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Segunda parte
│El aplauso rosa│

Amé, sufrí, gocé, sentí el divino soplo de la ilusión y la locura.

Luis G. Urbina, Así fue

La vida ensoñada

Una ululante parvada de porristas en microvestido deportivo, cachunas escapadas de Estos locos, locos, estudiantes (Cardona hijo, 1984), invade la suntuosa amplitud de la pantalla ancha en plano general, para irrumpir en los pétreos jardines del opulento conjunto hotelero de Acapulco (“Aquí en Acapulco es sólo gozar / Acapulco amor / Acapulco, baila conmigo”) donde tendrá lugar la turística acción de la más juvenil Fiebre de amor (Cardona hijo, 1985) en el cine fresa mexicano de los ochentas. A zancadas trepan las chavas una escalinata versallesca-colonial, se forman, se emparejan perpendiculares a la cámara, e inician los pasitos de lo que se sueña a sí misma una coreografía faraónica. Omnipresente suena ahora en off la voz que les abrirá las puertas de la percepción extasiada, la voz que les revela alguna parte divina en ellas, la voz que se adueña de su presente sin pasado y excluye al futuro, la ansiada voz provocadora, de aullidos del alambicado Luis Miguel (“Tú has causado en mi existir / la más bella sensación”). Como respuesta universal a ese conjuro, las fuentes artificiales elevan cascaditas de agua, tres delfines saltarines exhiben la gracia de pasar a través de un aro en el parque de diversiones, y la chaviza en desatada gimnasia aeróbica se despliega, corretea por doquier, intercambia posiciones, volteando sus playeras por turno, para integrar letra por letra, cual apoteosis de pionera comedia musical de los treintas, los créditos estelares del film (Videocine presenta) hasta llegar a los de Lucerito y Luis Miguel, a punto de interpretarse a ellos mismos y sin necesidad de cambiar sus apelativos actorales, como masivo acto de fe íntimamente compartida. A la invocación de su autónomo nombre de pila sin apellido, el ídolo prefabricado surge en sudadera roja y albo pantalón, para entonar entre sus chicas hierofantes la canción-tema “Fiebre de amor”, como sol resplandeciente; pero de pronto, apenas su voz ha concluido la baladita, se hace de noche sobre una joven que salta hacia la orilla de un estanque domesticado, bajo una imposible luna impasible.

A semejanza de su eternizada secuencia inicial, la ficción está cerrada de antemano y sólo remitirá a ella misma. Film-excipiente, film-concha acústica para seguir inventando glorias sonoras, film recirculador de video-rolas a perpetuidad, film-caja de sorpresas seguro de sorprender con lo más esperado. El no-relato podrá incluir todas las jaladas, fantasías y espacios que quiera, obedeciendo únicamente a la autárquica cursilería de su flujo ñoño. El film musical para jóvenes se ha vuelto una metáfora de sí mismo, carente de condición de objeto, de acuerdo con una predeterminada lógica televisiva del capricho. Es la lógica de una Fiebre de Amor siempre diferida que debería hacer arder a la pareja Luis Miguel-Lucerito y se conforma con enardecerlos: fiebre albergadora suprema de los instintos de una sensualidad inocua, poderoso afán de seducción en un sofocante éter de pureza.

