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Y la khátarsis limiteinadaptada era por indeliberado tributo irrespetuoso a la gran filósofa Shakira una demostración contundente de que no se puede vivir con tonto veneno.

La khátarsis futurosegregacional

Unos están condenados a vivir de día y otros de noche.

En virtud de que años atrás, al principio del nuevo orden futuro, una enzima fue inyectada al ADN de todos los seres humanos para que sólo existiesen habitantes en turno diurno y habitantes en turno nocturno, perfectamente bien segregados por la simple luz solar, sin posibilidad alguna de mezclarse, pero residiendo ambos grupos en un virtual océano de obligatoria tranquilidad artificial, ha quedado así resuelto el acuciante problema de convivencia planteado por la sobrepoblación del planeta, y todo eso puede leerlo hoy el remordido científico centenario Abraham (Juan Carlos Colombo exhibiendo arrugas faciales de paisaje bicentenario), usando unas diminutas gafas rojas y deletreando con índice de rosado fuego extinto las líneas interdictas que aparecen y desaparecen sobre las críticas páginas de los diarios legados del Dr. Paul, autor de los fundacionales experimentos bioquímicos que dieron origen a los nuevos tiempos, empezando por los 1600 días antes de la inauguración de ellos y retroalimentando consigo mismo la rebeldía que llevó al hoy clandestino lector provecto a reinyectar a su barbilindo hijo veinteañero Urbano (Manuel Balbi) para intentar cambiarle arbitraria, riesgosa y transgresoramente de turno vital y de mentalidad, rumbo a la investigación que está realizando, tendiente a conseguir que pueda vivirse en los dos turnos mutuamente excluyentes a la vez, tras lograr que su bello muchacho de ojos expresivos rescate y adopte como protegida suya a la precocísima infante encantadoramente archiquieta y ultrasensata Luna (Gala Montes de Oca), jugando con ella a juegos remotos como los palitos chinos y paseando juntos por un parlante jardín botánico, no obstante haber sido reportada la chiquita como cuerpo extraviado, tras ser arrebatada a su progenitora, la hermosa médica forense de cara alargada Aurora (Sandra Echeverría), quien la ha visto esfumarse de la nada en la nada, no se consuela por la pérdida de su hija y la busca calladamente, aparentando serenidad, cuando debería sentirse orgullosa de esa evanescencia, en ese mundo donde las madres sólo son consideradas protectoras de su progenie, de esos seres habidos sin contacto físico, y donde las relaciones afectivas están prohibidas, pues se consideran sacrilegio y son, por ende, punibles, tal como se lo recuerdan a la inconsolable infeliz su jefe disciplinario el Doctor (Ari Brickman) y su tenaz asistente (Andrea Damián).

Al indagar desesperada e irracionalmente el paradero de su hija sentenciada a muerte en la red cibernética que gobierna la ciudad y a todos aísla y guarece del espacio exterior, la joven topa con el disidente muchacho protector que también a ella solapa, y se enamora de él, pese a vivir en turnos distintos, enfrentando codo con codo, aunque en paralelo, la misma amenaza, pues al tiempo que la mujer sigue los consejos del anciano padre científico que la ha abordado con propósitos represores en un parque público, éste recibe admoniciones fatalistas del Señor de la Cúpula (Fernando Becerril) que sabe de antemano el destino autodestructor que arrostran los tres héroes, quienes en efecto empezarán a compartir un sitio común para permanecer durante el cotidiano estado de reposo, despertando y durmiendo una al lado de los otros según el ritmo de sus turnos, sin llegar a hablarse directamente, fuera de los mensajes dejados en las computadoras, hasta que el trío logre concertarse para cruzar en un caprichoso auto cuadrado ad hoc el túnel que los separa del Exterior de todos tan temido, lleguen a una playa y residan allí, a los cuatro vientos, por tiempo indefinido, expuestos a lo peor, en un extraño remanso de dolor y felicidad auténtica, sin realmente compartir la vida corporal, ni contar con que cierto inopinado eclipse solar habrá de reunirlos en una providente vigilia efímera, todos ellos despiertos por primera y única vez, antes de perecer aniquilados bajo esa fugitiva síntesis de luz y tinieblas.

