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Escucho por la radio declaraciones del director de la Biblioteca Nacional: «Es verdad, solo la mitad de las ciudades en el Perú tienen una biblioteca pública». «¿En qué condiciones?», pregunta el periodista. El director enmudece, el periodista no insiste y se deja llevar enseguida al tema de las salas para niños que han inaugurado en la sede de San Borja. Mentalmente, repregunto: «¿Esas escasas bibliotecas municipales tienen actualizados los catálogos? ¿Disponen del sistema de estantes abiertos, computadoras, fotocopiadoras?».

Como una ráfaga, recuerdo la biblioteca de La Punta; en su viejo local pasaba, cuando era adolescente, tardes enteras leyendo novelas clásicas. Un espacio sosegado y cómodo, donde unos pocos niños y jóvenes, casi siempre los mismos, nos saludábamos amablemente como miembros de una congregación de solitarios. Esta biblioteca se ha mudado a la Casa del Adulto Mayor y me pregunto qué implicancia puede tener ahora, para los chicos del distrito, el concepto del acto de leer.


Reviso la tesis que tengo refundida en mis estantes y encuentro algunas respuestas de alumnos universitarios —de las muchas encuestas que realicé—, que impiden la descomposición de mi trabajo. Temo que pronto sea un fósil. Son opiniones que conviene incluir en la especie de pizarrón en que ha ido convirtiéndose este cuaderno de apuntes. Creo que en la China antigua, el datzibao era una suerte de gran mural donde se escribían eslóganes y todo tipo de textos breves que reproducían el ánimo de una comunidad. Lo que quedó, por ejemplo, en las paredes de París cuando estalló Mayo del 68. Recuerdo haber leído en una revista cubana el trabajo de recopilación de grafitis y apostillas que hizo Julio Cortázar al recorrer aquellas calles adoquinadas. No eran pintas de carácter partidario, sino profundamente políticas y culturales, impregnadas de un ácido aliento subversivo.

Esta muestra de la tesis responde a una pregunta de la encuesta, referida a la imagen que conservan los alumnos de la biblioteca de su colegio: «Era decepcionante. Salvo dos o tres títulos, todo olía a guardado. Incluso la bibliotecaria» / «Lo que abundaba eran los ejemplares preuniversitarios y había, bien al fondo, un solitario estante de literatura. En medio de tantas hojas secas, parecía una aguja en un pajar» / «Mi colegio es religioso y la biblioteca es un templo de libros santurrones» / «Había ejemplares de temas delicados: abuso sexual, prostitución, violencia familiar y callejera; pero el estante estaba con llave y solo podrían abrirla los profesores» / «Mi mamá hizo una donación de libros (ella trabaja en una gran imprenta), pero nunca vi esos libros en la biblioteca» / «Cuando en historia estudiábamos la Santa Inquisición y el profesor explicaba las cámaras de tormento, todos gritaron: ¡La biblioteca! ¡La biblioteca!» / «Nuestra biblioteca era más anticuada que Una noche en el museo (la película)» / «Si iba a la biblioteca provocaba entre mis amigos una larga lista de preguntas: ¿Por qué lo haces? + ¿Acaso hay tarea? + ¿Te han castigado? + ¿Qué trabajo de investigación han dejado?» / «Siempre tuve buenas notas en el Plan Lector, pero nunca necesité de la biblioteca; bastaba con las separatas y el rincón del vago» / «Solo entraba a la biblioteca para dejar el material de los profesores. Yo era el encargado» / «La biblioteca era un lugar cómodo y tranquilo… para dormir» / «Una vez leía Crepúsculo en la biblioteca y la bibliotecaria me quitó el libro. Después la Fraterna me dijo: “Los vampiros tienen un significado erótico, esotérico y maligno”. Y se quedaron con mi libro». En medio de esta andanada, una voz redentora: «Yo leía mucho después de clases, mientras esperaba la movilidad. La biblioteca era ideal porque podía estar en silencio y escoger el libro que quisiera».


Tal vez la lectura sea uno de los actos más dignos y libertarios de la experiencia humana. La única posibilidad en la que el ser humano, apenas paseando sus ojos por unas líneas, adquiere la magnífica facultad de volar de una región a otra, de entrar a una botella como el genio libanés o de hablar con el burro bíblico de Balaam. La lectura nos revela las dimensiones fantásticas de la realidad, pero también nos permite explorar las complejidades del saber: La vida de las hormigas (1930) de Maeterlinck o nuestro pasado histórico en la pluma de Garcilaso de la Vega o el mundo futuro en la ciencia ficción de Isaac Asimov.