De larga cabellera al viento marítimo y nariz respingada, con aretitos monones y blusa guanga que soporta inscripciones políglotas, rodeada de discos del ídolo juvenil por excelencia, Lucerito es el sujeto activo de la fábula. Trepada sobre dos cojines en su regia mansión acapulqueña, entra en trance al contemplar a Luis Miguel en el televisor, recibiendo ufanos homenajes del trust electrónico que lo patentó (“Desde que lo presentamos en Siempre en domingo sabíamos que iba a llegar muy alto”); desoye desde sus dieciseisañeros mohínes los reproches del canosillo señor Rimalde (Guillermo Murray), su mero papi futbolero en bermudas y vaso de whisky en mano (“Lo que me molesta es que seas una de esas chicas bobas que gritan eufóricas”), antes de ver desgañitarse a él mismo con gritos eufóricos (“Gooool”); se pone felizaza porque su amado televisivo se dispone a dar un concierto en el Centro de Convenciones del puerto guerrerense para vacacionistas perennes; monta en su bici roja por la playa entre las luminosidades deslumbrantes de una velada promoción de Sectur; espía en el aeropuerto la llegada del cantante; cruza camiones de admiradoras fanáticas para descubrir que el asediado chico quinceañero se alojará de incógnito en los búngalos del hotel Princess; corre una y otra vez hacia el esplendor del ocaso; sueña superlativos romances al lado de su pequeño héroe; confía su Impaciencia en el corazón (Davison, 1958) e intercambia intimidades con su hiperbuenona madre (Lorena Velázquez), tiradotas junto a la alberca, para obtener revelaciones cruciales sobre ella misma (“De niña eras muy llorona y pipiona”) y la comprensión deseada cuando ya se han separado (“Tiene el más maravilloso defecto que nosotros tuvimos: juventud”); aplaude a rabiar en el galvanizante concierto, y descubre de paso un asesinato cuando sigilosamente se disponía a penetrar en los aposentos de su idealizado objeto sexual, pues siempre debe haber un obstáculo retorcido o idiota para la consumación del Amor en Occidente.

Así, con vestuario diseñado y firmado por Pop Corn de México, Lucerito es la niñota ideal, es el apetito de mujer con entusiasta salud aplaudidora, es la cumbre de la mentalidad derivativa y fervorosamente manipulable en su aparato deseante, es la perfecta “amiga invisible” que quiere y engendra Televisa, es la más bulliciosa de las plastitas admirativas, es la incontenible alegría de la chica estándar orgullosa de serlo (aunque superpopis con super casa). Por eso, en cualquier circunstancia, ante el arrobamiento o el peligro tirado de los pelos infantilistas, Lucerito sonríe. Posando en bañador azul de dos diminutas piezas con la precoz sensualidad de una pin-up de los cuarentas a escala postulante, o conquistando por fin el privilegio de llegar a conquistar a Luis Miguel (“Gracias por ser como eres”), Lucerito sonríe. La minivenus de pop corn sonríe unifacéticamente ante cualquier avatar. Lucerito no tiene sonrisas; es una sonrisa con Fiebre de amor. Es el equilibrio erótico-familiar de una sonrisa que nunca estalla en la expulsión de fluidos, es la adecentada lujuria visual que a través de su sonrisa hace imperar las reglas del hogar por todas partes, es la sonrisa estallada como fin último de sí misma, es una hipótesis femenina a una sonrisa adherida, es una sonrisa descomunal.

Por su parte, rubito, alto, de greñitas coquetas y blancuzcos trajes de etiqueta informal, con delgadas corbatas de pulcritud impoluta, Luis Miguel es el sujeto pasivo de la fábula. Aparece cantando como sinfonola ambulante por todos lados, en una errancia sin término que ni siquiera le pertenece; sufre la popularidad, se le ha sacrificado prematuramente a la ingenua perversidad del éxito que le impide gozar la bobería de sus impulsos lúdicos o primarios; llega en avioneta privada a una sección reservada del aeropuerto local y escapa a sus regionales clubes de fans en una limusina de seis puertas; jamás disfruta de sus comodidades ni de su fama, ni cuando actúa en arduos recitales benéficos, ni cuando atropella con su carrito de golf a una gordilla inferiorizada (Lupita Sandoval), ni cuando se hace imprecar y embestir por una mesera pelangocha que al fin le ofrendará su falda para un autógrafo (Maribel Fernández la Pelangocha); vive sujeto a las aceradas garras de una explotadora empresaria / madre / celestina (Mónica Sánchez Navarro) y de guardias que a duras penas contienen a las efervescentes admiradoras inquietas por alcanzarlo en el estrado y plantarle castísimos besos debajo de la naricilla.

