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El ranchero autoirrisorio

Al interior de la imagen discretamente idílica, un arbolito de ramas tilicas señala el contraste disuelto y armoniza el desequilibrio: marca con suavidad la línea divisoria entre el sembradío tierno y el campo inculto, yermo, agreste. Pero, ¿cuál de los dos es el insepulto? Da lo mismo. Aunque todo remita al implacable paso del tiempo, nada debe romper la armonía heredada por la vieja comedia ranchera y el melodrama rural de nuestro cine clásico. Estamos en el territorio de El Macho de Rafael Villaseñor Kuri (1987), con Vicente Fernández, último reducto de nuestros más rancios estereotipos esencialistas.

El anciano bigotudo de sonrisa glotona don Venus (Eulalio González Piporro) y su viscoso hijo cuarentañero Lindoro (Vicente Chente Fernández), tan galanazo como botijón, viven encaramados en la punta del cerro, oyen la radio, roen sus restos de idiosincrasia nacional y tragan los elotes que ellos mismos cultivan, cosechan y cocinan. Son dos holgazanes buenos-para-nada, dos muertos de hambre comemazorcas, dos deteriorados tránsfugas de mejores épocas, dos enchamarrados dinosaurios de mezclilla, dos empecinados especímenes en vías de desaparición. Han retenido el semen de sus esfuerzos al mero nivel de la supervivencia porque los reservan para las grandes hazañas nutridas con carroña axiológica: los póstumos desplantes y alardes prepotentes de un machismo virulento con tardías viruelas miasmáticas. A sus avanzadas edades correspondientes, el padre macho experimentado y el vástago macho virgen están a punto de efectuar tardíamente entre ellos el cambio de estafeta generacional, en endoso de virtudes, la firma del cheque humano al portador sobre el dorso adiposo, la cesión ranchera del fuego fáustico, el pigmaleoneo dando su espaldarazo a las incipientes pero extemporáneas imitaciones machistas.

Mientras llega el esperado momento crucial, nuestros héroes transidos de emoción escuchan por vez postrera un tremebundo capítulo de la radionovela rural Amor a la fuerza, que capta sus atenciones con esa violenta trama romanticona de retadores amores contrariados y raptos ultrajantes a rancheritas (“¿Qué amor es ése que se acobarda ante las dificultades?”), les concede energía inspiradora, les refuerza sus modelos de comportamiento, les hace abrevar las fuentes nutricias de su autovaloración moral (“Ya no hay machos de ésos”), les hace reflexionar sobre la modernización de sus funciones sociales enraizadas en la homofobia nociva (“Cambios sí, pero cambiazos no”) y les da cuerda para asumir una filosofía del destino, más allá de su ínfima condición tanto en lo económico como en lo anacrónico (“Las cáscaras también arden y hacen brasas”). Vigorizados por el idologizante espíritu del dramón radiofónico, tan afín a su machismo quijotesco, los rancheros padre e hijo fijan con fiereza al cuello sus paliacates sudados, y las nuevas andanzas repugnantes del póstumo ídolo cantor de nuestro cine ranchero pueden empezar, una a una, así semejen las salidas contradictorias del caballero de la triste figura, que se apuran como la aciaga copa del estribo o el suicida fogonazo devastador.

De la prehistoria hasta finales del siglo xx mexicano, del neolítico a la posmodernidad. Del limbo hacia el paraíso, sin sospechar que se cruzará por un empantanado purgatorio eterno. La primera salida se reduce a llevarle serenata a la humilde rancherita Micaila (Isabel Andrade), quien ha sido elegida como precoz presa inicial del jubiloso rastreo machista. Constituye también el primer fracaso del enardecido dúo padre alcahuete / hijo inexperto, pues la inusitada originalidad de El Macho, enésima entronización de Vicente Fernández por su director de cabecera de los ochentas (Villaseñor Kuri), al servicio del recalcitrante zar del cine nacional Gregorio Walerstein (dueño en exclusiva del Chente fílmico), consiste en una aparatosa acumulación de tropiezos para los héroes. Tan fuera de tiempo y lugar como el Drácula de El Vampiro teporocho (Villaseñor Kuri, 1989), el envalentonado ranchero robamujeres ha devenido en figura lamentable e irrisoria. Su ineficacia debe ser manantial de embarazosas situaciones irónicas y resorte cruel de carcajadas. El Macho es un intento consciente de parodia, sin otro objetivo que mostrar a Vicente Fernández burlándose de su propio personaje e incluso acaparando el ridículo de los semidesnudos.

