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El Valeriazo

Un día los fogones y los partidos de voley en la playa estuvieron a punto de acabarse. Perentoria y prepotente, empezó a circular la orden de levantar todas las carpas instaladas, porque, según aseguraba la policía, había denuncias de propietarios de los terrenos baldíos quejándose porque les habían invadido sus propiedades sin autorización. Además, aseguraban, la precariedad de las condiciones sanitarias era un verdadero peligro para la salud. Eso de que los campamentistas anduvieran cagando y meando al aire libre, sin inodoros o escusados, era, además de asqueroso, terriblemente peligroso para la salubridad de todos los vecinos de Valeria del Mar. No importaba, por supuesto, que los vecinos fueran muchos menos que los campamentistas, ni que hubiese tanto lugar que sobraba para todos, porque entre carpa y carpa había como diez cuadras de distancia. No, esa situación era intolerable y allí estaba la autoridad policial para hacer respetar la ley, la única ley que existía en ese momento: la retrógrada voluntad de los militares que gobernaban todo el país, incluida la pequeña y veraniega Valeria del Mar.

No eran épocas sin embargo en que la autoridad se acatara pasivamente. En cuanto cundió la noticia, toda Valeria se puso en pie de guerra. Como si hubiese un cartel propagandístico promoviendo “Protagonice su propio levantamiento popular; como ayer el Cordobazo o el Rosariazo, participe hoy del Valeriazo”, decenas de acampantes se abocaron a organizar la protesta y la resistencia. Las faldas de los médanos y la terraza del único supermercado hicieron de anfiteatro para la asamblea popular de campamentistas al atardecer. La policía de la provincia tenía entonces unos jeeps horribles, cuadraditos y pintados con una espantosa combinación de azul oscuro y beige; en uno de ellos llegaron, aun más impresentables que el vehículo, el comisario de la zona y un par de agentes. No venían a reprimir, sino a tratar de justificar lo injustificable, asegurando que cuatro soretes solitarios, perdidos en la inmensidad de la costa atlántica, eran una amenaza para la salud de toda la nación:

- El problema es con las carpas que no tienen baño, decía el comisario.

- Yo tengo un baño portátil así y asá, entró a explicar uno para ver si podía salvarse él solo.

- Y yo soy muy estreñido, no voy nunca al baño, ¿me puedo quedar?, dijo otro, cargándolo y todos condenaron el individualismo del propietario del baño móvil. A continuación, una bandada de oradores descargó un arsenal de retórica contestataria estival tan contundente que la pequeña multitud ya parecía no contentarse con que la dejaran quedarse en las carpas. Ya estaban empezando a reclamar el derrocamiento del gobierno nacional y la ejecución de todos sus funcionarios, empezando, ya que estábamos, por el linchamiento de aquel trío.

No tardó en darse cuenta el comisario de que lo más conveniente era organizar una retirada decorosa, como para que no resultara tan evidente que había perdido, y dejar que los campamentistas de Valeria se quedaran todo el verano cagando en la arena y cantando en la playa. En cuanto pudieron se volvieron a meter en el jeep, y se alejaron envueltos en una nube de silbidos y de puteadas que se escuchó hasta en la costa africana.

Después de eso no hubo toma del poder ni manifestaciones de júbilo masivo, el Valeriazo se diluyó paulatinamente, a la medida que los campamentistas fueron retornando a sus lugares de origen. Nosotros no nos volvimos. Tan castos y vírgenes como llegamos, seguimos viaje a Mar del Plata, en la caja de un camión donde pasé el mayor frío de mi vida, a pesar de estar en pleno enero. Volvimos al mismo camping de Punta Mogotes, como el año anterior, y también al mismo resultado: cero en mujeres. Pero con la felicidad de haber compartido una aventura entre amigos entrañables, sin sospechar que de allí en más la vida nos iría alejando lentamente, pero sin poder cortar nunca el lazo que se había formado entre nosotros.