Porque la lectura debiera ser un camino al conocimiento, el discernimiento y la imaginación. En la escuela se dice y repite que leamos por nuestro bien; que el contacto de nuestros ojos con los trazos misteriosos de la página nos provee de información, amplía nuestro vocabulario y nos dota de una cultura necesaria para el medio social. Estas consejas, sin duda, son bienhechoras y serían cabalmente acertadas si nuestros profesores agregaran a sus exhortaciones: la lectura ofrece, además, una forma intensa de disfrute.

El viejo maestro Borges recomendaba que «la lectura debe ser considerada no como una carga, sino como una fuente de felicidad». Sabiduría que no debería olvidarse en las escuelas. No bastan las admoniciones, sobre todo si se cree que la lectura solo enseña conocimientos y valores. Parece importar poco si el profesor conoce el texto o no, si el estudiante ha sido suficientemente motivado o no. Como existirá siempre el instrumento pedagógico del castigo, la práctica mecánica de la lectura puede estar garantizada, pero su enorme provecho intelectual será desperdiciado.


En un cuento titulado «Cómo y por qué odié los libros para niños», del libro Magdalena peruana y otros cuentos (1986), Alfredo Bryce explica divertidamente lo aburrido que eran la mayoría de libros infantiles (y juveniles) y que la exigencia de consumir aquellas obras terminaba por lograr el efecto contrario: aborrecer la lectura. En una nota periodística poco conocida, García Márquez refiere algunas situaciones de «cómo los profesores de literatura pervierten a sus alumnos». Cuenta cómo a su hijo Gonzalo lo martirizaban sometiéndolo a arbitrarios cuestionarios de lectura sobre una novela que, para colmo, era El coronel no tiene quien le escriba (1971). García Márquez reseña los contrasentidos en los que han caído las evaluaciones de lectura en la escuela, formulando preguntas memorísticas o de un simbolismo antojadizo. Y sugiere que un curso de literatura debiera limitarse a ofrecer una buena guía de lectura. Me pregunto quién más puede garantizar un conveniente listado, si no es un profesor bien entrenado.

Dedicar a la lectura en la escuela un tiempo diario, como una gimnasia que modela nuestros músculos, es indispensable en la formación de futuros ciudadanos para un país mejor. Durante ese tiempo —treinta minutos puede ser el periodo sugerido—, los estudiantes tendrán la oportunidad de sumergirse en mundos posibles elegidos voluntariamente, como también de indagar en la realidad para conocer mejor el medio y a sí mismo. Elegir el libro es ya el comienzo de una postura crítica que el buen lector, en el curso de su aventura, no abandonará jamás.


El escritor pedagogo Daniel Pennac nos ilumina y alienta en su libro Como una novela (1992) —nunca sabremos, por su heterodoxia, a qué género literario pertenece—, al presentarnos un escenario escolar poblado de una galería de estudiantes radicalmente enemigos de toda forma de civilización. Estamos en una especie de barbarie juvenil de los países altamente industrializados. En este ambiente, el lector, guiado por una prosa poligonal —voz múltiple, referentes actuales, variadas técnicas— es testigo línea a línea de cómo la sana erosión va ganando en la dura coraza de sus alumnos. Terca gota que horada la piedra y que lleva al narrador a decretar al final: «Es una tristeza inmensa, una soledad en la soledad, estar excluido de los libros».


Un amigo de la maestría me ha pasado la voz para colaborar en una revista virtual de educación… le he ofrecido entrevistar a algunas personalidades. Lo va a proponer al comité editorial y me ha pedido una lista de posibles nombres. «Me interesaría conversar sobre educación y lectura —le escribí por correo— con Luis Jaime Cisneros, Patricia Salas, Constantino Carvallo, Luis Guerrero Ortiz, Patricia Fernández…». Agregué como posdata: «Ojalá con algún funcionario del Estado». Me ha contestado con otro pedido: una reseña personal de cada uno. No pensé que fuera necesario. «De tripas, corazón», me he dicho, así que me dispongo a prepararlas. Siempre, antes de escribir, por elemental que sea el texto, necesito buscar el impulso de otra voz. Ubico Diario educar (2005), el libro de Carvallo y empiezo a leerlo de manera azarosa. Doy con estas líneas:

