Читать книгу: «La disolvencia del cine mexicano», страница 11

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El horror chafito crea su propio código genérico al capricho de su saqueo tanto cinematográfico como televisivo. Sería un grave error de interpretación y miopía limitarse a remitir estas Vacaciones de terror tan candidas sólo a un marco de referencias formado por las casas embrujadas que visitan algunos desaparecidos revanchistas, tipo Satanic / Amityville Horror (Rosenberg, 1979) y por la orgía de gangrenas instantáneas y desmembramientos in vitro del gore film ya decapitado por el horror cómico de los Gremlins. Aunque parezca exageración o sarcasmo, el joven Cardona III reproduce genuinos climas postelenoveleros con mayor fluidez y coherencia que la carrera de relevos ineptos del programa Hora marcada del Canal 2 (1989-1990), mediante recursos netamente cinematográficos, y no al contrario (climas poscinematográfieos mediante recursos netamente telenoveleros, o algo así).

En los mejores momentos de Vacaciones de terror, basta con que la cámara del dócil fotógrafo Luis Medina gire sobre las ramas espectrales de un árbol, desenfoque las telarañas que cubren unas flores petrificadas, introduzca por corte directo visiones subjetivas de los héroes víctimas del espanto o mantenga en escorzo un tronco parcialmente iluminado, para obtener las sensaciones de malestar y el suspenso deseados. Sin embargo, la ficción ingenua se empieza a llenar con Extraños Retornos (¿de Diana Salazar?) y de Maleficios, sin la presencia grotesca del gerontogalán Ernesto Alonso y sus pactos diabólicos, cosa que se agradece.

Esa maison hantée será ante todo el ámbito propicio donde cobrará nueva vida la mujer sacrificada por la Inquisición. Allí funda su Ley una continuidad irreversible (“No hay poderes sobre la tierra que puedan destruirme”). Allí transgrede la normalidad un afán de aniquilamiento vengador sin finalidad determinada. Allí lo ininteligible folletinesco se torna fundamental. Impera ya el Maleficio, cada secuencia es una nueva manifestación o una persistente reconversión de pequeños maleficios incesantes. Del eco del terror a la vida de los maleficios, y de la vida de los maleficios al abismo en un vaso de agua. Las coincidencias resultan sorprendentes si equiparamos Vacaciones de terror con Los enviados del infierno / El maleficio 2 (Araiza, 1985), la enfática y repudiada película que quiso perpetuar la telenovela-evento de 1984.

Los efectos especiales pertenecen al mismo repertorio y se utilizan con análogos propósitos de impacto narrativo. Los cuadros sangran en ambas cintas. El zalamero Pedrito Fernández vuela por los aires maléficos, como antes lo hizo el entrometido Alejandro Camacho, antes de salir defenestrado desde un torreón. Las incontables desgracias y anomalías de Vacaciones de terror son producto de los close ups a una pálida muñeca de labios rojos con móviles ojos celestes, como antes lo fueron por los close ups a la llama en los ojos del tétrico De Martino (Ernesto Alonso) o a la de su rencarnación satánica en un pérfido sucesor imberbe (Armandito Araiza). Y así sucesivamente. Residuo y apostilla de la imaginación ultracodificada, Vacaciones de terror es en realidad una película que se ha hecho sola. Lo único que ha debido hacer su director incipiente Cardona III es dejar flotar los signos maléficos de la comunicación, “no agotar los signos sobre la marcha, sino esperar el momento en que se respondan unos a otros, creando una coyuntura completamente particular del vértigo y del hundimiento”, como en la rutina del seductor que describe Baudrillard (De la seducción).