El setenta y dos
Profesora Comandante

En el 72 estábamos en quinto año y entre nuestros profesores estaban de los más reaccionarios a los más revolucionarios. En sicología teníamos a Scasso, un materialista dialéctico acérrimo con el que yo me trenzaba en vanas e interminables discusiones filosóficas. No coincidía con muchas de sus posturas, pues chocaban con mi cristianismo místico, y trataba de rebatirlo sin muchos fundamentos, pero había hasta casi una cuestión de piel: me resultaba chocante su excesivo racionalismo, me parecía el modelo perfecto del intelectual marxista de laboratorio. Sin embargo, muchos años después me lo encontré y vine a enterarme de que siempre había sido peronista. De cualquier manera, tenerlo como profesor era importante porque nos obligaba a elevar el nivel de nuestra discusión teórica, a partir de su vasto caudal de conocimientos.

En filosofía, en cambio, las conversaciones eran mucho más concretas. La profesora era Beatriz Quiroga y teníamos unas discusiones apasionadas que abarcaban desde las concepciones existenciales más profundas a las cuestiones más circunstanciales. Aunque nunca tuvo una actitud proselitista y escuchándola era difícil discernir cuál era su definición política, indudablemente era de izquierda. Beatriz ejercía una gran influencia sobre nosotros a partir de un carácter vital y simple; tenía un aspecto muy particular, era muy austera en su forma de vestir, tenía una nariz larga y redonda que le achicaba los ojos y unas piernas musculosas y bien torneadas en sintonía con la energía de su figura.

El día de la masacre de Trelew justo teníamos clase con ella. La esperamos con impaciencia, queríamos que nos explicara. Y nos explicó, sin develar para nada su encuadramiento político, supo dejar bien en claro el sentido de ese fusilamiento.

Ese verano comprobaríamos, por los diarios, que la energía de Beatriz no tenía una utilidad superflua. La noticia decía que las fuerzas de seguridad habían frustrado un ataque con explosivos a la base de submarinos de Mar del Plata y habían sido detenidos los miembros de una célula de las Fuerzas Armadas Revolucionarias; uno de cuyos integrantes era Beatriz Quiroga.

Cuando la soltaron, se encontró con algunos de mis compañeros de clase, y les preguntó por mí; creo que me apreciaba y le gustaban además mis definiciones sobre la filosofía, pero la desconcertaban algunas de mis posiciones políticas. Nunca se imaginó, creo, que unos meses después me encontraría en un ámbito de la organización político militar. Ella era nada menos que la responsable de la enorme columna La Plata y yo estaba orgulloso de tenerla como jefa máxima, por eso metí la pata hasta el cuadril. En una reunión de ámbito, delante de todos, dije que ella había sido mi profesora, rebelando un dato de ella que los otros no debían conocer. Pero no se enojó ni me dijo nada, conociéndome habrá pensado “Este Pastor..”.

Strum und drang

La C.G.U. (Concentración General Universitaria), había sido la organización oficial del peronismo a nivel universitario en la década del 50, la Revolución Libertadora la proscribió en el 55, al igual que a todas las organizaciones peronistas. En la década del 60 un grupo de fascistas en La Plata y Mar del Plata fundó una imitación derechizada de aquella organización. Convertida en una organización de choque anticomunista, la C.N.U (Concentración Nacional Universitaria) se fue nutriendo de militantes provenientes de la alta clase media platense y de una clase media barrial que tenía como epicentro mi barrio. De hecho, a muchos de sus militantes yo los conocía desde la infancia, a algunos de vista y con otros hasta había compartido algún cumpleaños o algún partido de fútbol. Incluso uno de ellos vivía enfrente de mi casa, del otro lado de la diagonal. A nivel secundario, si bien tenía militantes en las escuelas religiosas, su principal foco estaba en el Nacional, donde al parecer han dejado una nefasta descendencia. Algunos de ellos en estos tiempos han llegado a ser funcionarios provinciales, otros fueron asesinos o narcotraficantes, o las dos cosas. Si bien al principio sus incursiones se limitaban a intimidar a los grupos de izquierda con fierros y cadenas, a irrumpir en algunas asambleas y, en especial, a martirizar judíos con ataques personales, poco a poco la violencia de sus acciones fue creciendo. En la medida en que el enfrentamiento interno en el peronismo se fue haciendo más agudo, fue aumentando el nivel de su armamento y la violencia de sus acciones. Tuvieron una participación muy activa en la masacre de Ezeiza y después siguieron operando, secuestrando, torturando y matando gente. No todos tal vez, pero si algunos de ellos, se integraron a las Tres A con Aníbal Gordon. El más notorio fue Carlos, “El Indio” Castillo, implicado en una cantidad impresionante de delitos de distinta índole y autor de decenas de asesinatos; no sólo en esa época, sino también después, en la democracia. Muchos de nuestros compañeros cayeron asesinados por sus manos.