Así, nuevo prototipo del pobre niño rico impedido para crecer mental y afectivamente a pesar de lo ya macizo de su cuerpo (“Yo no soy el chico ideal”), Luis Miguel es el mito que se erige al fingir desmitificarse él mismo y asegurar que no vale la pena ser mito, es el espectáculo palpitante de un infeliz histeriquito acostumbrado a clamar para satisfacer sus urgencias más inmediatas (“¡Quiero comer!”), es un envidiable producto apabullado por tumultos zarandeantes y rendido después de un recital, es un codiciable ser olímpicamente enajenado, es un Segismundo con prisión electrónico-recreativa que no cesa de monologar sus desventuras ontológicas (“Estoy peor que el perro ése, sólo falta que me saquen a pasear con cadena”), es el fetiche viviente que fetichiza hasta la corbata que se afloja y lanza con un beso al clamoroso tendido tauromáquico a mitad del concierto. En cualquier circunstancia, persiguiendo su sombra por los céspedes en cámara rápida o chapoteando como nenito aprendiendo a nadar, Luis Miguel frunce su boquita. Incapaz de cuidarse solo, o sintiéndose vulnerado en su pudor porque Lucerito lo ha sorprendido en su minialberca particular, Luis Miguel frunce su boquita. La trivialidad del semidiós inalcanzable frunce su boquita atrayentemente ante cualquier contratiempo. Luis Miguel no adopta boquitas fruncidas; es una boquita fruncida con Fiebre de amor. Es la dilución erótico-imaginaria de una boca fruncida que nunca libera sus instintos, es una boca en forma de autónomo emblema heráldico, es una boca en flor a la que incluso en cierta escena hasta pétalos amarillos circundan, es un simulacro masculino a una boca adherido, es una transfigurante boca fruncida.

El encuentro real de Lucerito con Luis Miguel (“Sueño con tu luz, sueño con tu amor”) tarda casi 75 minutos en ocurrir. Más de tres cuartas partes de la película están construidas a base de ensoñaciones. Desde Buñuel (Robinson Crusoe, 1952) y Bondarchuk (Campanas rojas, 1981) nadie ensoñaba tanto en el cine nacional. Lucerito ensueña despierta, dando consistencia más que real a sus ensueños (“Todo lo que deseo hacer, lo sueño”) y a sus cancioneras visiones amatorias (“Todo el amor del mundo yo te daría”). El ensueño permite el desenfreno del kitsch azucarado y abusivas dislocaciones en la continuidad del montaje, luz-sombra, día-noche, distantes contigüidades a simultaneo, juego permisivo-forclusión súbita, infatigable renovación de ilusorias emanaciones refrescantes.

Lucerito se ensueña como cantante celebérrima descendiendo de los cielos en avioneta, con relumbroso traje dorado; se ensueña posando cual modelo multifotografiada sobre un velero, en sugerente bikini negro; se ensueña en provocativo baby doll durante su imaginaria luna de miel ante el aterrado héroe más que con él (“Decídete”). El ensueño incluye una profusión de traseros ajenos con tangas lilas en close up, focas que palmean ante la jerrylewisiana torpeza de ambos héroes, que se manifiesta hasta al acometer contra las falsas olitas de un acuario, y crepusculares solarizaciones ad nauseam que atraviesan a la carismática parejita en el mirador de La Quebrada. El ensueño absoluto está resguardado por el almíbar cancionero de Luisito Rey y una rutilante fotografía de Raúl Domínguez, pues el guionista-director Cardona hijo se ha propuesto recircular los paraísos exclusivistas de ¡Tintorera! (Cardona hijo, 1976), aliándolos a irrealizantes melopeas que pulverizaba en su zoológica aventura con Los Cachunes.