Por último, el discurso del horror chafito se sostiene sobre la nostalgia de un destino más cruel, al que se le ha vedado todo acceso. Es el contraste ansiado por la idealizada sociedad insider. Desde la pesadilla de la ñoñez, armónica y el suave familiarismo tiránico, se exigen la vacuna y los exorcismos purificadores, pero también se añora lo outsider, la irracionalidad, el yo desintegrado, lo anómalo, el trastorno de los sentidos y los valores convulsivos, aunque sea a través de ecos terroríficos. Es la contrapartida que medra en el interior de los núcleos inocuos; por eso, sin la presencia de los niños, no existirían estos nuevos regímenes del horror. Niñita sin mayor encanto, que berreaba porque sus hermanitos le quitaban su muñeca en la opulenta casa paterna y expresaba ante la primota su tierna repulsión hacia el sexo opuesto ante una fotografía del novio Pedrito (“Uy, tiene cara de menso”), la pequeña Gaby de Vacaciones de terror está predestinada a convertirse en una repentina chicuela pérfida y posesiva con respecto a la muñeca recién encontrada. Un monstruo moral y un embrión precozmente mortífero, sin remordimientos, en la línea perversa del clásico jamesiano Posesión satánica (Clayton, 1961) y nuestro doméstico Veneno para las hadas (Taboada, 1984), pero menos involuntariamente manipulada.

Con percepción disponible y vacante, sólo ella ve a la bruja atada al árbol fantasmal y sólo ella sueña con la quema de hechiceras. Cuando sostenga a la horripilante muñeca en sus brazos, se volverá implacable hasta el sadismo, será el vocero devastador de su amiga imaginaria, aplaudirá el pavoroso descuartizamiento de sus otras muñecas (en la mejor escena del film) y acabará extendiendo su maleficio, contagiándoselo a sus hermanitos. Perfecta fratricida (de un feto) y parricida entusiasta, se deja guiar por una ética trascendente: la del deseo y el placer destructores. Su gelidez será bienvenida, tanto como sus acciones ocultas y la herencia que deje en la casa, pues otra niña diabólica recuperará la muñeca maldita en el remate del film, cuando otra anónima familia feliz rente la casa desechable: su alter eco.

O acaso, las Vacaciones de terror sólo han ocurrido en la mente de una niña predispuesta y en pulsiones anhelantes de sus crédulos espectadores.

La pobreza millonaria

Cuando la chaparra Vero cruza con ímpetu y presteza el inclemente invierno capitalino sobre una motocicleta roja de aerodinámico diseño, ni los charcos que atropella se atreven a salpicarla, ni las gotas de lluvia a raudales la tocan, ni la catedral mortecina al fondo puede intimidar con su opacada grandeza centenaria a la heroína. Con estetizante fotografía del exuniversitario Arturo de la Rosa (Crónica de familia, 1986, y Goitia, un dios para sí mismo, 1989, de López Rivera), la secuencia inicial de Dios se lo pague de Raúl Araiza (1989) es demasiado perfecta en su agilidad interna y su significado, obviamente insostenibles al nivel del futuro discurso fílmico. Pero, por lo pronto, una máquina deseada / deseante se transporta sobre otra codiciable máquina. Es una asombrosa conexión maquínica, como si la máquina Castro estuviera emitiéndose a sí misma contra un relegado escenario magnífico, propulsada por sus propias pulsiones, conectadas a otra máquina que la evidencia como tal.

Gracias a sus dotes como desinhibida animadora maratónica por tv (Mala noche no, Aquí está) y al éxito nacional / internacional de sus telenovelas (Rosa salvaje, Mi pequeña soledad), la agradable pero eterna aspirante a actriz ojiazul Verónica Castro (La fuerza inútil de Taboada, 1970; Mi mesera de Zeceña Diéguez, 1972; Chiquita pero picosa de Pastor, 1986) se convirtió de la noche a la mañana, hacia el final de los ochentas mexicano, en un insólito boom individual (y con pareja), en un objeto carismático de culto masivo, en un poderoso imán romperatings y rompetaquillas, en la máquina más deseada por la maquinaria deseante de los más vastos auditorios nacionales. Dentro del vértigo abateperspectivas de esa imagen-crisálida en movimiento al principio del noveno largometraje de un otrora pretencioso Araiza (Cascabel, 1976; En la trampa, 1978; Lagunilla mi barrio, 1980; El rey de la vecindad, 1984; Camaroneros, 1987), la Vero aún no tiene identidad ficcional; es mito puro, figura autónoma, alada sensación, esfinge sin secreto, velocidad insensata, bólido carente de órganos, derroche vacuo, un producto de conexiones maquínicas hasta el desbordamiento y máquina ella misma sin otra consistencia que el deseo ajeno.