Para la historia, he ahí las aventuras fallidas de un aspirante a macho siempre desbordado por la realidad, así sea la más banal. El desdichado Lindoro ha bajado de su nube pedregosa para hundirse en un cieno de pasiones inconclusas, hazañas lastradas, coitos interruptus. Quería ser romántico, caballeresco, borracho, parrandero, jugador, mujeriego idealista, terror de faldas, pícaro sentimental, desmadroso, decidor, chistosón, hijo semental y héroe épico; no será más que un burlador burlado cuyos desmanes sufren a la vez de mediocridad e inepcia. Borrosa copia al carbón de un original ya ilegible, eco extraviado de sí mismo, monstruo de la sinrazón antitemporal, juego de negaciones resuelto en vaguedades inoperantes, residuo de una imaginación petrificada por los medios masivos en la era de la comunicación manipuladora de conciencias.

Si Lindoro logra ablandar con serenatas a la más ingenuota de las rústicas (“Pero alevántate y oye mi triste canción / que te canta tu amante / que te canta tu dueño”), jamás obtendrá otra cosa que un par de castos besitos con sus mohínes de rancherito pudoroso bajo la ventana florecida (“A ver si hay modo”). Si Lindoro se logra robar un caballo pura sangre y el traje de charro con botonaduras de oro y plata que siempre ha soñado, en la charreada monumental de la modernizada casa grande los prejuicios de la seducida Micaila se impondrán a la hora de treparse a la grupa (“No, mi honor es primero”), ante la mirada de su padre Atenógenes (Amado Zumaya) al que agarraron cagando; y el héroe tendrá que salir huyendo como un bandido cualquiera, perseguido por hacendados y las fuerzas del orden. Si Lindoro por fin se carga a la fuerza a una pueblerina sustituta al parecer gozosa (Lizetta Romo), sólo conseguirá ser desgüevado a rodillazos por su romántica víctima en el momento de la violación entre unas imponentes ruinas virreinales. Si Lindoro entra a caballo al recinto de la mismísima Universidad de Guadalajara para secuestrar fogosamente a la desconocida jalisciense con gafas Hortensia (Lina Santos) y logra arrastrarla hasta su escondite campero, ella resultará ser una bella feminista mucho más lista que él que, con sólo quitarse alguna prenda, excitará a su captor hasta el delirio, lo hará tequilear hasta perder la vertical, cantar hasta la ternura detumescente, y lo dejará con un palmo de narices, pobre macho rendido por el sopor alcohólico, bajándole hasta sus caballos para huir tranquila. Si Lindoro viste una coquetona camisa de seda sobre el traje charro para conquistar chicas capitalinas en un reventón típico del corrupto df al que lo ha expuesto un júnior vandálico a lo Yoyo Durazo (Humberto Herrera), terminará bailando como sapo y levantando a una invitada resbalosa de nombre Espiridiona (Rosario Escobar), que es en realidad una ramera de Reforma contratada ex profeso, a la que intentará moralizar en una recámara cuando queden a solas y luego ayudará a escapar, cuando irrumpa la policía antinarcóticos, sacrificándose galantemente por ella.

El ranchero autoirrisorio acentúa hasta el paroxismo imbécil las prerrogativas del placer masoquista. Del machismo acomplejado al goce con el ridículo propio, sólo hay un paso: el paso que da Chente Fernández en El Macho, dentro de la total inconciencia e irresponsabilidad, con un empujoncito del actor-guionista Piporro y otro de la dirección coherente, pero plana hasta la desesperación, de Villaseñor Kuri. Demasiado naíf, demasiado sentimentalista, demasiado soñador, demasiado delincuente, el machismo acomplejado de Chente se lanza furioso en contra de sí mismo, le hace revertir todos sus raptos emotivos (y conatos de raptos amatorios) y restituye el moralismo salvaje de las cintas de rancheros devorados por la Maldita ciudad (I. Rodríguez, 1954) y las inmigraciones jodidistas de El Milusos (Rivera, 1981), sin uso, las que nunca debió haber querido revelar.

El ranchero irrisorio acaba por relativizar los ciclos de significado que pretendía cancelar. De hecho, en El Macho confluyen dos trayectorias individuales con cargas de sentido muy distintas que terminan engendrando al adefesio: la trayectoria del Piporro y la del ídolo Vicente.