¿Leer a los clásicos? Acabo de enterarme de que según el filósofo alemán Peter Sloterdijk ha terminado una época y ya no es posible la ilusión humanista de la educación mediante la lectura. Ha finalizado, con la nueva era informática y visual, el sueño de la salvación del alma mediante «una bibliofilia radicalizada, una ilusa exaltación melancólico-esperanzada del poder civilizador e incluso humanizador de la lectura de los clásicos». Ya no es posible la formación humana mediante la lectura que «educa al hombre en la paciencia, la contención del juicio y la actitud de oídos abiertos». Yo sigo, sin enterarme, en una época pasada.

También yo. Sé lo anacrónico que resulta tener una biblioteca en casa, con espacios cada vez más reducidos, pero todavía me alborozo —y por momentos desespero— de verla prosperar robusta, sin desperdicio. Ya no guardo todo como antes, conservo los libros que considero valiosos para el futuro y procuro, además, una recatada belleza en las ediciones que compro. Cuando adquiero ejemplares de segunda, los restauro con paciencia y cariño. Recuerdo a mi padre haciendo lo mismo y también una foto de Manuel González Prada, tomada por su hijo Alfredo, donde aparece con una copa de pegamento y reparando con amorosa dedicación.

Formamos parte de una especie en extinción, criaturas marchitas de la «modernidad líquida», categoría que refiere el sociólogo vasco Zygmunt Bauman. Propuesta que define la precariedad de las relaciones humanas en una sociedad individualista y privatizada, impalpable y reducida al vínculo sin rostro que ofrece la Web. Más bien del filósofo que menciona Carvallo no he leído nada, como tampoco de la gran parte de intelectuales que cita en su Diario educar. Vaya uno a imaginar su biblioteca como El paraíso perdido de John Milton: «El espíritu vive en sí mismo, y en sí mismo / puede hacer un cielo del infierno, o un infierno del cielo. / ¿Qué importa el lugar donde yo resida, / si soy el mismo que era, / si lo soy todo, aunque inferior a aquel / a quien el trueno ha hecho más poderoso? / Aquí, al menos, seremos libres…».

Entrevista a Patricia Fernández
La lectura como discernimiento

Es sorprendente su juventud y sapiencia. Menuda, de apariencia frágil y hablar puntilloso, contundente en sus juicios, a veces controlada para aliviar el malestar que le produce la falta de compromiso político en la educación. Aunque la verdad entre la pasión y la vigilancia, en ella vence el ímpetu que tiene por el cambio de nuestro sistema educativo. La institución formal no advierte, sostiene ella, «las serias deficiencias de metodologías de enseñanza, preparación docente, programas curriculares, material educativo…» y sobre todo, subraya, «la clara falta de motivación por la lectura».

Patricia Fernández ha estudiado Literatura en la Universidad de San Marcos; luego radicó unos años en Ciudad de México y Barcelona, donde cursó el Diploma en Estudios Antropológicos, el Máster en Gestión Cultural y el Doctorado en Gestión de la Cultura y el Patrimonio. Ha sido asesora de la Dirección de Promoción, Cultura y Deporte del Ministerio de Educación. Tiene publicados diversos estudios y ensayos sobre la educación inclusiva en el Perú, y sobre relatos testimoniales y tradición oral. Es autora del valioso estudio Experiencias de movilización social a favor de la comprensión lectora (Comisión sobre Calidad y Equidad Educativa, 2003), auspiciado por el Consejo Nacional de Educación. Obtuvo un premio en el concurso de cuentos y testimonios Batallas por la Memoria (Perú, 2003) y recientemente en el concurso de cuentos de mujeres narradoras Tomando la Palabra (Argentina, 2007). Ahora está a punto de volver a Barcelona para continuar con su tesis y yo le robo unos minutos: la cito en el Crepes & Waffles, un lugar de impronta feminista. Aquí los dos nos sentimos muy bien.

Martirízanos y recuérdanos qué han revelado las tres pruebas PISA de los últimos años.