El ideólogo y organizador de la C.N.U. en La Plata había sido Carlos Di Sandro, nuestro profesor de literatura. Connotado latinista, lanzaba algunas frases ininteligibles en latín, que subrayaba con una risotada sarcástica ante nuestro azoramiento. Le gustaba también desconcertarnos con otro tipo de frases o palabras como “¡Gitanjáfora!” o “Gitanjáfora prima”. Pero cuando mostraba mayor apasionamiento era cuando hablaba de los poetas románticos anglosajones, en especial de Shiller y de Goethe. Nos daba a estudiar las traducciones de sus obras, pero le gustaba recitar las estrofas de Gohete en alemán. “El lema de esos poetas, decía, era el del “Sturm und drang”, “tormenta e ímpetu” y hacía ademanes como los de un director de orquesta enfatizando un final. En esa admiración por la fuerza de la tormenta era quizás en la única circunstancia que develaba su vocación por la violencia. Los alumnos en general le tenían pánico por su severidad en el aula y en especial al momento de poner las notas. Flaco, chupado, de mediana estatura y de una mirada vidriosa y siniestra escondida tras unos lentes cuadrados y chiquitos, entraba al aula imponiendo temor a partir de su parquedad y del tono intimidatorio con que impartía la clase. Cuando Di Sandro entraba, no volaba una mosca; infundía un miedo que iba más allá de lo que objetivamente se desprendía de sus actitudes, porque nadie se animaba siquiera a levantar la mano para contestar una pregunta cuando él la hacía.

Por inconsciencia o por soberbia, yo no le tenía miedo y actuaba con él como con los demás profesores, intervenía en la clase contestando preguntas o haciendo acotaciones, que él en general respetaba. Pero no cumplía con los trabajos, por eso me puso bajas notas en los primeros dos trimestres. En el último, con las notas que tenía me iba a examen. Entonces me dio una oportunidad, estábamos leyendo a Ibsen y me pidió que pasara a exponer sobre la obra, que leyera lo que había escrito. Y yo ni había leído la obra ni había escrito nada, pero pasé igual y empecé a hablar como si estuviera leyendo, miraba el cuaderno y hablaba. Pero se dio cuenta y me preguntó si yo había leído la obra; le dije que no, pero que si uno sabía sobre la vida del autor y sus circunstancias no era necesario leer la obra para poder opinar sobre ella. El viejo se recalentó: “¡Yo le doy una oportunidad y usted me responde con una verdadera burla, váyase a sentar!”. Yo me senté y encima le contesté “¡Ma, si!”, caliente como si tuviera razón. El viejo explotaba de indignación.

El viejo era un hijo de puta, por su ideología, por su responsabilidad en la promoción del terror de las bandas fascistas, por su actitud con los alumnos y por miles de cosas más, pero la verdad es que en ese caso tenía razón. Yo recién me di cuenta de grande, cuando fui profesor, y pude entender que lo mío había sido realmente una falta de respeto, al profesor, al autor y a la literatura. Es más, creo que Di Sandro estuvo muy blando en esa oportunidad, hubiera merecido un castigo mayor que mandarme a diciembre.