La figura del padre macho es concesionaria de los impulsos. Mientras su hijo canta al pie de la ventana, distrae con elotes de regalo a los progenitores que custodian celosamente a la hija serenateada (“¿Cómo que ‘me permite pasar’ si ya está adentro?”) y siempre halla la manera de dictarle enjundiosas instrucciones a su vastago, sea durante una riña a puñetazos o en el transcurso de un cachondeo. El Piporro está acatando los señalamientos de su propio libreto, ingenioso en teoría, y retornando limpiamente a sus orígenes radiofónicos, al resucitar al legendario padrino mentor de aquel Pedro Infante de Ahí viene Martín Corona (Zacarías, 1951). También está asimilando con grotesca sorna ciertos retobos del mitológico padre represivo / permisivo Fernando Soler de La oveja negra (I. Rodríguez, 1949). Y está resumiendo, por último, cierta concepción atrabiliaria del arraigo a la norteña, ya observada en farsas tan personales como Los tales por cuales (G. Martínez Solares, 1964), basada en un guion suyo, y El pocho (1969), donde incursionaba como actor-director por única vez en su carrera.

La figura del hijo macho es sólo receptora, heredera y emuladora de los impulsos ajenos. Siempre se sitúa por debajo de las exigencias paternas y hasta de las suyas propias, aunque sin tener mínima conciencia de ello. El buen Chente está en trance de acometer el imposible reverdecimiento del personaje urbano de sus inicios: el acomplejado barriobajero sufridor de Tacos al carbón (A. Galindo, 1971), polígamo asediado por sus queridas con taquerías individuales, y El albañil (Estrada, 1974), quijotesco oficial de albañilería que usaba una tarjeta de crédito ajena para hacer operar a su novia lisiada antes de propulsarla al estrellato. Está mortificando al apasionado galán de a caballo que llegó a encarnar en su ciclo ranchero de acomplejado machismo jactancioso (de La ley del monte de Mariscal a El Arracadas de Mariscal, 1977). Está sublimando su improbable verba popular como acomplejado sustituto abismal de Pedro Infante en las Picardías mexicanas 1 y 2 (Salazar, 1977 / Villaseñor Kuri, 1980). Y está consumando, por último, una falsa culminación entre distanciada y descendente de la serie de desangeladas cintas regionalistas en que lo ha dirigido Villaseñor Kuri en los ochentas, donde ha sido indistintamente un bracero miserable vuelto cantor con tumores (Como México no hay dos, 1980), un pistolero vengador que acarrea catástrofes (Un hombre llamado El Diablo, 1981), un héroe de corrido con imprevisible socio zapatista (Juan Charrasqueado y Gabino Barreda, su verdadera historia, 1981), un mujeriego arrepentido que logra domar a su esposa feminista (Una pura y dos con sal, 1981), un pícaro encariñado con una de las queridas de su protector amigo hipócrita (El sinvergüenza, 1983), un charro unamuniano de rollazo acaudalado (Todo un hombre, 1983), un empecinado padre vengador más allá de la frontera norte (Matar o morir, 1984), un lúgubre personaje en triple papel copiado a Los tres huastecos (El diablo, el santo y el tonto, 1985) y el integrante más farolón de un trío de jugadores desinhibidos a la vieja escuela feriante de Los tres alegres compadres (Entre compadres te veas, 1986).

Desde la perspectiva de la supuesta burla deliberada, los personajes desarraigados se ven con mayor claridad. El Macho estaba concebida como una película sobre machos para acabar con todas las películas de machos y la propuesta requería de una especie de genio inventivo de la que el trinomio Villaseñor Kuri-Piporro-Chente no detenta ni una parcela. Más que servirse con la cuchara grande para autodestruirse, los estereotipos se indigestan con un furor casi demencial, al mórbido acecho de las huellas de su debilidad y no de sus rasgos de fortaleza negándose a morir.

El ranchero autoirrisorio invoca signos sacralizados, para que cualquier desvío se reciba como una profanación. Desde sus primeras imágenes, el film rezumaba ya el veneno de los signos que ha sistematizado y sacralizado nuestro cine regionalista más convencional: la inmóvil y ahistórica visión del paisaje que proclama un estado perene de holganza, el indiferenciado folclor mariachero que convoca a la fiesta perpetua, el clima de relajo desmadroso que convida al sainete eterno, la permisiva incitación paternal que seculariza el activismo familiarista más conservador, la sumisa obediencia filial que enciende la mecha de la fortuna, la maquillada desventaja social que se resuelve en la idealización del machismo acomplejado y el hambre frenética de hembras raptables que disculpa y autoriza cualquier arrebato violatorio.