Perú ha participado en la prueba del año 2001 y se prepara para el 2009; en las ediciones del 2003 y 2006 no participamos. Todo parece indicar que seguimos en la cola de los logros en lectura, matemática y ciencia.

¿Dichos resultados ponen al descubierto el fracaso de nuestro sistema educativo o solo algunas deficiencias en la enseñanza?

Pone en evidencia la falta de políticas educativas pertinentes para la realidad del país y su diversidad territorial y cultural. Lamentablemente, a pesar de contar con un Proyecto Educativo Nacional construido desde los diferentes sectores de la población, fue archivado y se implementaron políticas que respondían a los intereses del momento. Tener una política con visión de país y contar con gestores (políticos y técnicos) calificados para su ejecución es vital; y eso es precisamente lo que el país no ha tenido.

¿Te atreverías a señalar un momento de debacle de nuestro aparato educativo institucional?

Desde mi experiencia, el año 2007, cuando se archiva el Proyecto Educativo Nacional.

¿No crees que las carencias de lectura en niños y adultos reflejan un problema más grave y mayor: nuestro pobre ambiente cultural? Pensemos en nuestra televisión, por ejemplo.

Totalmente de acuerdo, el país no ha tenido políticas culturales sostenidas ni claras y mucho menos socializadas, no ha existido un interés por parte de las autoridades nacionales y locales por el desarrollo del sector cultural en sus diferentes vertientes. Esto sucede porque no se asume la cultura —y las culturas— como detonantes potentes del desarrollo social y económico del país, y los medios de comunicación tampoco han contribuido a este enfoque; y hasta me atrevería a decir que han aprovechado su posición y poder para desinformar y manipular a la población en cuanto a la forma y el contenido de lo que son las noticias, la educación, la cultura y el entretenimiento.

Otro ejemplo: este año un cantante mediocre, emblema de una empresa transnacional, ha sido elegido por el diario más importante del país como el artista del año. ¿Hasta qué punto es importante la calidad y la actitud del artista sobre la popularidad?

Precisamente pensaba en eso cuando hablaba de la manipulación de los medios de comunicación, la famosa frase «lo que quiere el pueblo» se ha usado para promover y defender la difusión de programas de pésima calidad, de mal gusto y sin un mínimo de respeto por la diversidad sociocultural. Frente a esta situación, el poder que ejercen los medios en la construcción de talentos mediáticos está plenamente comprobado; se sabe que fabrican talentos a medida según los intereses económicos del momento.

Un tercer ejemplo: una novela ha sido celebrada como la mejor del año, por encima de las novelas de Miguel Gutiérrez o Iván Thays. Sencillamente porque tuvo más votos…

Me detendría a pensar de dónde viene esa designación, si esta empresa o institución tiene como único criterio de calidad («la mejor del año») el número de votos (y no digo ventas, solo votos), lamento decir que es lo suficientemente mediocre como para no destacar otros valores del libro y de la lectura.

¿No crees que esta banalización de la cultura debiera combatirse en la escuela? ¿No pone en riesgo, por ejemplo, el carácter transgresor de la literatura?

En la escuela y en el hogar. Pero es cierto que son los y las docentes quienes han sido preparados (o debían estarlo) para formar el gusto por la lectura en sus alumnos y alumnas, lamentablemente esto no suele pasar y son los propios docentes quienes, lejos de estimular este gusto, promueven su hastío por no contar con las metodologías y estrategias adecuadas. Y lo que es peor, ellos mismos no han formado su gusto por la lectura.

¿Puede resolverse el problema de la lectura cuando se lleva a cuestas un descrédito cívico de la palabra? No solo por la pérdida de confianza sino por el desinterés estético.

Las palabras y los libros pueden hacer cosas maravillosas, tienen un poder transformador que pueden revertir situaciones extremas; en ese sentido, la lectura debiera plantearse más como una práctica lúdica y recreativa que como una actividad pedagógica. Si empezamos por cambiar el enfoque, la credibilidad por la palabra y la escritura será tan sólida que un mal uso que hagan de ella otros actores no mellará su calidad.

Hemos visto inaugurar miles de obras a nuestros gobernantes, ¿recuerdas que hayan inaugurado alguna feria del libro? ¿Qué ejemplos nos ofrecen ellos de la lectura?

Los gobernantes no leen, recordemos que muchos ni escriben, pues hemos escuchado en varias oportunidades que algunos congresistas plagian proyectos de ley de otros países.