Reconoce su territorio, transita por sus dominios en el estado en que estén (pluviosos, cenicientos), a través del corazón histórico / religioso / gubernamentel del país (el Zócalo), sobre una deseable máquina motorizada. Imposible extirparla del conjunto dinámico. Acorazada en su cuerpo-sin-cuerpo por una inmensa bufanda tejida, un gorrito de estambre calado hasta las cejas, una gabardina larga y botas altas que preservan las piernas, sólo su encantadora sonrisa de alegre entusiasmo significa algo; la máquina omnívora corre a bordo de su máquina utilitaria en pos de incógnitos pero irrefrenables deseos. Y desde El antiedipo. Capitalismo y esquizofrenia de Deleuze-Guattari sabemos que “las máquinas deseantes constituyen la vida no edípica del inconsciente” y que las define “su poder de conexión hasta el infinito, en todos sentidos y en todas direcciones”. Sin embargo, programada por el aburrimiento sobre receta del emporio televisivo y encargada al nada imaginativo yes-man Araiza, Dios se lo pague parece tener como función primordial y única ir desconectando, coartando, reprimiendo, edipizando, desviando, domesticando, concientizando y frustrando tanto la maquinaria deseante del espectador (¿la mediocre es el mensaje?) como la de esa Verónica Castro condenada a devenir outsider rosa.

El desastre comienza desde la segunda secuencia, y jamás se recuperará la libre movilidad (física, simbólica) del arranque. Por obra y magia del corte directo, la Vero se ha metamorfoseado en la mugrosa limosnera harapienta Vero, acecha detrás de la columna de una placita colonial, sorprende invadiendo su territorio natural a la obesa pordiosera debutante la Rana (Lucila Mariscal), la hostiliza con propósito de ahuyentarla, termina dándole una generosa lección ilustrada para que mejore sus técnicas de limosneo, promete llevarla al disneyano Patronato para la Protección de los Pobres al que ella orgullosamente pertenece, se volverán inmejorables amigas confidentes y ya nadie podrá detener el empuje de la basurizadora telenovela-basura. Su inmóvil y verbosa boca de lobo aletargado ya engulle todos los impulsos vitales del film y los de sus inverosímiles personajes.

Vagamente, el guion del antediluviano libretista-brontosaurio Adolfo Torres Portillo (Cuando levanta la niebla de Fernández, 1952; Pulgarcito de Cardona padre, 1957; Guadalajara en verano de Bracho, 1964) se inspira en un argumento de Joracy Camargo que dio origen al clásico mercantil del cine argentino Dios se lo pague (Amadori, 1948), donde el amargado filósofo misántropo Arturo de Córdova llevaba una doble vida, como pordiosero y potentado, para escupirle su desprecio a los valores convencionales y conquistar sin prejuicios ni dudas el amor redentor de la sofisticada rubia Zully Moreno. Pero la versión mexicana le ha cambiado el sexo al protagonista, ha incrementado en uno el número de ocultas vidas simultáneas, y le ha injertado a la trama algunas líneas de fuerza de María Montecristo (1950), otro producto del trinomio Amadori-Córdova-Moreno (junto con Santa y pecadora / Nacha Regules, 1950), cosmopolita actualización del folletín aventurero de Dumas El conde de Montecristo (Urueta, 1941), con una bella mujer vengativa en el rol central.

Así pues, he aquí a la idolizada Vero con triple vida, reclamando inverosimilitudes por partida triple y recitando con su seductora voz cristalina las vivacidades apolilladas de tres tipos distintos de anacronismos, todo el servicio de la truculenta y amasada venganza tardía de Verónica del Valle (Verónica Castro) en contra del magnate productor de cine Alex Romano (Eric del Castillo), ese malvado walersteinesco que supuestamente la envió a presidio, por no haber querido dárselas hace 15 años, inculpándola con amañadas drogas, testigos falsos y demás tremebundeces platicadas sin derecho a flashback. La intriga se ha complicado con mutaciones arcaicas, pero lo lineal de la acción y sus situaciones continúa igual de plano.