Despiertan las pulsiones ancestrales de las imágenes filmicas, se erizan las fantasías inconscientes, reina la sobrecodificación en El Macho, se aguardan detalles para impactar el apetito elemental del espectador. Cualquier sutileza o retorcimiento queda neutralizado de antemano. Cualquier desvío en los implícitos de la norma equivaldría a una profanación, pero sus explícitos pueden trastocarse o parodiarse con libertad. El fracaso, el tropiezo y la calamidad quedan permitidos, por aleatorios e insignificantes, como variables supletorias y calificativas de una constante incólume, jamás afectada en su inmutabilidad, antes bien reconfirmada.

El ranchero autoirrisorio declina toda crítica a fondo, en aras de su aparente condena al anacronismo. Sátira fallida, si las hay, la fábula de El Macho se apoya en situaciones de ridículo evidente cuya sola formulación las agota en sí mismas. Sin mayor trámite, el mero macho jalisquillo se enfrenta a una modernidad que lo desborda, neutraliza y torna irreal. En el festejo de la casa grande se hace humillar por un patrón caciquil que enfatiza su desprecio clasista (“Cualquier infeliz que monta mi caballo, gana”) y por un diputado oficial (José Zambrano) cuya corrupción consiste en importar suntuarios ¡trajes de charro! En sus andanzas como fugitivo se hace aplaudir por el pueblito de Acatitlán íntegro, tras derrotar a puñetazos a un fornido comisario servil (Humberto Elizondo) en la pelea menos excitante de la década; luego, enfundado en su millonario traje de charro, asalta una gerencia bancaria, y en un acto de anarquía tan asombroso como ejemplar, dirige un saqueo tumultuario al tendajón del lugar, donde la cámara pasguata del fotógrafo Agustín Lara no se da a basto.

Para despertar perversas sospechas en la multitud (“¡Qué chistoso, deben estar filmando una película!”), nuestro antihéroe sin autocrítica parte plaza ante la catedral de Guadalajara y jinetea hasta interrumpir una conferencia universitaria, de risa loca, sólo para psicofarsantes. De nuevo en la carretera, nuestro Lindoro / Chente cambia de película, se mete en una de narcoguiñol y asalta al ratero ganón en una pelea noqueadora para despistar (entre ladrones de una camioneta de seguridad bancaria). Sin embargo, en todo momento el habla florida de nuestro macho lo pone en evidencia, sea ante la psicóloga secuestrada a la que entiende a medias (“Voy a borrar de tus labios los besos que otros te dieron”), sea ante esa prosti de adoración instantánea a la que no cesa de sobarle el estómago (“Vete a hacer cerebro al cine, ahora que las hacen gruesas”). A fuerza de irrisión, el machismo debería caer por su propio peso, como si fuera posible reducirlo a sus signos externos más ostentosos (valor del traje charro como ropaje de Supermán), desligándolo de actitudes más profundas y comportamientos complejos.

El ranchero autoirrisorio consigue al final el triunfo de sus atavismos, por la vía metódica de una didáctica positiva. Para que la luz ilumine el entendimiento del macho, basta con un descenso a los infiernos capitalinos y un oportuno ataque de vejez al padre Piporro durante la huida. Están decididas de inmediato la vuelta al terruño y la moraleja de reacción en cadena (“Para ser un macho muy macho, hay que ser primero un hombre muy hombre” / ”Me di cuenta de que no es lo mismo ignorancia que pobreza”). El Macho como novela de crecimiento a la alemana, por encima de toda parodia (“Si quieres cosechar, tienes que seguir sembrando”). El idílico cuadro del machismo apacible se restituye y reinstala allí donde empezó.

Decidido a luchar contra la miseria y picado por la mosca del trabajo, Lindoro abre un surco como buey de arado, mientras el anciano padre sabihondo desaparece cual atavismo del pasado, para ser sustituido por un atavismo del presente, de origen simbólico: la rancherita Micaila, al fin decidida, botín y premio al machismo amaestrado (“Sí, pues, los dos”). Lo abstracto se ha elevado a concreto: los atavismos vencen. El buen viejo machismo doméstico ya no da risa ni indigna con sus indignidades; ahora conmueve, da lástima, fracturado y conformista como nunca, percatándose del final de su destino, pero aferrándose al ridículo, suponiéndose inmortal.