Lucerito ensueña a Luismi levantado de aguilita por los guaruras que lo custodian; ensueña a Luismi con impensable caña de pescar y cayéndose al mar por estarla contemplando; ensueña a Luismi ofreciéndole muy servicial un refresco y empujado al agua por una foca loca; y para variar, ensueña a Luismi haciéndole striptease en la espectacular intimidad del penthouse de un hotel playero, y arrojando por la ventana sus prendas, una a una, sobre una aullante multitud de fanáticas que se disputan entre ellas y se zambullen en la piscina hasta por un calcetín. El ensueño no es una segunda vida; es la verdadera vida. Tan es así que, al final de la cinta, durante un apoteósico alcance en la carretera para permanecer juntos, la chica deberá rubricar su final feliz con una estupefacta bofetada al galancito (“Perdóname, pensé que era otro de mis sueños”). El ensueño de los mundos paralelos no tiene antídoto.

Dentro del mismo orden de cosas, el ensueño puede muy bien desembocar en el thriller rosa más subdesarrollado. Con traficantes malosos e invitados a una boda que concluye en pastelazos, a bordo de autos sin zumba o a bordo de un yate apantallador, a base de persecuciones y la neanderthaliana fórmula infalible de la salvación en el último minuto compartido, la trama en tiempo real de Fiebre de amor es una corretiza tan inflada y gratuita como la persecución en el mejor estilo momia anquilosada con que culminaba, por ejemplo, Terror y encajes negros de Alcoriza (1984). En última instancia da lo mismo ver las muecas de Maribel Guardia perseguida por el guiñoleseo coleccionista de cabelleras maniáticas Claudio Obregón a través de elevadores y pisos de condominios, que ver al rozagante team detectivesco de Lucerito-Luis Miguel perseguido por contrabandistas mataperros a través de siniestros jardines hoteleros y salones de fiesta o malecones.

Y el ensueño tiene como extremo propósito edificarle una beatífica pornoo shop a la blancura inocente. Mientras el abuso de lenguaje en las canciones de Luismi se desenfrena (“La pasión que me hace enloquecer”), Lucerito le sostiene la mirada y esquiva el beso cuando ya se hallaban muy juntos en traje de baño contra el incendio del atardecer; jamás se dejará ni tocar, ni acariciar, ni besar, en una película intitulada Fiebre de amor, optando mejor en cada ocasión comprometida por hacer estallar otra sonrisa ante la boquita fruncida de su compañero, en una fóbica exclusión de todo conocimiento por medio del contacto real sólo digna de cosas como Bordando la frontera de la feminista radical Ángeles Necoechea (1986). En última instancia, da lo mismo creer que se pueden concientizar costureras con casets por vía internacional, que satisfacerse con rayitos de sol universal.

Este amor, este amor. Siempre me quedo, siempre me voy. Ensueño dilatorio, ensueño sustitutivo.

El aliviane roquero

El aliviane roquero sacraliza las mutaciones de la stravaganza juvenil. Como en una antigua mitología ya sin vigencia, que sólo pudiera sobrevivirse reducida / sublimada en forma de revista de historietas, el águila que más bien parece ave-roc de Las mil y una noches vuelve a devorar a la serpiente gusanesca. Pero el pico del pájaro fanstástico se modifica, los erizados dibujos se animan por montaje epiléptico, y la fundadora ferocidad legendaria ataca de nuevo, nunca ha dejado de atacar, aun dentro de la más sofisticada civilización mexicana porque, como el rock’n roll, según el Tri que ya atruena en la banda sonora, “no morirá jamás”. La prueba la darán el sacrificio imaginario de una doncella azteca y las mutaciones cotidianas de ese feroz acto ritual, vuelto stravaganza, en la vida del México presente, lo que dará lugar a una ingenua fábula de aliviane roquero en tres actos, más prólogo y dos epílogos conjuntivos, en Un toke de roc de Sergio García (1988), largometraje en formato Super 8, imprescindible piedra de toque y película tocada, toque fílmico y objeto de culto para numerosos jóvenes lumpen-clasemedieros, lumpen-subproletarios y lumpen-lumpen a fines de los años ochenta defeños.