La Felipa*

Blanca y flamante, como una perla brillando entre los naranjales, apareció un día la Felipa en la cima de una loma llegando a Monte Caseros. Los caminos eran de tierra y no había casi calles empedradas cuando uno de los abuelos de Joaquín la trajo jadeando sobre el polvo de las huellas. A partir de allí paseo durante años su envidiada figura por las calles del pueblo, atrayendo a su paso las miradas de los muchachos y espantando a las gallinas y los perros.

El paso de los años y el cambio de las modas eclipsaron su reinado y desgastaron su brillo; otras apariciones deslumbraron a los montecasereños y concentraron las miradas. Aunque estaba consiguiendo salvarse de la muerte y sobrellevaba la vejez con bastante dignidad, su paso ya no provocaba suspiros de admiración sino una risa compasiva que la hacía sentir ridícula.

Para salvarla del exterminio o de algo peor, el olvido, los hermanos de Joaquín decidieron traerla un día a La Plata, desandando penosamente el camino que la había llevado al lugar en el que había sido feliz. En el edificio de la cale 10 la alojaron en el lugar vacío de la cochera, de donde al principio salía muy de vez en cuando a dar una vuelta por una ciudad demasiado agitada para su desplazamiento cansino, pero poco a poco se fue acostumbrando a ese nuevo ritmo y las salidas se hicieron cada vez más frecuentes. En manos de Joaquín empezó a vivir una segunda juventud y a recordar sus hazañas correntinas, como la de aquella madrugada en que los Areta la llevaron a una juerga en la playa y la trajeron andando, aseguran, con unas botellas de champagne.

Ese año la Felipa fue testigo de los romances de Joaquín y de algunas reuniones semiclandestinas. Andar arriba de ella era emocionante, a uno le hacía sentir que había retrocedido en el tiempo y que la gente lo miraba con cierta envidia, porque a sus cuarenta y pico de años la Felipa seguía siendo hermosa y lo seguirá siendo cada día más, en la medida en que el paso del tiempo vaya embelleciendo con el barniz de la nostalgia las cosas que recuerdan los esplendores del pasado.

Sobre la Felipa recuerdo haber sido feliz una tarde de primavera bajo la lluvia. Joaquín iba con Claudia adelante, en la cabina, y yo atrás, en el asiento que tienen las coupes Ford T en el baúl, cuando se largó un aguacero por la zona de la estación. El paraguas abierto era más cómico que efectivo y yo estaba mojado pero contento. Hacía ya unos meses que Claudia y Joaquín habían iniciado una relación extraña, discreta y apasionada.

Acomplejado por ser del interior y petiso, o simplemente renegado, Joaquín no iba a bailar y se autoexcluía de las fiestas. Aunque se jactaba de sus andanzas veraniegas en Monte Caseros, en La Plata no se le había conocido ningún amorío. Por eso nos sorprendió a todos empezar a verlo tan seguido con Claudia. Porque Claudia y él no parecían ser de lo más afines precisamente. Ella no estaba politizada y además le llevaba varios centímetros, el correntino no había pegado todavía el estirón.

De las mujeres de la división, Claudia era una de las que yo más quería. Venía desde primer año y si bien era muy despistada y parecía estar siempre en otra cosa, había algo que la hacía querible. No se vestía como las chicas del centro (las chicas de la división en general no eran “chicas del centro”), andaba siempre con unos mocasines gastados y no hacía ningún alarde de refinamiento. Aunque era muy bonita de cara, Claudia no parecía despertar mucha codicia entre los varones de la división. Tuvieron que pasar muchos años para que algunos confesaran su admiración por ella. En los años superiores sí tenía varios pretendientes, aunque no se le conocía ningún novio declarado.

El suyo no era un romance típico de adolescentes, de esos que andan todo el día pegoteados, tomados de la mano por la calle y besándose en los recreos. Muy pocas veces se los vio del brazo, pero el rastro de ese amor los marcó para toda la vida.