¿Qué lugar de importancia ocupa la competencia lectora en el proceso de aprendizaje del ser humano?

Un lugar primordial, pues desde que nacemos nuestro cerebro va captando todo lo que sucede alrededor, es decir, va aprendiendo a leer los sonidos, colores, gestos, etcétera. La lectura no es solo el desciframiento de un conjunto de letras y sonidos, es la capacidad de interpretar aquello que leemos. Eso se forja desde la primera infancia.

¿Conoces iniciativas valiosas de promoción de lectura en nuestro medio? ¿En qué nivel estamos con respecto a América Latina?

Existen muchas experiencias valiosas aunque dispersas, por lo que pareciera que no existieran. Pienso que la articulación de estas experiencias en verdaderas políticas y estrategias de promoción de lectura a nivel nacional, sería un buen inicio para su fortalecimiento. Los ejemplos de MundoBus y de las Bibliotecas Comunitarias de Cajamarca son muestras de los excelentes trabajos que pueden hacerse en el país. Aunque con respecto a América Latina seguimos en la cola, el Perú es uno de los países de la región que menos lee y menos aún escribe; incluso en el nivel universitario.

¿Cómo afrontar un plan lector ante la diversidad de nuestra cultura?

Un plan lector es una estrategia para el desarrollo de actividades que fomentan el gusto por la lectura, no es una plantilla o modelo único; por lo que será necesario elaborar más de un plan lector según la realidad sociocultural de la población peruana.

En medio del actual boom empresarial de la literatura infantil, ¿por qué no se atiende la literatura infantil como una reflexión cultural y académica?

Por los prejuicios que siguen habiendo, se sigue pensando que es una literatura menor (porque el público objetivo es infantil) e incluso centros de formación superior no se plantean programarla como parte de la formación de alumnos y alumnas en las escuelas pedagógicas o en disciplinas relacionadas con la Literatura. Se ha subvalorado la literatura infantil, cuando se trata de la etapa en que más debemos fomentar la lectura para asegurar su gusto y consumo literario posterior.

CAMILA HA ESTADO MUY NERVIOSA HOY. Desde que llegué a casa noté su intranquilidad; se prendió de mi cuello y me abrazó fuerte como si hubiera dejado de visitarla unos días o como si me estuviera despidiendo. Ni uno ni otro, ayer estuve con ella y mañana también vendré a verla; aunque, ahora que lo pienso, el fin de semana no la veré pues su madre tiene planeado salir de viaje con ella. No sé si también con él (nada me ha dicho, pero lo sospecho). Yo llegué a la hora de costumbre y Camila veía televisión; corrió a saludarme sin decir una palabra. Caminé con ella colgada del pescuezo hasta la sala, haciéndome el abrumado y bromeando con lo de siempre: «¡Caperucita, mi amor, estás tan grandota que pareces el lobo!».

Otras veces era Blancanieves o Alicia después de haber comido el pastel. Siempre me pareció pavorosa la escena en la que Alicia crece tanto que toca el techo con la cabeza y se ve obligada a sentarse de costado en el suelo de la casa y mirar el jardín con un solo ojo por la ventana. Después suelta a llorar; son litros de lágrimas hasta que forma un gran charco a su alrededor. Si me parece aterrador, ¿por qué se lo he contado con lujo de detalles? Tal vez para que vaya aprendiendo lo que es el miedo y adquiera cierta seguridad; creo que después del amor, vencer la inseguridad de nuestros hijos es lo más importante que podemos brindarles. El psicoanalista Bruno Bettelheim escribió un libro titulado Con el amor no basta (1983) en el que muestra la necesidad de forjar el carácter del niño con límites y pautas de conducta. Esa actitud del adulto, sostiene Bettelheim, ayuda a desarrollar capacidades y emociones infantiles para hacer frente al entorno social.

Lo cierto es que esa tarde para saludarla utilicé el personaje de la Caperucita Roja —¿o fue la Sirenita?—, pero ella no abrió la boca. Tampoco quiso soltarse de mi cuello. Lo habitual era empezar un diálogo más o menos ingenioso. Me senté con ella en el sofá, apagué la tele e intenté sonsacarle unas palabras. Permaneció muda y aferrada a mí durante largos minutos; luego sentí que gemía, que humedecía mi camisa y moqueaba el lóbulo de mi oreja. «Llora, mi hijita», se me ocurrió decirle. Consideré que lo necesitaba y que pronto me confesaría algo importante.