Entre antorchas obligadamente chafas y sobre un pasillo con foquitos rojos de sala plus, nuestra joven abuela ancestral marcha hacia la tumba de los enterrados vivos de La momia azteca (Portillo, 1957), donde le será arrancado el corazón por el cuchillo de pedernal de un sacerdote. Poco después, en época actual, se intentará el sacrificio simbólico y real de cuatro jovencitas que habrán de optar por existir fuera de las convenciones sociales. Pero sus corazones de silicón roquero tendrán más suerte que ese corazón azteca que, tras ofrendarse sangrante a los dioses del establishment, ya se ha transmutado en vil víscera, ya ha sido descuartizado con un cuchillo de carnicero, ya ha sido servido como taco de carnitas, ya se ha mudado en codorniz refrigerada y está siendo aderezado como platillo de restaurante al finalizar el prólogo del film. Mutaciones materiales, mutaciones estridentes y mutaciones ociosas, al lado de mutaciones sarcásticas y mutaciones juveniles, en el transcurso de ese largo continuum con varias dimensiones donde se desenvolverá Un toke de roc, sin necesidad de diálogos ni otras explicaciones que el exposé roquero-visual de una banda, imágenes con canciones de rock.

La resistencia al sacrificio de cuatro chavas es el único tema de este coto, hijín, así que aliviánate y gózalo. La chava principal, una muy expresiva Nancy Cravioto, irá mudándose de atuendo a lo largo de las abundantes peripecias del relato, desde el severo uniforme escolar hasta la guatemalteca sacola amarilla con camisa blanca, pasando por el suéter de terciopelo con jeans y tenis, y eso corresponde a evidentes mutaciones interiores, ¿vez? En rigor, la película misma muda de sentido y jolgorio al nivel de cada secuencia, de cada trozo musical / musicalizado, dentro de un desarrollo imitante, un desarrollo claramente situado en tres planos estructurales bien definidos. De hecho, la obra más exitosa en los anales del Super 8 mexicano (año y medio de funciones finisemanales en un ex profeso Foro Tlalpan convertido en catedral superochera) y la tardía culminación del indoblegable cineasta marginal García (La provocación, 1976; La venida del Papa, 1979; Una larga experiencia, 1982) suministra en realidad a su joven clientela, inadvertidamente o no, tres películas en una. La primera es el recuento de las vicisitudes de las cuatro chavas protagónicas; la segunda es una antológica rola fílmica del rock nacional, con varias partes en vivo y más coherente que el miserabilista y precozmente senil ¿Cómo ves? (Leduc, 1985), y la tercera es un documental fantástico sobre el df en los ochentas. Tres tokes distintos y un solo aliviane verdadero, como sigue.

En el trazo de las cuatro anónimas y lunares protagonistas femeninas, cuyos diálogos debe y puede imaginarse el público juvenil, ipso facto identificado con ellas, predomina un deseo de anarquía profuso, confuso y difuso. Cansadas de que les acaricie impunemente la barbilla un lascivo director de coro religioso (el exsuperochero David Celestinos), dos de ellas, la vivaracha Nancy Cravioto y una tierna Sibila de Villa con trencitas, se han fugado por la noche de un internado, han despertado por la mañana acurrucadas bajo periódicos como cobijas en Chapultepec, se han desplazado por la megalópolis pidiendo aventones en la vía pública y se han despojado de sus oprimentes uniformes tras lavarse las caras en una fuente del Parque México.

La tercera chava huida será Lupita Miranda, una linda hija de familia superfresa que, harta de la rutinaria incomunicación con sus padres rutinarios hasta en las comidas y de que le repriman sus daydreams con los Rolling Stones (inducidos por un walkman salvavidas), amplifica su pequeña rebeldía nocturna, toma su burrito de juguete, atasca de ropa un maletín de mano, sale de casa en puntillas, mientras sus progenitores se pasman viendo la tele, y amanece encogida en el kiosko morisco de Santa María la Ribera. Ya en libertad, orgullosa en una sudadera lila, no tarda en ser perseguida por un ratero con puñal, sufre hambre, se roba un pan de muerto y, de nuevo, se torna objeto de una corretiza.

