amagues, tantas gambetas… y tantos goles. Con Rivelino y Tostao inspirados y Jairzhinio implacable, el “scratch” lo pasó por arriba a Perú y se puso arriba con un cómodo 4 a 1. Pero por fin reaccionó Teófilo Cubillas, quien tras una pared colosal achicó la diferencia y agrandó la emoción. Perico León despertó de su letargo y los minutos finales fueron vibrantes, exuberantes. Como una doncella codiciada por dos príncipes, la pelota circuló febrilmente de un lado al otro y al final del partido terminó exhausta de tantas caricias. Derrotado, el equipo peruano se retiró de la cancha aplaudido y admirado. En Lima los jugadores fueron recibidos con honores de héroes patrios y sus nombres alcanzaron el pedestal de los próceres; todavía se habla de ellos como el “mundialista” fulano o el “mundialista” zutano, título honorífico con mucho más prestigio popular que el de general o brigadier.

A esa misma hora, veintidós jugadores se tendían desfallecientes en el césped del Azteca bajo el sol despiadado del mediodía. La Unión Soviética y Uruguay habían terminado cero a cero. La superpotencia mundial, la nación que le disputaba a los Estados Unidos el control mundial y el país más chiquito de Sudamérica habían tenido un producto bruto futbolístico similar a lo largo de los noventa minutos: miles de barriles de sudor, megavatios de fricción, toneladas de foules y apenas unas gotas de fútbol. Los treinta minutos de alargue amenazaban ser un suplicio. Y lo estaban siendo, para los jugadores y para los espectadores. Hasta que David encontró la piedra para voltear a Goliat. En ninguno de los institutos de investigaciones deportivas de Leningrado, de Moscú, de Kiev ni de Siberia se había estudiado esa jugada. ¡Niet, niet, niet!, gritaban los rusos desesperados corriendo encima del árbitro y del juez de línea. La picardía no estaba en los manuales futbolísticos soviéticos. Ellos habían jugado casi dos horas cumpliendo todas las indicaciones del técnico, como buenos trabajadores deportivos socialistas, y no podían aceptar que un gordito morocho y picarón, con más pinta de borracho de bodegón que de atleta internacional los mandara de vuelta a la estepa. La pelota había salido, el alto, rubio y fornido defensor soviético la tenía bien cubierta con todo su enorme cuerpo eslavo; pero desde la otra línea no se podía ver bien, un enjambre de piernas y los postes del arco tapaban al lineman. El árbitro tampoco podía ver desde su posición si, como dice el reglamento, la pelota había transpuesto en su totalidad la raya de fondo o si todavía estaba algún centímetro sobre ella. Pero cuando es así, cuando ya el defensor parece tener controlada la situación y la pelota esta casi afuera, la mayoría de los delanteros abandona la lucha y regresa resignado sobre sus pasos. Tenían razón en protestar los rusos: cualquier jugador “normal” tendría que haber hecho eso. Pero Luís Cubillas tenía la barriga llena de picardía: metió su pierna entre las del gigantón soviético, le sacó la pelota y mandó un centro corto que Espárrago cabeceó al gol. El árbitro marcó el centro de la cancha y Uruguay, veinte años después del Maracanazo, estaba otra vez entre los cuatro mejores del mundo.

En el Mundial anterior, en el 66, Inglaterra y Alemania habían llegado a la final y habían empatado 2 a 2 en los noventa minutos de un partido intensísimo. En el primer tiempo del alargue final Hurst, el goleador inglés, sacó un remate brutal que dio en el travesaño y rebotó en el piso. Antes de que un defensor alemán la sacara al corner el juez de línea ruso corrió hacia el centro de la cancha y el árbitro hizo la inconfundible seña del gol. El estadio de Wembley estalló de alegría y los alemanes de furia; juraban que la pelota no había entrado. Desconcentrados por la indignación, recibieron un gol más sobre la expiración del partido y así quedó sellada su suerte y la del torneo. Por primera vez en la historia el país de los inventores del fútbol era Campeón Mundial en un torneo organizado a su medida. Pero a los alemanes les quedó el rencor de haberse sentido despojados. Para ellos, la actitud del juez de línea soviético no había sido una cuestión de apreciación óptica, sino una estudiada maniobra geopolítica: la alianza de Churchill y Stalin se había reconstituido para derrotar a los alemanes en el campo de juego, como antes en el de batalla. El Foreing Office y el Kremlin estaban atrás de eso. El resto del mundo, a decir verdad, también veía con bastante sospecha tanta seguridad para otorgar un gol que en las sucesivas repeticiones televisivas no podía apreciarse.

