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La risa protuberante prohíbe a los sentidos traspasar los límites de la razón. En vez de ceñirse la corona de los mártires, la Pelangocha hace que se la ciñan los varones, ya desprovistos de su dispositivo comunicacional, que parecería su única esencia. Ella, simplemente, agota la palma del candor y la inocencia. La Portera Ardiente se identifica por igual con la pirujona anhelante de amor verdadero Minerva (Jacaranda Alfaro), a la que imparte lecciones de cordura (“Usted se la pasa escoge y escoge y nada escoge”), que con la angelical estudiantita Adela, a la que brinda su amparo. Pero con los galanes de ocasión que se le lanzan por doquier, la Pelangocha es implacable, aunque ella misma se muera de ganas por tirárselos, tras dos años de que su marido, un tal Aureliano, se fue de bracero (o la dejó por una riquilla, o está en el hospital con sida, según le dicen). Con impaciencia en la inclemencia a causa de la abstinencia, pero se da el lujo de parar en seco al atractivo garañón Higinio, semidesnudo bajo frazadas después de un asalto callejero, que se las pide cada vez que ella se agacha (“No hago el olán con hojalateros”).

Negarse a expresar su pasión disimulada, acallar sus urgencias corporales y conservar para ella sola sus estremecimientos reprimidos, resultaría una aberración erótica elevada al cubo; pero es una hazaña, de acuerdo con la lógica del exiguo relato, sobre todo dentro de esa vecindad típica de sexycomedia mexicana de los ochentas. Esa vecindad donde no existe otra preocupación en los vecinos que la de coger todo el día con quien sea, donde todos los inquilinos se definen por su hipocresía respecto al sexo ilegítimo que ellos mismos practican o se morirían por practicar, donde el pobrediablesco Higinio desatiende a lo idiota a su ganosa mujer Celsa (como De Alba a su Maribel Guardia en El rey de los taxistas de Alazraki, 1987), donde la mujer insatisfecha debe desquitarse hasta con el camotero lumpenazo mientras el marido mendiga cachuchazo a cualquier suripanta, donde el caricaturesco sargento Renato (Manuel Flaco Ibáñez) hace marchar a su curvilínea mujer Lyn May hacia la cama sin dejar de acariciarse lujuriosamente los bigotes (¿burla cultista al mujeriego Fernando Soler de La oveja negra?) y donde todo mundo ansía la virginidad de la hermosa Adelita (“¿A poco hay quintos de oro?”). Al tiempo que todo se les va por la boca, las protuberancias de la razón alburera engendran monstruos del rechazo puritano / libertino.

La risa protuberante custodia y secreta a raudales su entusiasmo por la arbitrariedad ordenadora. Al amparo de La Portera Ardiente todo se arregla en el mejor de los vecindarios posibles. Extorsionada por el judicial perjudicial Escobar (Gerardo Vigil), la inmaculada Adela cederá su sitio en el lecho (“Desnuda y a oscuritas”) a la ofrecida Minerva, al fin poseyendo al hombre que tanto deseaba, dándole entera satisfacción en varias acometidas y hasta oyendo propuestas matrimoniales. En busca de su marido infiel, la señora Escobar (Lizzeta Romo) termina refugiada con el camotero metiche en un automóvil, para experimentar allí el primer orgasmo de su vida. Y como premio a su fidelidad extrema y martirizada, la Pelangocha recibirá por fin a su Aureliano de regreso a casa, bigotón y zarrapastroso. Tres gags y “todo conflicto desaparece.

Bajo la mirada envidiosa de las vecinas, la heroína cómica parte con su falo querido y esperado, con vestido nuevo, hacia otra colonia donde no existen mujeres milusos ni porteras ardientes. También las risas protuberantes pueden ser milagrosas sabiéndolas engatuzar.

La comicidad folicular

La comicidad folicular defrauda cualquier forma conocida, lógica o posible de la definición genérica. Si un corpúsculo vegetal de lo infracinematográfico tipo Las calenturas de Juan Camaney (1988), del novato exasistente de dirección Alejandro Todd (Metiche y encajeso, 1988), tuviera alguna congruencia dramática, o al menos expositiva, entre sus encabritados saltos de escena en escena y de personaje sacado de la manga a personaje sacado de la vaina, entre sus abundantes brincos de eje y sus sistematizables errores de continuidad, sólo podría ser la de una comedia burlesca con cretinos enredos policiales, que se resuelve arbitrariamente, a modo de una farsa travestida y sentimental / semental. Su forma aproximada es la de un folículo, un pericarpio membranoso o una vainilla que contiene las semillas de la planta, es decir, sus abruptos episodios y sus sketches apenas desarrollados.