Acaso también prófuga, pero sería de un convento, la cuarta heroína será una anteojuda y autoirrisoria Gabriela Antinca, quien se vale del hábito de monja que siempre lleva puesto para llevarse descaradamente de Liverpool Perisur lustrosas prendas íntimas sin pagarlas, hace subversivas / gratuitas pintas callejeras con espray sin ser molestada, y salva a Lupita en su corretiza, subiéndola a su vocho madreado en un salvamento de último minuto. Juntas, levantan en la calle a las excolegialas Nancy y Sibila, que infructuosamente pedían aventón, y todas terminarán, felizazas y revueltas, en el cuarto de azotea de la monja impostora (?), sin importarles haber sido fichadas por la policía urbana y estar siendo buscadas por dos que tres perjudiciales: fin del primer acto.

En el segundo acto, la inofensiva pero desmadrosa Banda de las Cuatro ya está integrada, vaga por la ciudad con alguna guitarra repleta de adornos, se defiende por instinto del habitual hostigamiento erótico a las mujeres, participa en tocadas callejeras y escapa con buena fortuna de apañones, aunque padece el desahucio del cuarto de servicio y el robo del vocho a Gabriela con todas sus pertenencias adentro. Ahora las cuatro recorren la urbe en patines, se instalan en una abandonada mansión pedregalense que acondicionan a su excéntrico gusto (colguijes en las paredes, pósters de Janis y la Venus de Botticelli al mismo nivel), hacen pantomina pública con la cara blanqueada, forjan en el reposo algún toquecín, roban fruta en los mercados o latería en las bodegas de Aurrerá y fatídicamente caen por fin en un par de emboscadas policiacas. Tres de las chavas son apañadas y se quedan un buen rato en prisión; sólo la sagaz Nancy logra llegar a su opulento refugio clandestino: fin del segundo acto.

En el tercer acto, la sobresaltada Nancy ya no soporta la angustia de la soledad ni la impotencia al imaginar a sus amigas de seguro sujetas a bárbaras torturas: ahogadas en baldes de agua, asfixiadas con peñafieles, colgadas sobre tambos de mierda. En su triturada sensibilidad se entremezclan las penalidades de los sismos del 85 con su derrumbe íntimo. Entonces intentará suicidarse de varias ineficaces maneras: retacándose de pastas con tequila, ahorcándose en las tuberías de la azotea y lanzándose al vacío desde la cima de un edificio de apartamentos, pero en cada caso salvará milagrosamente la vida. Adoptada por una pareja de roqueros (Roberto Ponce y Nina Galindo), se irá recuperando poco a poco, hasta aprender a compartir con sus benefactores una gregaria existencia buena onda en el edénico vecindario roquero que los cobija: fin del tercer acto y todavía faltan los dos epílogos.

En el primer epílogo, “Y esa noche”, las tres encarceladas logran escapar de sus celdas, pues ya lo agarraron de costumbrita. En el segundo epílogo, “Y luego entonces”, sin ponerse de acuerdo, las cuatro chavas coincidirán en el mismo reventón nocturno al aire libre y, de nuevo reunidas, se irán abrazadas en medio de la calle, despreocupadas y contentas, pues ya los tiras sabuesos han sido exterminados en un fallido ataque a la vecindad y ya han estallado suficientes juegos pirotécnicos.