Con ese afán de revancha Alemania recibió a Inglaterra y la historia prácticamente volvió a repetirse, pero con suerte inversa: heroicamente, Alemania revirtió un 2 a 0 en contra y terminó ganando 3 a 2 en los noventa, otra vez con las cabezas del “tanque” y del “bombardero”.

En Toluca nadie tuvo que preparar las valijas: Méjico porque no había necesitado hacerlas e Italia porque tenía que quedarse a jugar la semifinal con el ganador de Alemania-Inglaterra en el Azteca. Repentinamente “Gigi” Riva, el gigante sardo, y los otros “canonieri” habían despertado, propinándole una derrota a Méjico tan categórica como dolorosa. Fueron cuatro goles que hundieron las expectativas de todo un pueblo, ilusionado con la posibilidad de ser algo más que simples anfitriones de la grandeza ajena.

Semifinales

Habían pasado veinte años desde que Brasil y Uruguay se habían enfrentado en Río de Janeiro, en el estadio “mais grande do mundo”, ante una multitud de doscientos mil espectadores preparados para festejar un triunfo que nunca llegó. La hazaña uruguaya de ese día es tema para otro capítulo, pero el trauma que dejó en los brasileños no terminó de borrarse nunca. Y en el setenta todavía estaba muy fresco, a pesar de que en esos veinte años los “canarinhos” habían ganado dos campeonatos mundiales y los uruguayos, grandes a nivel de clubes, habían desaparecido de los primeros planos a nivel de selecciones. Y para refrescarlo más apareció otra vez Luís Cubillas, sorprendiendo a defensores mucho más veloces físicamente y mucho más lentos mentalmente. Desde una posición muy cerrada alcanzó a pegarle con un raro efecto a la pelota, que lentamente pasó delante del arquero Felix y se metió en la valla. La imagen mítica de Obdulio Varela, el gran responsable de aquel triunfo del 50, se agigantaba en Guadalajara.

Pero este Brasil no era el mismo del Maracaná y, sobre todo, este Uruguay no era el mismo de aquella tarde. Los cinco genios de adelante no aparecían, la defensa oriental estaba muy firme, pero atrás de ellos había un número cinco que no había brillado hasta ese momento, tenía la discreción y la simplicidad de los buenos administradores. Su función, como un jefe de suministros, como el comandante de una división de logística, era cuidar que la pelota llegara mansa y tranquila a los pies de los genios, con la mayor frecuencia posible; pero en ese momento Brasil necesitaba un mariscal de campo, un gerente general y Clodoaldo entonces se subió al puesto de mando, entró al despacho de la gerencia y con un derechazo preciso le recordó al mundo que la historia es sólo historia .

En el segundo tiempo los dioses volvieron de sus vacaciones. Rivelino derrumbó de un zurdazo mortal las ilusiones celestes y Jairzinho se encargó de sepultarlas con una repetición de sus goles a Checoslovaquia. Ese segundo tiempo, además, fue la hora del Rey, el momento de mayor esplendor de Pelé en todo su fabuloso campeonato, con dos jugadas de su sello. Un remate de primera ante un saque de Mazurkiewitz, que cualquiera que no hubiese sido Pelé hubiese mandado a las nubes, pero él la mandó al medio del arco y el arquero la embolsó, porque era Mazurkiewitz, con otro hubiese sido gol. Y esa otra jugada, la que todavía repiten los documentales, dejándola pasar por adelante del arquero y yéndola a buscar por atrás. Menos mal que no fue gol, ahí nomás le hubiesen dado la copa a Brasil y se habría terminado el torneo.

La otra semifinal, en el Azteca, también quedó en la historia, tal vez como el partido más emotivo que jamás se haya visto. Italia y Alemania tuvieron que ir al alargue para desempatar, pero lo que pasó es mejor que no lo cuente yo, es mejor leer a Diego Lucero, en la mejor nota periodístico deportiva que he leído en mi vida.