De día y de noche (Arte 7 - Cadereyta Films - Foprocine / Imcine - Eficine 226, 95 minutos, 2010), ópera prima del fundador en 2001 de la escuela de cine Arte 7 y productor de 36 años Alejandro Molina (películas tan estéticamente heteróclitas como Espérame en otro mundo de Juan Pablo Villaseñor, Ópera de Juan Patricio Riveroll y Los ladrones viejos: las leyendas del artegio de Everardo González fueron por él producidas todas en 2007), con guión suyo y de Roberto Garza Angulo, es lo más semejante que podría concebirse como una película-señuelo. Se previene bajo la advertencia de asemejarse a cualquier forma de figuración que atrae despertando el apetito de otras especies voraces, que pone la carne como cebo para cautivar al halcón remontado. Predomina el desconcierto ante el descubrimiento paulatino de unas extrañas aunque estrictas reglas del juego futurista que en un principio parece abrupto mientras ellas simulan arbitrariedad. Pero esto pronto se arregla, se soluciona, se estanca, pese a sus continuos aunque escasos sobresaltos anecdótico-dramáticos (pues nada hay más escandaloso en el relato que un rostro escamoteadamente convulso o una lágrima derramada) y su poética sorpresa final eclíptica-eclipsada. Pronto habrá de imponerse una atmósfera única de morgue, equidistante de las semifantasías descendentes del estadunidense-barcelonés Brad Anderson (El maquinista, 2004) y el húngaro Benedek Fliegauf (Dealer, 2004), en virtud de un hábil, sencillo y lacerante uso de mínimos, escasos elementos y ámbitos. Pronto habrá de dominar un hieratismo de movimientos manejado como núcleo intimista de las relaciones inmediatas de cinco personajes centrales y sólo dos o tres comparsas en torno suyo, capturados todos al interior de una realidad deificada, reificada, congelada, en pos del concierto de una sola exclusiva y excluyente khátarsis futurosegregacional, como sigue.

La khátarsis futurosegregacional exaspera un tierno combate. Diálogos moderadamente esotéricos (“La enfermedad de la mente radica en nuestros deseos”, una cacofónica voz femenina en off a modo de impersonal Big Brother indiferente al escapar de lo real-relato-film por un túnel interminable (“Aproximándose al límite territorial: no hay retorno posible”), secuencias a base de automáticos campo-contracampos de imperturbables figuras enfrentadas que contrastan con secuencias con resoluciones en apariencia inertes a base de acariciantes planos frontales o de perfil en absoluto recogimiento íntimo, un encuadre fragmentador e incluso decapitador, backgrounds desenfocados, top-shot de salida de edificios vagamente metafórica, two-shots en giro, rostro infantil con cabello azotado por el viento cual amada obsedente imagen última de La jetée de Marker (1962), sobreimpresiones y lucecitas. Un lenguaje corporal de los intérpretes reducido a los infinitos matices de la vivacidad expresiva de sus miradas solitarias cual monólogo interior carentes de líneas con todo hacia adentro como subproductos de robots con emociones inhibidas imposibles de expresarse con libertad. Una morgue, un rincón para computadoras, un jardín botánico y un parque desiertos, un par de metálicas sillas altas para encarar al poderoso de la Metrópoli, un aposento con planchas de hibernación cual habitación fría y aséptica única de La piel que habito de Almodóvar (2011), dos frontispicios de modernas pirámides flamígeras que son en realidad locaciones insólitas del DF muy reconocibles (el Espacio Escultórico de Ciudad Universitaria, el Museo Anahuacalli, la Casa Olmeca y así), un túnel a manera de ruta de escape interminable, una playa de liberador baño simbólico para marchar y chapotear como pingüino, un sueño pesado. Colores de vómito acogedor, ascetismo grisverde, cúpula de luz, intolerables reflejos arenosos o solares. No va más, eso es todo, y secretamente, no lo es.

