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La política
“Si no estábamos haciendo nada...”

Al principio fue por joder. Una excusa para poder entrar en el Liceo y sacar a la calle a todas las minas. Porque uno se sentía medio como un héroe entrando a levantar las clases, ante las protestas de las viejas carcamanes que estaban al frente del colegio. Las sacábamos al patio, les dábamos unos discursos y después nos íbamos todos juntos a levantar las clases en Bellas Artes, ya era una rutina. Cualquier excusa era buena: la amenaza de reforma educativa, el alto costo de vida, la solidaridad con los estudiantes reprimidos en Groenlandia; todo servía para armar una asamblea en el patio y a partir de allí levantar las clases e iniciar la recorrida. De una manera festiva, gritando y saltando como si estuviésemos en la tribuna, nos íbamos por el medio de la calle en manifestación hasta los otros dos colegios y casi siempre terminábamos con un acto en el patio de Bellas Artes, donde cualquiera podía despacharse con un discurso. Pero esa vez decidimos hacer algo distinto.

No éramos muchos, la asamblea se había extendido demasiado y la mayoría había optado por irse a la casa o a tomar algo al centro, no eran pocos los que aprovechaban la volada nada más que para zafar de horas de clase. Los que quedamos en la asamblea resolvimos manifestar frente al diario El Día, allí en diagonal ochenta. La columna que formamos dificultosamente cubría todo el ancho de la calle, no teníamos banderas ni pancartas, era una cosa totalmente improvisada y las consignas eran confusas, pero comenzamos a gritarlas con fuerza, estacionados en medio de la calle, cortando todo el tráfico. Hacía un rato que estábamos gritando cuando llegó. Vino por la diagonal desde cuatro hacia tres y no nos dio tiempo a nada. Emergiendo por la escotilla del camión, un policía del cuerpo de infantería apuntó hacia la columna con su lanzagaces. No nos dieron la voz de alarma ni nos intimaron a dispersarnos, el policía disparó directamente y entonces se produjo el desbande generalizado. Del camión celular bajó un pelotón de policías y comenzó a perseguirnos. Algunos siguieron por diagonal ochenta y otros doblamos por cuarenta y seis. Allí se estacionó un patrullero del que bajó un oficial dando órdenes. Yo estaba desconcertado, no entendía por qué nos reprimían. Entonces me volví sobre mis pasos y con absoluta ingenuidad fui a preguntarle al oficial “¿Por qué nos reprimen, si no estábamos haciendo nada?”. Más desconcertado que yo, el oficial no encontraba respuesta y para defenderse me ordenó que me retirara. Yo insistía, entonces Guillermo, recuerdo que ese día estaba Guillermo, me vino a buscar para convencerme de que era mejor irnos. El oficial me amenazaba con llevarme preso y me ordenaba que me retirara, pero no se animaba a hacer nada, no sabía qué decir. Estaba preparado para pegar y para perseguir, pero no para contestar preguntas y nunca se había imaginado que un manifestante en vez de salir corriendo se parara a pedirle explicaciones.

La víctima principal de esa represión fue una chica de Bellas Artes a la que se llevaron presa, Marcela Maiman, quien además estaba muy buena y supongo que por eso también muchos se prendieron en las marchas para exigir su liberación. A los pocos días la dejaron en libertad y la recibimos como una heroína. Fue una seguidilla de asambleas y marchas que nos introdujo a muchos en una vorágine militante inesperada.

Los hijos de la clase media que en el 55 había aclamado la caída de Perón, encontramos en las aulas, a las que nuestros padres nos enviaban con la esperanza de tener algún día en la familia un profesional de éxito, una luz alumbrando un camino muy distinto. La revolución cubana, la liberación de Argelia, la República Popular China, la lucha antiimperialista de Vietnam, el Mayo Francés y el triunfo de Allende en Chile eran hechos muy cercanos; el sueño de gran cambio en todo el mundo no sólo era posible, sino inminente. Aunque hay un análisis que insiste en atribuir a la pauperización de la clase media su participación en las luchas revolucionarias, en este caso eso no fue tan exacto, aquellos años fueron de abundancia comparados con los actuales y la participación fue mucho mayor. Pero no fue tampoco la influencia externa la única ni la principal responsable de que tantos “buenos pibes” como yo anduvieran pensando “cosas raras”.