Hasta desembocar en esa conclusión desenfadada, mediante leves o toscas alusiones constantes se ha sostenido el clima vagamente anarquizante y enfáticamente persecutorio que se anunciaba desde el arranque. El liberacionismo femenimo más abrupto, aunque el más inexplicablemente sentido, encontrará en ese clima la expresión de su dificultad de ser popular. La mentalidad juvenil más elemental se creerá, por modestos pesitos y durante una hora cincuenta, dentro de un exclusivo gueto ad hoc, en poder de la denuncia lúdica contra el sistema represivo, en abstracto, y conjurando, por ansiada transferencia, los fantasmas de su propia solemnidad y moralismo social. Un toke de roc es el espejo de una paranoia anhelada. Después de hacer estallar, con simplismo inocente, la institución y sus núcleos cerrados (la familia, la educación formal, la religiosidad codificada), todo se permea con la misma paranoia y divaga a través de ella. Deliberada o no, la respuesta comercial a las fugas de Un toke de roc será Escápate conmigo (Cardona hijo, 1988) con Lucerito.

El aliviane roquero contra los dinosaurios del Super 8. El realizador-instructor fílmico García, quien habría de enterrar “oficialmente” al movimiento superochero el 13 de octubre de 1989 mediante una exposición-performance-réquiem en su Foro Tlalpan (donde exhibió sus dos póstumas peliculitas en ese formato: la fantasía enanizada Betty Rock y el retrato-concierto Alejandro Lora, 20 años después), ha sido lo suficientemente hábil para romper con un espíritu puerilmente juguetón cualquier tragedia o sermón social en Un toke de roc. Incluso deja en arenas movedizas, entre sueño y realidad, las escenas de tortura. “Tengo que vagar y vagar y vagar / no tengo conciencia ni tengo edad” (El Tri). La intolerancia, la prohibición directa, la estigmatización y la marginalidad del fenómeno roquero en México, durante más de dos décadas, se deslizan en un film abierto y optimista, como un sentimiento informulado y subterráneo, vendido y diseminado, más allá de lamentaciones estériles (“Y las tocadas de rock / ya nos las quieren quitar”).

En su segunda estructura alivianada, el film se asume como el único auténtico monólogo interior del rock. Para que la cuña transpuesta apriete debe ser del mismo palo visceral. Para que el menospreciado rock mexicano pueda funcionar como intencionalidad significativa, incorporarse como experiencia cotidiana e incluso revelarse como forma de vida, alrededor de veinte canciones de los grupos e intérpretes más conspicuos deben escalonarse al sencillo relato. Ellos y ellas lo interpretan, lo densifican, lo trascienden y lo idealizan; le conceden trasfondo emocional, le ofrecen referentes y resonancias reconocibles, le inventan una ideología momentánea, le sirven de fresca exégesis. Lejanamente transculturado, el fenómeno del rock convoca su lumpenizada mitología mexicana y se proletariza a la vista, sale a la calle y se airea, a medida que nuestras cuatro chavas clasemedieras avanzan en su indagación de los círculos suburbanos y marginales, como si se tratara de las esferas celestiales del Empíreo.

Mamá odiosa (Tina French) manda a Lupita a comprar La Jornada por mero “Abuso de autoridad”, del viejo Three Souls in My Mind. La falsa monja transa prendas en Perisur para vestir su “Corazón de silicón”, de Jaime López. La flauta transversa de “La salamandra”, de los Chac Mool, dicta el sigilo durante el escape del suntuoso internado. Las hormigueantes luces de la ciudad y Marisa de Lille cantando en la intemperie rojiza un premonitorio “Rock del vago”, de Jaime López, acogen en su seno a las irreversibles fugitivas. La indefensa Lupita es atracada en el kiosko por una de las “Ratas” que inspiraban por doquiera a Rockdrigo González. Las agresivas notas del mismo Rockdrigo revertirán también en contra de nuestras amiguitas, cuyos cuates están siendo apañados por enchamarrados de cuero al son de “Metro Balderas”, y ellas mismas serán luego expulsadas de su azotea o sufrirán el despojo del vochito de Gabriela como si eso fuera un “Asalto chido”, en espera de que le den una machista nalgada a la modosita Sibila en cierto paso a desnivel porque “Oh yo no sé” (“¿Por qué no te alivianas / por qué no me las prestas?”), al fin que, enseguida, la “Mente roquera” del Tri les insuflará energías a todas, para hacer pantomima en la zona y robar fruta en el mercado.