El machismo travestido
Primo tempo: Los límites preparatorios

El machismo se alebrestaba con las malsanas ingenuidades de la comedia lépera. Es que, tal como lo confiesa filosófico, con su característica voz ronca, el semicalvo cómico regiomontano Alberto el Caballo Rojas, al empedarse hasta las chanclas con sus cuatachos el gordo Charly Valentino y el barbaján José Magaña, a bordo de una trajinera xochimilca, en un momento clave de Un macho en el salón de belleza de Víctor Manuel Güero Castro (1987), el hombre “se rige por la Ley de la Torta: te estás comiendo una y si ves otra, también se te antoja”. No hay excepción a la regla, ni salvación posible, ni objeción que valga. “¿Qué, no le amarraron las manos de chiquito?”, se defiende la mucama güereja de uniforme. “Más bien me amarraron el chiquito y me dejaron libres las manos”, le contesta el Caballo, al tiempo que se le aferra a sus carnes flojas (“Usted se equivoca” / “¿Qué, no son las nalgas?”), le baja los calzones de puntitos y se la tira parados a la mitad del jardín de casa rica, desoyendo las escuálidas protestas femeninas (“Yo soy decente” / “Lo gozas igual”).

Nada falta. Por fin, todos los elementos están en su sitio. Feria de albures archirrebotados y sobados (“Mi santo es San Expedito” / “Y el mío San Zacarías”), encueres bisexuales al por mayor, acuestes frenéticos sin preparativo alguno, fóbicos lances homosexuales en abundancia, carne que te quiero carne hasta en una carnicería (propiedad del veterano papá suegro Pedro Weber Chatanuga), grado menos diez de la expresión cinematográfica (aunque con ágil fotografía de Raúl Domínguez), arbitrarias situaciones de vodevil aletargado / paquidérmico o desparramado / hiperkinético, actuaciones exageradas hasta la caricatura y el guiñol, restos de subgénero de ficheras con opulentas desnudistas de museo de cera (pero untables con aceite para masaje), un populacherismo para autoconsumo de Los verduleros (Los marchantes del amor) (A. Martínez Solares, 1986-1987), y Los gatos de las azoteas (G. Martínez Solares, 1987) en Los lavaderos (Javier Durán, 1986) y en La lechería (Ugalde, 1987), gruesos equívocos que saltan a la vista, fatigosos sobretrabajos genitales casi próceres, humor picoso ultraprevisible, desfachatado tono festivo de la desinhibición sin fronteras de censura por una temporada (“Y luego papas, güey”), más un buen piquete de culo que oportunamente le asesta lo improbable a lo inverosímil ostentoso.

Son los andrajos postreros, los últimos despojos de la industria de la diversión, los únicos mensajes intocados / reprimidos / desechados por el discurso televisivo dominante, el póstumo rebajamiento de un cine vuelto residual. Son las boqueadas glotonas y jubilosas del nuevo cine cómico mexicano, el género más cuantioso dentro del cine nacional de los ochentas. Es la ingenuidad convertida en alegría afrentosa / afrentada y airoso regodeo insano, al fin, a sus anchas.

Olvidando haberse agüitado porque lo habrían mandado a la goma, el machismo se despereza y se exacerba; sienta sus lares en la comedia alburera con nalguitas, gracias a su pertinaz artífice el Güero Castro, y hallando su bolita en el flaco perfil buchacón y las gafas ahumadas del Caballo Rojas; de hecho, Un macho en el salón de belleza es la número veinte de las treinta sexycomedias léperas que dirigiría Castro en los ochentas (desde La pulquería, 1980, hasta La más rápida del oeste, 1989, pasando por la pulverizada Sexo contra sexo, 1989, o la abreboquetes Perico el de los palotes, 1984) y la segunda con Rojas como estelar absoluto. No se trata de un neomachismo. Es el mismo machismo de siempre, apenas remozado, pero sostenido, pero acorralado en el exceso, pero igualmente degradante y brutal.