La khátarsis futurosegregacional es hibridez pura. Híbrido como mezcla de distopías provenientes a un tiempo de las sarcásticas pesadillas futuristas de Un mundo feliz de Aldous Huxley y del 1984 de George Orwell (siempre tan deficientemente adaptado al cine): he ahí la interdicción sexual-sentimental en un frenético álbum de imágenes visualmente visionarias de THX 1138 (Lucas, 1971), he ahí la oprobiosa sensación de tranquilidad malsana ante la asfixiante sociedad supersegregada de Gattaca (Nicol, 1997), la procreación dirigida en contra de la infertilidad de satisfactores individuales-sociales de El cuento de la doncella (Atwood-Pinter-Schlöndorff, 1992) o el fabulesco microcosmos profilácticamente aislado / mutilado / cercenado del universo circundante en La aldea (Night Shyamalan, 2004), y muchas cintas célebres más. Hibridez de una minimalista estética entre letárgica y aletargante, entre simbólica y espartano-precortesiana, solamente alusiva y tercamente alegórica, reducida no sólo a su mínima, sino a su ínfima expresión, cual estética de pintura tachista o puramente conceptual o más bien artísticamente preconceptual o neoconceptual, preconcebida, posmoderna, nacida muerta si bien todavía y aún así palpitante, gracias a la fotografía atmosférica por despojamiento de Germán Lammers (el mismo de Labios rojos y Acorazado aunque parezca mentira) y a una oportuna música mutante del avanzadísimo compositor danés-islandés Johann Johannsson.

La khátarsis futurosegregacional trabaja el minimalismo genérico. Aunque se enfrente al género más ostentoso y derrochador: la ciencia-ficción, lo aborda con mayor talento e higiene que los maxicongestionamientos poscristeros de 2033 (Francisco Laresgoiti, 2009) y como nadie jamás se había atrevido a acometer aquí, salvo por razones obvias algunos delirantes estudiantes de cine (en especial cuequeros) cada tanto y tanto o en tropel, a veces con notables resultados grifohilarantes (Paco Chera o el Chubi de Benito de Gerardo Lara, 1982), espectroamarillentos (Después del invierno de Pablo Mendoza, 2004) alteroandroides (NIA de Francisco X. Rivera, 2006) o comalaberínticos (Proyecto Panorama de Roque Azcuaga, 2006), y en ocasiones hasta con una fotogenia gélida muy semejante a la de Molina, como la de la posholocausticobelicista Némesis de Fernando Flores Alvarado (1987) o de al tiro tipo publicidad para vender gavetas sempiternas en los Mausoleos del Ángel. Imposible competir con la ciencia-ficción poshollywoodesca, llena de efectos especiales, aunque muy posible hacerlo con imaginación, procurando que todo resulte inconfundiblemente mexicano, arcaizantemente mexicano, como de retrovisualidad de pirámide azteca de El signo de la muerte (Chano Urueta, 1939) con hipercivilizadas ánimas desarraigadas en pena visceral en Viaje a Tulum (Eduardo Villanueva, 2011), viniendo a ser uno de los pocos intentos mexicanos exitosos de crear una ciencia-ficción a base de mitos genéricos, pero sin tonos restaurativos. Incluso la crucial presencia dramática e interventora-propiciadora del eclipse va a cobrar una dimensión telúrica y cosmorromántica tan grandiosa como las del mismo celeste fenómeno vuelto doblemente estelar en Eclipse total / Dolores Claiborne (Hackford, 1995) y Las armonías de Werckmeister (Tarr, 2000), pero con cuánta menos ampulosidad y mayor concisión trágica. Así se plantea la paradoja de una película sobre las consecuencias de la sobrepoblación con las imágenes más despobladas concebibles y desde ellas.