La final

La coronación de Brasil en la final contra Italia tal vez haya sido la fiesta máxima del fútbol de todos los tiempos. Porque todos la estaban esperando, porque era el triunfo del arte contra la fuerza bruta, de la habilidad contra la potencia, de la música contra el ruido.

Como sucede con las grandes fiestas en palacio, la inauguración estuvo a cargo del Rey. La jugada fue muy sencilla: Rivelino recibió un lateral por la izquierda y con toda la precisa potencia de su zurda envió un centro al medio del área italiana El defensor saltó muy alto, porque era un gran defensor, pero no llegó, no podía haber llegado nunca, la pelota estaba fuera de las alturas terrenales, estaba en el inaccesible espacio de los dioses, ese al que sólo podía llegar Pelé con su salto y con su frente. Hacía un rato que había empezado el partido y parecía que a partir de allí era sólo cuestión de contar cuantos goles más vendrían.

Pero Italia es Italia, en la tierra y en el fútbol, y nunca se la puede dar por derrotada. Un rato después Buoninsegna aprovechaba la fragilidad de los guardianes del cielo y ponía el empate. Eso irritó a los dioses. Al volver del descanso salieron decididos a castigar la insolencia de los mortales.

De los cinco colosos de la delantera sólo uno no había hecho ningún gol: Gerson, el clarividente de la zurda. Y decidieron que fuera él quien se encargara de ejecutar la sentencia. La misma pierna que había servido para colocar pases magistrales descerrajó la descarga mortal. Entre el palo izquierdo y el brazo de Albertosi, la pelota horadó el corazón de la víctima.

El resto tuvo la lujuria de un festín. Entre Gerson, Pelé y Jairzinho pusieron el tercero para recordarle a Italia que estaba muerta, y al final llegó el tiro de gracia con una bala de oro. El almanaque se había adelantado y el carnaval estaba desatado sobre el Azteca. Y en carnaval todos tienen derecho a divertirse, a abandonar momentáneamente su función social para salir a bailar a la calle. Los que hasta entonces se habían reprimido cumpliendo su abnegada tarea de funcionarios de la corona, se vistieron de gala y se sumaron a la fiesta.

El metódico Clodoaldo se desbordó en una bacanal de amagues, requiebros y gambetas, y como un viejo adelantado de la corona portuguesa, le ofreció a su rey el regalo más fastuoso que había conseguido. Y el rey, una vez más, tuvo un gesto de grandeza. Llamó al capitán de su armada, que avanzó galopando en su corcel entre las rendidas tropas itálicas, y le ofreció, inerme, la víctima del sacrificio para que tuviera el honor de degollarla. Carlos Alberto entonces descargó un derechazo infernal, para que todo su pueblo festeje. Fue como al fin de las viejas batallas indias, cuando el guerrero mostraba la cabeza del jefe vencido en una mano y la espada en la otra, para que nadie tuviera dudas de que la victoria había sido absoluta.

Allí terminó el banquete de los dioses y empezó la fiesta de los mortales.

La música
Gardel en el wincofón

Cuando llegamos de vuelta a la Argentina, estaban en su apogeo El Club del Clan y la música folklórica, sobre todo la litoraleña. Se escuchaba mucho a Rodolfo Zapata, el Cholo Aguirre, Ramona Galarza y Rosamel Araya, entre otros. El Orangután era el gran éxito de Chico Novarro y también causaban sensación Lalo Fransen, Niky Jones, Johnny Tedesco, Violeta Rivas y Nestor Fabián, los ídolos del Club del Clan. Para unos carnavales, creo que para los del 64, con mis primas organizamos una especie de corso en el fondo de casa, con escenario y todo. A mí todavía no me había agarrado la locura por el fútbol y me gustaba la música.

Con el tiempo, la cultura musical de la casa se fue ampliando y diversificando. Cuando pudo disponer de unos pesos mi madre fue hasta Berisso a comprar en Alayan Hermanos un tocadiscos Wincofón, de cuyos restos mortales, totalmente despanzurrados, me he apoderado. En él empezamos escuchando los discos que más le gustaban a ella y a mis abuelos: Gardel, Raphael, Lola Flores, Johann Sebastian Bach y Vivaldi; después compramos también la versión grabada de los temas del festival de San Remo, cuyas letras en italiano aún recuerdo, y de a poco nos fuimos acercando a Los Beatles y a los Rolling Stone.