Pero hoy las películas nacionales de cañonazo taquillero ya pueden invocar y consagrar la palabra “macho” desde su título, sin disfraz, antes bien con cinismo y orgullo. Así, la serie de Un macho se inició con Un macho en la cárcel de mujeres (Castro, 1987), donde el Caballo interpretaba al “infeliz” Chava, un novio despreciado y travestido que daba con sus huesos en un penal / panal femenino, para agasajarse con celadoras y reclusas. Era un simple refrito de Hilario Cortés el Rey del Talón (Javier Durán, 1980), que había sido concebido en su época a la medida de las ectoplásmicas autodenigraciones de Alfonso Zayas.

He aquí, pues, tan exuberante como el fáunico Tin-tán en Simbad el mareado (G. Martínez Solares, 1950) al Caballo en Un macho en el salón de belleza, su segunda y más reveladora salida erotómano-quijotesca, cabalgando sobre el suelo del mercado de Xochimilco a una guapa traficante de joyas, para ser perseguido por el policía tarolas Polo Ortín que lo cree contrabandista, y debiendo refugiarse en el salón de belleza del maricón hiperromántico Fabrizio (Manuel Flaco Ibáñez), para agasajarse ahora con clientas “pecadoras” y peluqueras, pero teniendo que travestirse como solterona en cada una de sus fugas clandestinas e inventarse un falso padeciniiento de sida en la heroica resistencia a las ardorosas acometidas de su patrón y protector.

El mimetismo del filete garantiza lo inagotable del filón. He aquí bien ufana, pues, la filosa jeta del Caballo, ese inofensivo placero Nacho El Bicho a quien habíamos conocido enjaretándole brasieres a un viejuco libidinoso (“¿Su dueña las tiene como melones, como naranjas ombligonas, o como huevos?” / “Como huevos, pero estrellados”) o a una tetona descomunal (“Ay mamacita, si te agachas te vas de hocico”), ese vendedor juguetón que se desataba bailando con una cauda de amigos entre puestos de frutas o jitomates en una apertura apoteósica que era una mezcolanza de ronda coreográfica para cargadores de Ismael Rodríguez (Nosotros los pobres, 1947) y videorrola xochimilca, ese simpático hombrecillo incallable cuyos floridos pregones entablaban de entrada un duelo alburero de altos vuelos con el mercader de chiles, ese duendecito desairado con furor testerino cuyos ruegos eran inútiles ante su nacota noviecita buenona Mireya (Diana Ferreti) que lo cortaba porque papá Chatanuga merecía casarla con un babeable licenciadete alfeñique, ese “menso degenerado mental que se la pasa en su puesto gritando obscenidades”, ese inasible fugitivo que les aplasta quesadillas en la faz a sus perseguidores y se finge enano para levantar de los tenates a los policías, sin sospechar todavía que el destino manifiesto lo llevará a las más envidiables circunstancias del cine cómico mexicano de los años ochenta destrampados.

Muchas oportunidades, e incluso mejores ansias erotómanas de las que tendrá el Caballo como sacristán virginal en El inocente y las pecadoras (Castro, 1988), pero en su situación de huida estacionaria nuestro macho sólo conseguirá agudizar sus temores más profundos a ser desvirilizado, castrado, metamorfoseado degenerativamente. Afeitándose de buenas a primeras su barbita rala en el salón de belleza (automutilación transferida) y ostentando exageradísimas pelucas de Tootsie rositas o celestes (definición a contrario), Nacho se traviste gozoso, a veces en parte, a veces por completo, y se transforma en El Bicho desalmado, un zalamero mariconcete explotador de mariquitas crédulos y atrevido heterosexual embozado. Ha cambiado de personalidad, engaña con habilidad en un mundo de pelmas, se aprovecha de las confianzas, se finge sidoso para inspirar compasión y manipular, invade lujuriosamente la sagrada / mercenaria intimidad hogareña de su futuro suegro tablajero, seduce a su novia babas con subterfugios y continúa en fuga despavorida, hasta el súbito enriquecimiento del final feliz.

¿Por qué corre el Caballo Rojas? Acaso por mero alboroto equino. Acaso porque, como supuesta esencia con base biológica, como comportamiento corriente, como cultura popular y como resorte de comicidad homofóbica (se inventa una ridiculez gay que se les endilga a los homosexuales para mejor escarnecerlos), el machismo es una cobardía, una huida, un refugio; ¿un pánico que se encierra en la cárcel de mujeres, o un pavoneo atemorizado que se maquilla en el salón de belleza? Toda degradación del macho Nacho, toda abyección es poca si se trata de conjurar al miedo, si se trata de salvaguardar contra el terror a la desmasculinización, si se trata de sublimar el vacío profundo de esa prepotencia tan amenazada (por exceso de funcionamiento heterosexual, por tentador asedio homosexual) como aquel simbólico chorizo que descuartiza con saña el carnicero suegro Chatanuga ante los aterrados ojos del Caballo.

