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La khátarsis raudodesafiante culmina no obstante más parcamente de lo insinuado, intuido y anunciado. Abrazo de reconciliación con el amor seguro y la vida genuina entre un infinito de lápidas memoriales hasta extraviar la vista. Retiro de cubierta a un Mustang reservado como signo de reciclaje sucedáneo. Desesperación de Jimy entre los casilleros de los vestidores de su doble desgracia. Fugaz pero conmovedora aparición-guiño-homenaje como atareado mecánico preocupón del injustamente olvidado cómico más taquillero (Alfonso Zayas) del terminal cine lépero-popular mexicano de los años ochenta y noventa. Recurrencia omnipresente de una muñequita hawaiana para simbolizar la estrechada estrechez de la amistad masculina eterna entre iguales y amenazar / certificar la frágil condición de la sumida dicha recién reasumida. Bandera verde del arranque, preparación inminente de la bandera amarilla e insaciabilidad de la enseña a cuadros negriblancos que agita cien veces el victorioso trepado sobre el cofre de su auto cual bandera prócer de los Niños Héroes que casi lo envuelve. Reconocimiento de su pérdida por parte de los dueños de la escudería rechazada y vencida, ante el triunfo absoluto de nuestro carismático RR por fin con cabeza ganona de arrasante contundente bola de billar (“Vámonos, se acabó el juego”). Visita al cementerio para depositar en concesión obsequiosa los simbólicos guantes blanquiazules sobre la tumba de su amigo, reunirse con la dulcemente recuperada chica de luto que lo espera en su auto y dar paso a una reflexiva voz en off del director-hombre orquesta-consejero sabihondo Julio Bracho sobre fondo negro que resume y formula a modo de moraleja el obvísimo sentido del film porque aún nadie lo había entendido (“Las decisiones tienen consecuencias, pero éstas te hacen ver lo que eres y lo que tienes”), olvidando consignas de calendario como aquella que estipula que cuando comienza la lucha interior de un hombre, es que ese hombre empieza a valer algo, o que es duro caer, pero es peor nunca haber intentado ascender, o que el carácter no nace en las crisis, sólo se muestra, o así sucesiva, suavemente.

Y la khátarsis raudodesafiante era por fatiga el triste retrato de un pobre tipo agotado tras el fracaso de su mudarse por mejorarse creyendo tener asegurado el evanescente triunfo.

La khátarsis sumisoextrema

La entereza frente al dolor no es un fenómeno humano, y a veces ni sobrehumano, ni infrahumano, que requiera de mucho talento y esfuerzo, ni que pueda engendrar una corriente de pensamiento resistente o estructurado, pero sí un regodeo genérico naciente que, aún no codificado, ya se asoma estallado, alrededor de las ideas encarnadas de una dialéctica del sometimiento extremo, catárticas al límite, ya en dos vertientes filmiconarrativas muy detectables y a medias regocijantes, la sociocaníbal y la acrehumillante, a saber.