De hecho, no existe ningún personaje central que sirva como pivote, pararrayos o aglutinador de la ficción cómica, pues Juan Camaney (Luis de Alba), el supuesto jefe de mantenimiento del Hotel del Prado y ocasional guía de turistas que da nombre a la película, sólo toca la trama principal, de manera tangencial y conclusiva, en dos momentos de ella. Cuando descubre a una suculenta chica difunta, al estar intentando fajarle, en la habitación de la hermosa peluquera de salón de belleza Betty (Olivia Collins), y cuando, desenfadado, Camaney se disfraza de ganosa provinciana fodonga, junto con otros cuatro empleados o clientes del hotel, para rescatar a la linda peluquera, secuestrada sin motivo por la malosa banda de traficantes de uranio que comanda el Caradura (Gerardo Zepeda Chiquilín), hacia el final de la cinta.

De esta manera, todos los personajes de una película con comicidad folicular permanecen incipientes, embrionarios; se vuelven segundones por igual; pierden de entrada toda esperanza de preeminencia; tienen existencia casi incidental, pulsátil, efímera, indeterminada; están obligados a estallar, justificar su presencia y desaparecer en el instante, al nivel de la secuencia, al hilo del repentino duelo verbal o de las ruinas de chispeantes parlamentos-chorizo. Pertenecen estos martirizados personajes a una membrana argumental que con ellos o sin ellos sería la misma, volviéndolos aún más necesarios que de costumbre (suma de estallidos chisporroteantes) y al mismo tiempo fatídicamente prescindibles (organismo sin órganos).

Da la impresión de que, en una partícula de planta fílmica así, toda la carne (los cómicos, los chistes sobados o seminuevos) y todas las carnes (las estrellitas púdicas, las vedettes, las encueratrices resobadas o de medio uso) han sido echadas al asador. Un asador de risas modestas o hilarantes que arde a base de retazos de viejas rutinas de teatros de revista y televisivas (reciclaje, modernización promiscua, simbiosis dinámica y fundamental), más algunas desaforadas invenciones personales.

En el descocimiento / desconocimiento absoluto, el libreto de Las calenturas de Juan Camaney ha sido escrito por dos actores secundarios en ascenso (Óscar Fentanes, Juan Garrido), más bien opuestos, que jalan cada quien por su lado, para sus respectivos lucimientos personales, a costa de los famosos y de la previsión de la película misma, en medio de una pedacería de divagaciones ni fu ni fa, sin pies ni cabeza, que son la sustancia de este nuevo y curioso prototipo de ficción cómica. Por un lado, el colaborador de una agencia de viajes y mariconcete desatado César Augusto (Óscar Fentanes) y, por el otro lado, el meritorio galán cantante de la guapa Betty y barboncillo comisario infiltrado entre hampones Gregorio (Juan Garrido).

Volvamos a empezar, pues. Gracias a la ayuda del otrora célebre baladista roquero de gran arete Javier Bátiz (él mismo), que le había dado chamba en su fatigadamente sicodélica y envejecida orquesta, el padrotón detective con atuendos de cuero Gregorio (Juan Garrido) había logrado colarse con permanencia voluntaria en el Hotel del Prado, quería reconquistar a su dulcemente bronca novia celosa Betty (Olivia Collins de mallas rojas y esponjada cola de caballo), babeaba por demostrar sus habilidades como karateca exterminador, y además se proponía desenmascarar y capturar a una pandilla de malhechores tarolas donde medraban creaturas como cierto zotaco narciso bigotudo (Juan Moro, el actor favorito de COTSA, 1989, y del poder judicial salinista) con delirantes resonancias extrafílmicas en cada

una de sus frases (“Ya estuvo, no te preocupes por el cadáver”); para cumplir apoteósicamente su designio justiciero, el policía disfrazado contará con la atropellada pero oportuna ayuda de varios pícaros del hotel, tales como el agente de viajes César Augusto (Óscar Fentanes) y el manoseador / manoseado guía de turistas Juan Camaney (Luis de Alba). Pero la película es también muchas cosas confusas más, demasiadas, hasta la oligofrénica sobresaturación de risotadas (“Pónganse charrascas”).