Luisito

En esas movilizaciones de los secundarios había un personaje infaltable. Sin él, parecía que estaba prohibido hacer una asamblea, un acto o una marcha. Con los ojos clarísimos y grandes, el pelo rubio disciplinado rigurosamente con una tonelada de fijador, y el cuerpo cubierto por un sobretodo azul larguísimo, Luís López Comendador tenía siempre en uno de sus bolsillos el teléfono de Sergio Karakachoff, el abogado, para llamarlo si alguno caía preso.

La mayoría no lo conocíamos a Karakachof, pero sabíamos que ante cualquier emergencia había que llamarlo a él. Hasta eso momento éramos casi todos independientes y no estábamos organizados para ese tipo de eventualidades. Tal vez porque no pensábamos seriamente en la posibilidad de caer presos. Pero Luisito parecía estar de vuelta. Tenía una conciencia mucho más desarrollada y un manejo de las teorías revolucionarias que era inaccesible para quienes nos estábamos iniciando.

Aunque Luís no iba al Nacional sino a Bellas Artes, durante esos años nos encontramos docenas de veces, en cuanta actividad política hubiere. Al salir del secundario casi nos perdimos el rastro. Yo me enteré de su caída al volver del exilio, por César, su íntimo amigo, y unos años después conocí a su hermana. Tiene sus mismos ojos, aunque con una tristeza que Luís nunca llegó a conocer, cuando era un adolescente con sueños de revolucionario.

El setenta y uno

El 71 fue el año de la politización. La resistencia a la dictadura crecía en todas partes. En las fábricas, las huelgas eran sistemáticas y cada vez más definidas ideológicamente: no sólo se pedía aumento de sueldo, sino directamente la caída del gobierno. En la universidad, los estudiantes se movilizaban cada vez con más intensidad en contra del régimen. Las Ligas Agrarias, las federaciones rurales, el movimiento cooperativo, todos estaban en contra de los militares. Las organizaciones armadas encontraban cada vez más apoyo; cada vez era más quienes las veían como la única salida. Y, como si todo eso fuera poco, la dictadura nos dio un buen motivo para protestar.

El gobierno estaba elucubrando un proyecto de reforma educativa; consistía en modificar los planes de estudios de las escuelas secundarias para adecuarlos a las necesidades de las multinacionales industriales, principalmente las automotrices, que necesitaban mano de obra barata y capacitada. Para ello, se orientarían todos los planes hacia la enseñanza técnica y se restringirían las materias humanísticas, limitando la posibilidad de ver la realidad de una manera crítica. A la Ford, a la General Motors y a la Fiat les convenía tener un país repleto de técnicos para poder elegir a gusto, bajando los salarios y despidiendo a los disconformes. Pero el proyecto generó una encendida resistencia.

A partir de la lucha contra la reforma educativa las asambleas en el patio eran cada vez más seguidas y yo cada vez hablaba más, aunque, debo reconocerlo, creo que decía muy poco. No tenía ninguna definición política y eso me daba una absoluta libertad para decir cualquier disparate, que muchas veces coincidían con los disparates que decían los militantes de algunas agrupaciones y, a veces, hasta eran posturas bastante congruentes. Pero la política para mi no era solo una forma de satisfacer la vanidad, adquiriendo una notoriedad que aparecía servida en bandeja con cada asamblea en el patio. Empezaba a ser la forma de canalizar, de una manera más vital y amena, aquel sentido estoico de la religiosidad infantil. Aunque mi cristianismo me llevaba, entre otras cosas, a rechazar terminantemente la lucha armada y me hacía aparecer como un extraterrestre en un medio donde, verbalmente, se competía por demostrar cuál era la forma de violencia más eficaz para tomar el poder y hacer la revolución. A mí me resultaba inconcebible que algunos pudieran hablar de eso tan superficialmente, como si se estuviese hablando de recetas de cocina y no de la vida y la muerte. Yo había leído, estando todavía en la primaria, un libro que se llamaba “El hombre que yo maté”. Contaba la historia de un soldado francés quien en la primera guerra mundial había matado a un soldado alemán y allí mismo, en la trinchera, se había puesto a revisar sus cosas y había descubierto su nombre y su dirección. Al terminar la guerra había ido a visitar a sus padres, haciéndose pasar por un amigo, y así había descubierto que su enemigo era también un joven que tenía una familia, una casa, afectos, sueños y hasta un violín que nadie había tocado desde su muerte. Eso le había provocado un remordimiento terrible.