* La Felipa siguió la suerte de los demás: también está desaparecida.

Charlas de café

Como un jugador de ajedrez que disputa simultáneas, en esos años yo mantenía varias discusiones políticas e ideológicas al mismo tiempo. Por un lado estaban las discusiones formales con Julio, que tenían un desarrollo sistemático, pero además discutía con Joaquín, con el Lacio y con el Pato.

Con Joaquín y con el Lacio a veces discutíamos los tres juntos. En las horas libres, cuando otros se iban a dar vueltas por el centro, a “hacer facha”, a mostrarse ante las chicas de los colegios “selectos”, dando vuelta por las escasas dos o tres cuadras del microcentro platense, nosotros, nos íbamos al Parlamento o al Escorial a discutir durante horas. El Lacio era la teoría y el racionalismo puro, Joaquín la pasión y la acción. Con cada uno de ellos también tenía discusiones individuales. Es que en realidad, nos pasábamos todo el tiempo discutiendo, cada encuentro era la oportunidad para una nueva discusión. Con el Lacio tenía la sensación de estar analizando las cosas en una perspectiva futurista, como si estuviésemos imaginando el devenir histórico de las próximas décadas de la humanidad, imaginándonos como protagonistas; pero de una manera casi tangencial a la realidad. Como desde un laboratorio filosófico.

Con Joaquín la sensación era otra. Con él solía irme conversando a la salida de la escuela y llegábamos hasta el Teatro Argentino: él se quedaba en su departamento y yo me tomaba el sesenta y uno. En ese trayecto él ya empezaba a mostrar los esbozos de un peronismo incipiente que a lo largo del año se fue haciendo cada vez más evidente. El origen de esa influencia podía detectarse en su hermano mayor, Iñaki, a quien prácticamente no conocíamos, apenas si lo habíamos visto alguna vez en el departamento de la calle 10. Sabíamos, sí, que había sido un pertinaz Don Juan en Corrientes, un fugaz estudiante de periodismo acá en La Plata, un pintor ocasional de brocha gorda un tiempo y un estudiante de algo( posiblemente sociología) en Buenos Aires. Joaquín hablaba con admiración de las hazañas eróticas de sus hermanos y en especial de las de Iñaki, con su proverbial tendencia a la exageración.

Aunque lo conocíamos poco, Joaquín nos había transferido algo de su admiración por Iñaki, que reapareció en La Plata por una circunstancia infausta: el padre de Joaquín casi se muere de un ataque (un derrame cerebral o algo parecido). Esa circunstancia hizo que Joaquín pasara a ser el centro de atención de la división. De repente todos nos aglutinamos en derredor suyo como compitiendo a ver quien le daba más apoyo.

Hacía poco días los Areta habían sacado de la concesionaria un Falcon flamante, de un azul verdoso oscuro, al que Iñaki hacía doblar casi en dos ruedas alrededor de las plazas de La Plata, demostrando una habilidad conductiva forjada en actividades mucho menos superfluas. Aunque no lo sabíamos, en ese momento ya tenía una militancia intensa y medianamente extensa en las F.A.R. (Fuerzas Armadas Revolucionarias) y más de una vez había sido chofer en alguna operación militar.

Como para consolidar la admiración que despertaba entre los amigos de Joaquín, incluso hasta de los apolíticos, como Bocha, Iñaki tenía una novia que era toda una “mujer”. Si, porque por más buenas que estuvieran, las chicas del Liceo, del Normal, del Eucarístico o cualquiera de las culo roto que frecuentaban los ambientes del Nacional, todavía no eran mujeres; no tenían ese aire de seducción que solamente se adquiere a partir de cierta edad. Y Mirta, Sandra, era una mujer hermosa y sensual, aunque se vistiera con la austeridad de las militantes.

399
430,07 ₽
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1071 стр. 19 иллюстраций
ISBN:
9789871895632
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