—Papi, ha muerto el abuelito de E.

—¿Emi? ¿Tu amiga del colegio?

—Sí, su abuelito.

Eso era. Ni más ni menos que la muerte. La miré a los ojos, los tenía enrojecidos y llenos de lágrimas. «Ha estado llorando desde antes que llegara», pensé. «Y ahora qué pasará en su cabecita: la muerte, con su túnica negra, rondará en busca de su abuela o su madre. O quizás ahora la muerte sea menos formal y más competitiva: presionará un botón y en el acto desatará una catástrofe familiar. Se llevará de un santiamén a los abuelos y al padre por andar contando tantas historias sangrientas, con dedos pinchados por agujas y ojos arrancados por cuervos justicieros».

—Los abuelitos son personas mayores y casi siempre son los primeros en dejarnos.

—Pero ella quería mucho a su abuelito.

—Todos queremos a nuestros abuelitos.

—Pero ella lo quería más que a su abuelita. Me lo ha dicho.

—Es muy triste, pero a veces las personas que más queremos son las que primero se van. No podemos evitarlo.

—Aunque los amemos con todo nuestro corazón.

— Aunque los amemos con todo nuestro corazón.

—¿Y quién elige quién se muere antes?

—Mmm…

—¿Y los que mueren se mueren para siempre?

—Mmm…


Hace exactamente quinientos cuarenta y seis días que vivo separado de mi mujer. Desde que mi hija Camila cumplió cuatro años; esa misma noche, después de que ella se durmiera, yo abandoné la casa. He acordado con mi exmujer las visitas: de lunes a viernes, todos los días, después de mis clases; y los domingos todo el día, salvo que ella decida salir el fin de semana. Como tiene una casa familiar en el campo, las salidas son bastante frecuentes. En buena cuenta, debo conformarme con las quince horas semanales que veo a Camila y que son tan fugaces.

Este tiempo ha acentuado mis hábitos solitarios. Los serenos paseos por el malecón —mi exmujer vive en un edificio de los acantilados de Barranco— y por otro lado la concurrencia un poco a ciegas al cine, cuando, camino a casa, me quedo en el Cinematógrafo o en alguna de las salas de Larcomar. Las caminatas son una bendición: me oxigenan, divago a mis anchas y suelo fumar menos que cuando estoy en casa. Además llego exhausto, inundado de brisa marina, con el cuerpo dispuesto a hundirse en la cama y soñar.

Pero esta última noche volvía muy triste. Es verdad que había conseguido distraer a Camila; después de un momento en el sofá, terminamos bromeando, la acompañé a comer, jugamos a la memoria y veíamos uno de sus programas en televisión, cuando sonó la llave en la cerradura. Era la señal. Desde el acuerdo que tomamos con su madre, nunca la había omitido ni postergado: abracé muy fuerte a Camila y le deseé un lindo fin de semana. Cumplí con el ritual de siempre: le robé una uva, la lancé al aire y la encajé en mi boca. Saludé a su madre, recogí mis cosas y partí. Partí sin haber podido contestar algunas de las preguntas que Camila me hizo.

El sábado estuve dedicado a quehaceres domésticos. El departamento donde vivo es un lugar pequeño y húmedo, en el segundo piso del Leuro, acaso el edificio más antiguo de Miraflores. Hacia las cinco de la tarde salí a almorzar en un restaurante vegetariano que queda a un par de cuadras, de regreso pasé intencionalmente por la librería de la avenida Larco. Sabía que no disponía de mucho tiempo, pues debía corregir una pila de exámenes y no dejar nada para el domingo —había quedado con mis padres en ir a su casa, hasta La Punta, a pasar el día—, pero siempre surge una corazonada y decidí cruzar el umbral.

Pocas sensaciones más felices que hallar un libro impensado. Podemos entrar a una librería con un título memorizado o incluso con una lista de libros en la mano y ciertamente nos producirá un gran placer hallar el libro o los libros que durante un tiempo nos parecían imposibles. Pero no dejará de ser una repetición, un gusto advertido; habremos recibido la recomendación de un amigo, averiguado algo del libro o picoteado porque lo tuvimos prestado y lo quisimos propio. Pero cuando de pronto un libro desciende del cielo, nadie nos anunció nada de él, por lo tanto ese libro no existía, hasta que viene al mundo para despertar ante nuestros ojos.