A partir del 69, aproximadamente, nuestros gustos musicales variaron mucho a partir de la influencia de los Meyer: Ricardo, Marcelo y Guillermo, los hijos de Rosita, la íntima amiga de mi vieja.

Tres tríos de hermanos

Los hijos de Rosa tenían casi las mismas edades que nosotros: Ricardo era unos meses más chico que yo, Marcelo unos meses más grande que Guillermo y Guillermito, el más chico, tres años mayor que Alejandro. En la casa de los abuelos de ellos vimos por primera vez televisión en la Argentina, debe haber sido en el 59 o 60. Me ha quedado grabada para toda la vida la imagen de un auto negro misterioso, del tipo de los viejos autos ingleses, en el que se llevaban a una mujer llamada “La Gata”. Don Máximo y Doña Teresa vivían a tres cuadras de casa, en la 68, que ya era asfaltada y pasaba el colectivo, como ahora. Don Máximo era empleado de la embajada norteamericana en Buenos Aires y viajaba todos los días hasta allá; fue el primer muerto que vi en mi vida y más que la blancura de la piel lo que me impresionó fue la soledad en que lo enterraron. Estaba acostumbrado a ver pasar los entierros por la diagonal y prácticamente ninguno tenía menos de diez autos siguiéndolo: yo pensaba que la muerte de una persona era una gran tragedia, un gran acontecimiento, y que a nadie se lo podía dejar ir sin hacerle un buen acompañamiento. Me horrorizaba pensar que alguien pudiera llegar a morirse en medio de tanta indiferencia. Unos años después murió doña Teresa, a su entierro fue menos gente todavía.

Ricardo, Marcelo y Guillermito tenían tres primos, también varones, de las mismas edades que nosotros: Mario, Buky y Pablo. Eran primos por parte del padre y seguían visitándose a pesar de que Rosa ya se había separado de Oscar. Esa condición de hijos de padres separados, que aún se consideraba un estigma, nos hacía sentir más unidos con los Meyer. A pesar de que nuestra amistad se limitaba a visitas periódicas, en ocasiones, principalmente para los cumpleaños, estábamos los nueve: los tres Meyer, los tres Mercader y los tres Asuaje: Guillermo, Alejandro y yo. De ellos aprendíamos cantitos y otras travesuras a las que no estábamos acostumbrados. “En Egipto había un camello/ que se quejaba por tener tan largo el cuello/ y a su lado estaba Agapito/ que se quejaba de tener tan largo el...trulala, trulala...” ese era uno de los cantitos que más recuerdo.

Pero cuando Rosita se mudó a la casa nueva, en treinta y tres entre dieciocho y diecinueve, los Meyer ya estaban en otra cosa. Los Hippies en ese momento eran, todavía, una novedad. Cada vez se usaba más el pelo largo, pero pocos eran los que se aventuraban a fumar marihuana y vivir en comunidad, teniendo como actividad sustancial la música. En La Plata la vanguardia del movimiento era La Cofradía de la Flor Solar, un “conjunto” (como se le decía entonces a toda agrupación musical) de rock and roll, cuyos componentes vivían comunitariamente en una vieja casa de la calle 13, a la que acudían como a una Meca todos los jóvenes que aspiraban a bañarse en las aguas del amor libre y la psicodelia intelectual. Algunos pasaban fugazmente y después volvían a la comodidad de la casa paterna y de las convenciones pequeñoburguesas. Pero los Meyer no eran unos turistas en ese mundo, desde Rosita a ellos mismos practicaban casi una militancia en el hippismo, rodeados de amigos pelilargos y desgarbados a los que poco o nada les interesaba el fútbol, la política o cualquier cuestión de la realidad cotidiana. Su mundo eran los discos de Los Beatles, de Frank Zappa, de Jimmi Hendrix, de Janis Joplin y de una cantidad de músicos y grupos totalmente desconocidos para nosotros hasta entonces. Esos personajes eran también sus ideales de vida.