La khátarsis futurosegregacional escalona una verdadera escalada de temas profundos abiertamente propuestos, sobre la cuerda floja y caminando en arenas movedizas, entre la sublimidad y un ridículo curiosamente enfático por su negación misma. Una cinta sobre la deshumanización, la pérdida de contacto humano y sus sensaciones, el dolor irreprimible de la pérdida entrañable, el llamado irrefrenable casi instintivo a la desobediencia y la transgresión en una sociedad que se ha esforzado por eliminar el instinto e hipotéticamente ha acertado, el mar de una tranquilidad ajeno a la revuelta donde ni ésta misma se enrabia ni solivianta, la fuerza de las paralelas lágrimas espontáneas y escandalosa y subversivamente resbalando de los ojillos de la chavita y la madre a sus inalterables mejillas al margen de cualquier voluntad e intención, el conflicto de un científico ligado al poder y coadyuvante en sus mecanismos de control extremo (“Debemos erradicar su deseo de vivir en ambos turnos”) que un buen día se cuestiona medianamente arrepentido para lograr vencer sus dudas y ayudar a los demás arrostrando el castigo (el suyo y el de ellos: “El Exterior será su tumba”), el sentimiento de nostalgia por la existencia que solía fluir libremente, la desintegración de la idea misma de familia, el control totalitario que ha conseguido penetrar hasta la médula de la imaginación y del deseo, la lucidez impulsiva de la fuga en contra de la conformidad y la cultura coaccionante-represora, el redescubrimiento de sentimientos aún más fuertes que la mera genitalidad excluida, tales como la ternura o el erotismo en sí, escondido, aflorando bajo horrendas mallas matapasiones y deserotizantes. Todo ello en función de la vida interior, una vida interior ligada en más de un sentido visual y temático con las icónicas experiencias semiolvidadas de Dreyer, una vida interior para atisbar y acaso hacer reverberar el alma, a través de sus movimientos titubeantes y alternos.

La khátarsis futurosegregacional lleva la muerte en el semblante. Como la mayoría de los personajes siempre emblemáticos de distintas actividades de Lang o Bergman, los héroes de Molina van a aprender a lo largo de su aventura-experiencia algo sobre sí mismos, en esencia y en acto; algo fundamental y trastornante-trastocante acerca de su propio código, el que erróneamente creían manejar e incluso dominar, y del código social al que obedecen, quizá ciegamente; algo crucial sobre sus emociones y sus límites. Por eso, acaso fatigados por la inmarcesible carga de su inminente trascendencia inmanente, los tres protagonistas acabarán fulminados cual Nosferatu (Murnau, 1922) en Alamar (González Rubio, 2010) por esa malvada conjunción radiante de luz / oscuridad, maravillosa, anonadante y final, entre las olas y los magníficos riscos.

Y la khátarsis futurosegregacional era por cálculo infeccioso-libertario la náusea estática aunque palpitante de un marasmo dentro del vaso de agua de una diafanidad sombría.

La khátarsis pluriderrotista

¿Todos los viajes son sin retorno, no importa qué tan lejos vayas?

Sin deberla ni temerla, así lo afirman el epígrafe y la filosofía marihuana de dos jóvenes amigos motos, el hirsuto feote aventado Mauricio apodado Mau (Guillermo Iván) y el rollero carilindo reticente apodado Chespi (Eric Hayser), que se han sentado con los pies colgando en el malecón de Tijuana para enmotarse a gusto y platicar babosadas, sin duda por mera ociosidad, ensoñando un poco, haciéndose imprecisos reproches divagantes porque el primero cree en el sexo instantáneo y el otro tiene ocho meses sin coger con su amiguita Mariana porque no quiere forzar las cosas, sino que se den de manera natural, o bien se hacen confidencias acerca de un reciente incendio doméstico provocado por un quinqué que ha dejado al Mau sin hogar por el momento, o algo por el estilo.

Pero lo que no se imaginan es que de repente, también sin temerla ni deberla, serán testigos en pavoroso riesgo mortífero de una matanza a balazos entre las atroces pandillas criminales comandadas por el Don (Scott Clarkson) y el A. J. (Andrew Deichmann) que exterminará a todos los participantes. Ni se imaginan que, al salir de su escondite instantáneo y empezar a registrar cadáveres, encontrarán dentro de un maletín abandonado la fortuna de ochocientos mil dólares en billetes de a cien y podrán adueñarse de ella sin dificultad. Ni se imaginan que, tras enterrar el botín en un baldío, se irán como potentados a celebrar su buena suerte en un antro de table dance, se quedarán extasiados con la guapísima bailarina colombiana Soledad (Rossana Nájera sensacional), la llamarán a su mesa y le pagarán ostentosamente la salida, sin sospechar que la irresistible mujer tiene mucha cola que le pisen, ya que es amante del agente de policía Marcos (Mario Zaragoza) que ha sido comisionado para atrapar a los delincuentes diezmados, es asediada por el sádico propietario del table Don Juan (José Sefami) para que le ayude en el reparto de droga entre los clientes (a lo que la bella inerme heroicamente se rehúsa o finge ceder) pero pronto asesinado de un tiro en la frente por sus propios cómplices, y es la responsable del telefonema por celular (“Don Juan te va a traicionar”) que provocó la masacre del malecón entre los difuntos hampones negociadores, tan ávidos de felonías y tan temerosos paranoicos de ellas, y sus sobrevivientes, ahora comandados por un atrabiliario Amargas (Ernesto Álvarez) que sigue enfurecido los pasos de la teibolera y de sus acompañantes poseedores de la billetiza a recuperar (pago de un cargamento que nunca recibieron sus destinatarios) e indagatoriamente cada vez más de cerca.