Leyéndolo, yo había comprendido que matar a alguien era como morir uno mismo y me horrorizaba que otros no lo tomaran de esa manera. Pero esa discusión filosófica yo la podía tener con Joaquín y con el Lacio, con los más íntimos, porque a los otros ese les parecía un tema sin importancia. Un tema que lo había resuelto claramente Karl Marx cuando dijo que “la violencia es la partera de la historia” y lo había demostrado con el análisis de la historia de la humanidad, en la que todos los cambios importantes se habían producido a partir de guerras y rebeliones. Marx lo había demostrado científica y terminantemente y no tenía sentido entonces ponerse a discutir una cosa tan sabida y tan normal. Y, por otra parte, ¿quién no mató alguna vez a alguien?

Para mí esa discusión era la primera, para la mayoría de los otros, la última. Eso explica en gran parte el hecho de que grandes incendiarios de la palabra, que criticaban a los reformistas y a los “humanistas” tratándolos de liberales burgueses por no asumir la lucha armada, cuando llegó el momento de la acción en serio terminaron huyendo con los más variados justificativos.

Yo sospechaba ya desde entonces de los que hablan como si tuviesen todo superado, como si no tuviesen ninguna duda. Eso me pasaba en las asambleas, en los corrillos que se armaban antes y después, y en las charlas del grupo de estudio. Algunos de los que participaban en los actos lo hacían casi con un espíritu deportivo. Recuerdo que había un rubio de pelo largo, muy pintón, que andaba en yunta con otro que también tenía su pinta. Eran un poco más chicos que yo y nos habíamos hecho amigos en las confiterías bailables. Hacían estragos entre las mujeres y les tenía simpatía porque no eran agrandados y no integraban los círculos cerrados del rugby o del Jockey. Después empezamos a encontrarnos en los actos y las marchas, pero un día yo no fui. Para ser franco, no sé si no fui porque tenía algo importante que hacer (ver un partido de fútbol, por ejemplo) o simplemente porque tenía miedo. Cuando uno no está muy convencido de algo, le teme a las consecuencias. Para mí, tirarle una pedrada a un policía o romper una vidriera no era un placer, sino un sufrimiento, un sacrificio que había que hacer por la revolución y resultaba casi tan doloroso como recibir uno mismo la pedrada. Por eso me quedé perplejo cuando el flaco me dijo”no estuviste anoche, no sabés lo que te perdiste. Estuvo buenísimo, fuimos hasta la Chevrolet y la hicimos mierda, le rompimos todos los vidrios”. El flaco me lo contaba como si me estuviese contando un cumpleaños de quince o un baile de las chicas del Misericordia.

El Yeneral González

La lucha contra la reforma educativa había sido uno de los motivos, pero habían pasado muchas cosas más, aquí y en el mundo, especialmente en América Latina. A mediados de año en Bolivia el enésimo golpe militar de su historia había derivado en una sucesión de golpes y contragolpes, con presidentes que asumían y eran depuestos en cuestión de horas. En un momento, el general Juan José Torres parecía haberse consolidado en el poder con el apoyo de la Central Obrera Boliviana, de algunos sectores de izquierda y del campesinado. Pero el sueño de retomar y profundizar el rumbo de la revolución del 52 había durado casi un suspiro. Los sectores reaccionarios habían conseguido acumular la fuerza suficiente dentro de las Fuerzas Armadas como para aplastar a sangre y fuego una resistencia desorganizada, encabezada por estudiantes mal armados, mineros aislados y militares indecisos, que cambiaban de bando en medio de la batalla. El resultado de esa lucha había sido la prolongación de la tragedia boliviana en un gobierno que terminaría consolidándose y que sería, de alguna manera, la vanguardia y el ejemplo de la avanzada militar en el Cono Sur. Hugo Banzer Suárez, quien tenía un notable parecido físico a mi fallecido abuelo Simón Asuaje, gobernó hasta finales de la década y volvió a ser presidente de Bolivia en la década del 90; pero por la vía electoral y con el oprobioso apoyo de algunos de los izquierdistas que lo combatieron en el 71.