Toda proporción guardada, como la Joanne Woodward de Tres caras tiene Eva (Johnson, 1957), tres caras tiene Vero. Su yo dividido se multiplica al tiempo que sus pelucas, su vestuario de pésimo gusto, sus plastas de maquillaje, sus miriñaques adelgazadores y sus notorios camuflajes. No es la primera vez que proliferan los papeles de la Chaparra; más bien resulta un lugar común en sus telenovelas, donde ha llegado al absurdo de actuarse como improbabilísima hija y madre de sí misma (Mi pequeña soledad). Sin duda, su pluralidad, una riesgosa condición de narcisismo prepotente, una necesidad infantilista de diversificación lúdica, un engaño cómplice del escondite transformista, un insaciable distanciamiento del ser con respecto a sí mismo, una radical ausencia de identidad verdadera, la consumación consumista de una angustia proteica, el apogeo de una esquizofrenia feliz.

Pero, aunque la naca se vista de seda, naca se queda. En realidad, lo que la Vero hace en Dios se lo pague no es encarnar tres distintas creaturas en tres ámbitos opuestos y asumir / escindir / robarse tres personalidades diferentes, sino unificar tres posibilidades de su naca feminidad. Las facetas de la naca outsider con verborragia de porno suave se enriquecen con tres nuevas, o casi, como si ella misma redujera a su antojo lo que arriesga en el combate, cual si combatiera fundamentalmente contra el equívoco y la triplicidad. La lumpen naca, la naca ejecutiva y la naca mundana. Tres personas distintas y una sola naca verdadera: el misterio de un objetivo a su alcance, pero siempre inaccesible. Autopsia de la naca sintética.

Emparentada con la imparable respondona autoexcitadamente vulgar Rosa Salvaje y de gran corazón inofensivo, la lumpen naca apodada Vero (Verónica Castro) lleva un sayal astroso de monja mendicante milusos y cara recién tiznada; pide limosna por caminos indirectos, ya sea chantajeando a sus víctimas / patroncitos con demagogias retrógradas (“Una limosnita por el amor de Dios, para que no nos volvamos comunistas”), ya sea exorcizándoles la mala suerte con amuletos zapotecas de infalible simpatía oscurantista. Invitada a comer a un discriminador restaurante por el actor-en-busca-de-oportunidad Julián (Omar Fierro), admite que su lugar para alimentarse está en la calle, pero pregona con engreimiento lo útiles que han sido para su oficio las clases de actuación y maquillaje, así como el “Banco de información y logística” de su centro de ayuda para los pobres, ese providencial enclave con seguro médico y baños que hace croar de admiración a la colega Rana cual digna batracia astrosa del alma (“¡Hijo de su reprogenitora!”).

Con enormes gafas de hormiga y larga cabellera rubia, corbata negra para disfrazar el corto gaznate y sacóte dotado de hombreras que la hacen aparecer cual agazapado jugador de futbol americano detrás del escritorio, la ejecutiva naca Doña Verónica del Valle (Verónica Castro) funge como gerente de su propia compañía productora de cine y video, promueve el estrellato instantáneo del joven actorcito esponjoso Julián que tan mono se portó con la pordiosera (a la que le regalará parte de su primer sueldo), vive en una supermansión nuevorriquesca tipo Tigresa Serrano con cortinajes dorados por doquier y candil sobre el piano forrado de oro, tiene un silencioso sirviente japonés que se deshace en ceremonias y cuenta con el diligente administrador otoñal Raúl (Rolando de Castro), que está calladamente enamorado de ella, sin consecuencias, al mismo nivel de ese consolador gato de angora que siempre se deja acariciar en los momentos de apuro dentro de la amanerada grandiosidad de una serie de reencuadres.