A fin de cuentas, el triunfo del machismo miedoso se apareja con la omnipresencia de una homosexualidad ganosa. No es por azar que el Caballo Rojas aparezca con centelleantes pelucas y luciendo su rutina de amaneramientos en más de las tres cuartas partes del film. No es por azar que el segundo personaje más presente en la trama sea el patrón del salón de belleza Fabrizio, soberanamente encarnado por un Flaco Ibáñez fofo y blancuzco, depilado y efusivo, ganoso y blandengue, descontrolado hasta el masoquismo y la impudicia gloriosa; representa el amor a primera vista que lanza su flechazo poderoso desde que el Bichito le hace implacables ojitos hipocritones, encarece el amor generoso que ampara al evadido sin esperar retribución, se desespera durante el goloso monólogo ante un bulto fálico que sobresale en la sábana, remeda el abnegado amor maternal soportando sádicos tironeos de cabeza en la sala de masaje, calma sus ansias echándose alcohol sobre el cuerpo cada vez que lo roza el “sidoso” objeto amado (alcohol hasta en el trasero durante el gag más cruel del film), rehabilita el amor loco al que poco le importa el producto de unas joyas vendidas, se atreve por fin a desafiar al contagio a cambio de unos instantes de goce carnal y reivindica la confianza amorosa por la vía del absurdo seguro de sí mismo (“¿Qué tienes ahí atrás?” / “Ay, un tesoro”).

El discurso del machismo ya no es, como en Dos tipos de cuidado (I. Rodríguez, 1952), el de una homosexualidad velada o latente, pero al final tan misógina y cómplice como la de El cumpleaños del perro (Hermosillo, 1974) o tan triunfalista e hipócrita como la de Doña Herlinda y su hijo (Hermosillo, 1984); ahora es el discurso de la homosexualidad necesaria y fruslera de la comicidad heterosexual declinante, más versátil que referencial. Invención de las madres para que sus hijos no se vuelvan jotos, el machismo es una actitud homosexual vergonzante y vuelta del revés, aunque reversible en el campo de las formas conscientes e inconscientes.

Un macho en el salón de belleza es en cada tercera escena un cántico al lúdico embarre por detrás, a la alusión majaderamente equívoca, al buen oficio del orificio y al virtuosismo del héroe Rojas superando el más vasto repertorio de gestos, ademanes y frases afeminadas hasta la ternura (“No quiero ser la manzana de la discordia entre dos hombres”). Cómo andará la cosa en esta Jaula de Locas, que hasta el burlado suegro Chatanuga cederá subrepticiamente a la seducción maricona, congeniando con el encantador Bicho, añorando un masaje prostático que lo haga gritar de placer como a su hijota en el piso de arriba, y aceptando al final un manazo de reconciliación en el trasero de parte de su dominador yerno, ya milagrosamente enriquecido.

Aun con disfraz de travestí que se arranca con gesto victorioso cual antifaz de Batman (Burton, 1989), ser tan macho como el Caballo Rojas será el nuevo ideal inalcanzable de cualquier bestia mexicana. La suerte se le traduce ipso facto en abundancia, y eso ya desde su primer estelar en Buenas y con... movidas (Cardona hijo, 1981), donde era un magnate banquero que acababa en la dicha total haciendo de su mansión un burdel; y desde Las perfumadas (Castro, 1983), donde terminaba como un proxeneta difunto al que sus antiguas pupilas le hacían un striptease colectivo para hacerlo relamerse en el más allá. Ahora, en Un macho en el salón de belleza, debe simular masturbarse ante el espejo a punto de explotar de semen y debe bajarse las ganas metiéndose hielos bajo la trusa, debe darle masaje domiciliario a Gloriella en una roja tina cleopatresca ante las barbas de un marido empistolado, debe desvirgar y revolcarse explícitamente retador con su apetitosa novia nacota, debe dejarse violar tumultuariamente por las enardecidas clientas que lo suben sobre sus cabezas, debe ponerlas a hacer cola para entrar a su sesión diaria de masaje-cuchiplanche y debe concluir con grandes ojeras roncando sobre las piernas de la última presa desnuda.

382,08 ₽
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9786073022101
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