Lado A: La khátarsis sumisoextrema sociocaníbal

Visto desde el insidioso frontground fuera de foco de los pasamanos mecánicos, un viejo visiblemente estragado y tenso (Humberto Yáñez) asciende por las escaleras eléctricas de un centro comercial, camina como zombi dando traspiés por los corredores, se detiene ante un aparador, contempla los maniquíes femeninos en bikini que están del otro lado, borra la huella de su manota puerca sobre el cristal, parece señalar su reflejo pero en realidad está antojándosele un apetitoso raspón rojo en el hombro de una de las monas, y es corrido del lugar, para que vaya a reventar sobre otro suelo del mismo almacén, entre arcadas de vómito, dolores intensos de estómago, convulsiones y charcos de baba amarilla, mientras un tragaluz piramidal se digna estorbar su imagen sin realmente observarlo, ni adivinar siquiera que se trata de un padre patriarca relojero caníbal, excelso pese a su especial afición por las putas, cuyo deceso tendrá funestas consecuencias inmediatas, pues su cadáver irá a dar a la morgue policiaca, sin ofrecer oportunidad alguna a ser reclamado o rescatado, dejando en el desamparo de una jodida unidad habitacional del Infonavit en Culhuacán a su cicatera esposa Patricia (Carmen Beato), a su noqueada hija púber Sabina (Paulina Gaytán) y a sus dos disímiles hijos adolescentes en pugna constante, Alfredo (Francisco Barreiro) y Julián (Alan Chávez q.e.p.d.), todos presas del sufrimiento inmitigable, el desespero, la recriminación mutua, y descubriéndose inútiles para acometer cualquier tarea vital: para seguir regenteando el puesto de compostura de relojes paterno en el tianguis de la localidad, para procurarse la indispensable comida de mañana debidamente puesta sobre la mesa (o más bien, sobre la plancha), para continuar con los preparativos del rito, o con el ritual caníbal en sí, y sobre todo, para acometer con responsabilidad y éxito la cacería indispensable de nuevas presas (para luego destazarlas y engullirlas), habitualmente elegidas entre los sectores más vulnerables de la sociedad (los niños de la calle, las prostitutas, los homosexuales, los travestis), bajo un puente peatonal o en lejanas callejuelas oscuras, lejos del hogar, allí donde la desolada madre se enerva al ver que su sereno hijo mayor Alfredo, destinado a ser el líder proveedor de la familia, también le ha resultado un putañero incorregible como su progenitor, trayendo a casa una ramera gritoneante (Miriam Balderas) para estar siendo inmolada ya, o peor aún, revelándose como un chavo reprimidazo con tendencias homosexuales de súbito actuantes, tal como lo averigua el hermano menor Julián, quien reacciona a golpes, al sorprender el apasionado beso fraterno con un tipo de mascadita coqueta al cuello (Miguel Ángel Hoppe), en tanto que los atrabancados, ridículos policías sabuesos Owen (Jorge Zárate) y Octavio (Esteban Soberanes), sintiéndose venal y moralmente obligados a capturar a los caníbales, persiguen con tenacidad insensata a todos los miembros de la familia, en compañía de sus congéneres y por la libre, acosándolos por callejones, cercándolos en su guarida y logrando ultimarlos, uno a uno, con la mayor saña y ferocidad, en el transcurso de una sola noche, aunque permitiendo sin querer que la madre escape por las azoteas, para ser linchada por las prostitutas del barrio a quienes había brutalmente ofendido, y que sólo la chava incestuosa manifiesta Sabina salve la vida, tras ser amorosamente llevada en brazos por un agente hacia una ambulancia y, días después, escape del sanatorio, para persistir en sus fechorías antropófagas, a solas.

Somos lo que hay (Foprocine / Imcine - CCC, 90 minutos, 2010), tardío debut como autor total del excomunicólogo unamita y cortometrajista-documentalista estudiantil cececiano de 37 años aprovechando el programa de óperas primas de su escuela Jorge Michel Grau (trabajos anteriores: Ya ni Pedro Pablo, 2003; Mi hermano, 2005; Kalimán, 2006; Más bonita que tú, 2008), galardonado con primeros lugares en festivales tan pintorescamente especializados como el de Cine FantAsia de Montreal, es una cinta declaradamente genérica, de horror, pero que arranca “en clave melodramática”, luego se afirma “cual versión nacional de Six Feet Under” (Ernesto Diezmartínez, en Primera Fila de Reforma, 3 de diciembre de 2010), después persevera en vehicular una “desafortunada historia de canibalismo llevada a los extremos del humor involuntario” con “incoherencias narrativas y especulaciones metafísicas que restan vigor expresivo a su propuesta”, conduciéndola al “desperdicio de un tema interesante” (Carlos Bonfil, en La Jornada, 21 de marzo y 24 de octubre de 2010), y en todo momento, de acuerdo con su realizador, desea sostener una alegoría del canibalismo social en tiempos de la narcodecapitación nuestra de cada día y demás, basada según él “en hechos reales” y tras una “amplia investigación sobre canibalismo”, porque sólo “es cuestión de salir a la calle y ver que nosotros somos nuestros depredadores; lo más peligroso del hombre es el hombre” (en entrevista con Rosario Reyes, en El Financiero, 1 de junio de 2010). Así pues, he aquí al canibalismo social como única e inalcanzable forma consecuente de khátarsis sumisoextrema, por el momento y como sigue.