La comicidad folicular se encuentra ligada a una cadena rígida, de la que constituye el último eslabón. A la desesperada búsqueda de un personaje totalizador y definitivo dentro del cine, por más de doce años, la carrera del cómico gordito Luis de Alba resultaría una demostración por el absurdo del dictum de Cocteau: “El manantial siempre desaprueba el itinerario del río”. He aquí la típica trayectoria de un folículo sebáceo en su postrer reducto, el engrandecimiento y decaída en tobogán de una glándula de sebo en la piel de nuestras risas, y no es por azar que uno de los más picarescos gags autoirrisorios de Las calenturas de Juan Camaney sea aquel en que, con codicia mezclada de horror, una ninfómana insaciable ve levantarse bajo las sábanas lo que puede ser un pene descomunal, pero pronto descubre que es De Alba, irguiéndose con carita de falsa alarma y carota de amarga realidad (“No te espantes, soy yo”). Su plumaje histriónico es de ésos.

En el cine, Luis de Alba comenzó a verter desafiantes verborreas como un infeliz apocado con intermitencias (en cosas como El Apenitas de Arturo Martínez, 1978), creció en prominentes roles de lumpenmachismo excremencial y homofóbico (tipo La pulquería del Güero Castro, 1980), inmortalizó al televisivo-teatral personaje de el Chico de la Ibero lleno de erizantes repulsiones clasistas (“Ay, un naco”), se multiplicó hasta la dispersión en los papeles de su show de el Pirrurris como cualquier Polivoz con aspiraciones de Héctor Suárez o Benny Hill (“Chido, que la pasa chido”), confirmó su semicalva decadencia prematura en pudibundos desenfrenos fálicos invariablemente frustrados por la moralina de Televicine (tipo El rey de los taxistas de Alazraki, 1987) y ha decidido resurgir como ave fénix en la taquilla gracias a Juan Camaney, su última creatura-reducto, a fuerza de ostentar ese nombre hasta en la camiseta de su policía barriobajero de Los verduleros (Adolfo Martínez Solares, 1988) y de que lo enarbolara como ábrete-sésamo de nalguitas el resbaloso repartidor de tienda de Los gatos de las azoteas (G. Martínez Solares, 1988).

El mote deriva de un juego de palabras (Come on, hey!) y de una expresión popular (“A poco te crees muy Juan Camaney”) en boga durante las épocas pachucas de los cuarentas. Sin embargo, en su manifestación fílmica, a lo Luis de Alba, el remoquete de Juan Camaney corresponde a un vivillo aprovechado, medio cínico, medio correlón, medio erotómano, medio reprimidón exasperado, por lo que sus invocadas “calenturas” son más bien hipotéticas. Calentura, aquí, es un estado permanente de ávida disponibilidad genital (“¿No me hace su traslado de dominio?”) hasta con cualquier afanadora. Calentura es una verborragia desinhibida (“Sí quiero casarme, te pongo tu hotel, te doy tu chupe para que chupes de a madres, porque yo soy un macho de a madres”). Calentura es un canal del desagüe para el espectador voyeur entre la oportunidad providencial y el acto fallido (“Otra que se me va por falta de feria”). Calentura es ofrecer un voluminoso cuerpo indeseable y de antemano proclive al percance ibargüengoitiano a la hora de la braguetera verdad con alguna lanzadaza (“Me lastimó con el zíper”) o a la huida a rastras, por agotamiento, aunque lazado del pie, en el reptante corredor, por la perversa.

La buena suerte de Camaney como inepto técnico de mantenimiento hotelero no tiene límites. Ya desde el prólogo, la torpeza del personaje ha hecho explotar la caldera de los baños, lo cual le sirve para apreciar desde muy cerquita (observación participante) un desfile de rozagantes encueradas al vapor (“Ay güey, esto parece el planeta de los simios”), detiene en la estampida a la más guaposa (“Yo la salvo, véngase para acá”) y en vano se arregla en el precio, pues carece del dinero suficiente. Su sombrerito de grueso estambre admite utilizaciones sorprendentes; finge que se le cae varias veces sobre los muslazos y caderas de la asesinadita semidesnuda, para irle metiendo mano cada vez más arriba, hasta culminar en el desarmante asombro necrofóbico de impune remordimiento (“Me vi gaviota”). Su camisa floreada de turista sedentario y su gruesa correa de pulsera (inequívoco signo de virilidad agresiva) enmarcan con obsequiosidad sus mejores hazañas seductoras; a la babosa y suntuosa visitante rubia deseosa de diversión (Princesa Lea), la arroba durante un paseo por la ciudad, al narrarle la historia de cuando Adán y Eva descubrieron las vocales al mismo tiempo que sus zonas erógenas (“Oooh”, y le pica el ombligo / “Uuuh” y le señala el chiquito), o abriéndose de brazos para rozar los opulentos senos de la turista encima del cofre de un auto, al platicarle el cuento de la vaca Carambella y el toro Carambola (“Dime Cara, nada más, porque las bolas se me quedaron en el alambre”).