Tampoco se imaginan los dos cuates medio suertudos medio pelmazos que, paseando de a tres con la chava por la nocturna orilla del mar y buscando cuáles caprichos satisfacer, tropezarán con el tronado gringo pintor de barba blanca James (Jim Boerlin) a quien le comprarán en 50 mil dólares el codiciable yate idílico en que vegeta y luego confraternizarán con él. Ni se imaginan que coincidirán en el mismo solar de una plaza con la pandilla del Amargas, que los capturará a todos menos al Mau y los llevará a un Cerro del Diablo donde los pondrá de rodillas sobre el abismo para que se comuniquen con su compañero faltante y lo hagan venir con el maletín de la fortuna. Ni se imaginan que, aún más inmersos en otra matazón causada por el cerco tendido por el agente Marcos que irrumpe cerro arriba echando endiablados tiros a diestra y siniestra contra enemigos y criaturas entrañables, y a punto de perecer en ella, serán los únicos sobrevivientes, entre los cadáveres del James, la Soledad y todos los demás. Ni se imaginan que se ha hallarán de nuevo de cara al ocaso del horizonte marino y sin dinero para pasar siquiera la noche bajo cobijo, al final de su desventurado viaje aventurero sin retorno.

Sin retorno (Arte Post Producciones - Efi X Cine, 96 minutos, 2011), ópera prima como realizador-coargumentista-productor-protagonista del joven actor de cine y TV Guillermo Iván (sin experiencia previa en el campo de la dirección pero habiendo hecho provechosas apariciones breves en filmes como Mentiras piadosas de Ripstein, 1989, o en Labios rojos del Rafa Lara, 2008-2011), con guión suyo en compañía de Ragnar Conde y del intérprete coestelar Eric Hayser, resulta a priori una aventura del azar policiaco-criminal simpática, aunque menorcísima, al colocar a la derrota al centro de la ficción radiada y en el puesto de mando. Pero además, al abarcar y ocupar todos sus órdenes económicos y morales, la misma derrota fatal-fetal se multiplica, prolifera y erosiona las restantes seguridades del film, extendiéndose a su estructura, forma, función y fisión narrativas, indisolublemente ligadas o dispersas, poniéndolo ahora sin freno ni miramientos en busca de una demencial y destemplada khátarsis pluriderrotista, como sigue.

La khátarsis pluriderrotista sabe que varias lunas pueden alumbrar la misma noche. Se recurre a una estructura en racconti. Un puñado de historias colaterales, reenfoques, segmentos desprendibles, piezas de un rompecabezas en el que todo debe embonar con exactitud bajo los subtítulos de “La soledad”, “La traición”, “El inicio del viaje” y “De vuelta a la realidad”. Cada relato hace retroceder la acción principal, le cambia el punto de vista y su perspectiva, la alcanza, la rebasa y termina haciéndola avanzar casi a trompicones. Pero esta estructura-puzzle en racconti, si bien inesperada e ingeniosa, creativa y ambiciosa, acaba siendo acaso infructuosa e ineficaz. Más cerca del triste síndrome Ripstein-Garciadiego (tipo aquel bodrio aún inexhibible tras ocultarse ante los tribunales La mujer del puerto, 1991) o de la reiterativa gratuidad ahíta de truculentos flashbacks inútiles aclaraelipsis Arriaga-Iñárritu (Amores perros / 21 gramos / Babel / Biutiful, 2000 / 2003 / 2006 / 2010) que del arranque del clasicismo relativista moderno por Welles / Kurosawa (El ciudadano Kane, 1941; Rashomon, 1950) o del más inventivo thriller hiperliterario gavaldoniano (La diosa arrodillada, 1947) o de algún fallido cine reciente con más elaborada autoconciencia (tipo Borrar de la memoria de Aviña-Gurrola, 2006-2011). Complica las cosas en vez de explicarlas, les concede una falsa complejidad, las adoba, las desdibuja, las enreda, las emborrona, las intrinca, las descontrola, las enmaraña, las trabuca, las equivoca, las abate, las avergüenza, pero de ninguna manera les ofrece mayor riqueza ni hondura, ni siquiera sorpresa alguna ni trastrocamientos significativos al interior de una confusión hartante de arteros planos cerrados.