La khátarsis sumisoextrema sociocaníbal oculta apenas, sin duda así, bajo el señuelo del género de horror, un florilegio de temas puntuales y punzantes, más o menos dispersos, precisados o nebulosos. Temas sin esencia ni raigambre genuinas. Temas diseminados por aquí y por allá: la muerte del padre, el sentimiento de orfandad, la crisis de liderazgo al interior del clan, la imposibilidad de asumir la responsabilidad, la desintegración familiar, la sobrevivencia impracticable dentro de la pobreza del entorno urbano, el puritanismo materno, la fobia al comercio sexual, la homosexualidad reprimida, la tentación incestuosa consumada, los ritos carnales, la voracidad del ascenso laboral, la rapiña del reconocimiento, el eterno retorno de la aberración, por ejemplo y sólo por señalar sólo algunos, y de seguro muchos otros. En realidad, ninguno de los temas mencionados se desarrolla en verdad, ni recibe un tratamiento con sustancia y profundidad. El tema de la muerte del padre se reduce a una inaugural agonía fastuosa, un descuartizamiento pregonado por funerarios grotescos y una desaparición tan extenuada como llegó. El tema del sentimiento de orfandad se reduce a una carnavalesca colección de relojes omnipresentes cual freudianobergmaniana obsesión por el tiempo a nivel del edificante anciano de asilo José Carlos Ruiz en Más allá del muro (Luis Eduardo Reyes, 2009), la acentuada lividez con cabellos cual desmejorada Llorona escuálida de la madre fantasmona, el inserto descontextualizado de una moneda que se oye y los irresistibles labios resecos de la hermana doliente. El tema de la crisis de liderazgo al interior del clan se reduce a una pugna meramente visceral entre hermanos y con ribetes por ende fratricidas, para acabar remitiendo a una caricatura-lectura grotesca-eco de Los hermanos Del Hierro del gran don Ismael (Rodríguez, 1960) donde deberán enfrentarse el hermano menor impulsivo-violento medio loco (Alan Chávez en el papel de Julio Alemán) y el hermano mayor sensible-sensato medio gay de clóset (Francisco Barreiro en el rol de Antonio Aguilar), pero que no van a tirar las armas para hacerse matar, sino que acabarán baleándose mutuamente para poder morir el uno en los brazos del otro, de su amado muy otro o su alter ego. El tema de la imposibilidad de asumir la responsabilidad se reduce a la perspectiva gratuitamente trágica de un conjunto de expectantes zapatos familiares bajo la cama y la figura óptica de un estrecho espacio en foco entre dos mamparas difuminadas. El tema de la desintegración familiar se reduce a otra inconfesable variación de la metafísica trunca de la familia ripsteiniana, cebada en el encierro de El castillo de la torpeza (1971, cinta con la que Somos lo que hay guarda un inmensa apagadísima similitud plástica) y en el abuso implosivo de Principio y fin (1993), a años luz de Diente de perro (Yorgos Lanthimos, 2009), la versión griega del mismo asunto mexicano de la desagregación nucleofamiliar causada por un autoritario padre enclaustrador, en la que, sin tremendismo ni sordideces a priori, pero con mínimos elementos paradramatúrgicos inteligentísimamente manejados, cada secuencia lograba producir un subversivo vértigo conceptual distinto. El tema de la sobrevivencia impracticable dentro de la pobreza del entorno urbano se reduce al golpeador numerazo intemperante del irascible Julián contra un cliente demasiado despectivo, la expulsión de los chavos pirañas del mercado por una lideresa lanza en exceso, los destemplados gritoneos de una inepta madre desesperomasoquista azotando cobardemente relojes contra el suelo y los sombríos interiores barriales de cualquier vecindario artificial para Morirse en domingo (Daniel Gruener, 2006) si bien careciendo de la sórdida frescura ingenuorromántica de esta cinta. El tema del puritanismo materno se reduce a meros arrebatos de histeria verbal contra las putas y pasar a la acción enfrentándolas, hacerles el numerazo de gritonearles públicamente (“Cerdas”) y dejarles a un pelotón de éstas, bien formaditas y de pasividad minifalderamente uniformada, a una de sus colegas carcomida, empaquetada y asomándose por una bolsa de vinilo negra a mitad de su calle, sólo para que la eterna madre arpía acabe despedazada al final como debe ser, por la infame turba de esas malditas, vueltas erinnias cocteausianas contra nuestra Orfea feísima para darle la razón a sus fobias, para certificar que el tema colateral de la fobia al comercio sexual se hallaba plenamente justificado. El tema de la homosexualidad reprimida se reduce al ambiguo seguimiento entre burlas juveniles al interior de un autobús suburbano y al ligue titubeante dentro de un antro gay sin la insaciable consagración deletérea que obtenía la Sangre caníbal de Claire Denis (2002) a través de sus metavampíricas atrocidades abismales. El tema de la tentación incestuosa consumada se reduce al encuentro desenfocado de los hermanos en una fotogénica tina, dentro de la cual poco después habrán de fajar en pudibunda elipsis bañista. El tema de los ritos carnales se reduce al lugarzazo común de una quejumbrosa mujer atada inmóvil sobre una plancha de disección y a unos cuantos cirios consumidos como velitas navideñas tras una cortina mosquitera, todo lo cual no da ni para la indigente sátira cantinflesca con los sacrificios humanos de pena ajena en El signo de la muerte (Chano Urueta, 1939). El tema de la voracidad del ascenso laboral se duplica con el subtema de la rapiña del reconocimiento y por fin se reduce a un pobre policía pinchísimo pero ubicuo y al gag viviente de un compañero obsesivo compulsivo a quien todos cagotean, hasta su teniente (Octavio Michel) y su exasperada pareja nacopolicial, por estar leyendo expedientes dentro de la patrulla o en la calle a todas horas. El tema del eterno retorno de la aberración se reduce a una monumental grúa en retroceso sobre la efigie de madre despedazada que pronto va a fundirse con la distante figurilla de la hija que huye a la vista de todos, en bata blanca y la cara parchada con un esparadrapo, por la escalera de escape de un hospital y, acto seguido, asaeteada por las cuerdas agudísimas de una música ensordecedora, mostrada en un big close-up ligando incauta víctima viril con una pasmada sonrisa futura. Sin duda, estos confinamientos expresivos, más que confines temáticos, o con fines temáticos supuestos, vienen a ser, a la vez, las escasas virtudes, los abundantes defectos y los peores desperfectos de la cinta de Michel Grau (miembro de la promoción del CCC orgullosamente autonombrada Los Yaparakés). Valorado este último, hiperbólicamente, por algunos despistados, como el nuevo Guillermo del Toro mexicano, nunca se sabrá si cual deturpación o elogio, tanto a él como a las viandas corporales y creadoras ofrecidas a la degustación del espectador caníbal.