Eso me ocurrió con El pato y la muerte, del artista alemán Wolf Erlbruch.4 Uno de los trabajos más delicados que he visto en mi vida, por la fineza estética del texto y de las ilustraciones, y además por el modo tan cuidadoso que aborda el tema de la muerte. Era el libro que necesitaba para leer con Camila; estaba todo contenido en esa historia de encuentro entre un pato silvestre y una criatura descarnada, de cuencas vacías y boca inmóvil como una cicatriz. El atuendo que lleva parece la bata insignificante de un jubilado antes que el capote oscuro que esconde una guadaña. La conversación que sostienen ambos es de gran inteligencia, con levísimos toques de humor:

—¿Quién eres? ¿Por qué me sigues tan de cerca y sin hacer ruido?

La muerte le contestó:

—Me alegro de que por fin me hayas visto. Soy la muerte.

El pato se asustó. Quién no lo habría hecho.

—¿Ya vienes a buscarme?

—He estado cerca de ti desde el día en que naciste… por si acaso…

—¿Por si acaso?— preguntó el pato.

—Sí, por si te pasaba algo. Un resfriado serio, un accidente… ¡nunca se sabe!

—¿Ahora te encargas de eso?

—De los accidentes se encarga la vida; de los resfriados y del resto de cosas que os pueden pasar a los patos de vez en cuando, también. Solo diré una: el zorro.

El pato no quería ni imaginárselo. Se le ponía la carne de gallina.

La muerte le sonrió con dulzura.

El lector acomodará los escalofríos donde menos duelan y sentirá el regocijo en las andanzas de los dos personajes: juntos se bañan en el estanque, suben a un árbol, se asisten con ternura y contemplan una vida que se extingue. Son los últimos días del simpático animal sobre la tierra, mientras, sin aspavientos, hace preguntas que la muerte tampoco podrá contestar. Como yo o quizás como cualquiera. Porque para ese instante final no hay respuesta convincente, solo un gran río de color misterioso:

Hasta que un día, una ráfaga de aire fresco despeinó las plumas del pato y este sintió frío por primera vez.

—Tengo frío —dijo una noche—. ¿Te importaría calentarme un poco?

La nieve caía. Los copos eran tan finos que se quedaban suspendidos en el aire. Algo había ocurrido. La muerte miró al pato. Había dejado de respirar. Se había quedado muy quieto. Le acarició para colocar un par de plumas ligeramente alborotadas, lo cogió en brazos y se lo llevó al gran río. Allí lo acostó con mucho cuidado sobre el agua y le dio un suave empujoncito. Se quedó mucho tiempo mirando cómo se alejaba. Cuando lo perdió de vista, la muerte se sintió incluso un poco triste. Pero así era la vida.


No soy ninguna autoridad en el tema de la muerte. Es más, aún me turba demasiado. Tengo un gran temor, no a la muerte personal (aunque no sabremos nunca cómo la enfrentaremos), sino a la de mis seres queridos. Mis padres están vivos y desde niño me angustiaba, sobre todo cuando discutían, que uno de los dos dejara de respirar. Me aterraba la imagen que veía de ellos, enardecidos y fuera de sí, diciéndose cosas terribles. Corría a encerrarme a mi cuarto para rogar a dios que ninguno de los dos muriera y sollozando, como lloran los niños cuando están solos, deseaba morirme pronto.

He despedido a tíos mayores y dolientes, cuyas muertes eran previsibles. Nadie muy cercano. No conozco, por lo tanto, el torrente de sufrimiento que arrastra la enfermedad de un pariente en casa, el desconsuelo de un velorio, el duelo incomprensible. Esas carencias han dramatizado mi relación con la muerte y no quisiera esa condición para mi hija. Los cuentos primitivos, que eran ritos de formación, hablan a menudo de la muerte como una presencia doméstica permanente. Las familias vivían hacinadas en sus viviendas; los niños veían morir a sus animales y plantas, a sus abuelos y padres. Los enterraban, celebraban misas y los guardaban un tiempo en la memoria. Después todo era olvido.

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ISBN:
9789972453274
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