La frustrada revolución boliviana repercutió hondamente en la izquierda argentina, incentivando la discusión sobre las alternativas válidas para la toma del poder. En medio de esas discusiones acaloradas sobre si el camino indicado era la insurrección armada, el foco guerrillero o la formación de un frente con los militares, yo era una especie de “Yeneral González”, ese personaje que interpretaba en televisión Alberto Olmedo, caracterizando a un típico militar latinoamericano que asistía como observador a una reunión de altos mandos norteamericanos. El “Yeneral González” navegaba como loco, lo único que sabía en inglés eran los rudimentos que se enseñan en las primeras lecciones: “The cat is black, the dog is yellow “y hacía las mas disparatadas interpretaciones.

A mí me pasaba lo mismo con los rudimentos del marxismo. Uno de los temas en discusión en el momento, era si el campesinado también podía ser vanguardia de la revolución o si solamente el proletariado estaba en condiciones históricas de hacerlo. Para mi campesinos y proletarios eran lo mismo, para mí eran simplemente dos formas distintas de nombrar la pobreza. Y semánticamente no estaba mal lo que yo pensaba, porque “proletarios” eran los hombres y las mujeres que tenían como única riqueza una gran prole. Pero con el tiempo la palabra proletario había adquirido otra significación política para la izquierda, denominando exclusivamente a los obreros industriales. Ural Pérez era profesor en el Nacional, en otros colegios más y en la universidad. Anarquista histórico, muy apreciado y respetado por todos, era una de las figuras más convocadas a las charlas organizadas por las agrupaciones estudiantiles. Esa vez era en el Liceo y el tema era la situación en Bolivia:

-¿Usted considera que hay alguna diferencia entre campesinado y proletariado?, pregunté ingenuamente.

- Lógico, me respondió sorprendido, son dos cosas totalmente distintas: unos son obreros industriales a los cuales el capitalismo les extrae una plusvalía por su trabajo en forma directa, mientras que los otros son pequeños propietarios rurales que comercializan su propia producción y por lo tanto pertenecen a la pequeña burguesía…

Me sentí como un tonto, había quedado descubierto en mi enorme ignorancia, pero la explicación había sido muy clara y aprendí algo que me quedaría para toda la vida: no tiene los mismos intereses quien trabaja en relación de dependencia que quien trabaja por su cuenta. Pero en ese momento no me entraba en la cabeza que los pobres coyas desarrapados pudiesen ser considerados como “pequeños burgueses”, para mí eran pobres; más pobres que los obreros argentinos y por lo tanto más revolucionarios. Porque consideraba la revolución más una cuestión de sensibilidad por el dolor humano que una necesidad científica en función de la evolución de la historia. Total, de última que carajo importaba que la historia fuera para atrás o para adelante, mientras fuera para el lado de la justicia.

La frustrada revolución boliviana incidió mucho en la política de la izquierda argentina, porque incentivó la discusión sobre la estrategia para la toma del poder. Los bolivianos, a pesar de su derrota, de alguna manera “bajaban línea” a las agrupaciones argentinas a partir de su rica historia combativa y de la aparente fortaleza de algunas de sus organizaciones de izquierda. La que aparecía como más poderosa en ese momento, vista desde la Argentina, era el POR, Partido Obrero Revolucionario, una organización trotskista que todavía pervive en el Altiplano, con una representatividad minúscula. A mí, particularmente, me impactó mucho esa revolución: pensaba en los estudiantes bolivianos masacrados y en cuantos de ellos a lo mejor habían pasado por La Plata. Cuantos quizás habían caminado bajo los mismos árboles del bosque entre los que caminábamos nosotros, por los mismos senderos de las facultades, por la cincuenta hacia el fondo o por esa callecita que va por adentro, desde ingeniería a arquitectura, soñando con una revolución que los había devorado. En la universidad de La Plata siempre hubo muchos peruanos y unos cuantos bolivianos y latinoamericanos de todas partes, tenía mucho prestigio y venían de todas partes a estudiar. Encima, era gratis, y los extranjeros siempre tuvieron los mismos derechos que los argentinos. Muchos de ellos se aproximaron a la revolución acá y terminaron intentándola en sus países. Los bolivianos ya tenían una historia revolucionaria y una mística, cimentada en el poder sindical de los mineros del estaño y en la experiencia de la revolución del 52, que nacionalizó las explotaciones del subsuelo. Posiblemente, algo hayan aprendido aquí; tal vez no tanto como lo que enseñaron.