La khátarsis sumisoextrema sociocaníbal opera a mansalva y en hueco, por otra parte, ocasionando que la dimensión del horror en sí se torne más bien menesteroso thriller descompuesto. No va más allá de ciertos caprichos terroríficos, como el dedo con uña rojísima hallado en la panza paterna y ahora nadando en un frasquito. No va más allá de homenajes demasiado evidentes o puerilmente subjetivos al joven Peter Jackson (Picadillo, 1987), a James Cameron (Terminator, 1984), Andrew Dominick (El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, 2007), a John McTiernan (Duro de matar, 1988) y al imprescindible David Lynch (Terciopelo azul, 1986); restos y escorias de anónimo horror gore o splash a modo de guiñapos repulsivo-revulsivos, como el arrancamiento de suculenta nariz por una dentellada, incisiones a la piel hendida al detalle y los insistentes acercamientos al mordisqueado rostro sanguinolento de la prostituta desmadejada y metida en bolsa negra y dejada por la madre enloquecida en un dintel callejero a modo de ornato admonitorio entre las pirujas colegas; guiños cinefílicos, como ese cadáver paterno aderezado con particular por los mismos actores-trabajadores de la morgue (director funerario / Juan Carlos Colombo y Tito / Daniel Giménez Cacho como para indigestar a cualquier caníbal) de La invención de Cronos (Guillermo del Toro, 1992) sólo que 18 decrépitos años después, pero siempre igual de acerbos criticosociales sentenciosos (“Tanta gente se come entre sí en esta ciudad”) y ahora teniéndoselas que ver, sin deberla ni temerla, ya no con un draculita chafo ahíto de chafonas pretensiones profunditas, sino con un caníbal chafísimo en declive; y morcillas-cuchufletas inofensivas y forzadas a la actualidad escandalosa de antier, como el ofrecimiento intempestivo de una puberta doncella (“Mira esta botellita” / “Eso es para políticos o empresarios, no te puedes equivocar”) o la alusión a una Unidad Bicentenario. Jaladotas, exageraciones, caprichos, grandilocuencias, por un lado untado, y por el otro, barruntos, resabios, desviaciones, impotencias, promesas incumplidas, desencantos, polvo, nada.