Sus lonjas chimpancescas y sus colgantes tetillas no son óbice para ponerse a comparar lúbricamente bofeces y adiposidades (“A falta de pan, tortas de papa”) con la chocantona vedette argentina (“Ahí la llevamos”) que se hospeda en el cuarto 69 (“La habitación número rico”) y siempre anda de ofrecida. Al acecho de la perpetua travesura subrepticia, el cabroncito Camaney se rehúsa a echar polilla antes de tiempo. Nada lo acompleja ni avergüenza. Siempre tiene la respuesta adecuada, y la sorraja en andanadas. No necesita degradarse demasiado, como los Flacos y los Zayas, para hacer reír. Se muerde el obeso índice, junta sus manitas tocochas, se rasca la oreja, restira su chiclote, rompe el turrón con piquetes de panza, se saca de onda con gran facilidad, hace hondas reflexiones de pueril obviedad (“¿Sabes quién fue el que la mató? El asesino”), se gana la virginidad de una lunamielera en virtud de una labor de intimidación psicológica (“Entonces usted nunca tururú, nunca le han embarrado frijoles a su tostada, ¿es virgen?, le va a doler, yo se lo digo, le va a doler, yo todavía no me repongo”), electrocuta al empleado que le pedía un “toque”, se viste de mujer para ir a sentársele en las piernas al jefe gansteril aunque más bien parezca luchadora de sumo con enaguas (“¿Peso mucho, mi amor?” / ”No, si pareces gacela”), esgrime como escudo su brasierazo, remata a un tipo traidoramente por el piso a la hora de los fregadazos y respeta sumisamente a la autoridad en su puntual irrupción (“Hijo de tu pin..., perdón comandante”).

Este Juan Camaney de Luis de Alba es ya sólo un machín picudo por autoexcitación, por ociosidad, por inercia, casi a pesar suyo. Única prueba de subsistencia cómica, su beligerancia verboerotómana proviene con desesperación de un cuerpo lastrado, que ya ni lo impulsa, ni lo auxilia, ni le responde, y de una ficción hipermachina en teoría, que lo desborda. A la zaga de sí mismo.

La comicidad folicular rubrica la crónica festiva del rebajamiento femenino como la más alegre de las prácticas sociales. ¿Son inmutables los resortes de la comicidad mexicana, desde Niní Marshall Catita y Mauricio Garcés? El ridículo y la vejación misóginas llegan a su límite festivo en oligopelículas multívocas como Las calenturas de Juan Camaney, destinadas al más rascuache disfrute masculino. Todas las hembras y rorras que aparezcan en ella serán reducidas a meros folículos oóforos, risibles folículos de Graff, divertidas glándulas ováricas en forma de ovisacos donde están contenidos los óvulos del ultraje glorioso. Entre la infinidad de personajes cómicos secundarios e incidentales, hay un alburero estacionador de carros (Carlos Yustis) que no puede contener su nariguda verbomanía violadora de atentas mujeres pasivas (“¿No le gustaría que le encerara la cajuelota? Imagínese una sobadota”), ni siquiera en actividades tan neutras como mostrarles folletos de hoteles veracruzanos (“Éste le va a encantar: Hotel Palo Alto, o los Coyoyes de King Kong”). Hay un detective chafón (Carlos Rotzinger) que presta a quien sea del bar la llave de su cuarto, dictaminando sobre las medidas de alguna aspirante a gozar del tumefacto foliculoma (“80-80-80, eso es un méndigo bóiler”), sin que el suertudo crédulo se inmute (“No importa, voy a ver si le apago el piloto”). Y en la cúspide está el gerente de la agencia de viajes (Jorge Arvizu el Tata), un irascible betabel con bigotes de sobaco, cuya única gracia consiste en hacer funcionar un rolling gag al final del cual siempre termina abofeteando a su estúpida secretaria y amantucha por todas partes: le da una bofetada derribadora en la oficina (“Te he dicho que no me chiquitees”), le da una bofetada noqueadora ante el mostrador para registro (“Ya te ordené, en esta película cultural, que no me digas chiquito”) haciéndose aclamar por los empleados del hotel cual Maromero Páez (“Se lo ganó, se lo ganó”), le da una bofetada tumbadora hacia atrás de los sofás de espera que la hace irse de fondillo (“Y no me pongas esa cara cuando te estoy golpeando”) antes de poseerla salvajemente detrás del mueble (“No te estoy apapachando”), y le da una bofetada aérea que la manda a volar al agua de la alberca (“No eres una tonta, eres una pendeja, y no te pongas a nadar cuanto te estoy madreando”).