Pero pronto, Nancy se salvará sola, seguida por el “Bulldog Blues”, de Cecilia Toussaint; soñará torturas ajenas, entre las estridencias sideradas de las “Sombras de la noche”, del desaparecido grupo Chac Mool, que llevan directo al sismo, cuyos escombros poseen el aliento monstruoso de una rulfiana “Comala”, de Jaime Reyes. En el límite de la desesperación, la chava ingerirá pastillas suicidas, para indagar “Dónde estás” de Marisa; acometerá su propio ahorcamiento, suponiendo que “No soy igual”, también de Marisa, y se tirará de un último piso cuando ya “La escena me traspasa” de Memo Briseño (“Me está valiendo madre el corazón”).

Sin saber quién será ahora, una locochona, aeromoza, costurera o prosti de la zona, Nancy se recupera alentada por la “Balada del df” de Trolebús, es seguida por cierto auto de judas donde va más de un “Ratero con credencial”, del Tri, y se aleja abrazadota con sus amigazas, tan desentendidas como ese “Déjalo sangrar” del mismo Tri, que las sublima. A la manera del venezolano Chalbaud (El pez que fuma, 1977), la música popular funge como el más cálido y épico de los monólogos interiores de un film. El aliviane roquero le ha torcido el cuello a los cisnes antediluvianos y a los dinosaurios del Super 8. En última instancia, Un toke de roc no es más mamila que otras fantasías roqueras con mayor prestigio, producción e internacionalismo, tipo Zazie, el desolado azote caleidoscópico post-punk del virtuosístico cineasta japonés Go Riju (1989), o Roadkill, la rock’n road rnovie del valemadrista cineasta canadiense Bruce McDonald (1989). El embrionario superochazo mexicano se defiende, y por todos los rincones urbanos resuena el anti-autoritario monólogo del rock nacional, con la terca vitalidad de un vocerío inconforme y orgullosamente lumpenizado.

El tercer toke de estructura le llegará a nuestro alivianado film desde el fantástico escenario inmediato. Ciudad habitada e inhabitable, ciudad macho y hembra, urbe rechazante y posesiva, paisaje cambiante. Sinfonía de una gran ciudad en patines, galvanizada, con carteles del grupo Kerigma en las ventanas, páramo de antenas y chones en los tendederos, bombardeo posgodardiano de letreros publicitarios. Los entusiastas radioescuchas de Estéreo Joven del IMER y los humildes lectores de las revista Conecte y Banda Rockera se sumergen sin resistencia, a sus anchas, en las transitables imágenes-ámbito de Un toke de roc, con materiales fílmicos recabados durante cerca de diez años.

Tragafuegos, banderitas septembrinas, manifestaciones zapatistas, pendón de usa en llamas, ocaso incendiado, vecindades mugrosas o transfiguradas por la mirada documental, fotos de Alarma, restos del Hospital General y del Cinema 2 tras el movimiento telúrico del 85, pronto sustituidos por la Chiquitibún y el Pique del Futbol México 86. Participación en pintas sacras (“El roc ha muerto-Viva el roc” / “Cuidado con la neurosis del poder” / “El sueño ha terminado” / “Ya no somos...”), e irrupción de pintas alevosas (“El pri: 50 años de libertad y paz social”). El internado tiene la aztecoide fisonomía del Mueso de la Ciudad y los pasos a desnivel aparecen como leitmotiv hasta en montaje alternado. Una ciudad variopinta y amenazante, sustancialmente envilecida, pero aún gozable como escenografía fantasmagórica a la luz del día.

382,08 ₽
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842 стр. 4 иллюстрации
ISBN:
9786073022101
Правообладатель:
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