La khátarsis sumisoextrema sociocaníbal funciona a la perfección aquí como una fantasía misógina y homofóbica sin escrúpulos ni sutilezas, o sea como una fábula abiertamente ojete que cree serlo por excelencia. Una puesta que apesta desde su apuesta. Si bien, justo es decirlo, la incursión en lo abyecto (a veces deliberado, a veces irresponsable) y el gusto por ostentar y exaltar tácitamente la abyección (la propia, la ajena, la transferida) se advertía ya ¡y de qué manera! en el cortometraje docuficcional Kalimán del mismo autor, donde el titular no era “un superhéroe de carne y hueso”, como lo proclamaba la archiparca nota explicativa de la cinta, sino un infeliz esquizofrénico que era objeto de escarnio tanto para los habitantes de una unidad habitacional (en especial de un par de niños sadiquillos) como de la cinta misma, orillándolo a hacer desfiguros sin cuento y provocándole vistosas crisis visionudas a placer, atropellándole sin clemencia sus derechos humanos e inhumanos. Al nivel del documental 1973 del también cececiano Antonino Isordia (2005), donde, por mero gusto, se inducía un trauma de por vida a un niño, al revelarle frente a la cámara la verdadera naturaleza monstruosa de su querido tío matricida-fratricida gratuito en prisión, sólo para contemplar cómo reaccionaba el peque y enseguida difuminar su imagen, por razones legales. Luego entonces, no será por azar que el escritor-director Michel Grau se ufane de haber propiciado un tipo de actuación sui generis de parte de su elenco, trabajando con ellos varias semanas antes de filmar: “Fuimos a morgues, a autopsias, a rastros y al final tuvimos dos semanas de aislamiento total, donde ellos no se relacionaban con nadie más que conmigo y, cuando terminó este aislamiento, empezamos la película, para que ellos trajeran a flor de piel esta adrenalina, esta carga de soledad” (entrevista citada, con Rosario Reyes).

La khátarsis sumisoextrema sociocaníbal intenta sublimar la unidimensionalidad de su tedioso propósito suponiendo y disponiendo un reiterativo despliegue formal que se cree insólito y artístico per se, porque abarca varios, vistosos y calculados elementos significativos y desatados. Entre ellos, las enfáticas embestidas tautológicas de una música del buen compositor culto Enrico Chapela siempre a base de largas notas mesmerizantes en cuerdas y jugueteo de alientos y chirridos destemplados. Entre ellos, los manierismos ensimismados de la cinefotografía de Santiago Sánchez que se desvive por seguir los cuestionables pasos narcisistas y autárquicos de modelos neopomposos (en pos de un cine de fotógrafo, que no de realizador) como el omnisaboteador esteticista Eduardo Martínez Solares de Malos hábitos (Simón Bross, 2007) o Sin ella (Jorge Colón, 2010) a base de reenfoques / desenfoques de front / backgrounds siempre parciales y reflejos en cristales / espejos sucios y secuencias enteras en penumbras devorantes que impiden con gran eficiencia seguir cualquier acción. Entre ellos, los alucines ombliguista-miserabilistas de la dirección de arte (de Alejandro García) y, por si fuera poco, una edición pre / posapocalíptica (de Rodrigo Ríos) con avidez escamoteadora de DJ diarreico. Todos esos factores expresivos, sólo en segunda instancia al servicio del relato minimalista (inflado / desinflado) o de su eficacia (superinfladísima), al estilo mucho ruido y pocas nueces de un infracanibalesco “terror insípido” (Jorge Gallardo de la Peña dixit en Milenio Diario, 25 de diciembre de 2010). ¿Razones congénitas de una cinta genérica con malformación anencefálica?

Y la khátarsis sumisoextrema sociocaníbal era por acritud una reflexión involuntaria sobre la pequeñez de los especímenes humanos (incluyendo a los caníbales y a los narradores-voceros de los caníbales) frente a sus propios apetitos y necesidades.

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9786070295096
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