Esquina oponente. De entre las féminas-carne de cañón, rubicundas glándulas con patas y demás echeverristas Princesas Lea que pueblan el film (“Pechos venezolanos, caderas jarochas y un etcétera etcétera que es lo que mejor tiene”), hay dos tipas verborrágicas y taimadas que parecen pensantes, aunque no abusan. La primera es esa gauchita culopronto que se anuncia a sí misma como la vedette Diana Herrera al hospedarse en el hotel (es la vedette Diana Herrera), repite hasta la saciedad la misma muletilla porteña (“¿No es cierto?”), se entusiasma de tiempo completo (“¡Qué bella se ve la ciudad conmigo! ¡No me la imagino sin mí!”), tiene exigencias inolvidables (“Administrador: quiero un elevador rápido para mí sola” / ”Quiero más luz para apreciar toda mi belleza”) y explica de consoladora manera la derrota de Las Malvinas (“Para ser nuestra primera guerra, un segundo lugar no fue nada despreciable”). Cuando llegue a su alcoba el advenedizo arreglatodo Camaney dejándose manosear las tetillas (“En vez de pibe, vino pebeta”), plantee sus expectativas genitales (“Estoy acostumbrado a hacerlo por lo menos treinta veces”) y termine de gozarse con la deschavetada gauchita de mil maneras (“A la chimichurri, a la hojita de plátano, a la tejocote”), el gordito en el hartazgo propondrá hacerlo “de a torta de aguacate”; se apagan las luces, se escuchan frases equívocas (“Esto que me estás haciendo no es de caballeros” / ”Tampoco es de damas hablar con la boca llena”), pero al encenderse de nuevo las luces, la argentina locochona se estará atragantando con una torta de aguacate, que Camaney le embarra por toda la cara. La otra nenorra medio abusada, que más bien se pasa de lista, es una Reinita de Cananea (la volcánica Edna Bolkan) que, hasta no casarse de blanco, le niega el “último detalle” a su novio bodoquito (César Bono). Pero, en la noche de bodas, un supuesto miedo al dolor de la desvirginización le hará expulsar de la suite al impaciente recién casado, con un ramito de azahar hasta en los calzoncillos, y logrará perderle el temor al sexo en brazos del generoso apaciguador Camaney (“¿Ya te convenció el señor que no te va a doler? / ”Sí, no me dolió nada”). Glándulas serán, pero glándulas aprovechadas.

La comicidad folicular reordena avinagradamente las estrategias del escarnio al homosexual. Del insulto asumido para abordarlo en la vía pública (“Te he visto en el cine, en María Candelaria: eras la marrana”) a la autoirrisión aceda cuando se prueba un esplendoroso ropaje en Plaza Galerías (“Estoy en mis días difíciles, me dio un soponcio” / “Quiero la copa de brasier más grande, la Copa del Mundo, ahí sí le cabe la mano a mi viejo”), el cejudo mariconazo tamalesco que encarna avasalladoramente el coguionista Óscar Fentanes no es un travestido exagerado y grotescamente involuntario, como los que acostumbra interpretar el Caballo Rojas o el Flaco Ibáñez, sino un floripondio ejemplar. Una loca desatada que se le lanza a cualquier pantalón.

Llama “Mi vida” a Camaney para espantarle una conquista femenina, ríe desarticuladamente echando la cabeza hacia atrás, se pavonea en su blusa rosadita con gazné de tul turquesa, jamás contesta descolones (“Mendiga llorona loca”), se conduele cual foliculario publicista de sí mismo (“No juegues con mis penas, ni con mis sentimientos, que es lo único que tengo”) y compadece a los temerarios disfrazados de mujeres a mitad de la seudorgía con los hampones (“A mí me gusta, pero los demás qué culpa tienen”).

Y el humor machista que se le endilga al jotazo radiante contagia a medio mundo y a la película en su apoteosis final. Contagia al niñote aquel que sueña con ser bailarina del Blanquita, contagia al travesti horrendo que no obstante recibe propuestas viriles para hacerlo “de a lagartija” (“Tú te echas a correr y yo te parto tu pinche madre a pedradas”) y contagia al Grupo Gelatina formado por Camaney con sus cuates seductoramente travestidos (“Nos llamamos Pata, Peta, Pita, Pota... y Lulú”), que terminan alzando en conjunto la patita y las faldas para despedirse de los espectadores foliculizados, mostrando coquetonamente sus traseros (“Chicas, chicas de hoy, tururú”).

382,08 ₽
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842 стр. 4 иллюстрации
ISBN:
9786073022101
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