La khátarsis pluriderrotista permanece en el umbral del amor loco. La seductora multicodiciada y multisolicitada Soledad funge como presa común. Hembraza mimosa sin dejar de ser sexosa con su mando policial, heroína de posmelodrama arrabalero mexicano de los cuarentas, sujeto a destacar a esculpidoras contraluces mientras se escucha alguna cancioncita supermeliflua en la delicuescente voz de Duina del Mar (Para volver a empezar), sex-symbol instantáneo que hace excitantes cabriolas y calistenias unicoreográficas ayudada por el tubo entre coloridos fogonazos lumínicos (cual sustituta perfecta de Meche Carreño en la lujuriosa Zona roja inventada por Emilio Fernández, 1975), enmascarado objetazo erótico reptante y desnudante con el tubo-falo en su trasero que deja atónitos y corta el estupefacto aliento de los inexpertos protagonistas, a la vez que a toda la escamoteada concurrencia en off (integrada en lo fundamental por todos los cinespectadores sin salivosa excepción). Pero no hay que entusiasmarse demasiado; sólo trata de una traslación de la taconeante Marga López del Salón México o de la talonera Ninón Sevilla de Víctimas del pecado (el hierático Emilio Fernández otra inmutable vez, 1948 / 1950) cual emputecida madre sacrificada de un niño a quien le habla todos los días hasta su distante patria colombiana y que sabrá morir destripada por el fuego cruzado de su galán emboscado sin mayor pathos ni énfasis funerario. No hay necesidad de absolver aquí al amor absoluto ni a la atracción fatal, el retraído-retrógrado estereotipo hechizante se neutraliza y se banaliza solitito.