Todos los pelajes

Había militantes de todas las tendencias, algunos se identificaban abiertamente y otros no. Una de las agrupaciones que más volanteaba y agitaba era la TERS, Tendencia Estudiantil Revolucionaria Socialista, una agrupación de trozkistas que eran muy poquitos, pero incansables. En el Nacional el militante más notorio era Rodolfo, capaz de repartir diez mil volantes en mano en dos horas, hablar en diez asambleas consecutivas y explicar el Programa de Transición en quince idiomas. ¡Si, fuera de joda¡, Rodolfo era una máquina de militar al servicio de un Ejército Rojo imaginario que había salido desde Moscú hacía como sesenta años y venía avanzando por calle uno, arrastrando una horda de kosacos zaristas que venían a sumarse a la revolución proletaria argentina, que se estaba por producir en un ratito nomás, en cuanto las masas terminaran de tomar conciencia y se decidieran a salir a la calle detrás de la vanguardia esclarecida que ya estaba por tomarse el tren a Plaza de Mayo y ¡ojo del que no se apurara! En minutos nomás iba a quedar convertido en cerdo burgués, aliado del imperialismo y de las clases dominantes. Donde quiera que hubiese una asamblea, Rodolfo se subía al mástil y largaba su discurso. Parecía que hubiese nacido con el mástil pegado. Más allá de las diferencias políticas, su sacrificio militante era digno de admiración y un digno ejemplo de lo que significa servir desinteresadamente a una causa.

Tanto o más tenaces que los de la TERS eran los maoístas del GESA (Grupo Estudiantil Secundario Antiimperialista), en el Nacional no tenían mucha presencia, pero sí en otras escuelas. Uno de sus militantes más notorios era el gordo Trajtemberg. Notorio en todo sentido, un mastodonte de un metro noventa, gordo, enfundado siempre en una campera verde de fajina que le daba el aspecto de estar ultraproletarizado. A ellos la Revolución Cultural les había llegado directamente desde China y se sabían de memoria el Libro Rojo en mandarín y en cantonés, y eran capaces de escribirlo con los caracteres ideográficos invertidos. “Como dice el camarada Mao en el tercer párrafo de la página ciento treinta y siete del Libro Rojo…” y empezaban a dar lecciones de materialismo dialéctico y de antiimperialismo revolucionario. Viéndolo al gordo con su campera verde, sus borceguíes y esa pinta de obrero siberiano, uno se imaginaba que debería vivir en una villa o, por lo menos, en el Barrio Obrero de Berisso. Pero el gordo resulta que vivía con los padres en una casa lujosísima, con una mucama que cuando lo iban a buscar salía y decía “el niño Oscar no está”. Paradojas del exilio y de la vida, que es como decir una misma cosa, cuando llegó la dictadura el gordo buscó refugio en Israel y allí terminó cambiando el fanatismo maoísta por el ultraísmo religioso detestado por Guillermo: se convirtió en rabino de uno de los grupos más ortodoxos y sectarios del sionismo.

El Partido Comunista Revolucionario y el Partido Comunista a secas, lógicamente, también tenían una presencia importante, aunque no se identificaban abiertamente y eso hacía que discutieran y se atacaran mutuamente sin que los “legos” entendiéramos nada. Se conocían de otros lados y se descubrían a través de sus planteos, ellos sabían perfectamente quién estaba en un lado y quien estaba en otro; pero los demás navegábamos, hasta que alguien nos avivaba. El Partido Comunista Revolucionario (PCR) era muy fuerte en la universidad, su organización de superficie era el FAUDI, Frente de Agrupaciones Universitarias de Izquierda, y en el Nacional tenían muy buenos cuadros. Tipos inteligentes y carismáticos que estaban en los años superiores e incidían mucho sobre nosotros, que al no sospechar de su identidad política adheríamos sin prejuicios a sus propuestas. Uno de ellos era Daniel Viyuya, que además estaba en el grupo de teatro, y otro era Julio Velazco, el hoy famosísimo entrenador de voleibol y manager general del Lazio de Italia. Cuando Julio egresó lo sucedió Luís, que a los catorce años ya lo superaba en conocimiento teórico y en manejo. Porque se manejaba como un político veterano, con las mismas virtudes y, también, con los mismos defectos. Pero era realmente brillante, tenía un manejo de la teoría extraordinario; aunque, como casi toda la izquierda, demasiado hermético para quien no hubiese hecho al menos un curso intensivo de marxismo-leninismo.

399
430,07 ₽
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9789871895632
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