Absolutamente coherente en su postura, Ricardo no quiso cortarse el pelo cuando Rosa le consiguió trabajo en DEBA. Cuando se presentó a ocupar el puesto, su jefe le prohibió la entrada por tener el pelo largo. Ricardo, entonces, buscó a un escribano, hippie, como él, y labraron un acta dejando constancia de la situación. No sólo lo tuvieron que dejar entrar, su mismo jefe lo llamó y le dijo “Pibe, te felicito por como defendés tus derechos”,

Esa no era la única virtud de Ricardo, su talento para el arte era descomunal. A los doce años, más o menos, hizo un retrato mío a lápiz más real que el original. Todos sus dibujos y sus pinturas permitían avizorar en él a un futuro Petorutti, pero prefirió dedicarse a la música, y con la guitarra fue un superdotado. Hubiese llegado lejos, tan lejos como llegaron Los Redonditos de Ricota, el grupo musical que integró hasta el día del accidente en Jujuy, cuando la fatalidad se le cruzó en el camino, como a su padre y a su esposa.

Aunque no podíamos, ni queríamos, integrarnos a esa especie de comunidad, el contacto con ellos nos sirvió para conocer una realidad musical distinta. Descubrimos a Joan Baez y a otros autores que no existían para la cultura musical tradicional. El entusiasmo por la música, alimentado por una guitarra semidestruida que apareció en casa, nos llevó intentar un aprendizaje en la academia Santolaya, en calle siete, frente al ministerio de Economía. Recuerdo que fuimos algunas veces con Julio y Carlos, pero el método de enseñanza estaba demasiado acostumbrado al tango y al folklore y nos resultaba muy aburrido.

Pero la música nos entusiasmaba: el Pato me contó un día que se le había ocurrido una canción buenísima, que debía ser cantada deformando, la voz como si usara un vibrato, eso que tenían las guitarras eléctricas. Le parecía que ese efecto iba a revolucionar la música a nivel mundial. “Escuchá, escuchá, me decía: “¡Ohh Dioooooooooooooooos!..:” y yo me empecé a matar de risa, era tan desentonado que parecía estar haciendo gárgaras en vez de cantar. Pero él estaba convencidísimo de que era una genialidad.

Siempre fui nulo para la música, sólo que entonces no lo sabía. Más aún, hasta creí que algún día podía llegar a aprender a tocar la guitarra. Y me pasaba horas intentando sacar algún pedazo de melodía. La pobre guitarra tenía que soportar los experimentos de nosotros tres y también de nuestros amigos, quienes en los momentos de ocio la martirizaban tratando de sacarle algo que se pareciera a una nota musical. Damisela abusada por los bárbaros, pasaba de las manos de Guillermo a las de Ruben o a las mías. Ruben era particularmente insistente, venía a mi casa cuando no tenía nada que hacer y empezaba a tratar de hilvanar dos notas seguidas, Y así pasaban las horas. El único con un oído como para a ser músico, de no mediar otras circunstancias, era mi hermano Alejandro. Los demás apenas si podíamos, con mucha dificultad, reproducir la introducción de algún tema o un fragmento minúsculo.

En lo personal, esa inconsciencia respecto a mis limitaciones musicales me llevó a suponer que sabía tocar el bajo, al punto de que acepté una invitación de Eduardo, el vecino de la vuelta, para tocar en un conjunto de cumbia, Eduardo era un tipo bien de barrio, arquero de grandes condiciones pero escasa estatura, obrero metalúrgico y cumbiambero. Al barrio todavía no había entrado el rock; se escuchaba y se tocaba la cumbia, pero la cumbia vieja, tipo los Wawancó, en un estilo que con los años se fue degenerando hasta producir engendros como Los Galos o Los Pasteles Verdes. El conjunto estaba empeñado en sacar un tema propio, “Muchachita tu eres mi amor, muchachita de mi corazón…”, algo así decía la letra. La música, supongo, no sería de una calidad muy superior; empeorada, para colmo, por la interpretación de un bajista que no duró más de un ensayo. No recuerdo que excusas me dieron, pero nunca más me volvieron a llamar.

Tiempo después intentamos formar un grupo de rock con el Bocha, Claudio y el Baby, mis compañeros del Nacional. Salvo Claudio, los otros tres éramos parejos: todos un verdadero desastre. Pero no teníamos conciencia de ello y estábamos convencidos de que podíamos llegar a tocar en público. El público iban a ser las chicas de nuestra división que habían organizado una fiesta. No sé por qué mal entendido, no pudieron coordinar nuestra presentación. El favor que nos hicieron, nos evitaron un papelón del que todavía nos estaríamos acordando… y riendo.

399
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9789871895632
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