La khátarsis pluriderrotista comienza con un reguero de cadáveres sanguinolentos y termina con otro, en espejo, en anillo. No obstante, sin dejar en ningún momento de manejar clichés ya muy probados, el film resulta más o menos efectivo en su enésimo retrato con forma de subthriller de un paisaje urbano degradado y su bestial fauna característica hasta el retorcimiento de convenciones y la clonación absurda de retazos de un cine-espectáculo genérico de éxito presuntamente asegurado, esteticistamente más aventado y abstracto que inflados fracasos pretéritos tipo Nicotina (Hugo Rodríguez, 2003) o así, pero a menudo parece más una alucinada serie de imágenes y escenas interconectadas que un drama real, mezclando cierto número de caracteres con un delirio prefabricado a base de música estridente y agringadamente popular con injerto de baladas alivianadas en contrapunto de Daniel Medina, fotografía brillosa a rabiar con la agresiva cámara en nerviosa e incomodante tremulación perpetua de Jorge Román, envolventes efectos visuales digitales paralíticos de Nicolás Coronado, implacable edición certera de David Constantino, diseño sonoro sin piedad de Germán de León y una rebuscadísima dirección de arte de Gelasio Dueñas en pos de cualquier insólito de pacotilla deslumbrante. Todo ello podrá dar como producto una vistosa feria efectista en despoblado y una forma de objeto fílmico, hasta cierto punto original-excepcional por excedida, con destellantes y descarados lamparones de luz en interiores o en interiores, tracking-shots buscadores y en parcializador acoso cámara en mano, espacios fractales o laberínticos del table esculpidos en la oscuridad, atisbos exasperantes detrás de cortinas de colgajos / paredes / obstáculos / adornos, diálogos en ocasiones altisonantes o farragosos ¿como los personajes que los profieren? (“No entiendes lo maravilloso que es el universo, has perdido la capacidad de asombro” / “Creo que ha habido un crecimiento sorpréndete en ti, pero te falta comprender la diferencia entre ser princesa y ser reina, si no me distribuyes no me sirves” / “Es la ley de la vida: el más fuerte se come al más débil” / “Hay un sistema que rige este mundo, dicta nuestros destinos, y no le importa ninguno de ustedes, no le importa una mierda cómo se sientan el día de hoy, y no le interesa saber si lo que creen es correcto o incorrecto”), intimidante juego de relaciones de fuerza (léase humillación brutal con los subalternos tanto por parte de los hampones (ese dominó inaugural a dentelladas orales) como de parte de la policía (ese trato como cerdo engordado y consecuente perdedor que concede Marcos a un archisometido Loyola con cola de caballo emblemáticamente idiota que sin embargo le dará el pitazo crucial para fulminar a los criminales organizados), detalles potencialmente graciosos y hasta hilarantes que pasan inadvertidos por estar mal valorados (el letrero de Game Over escrito sobre un monitor de videojuegos al término de un agitado tiroteo en las oficinas del antro devastado, secuencia dislocada posPierrot el loco a la hora de unos arrumacos cachondones en un sillón para comenzar algún capítulo, disparos de ejecución o remate homicida hacia la carota indefensa o de plano hacia el ojo de la cámara, trastornantes encuadres chuecos en molto legato, ritmo trepidante a fortiori, contrapicados sistemáticos casi constantes sin parar, uso altanero-discriminatorio-vengativo de un idioma inglés bastardo (“Pay attention, Negro, Pay attention, this is how we win”) sin duda procedente de Los bastardos (Amat Escalante, 2008), repegones de nalga y verdaderas cogidas parados por los pasillos ad hoc del antro, frontgrounds pateadora y excluyentemente desenfocados, repeticiones del Don contestando la catastrófica llamada traidora por celular en un instante álgido, apetitosos billetes ensangrentados bajo el cenicero de cristal como una colilla más, visión tras el cristal pringoso del auto, irrupción del abuso policiaco en el saqueado depto-cuarto de azotea de la perseguida Soledad ya denunciada por sus vecinas-meseras compañeras de antro para salvarse del interrogatorio-tortura, sicarios hurgando en las fotos íntimas de la buscada perra más ultrajada por ello que por cualquier manoseo probable o frase amenazante (“Tu hijo tendrá una madre que dejó de ser prostituta para volverse abono para la tierra”), linternas con haces de luz cegadora, fotogénica y todoatropellante corretiza portuaria, patiza preventiva a los héroes para que no anden de chismosos, y la gran idea trágica de la balacera matapasiones en las alturas cerriles con sonido suprimido (a lo Satyajit Ray / Klímov / Spielberg / Raimi) para que ensordezcan hasta los descompuestos gritos de dolor de ese sardónico-irrisorio Comandante Marcos (el mismo que ordenaba aplastante: “No disparen hasta que yo lo decida”).

La khátarsis pluriderrotista pone asimismo en su epicentro aquella maldita suerte de todos tan temida. Se niega y se afirma verbal tanto como en acción la coincidencia, pero aquel mismo cuate barbilindo que la negaba acabará madreando feamente al anciano que desde tiempo inmemorial acostumbra tirarse todos los martes a una enamorada que se llama Magdalena igual que la madre del muchacho. Por coincidencia los héroes estuvieron presentes en el precipitado ajuste de cuentas aniquilador como únicos herederos efímeros y por coincidencia serán atrapados a la mañana siguiente por matones espantapalomas que se abalanzan sobre ellos como si los estuvieran esperando, no en el lugar fijado sino en el engarce de dos episodios clave. Pero también, por mera coincidencia, el agente Marcos deja por la tarde a su cariñosa amante y por la noche la estará buscando a lo desesperado tras reconocerla en las imágenes de una cámara vigilante y acabará emboscando en un cerro a los secuestradores de la mujer y abriendo un mortífero fuego policiaco-militar contra ellos que también será terminal para ella.

Y la khátarsis pluriderrotista era por socavamiento existencial un conato de fábula sin moraleja ni mayor relieve dramático o humano.

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9786070295096
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