Con relucientes vestidos de noche, labios color carmín y cabello corto de vampiresa de los veintes, fumando cual reina de la decadencia malsana y afectando poses acentuadamente démodées, la naca mundana Señora Verónica (Verónica Castro) es la patrona de un casino clandestino pronto clausurado, cuya única finalidad era mermar la fortuna y abultar las deudas del millonetas dandy misógino Eugenio Romano (Marco Muñoz), hermano jugador compulsivo del odiado enemigo, que se hacía acompañar por güeras idiotas (Gabriela Goldsmith) para mejor rebajarlas (“Para mí todos los billetes son iguales, sólo papeles que lo compran todo” / “Como a mí”), hasta quedar a merced de esa vengadora que, ya decepcionada de su malvada idea fija (“La venganza también me ha envenenado a mí”), reunirá las tres caras de Vero.

La naquez repartida entre tres no toca de a menos; antes bien, se amplifica, se descara, se emancipa, se ostenta, se sublima. Nuestra outsider rosa es sólo, a fin de cuentas, una naca esquizofrénica y dichosa cuya inadaptación plural le permite recorrer impunemente la escala del populismo a todos los niveles sociales. El populismo es ahora su poder de conexión hasta el infinito, en todos sentidos y en todas direcciones.

En la cumbre de sus ansias de protagonismo inflamado, la Vero se da el lujo de protegerse populistamente a sí misma. La Vero delictuosa de alto rango protege la salud moral de la Vero rica empresarial, la Vero rica protege la dignidad solidaria de la Vero pobre, y la Vero pobre garantiza la salud farisaica de todas, pagándose incluso la esplendidez de vaciarse una botella completa de tequila con su camarada Rana para brindar por los pobres del mundo (“¿Verdad que todos los ricos no son hijos de su repepínchamaco, mi reina?”) y luego sacar fuerzas para ir a soltar discursos exaltantes en los festejos del regio palacio de su patronato de los Pobres (“Los pobres ricos sufren más que los pobres pobres”).

Tristona contrapartida feérica modelo Televisa del Programa Nacional de Solidaridad, la ideología de la pobreza millonaria se impone fundiendo la sabiduría de la lumpen naca Vero (“Hay que dar lástima, pero no asco”) con la financiera sabiduría de la ejecutiva naca Vero (“El éxito no es gratis”) y con la encubierta sabiduría de la naca mundana Vero (“Me gusta el misterio”). Para estar acordes con los vientos políticos, lo que importa es modernizar la mendicidad (ni Pronasol ha sido nunca tan claro), y Dios se lo pague propone con gracejos más que explícitos esa modernización, pues considera que basta con que a los mendigos se les enseñe a ahorrar para que algún día salgan de pobres. Por eso nuestra mendiga millonaria puede ejecutar una venganza mendiga de tres millones de dólares y seguirse igualando tanto con sus colegas batracias, que se zurran de la emoción al subirse a la motocicleta roja de la amiga, como con los curas que practican el mismo oficio limosnero, sin por ello fomentar ni el vicio ni la vagancia.

Dentro de ese mismo orden de ideas, Dios se lo pague propone su vuelta a lo privado. La Vero también paga el lujo de ofrecerse a sí misma en espectáculo fílmico / extrafílmico. Parte de la modernización de la miseria que plantea esta película-escaparate se encuentra en el proceso de reprivatización y desincorporación de la naca bienhechora más importante del sistema. Hay que simular que se va a fondo, pues las medidas superficiales han perdido credibilidad. El modelo operativo que utilizará la nacología para transferir su vida privada se basa en la factura de una fulminante estrella masculina (Omar Fierro) y una historia de amor delicado (con la Vero). La pobreza millonaria tiene recursos suficientes para hacer tambalearse los pilares de lo real y difuminar los límites entre realidad y ficción. Dios se lo pague es, en última instancia, una película-ojo de la cerradura que permite al espectador idólatra voyerizar virtualmente, durante 90 minutos, la convivencia, la intimidad erótica y las particularísimas broncas de la auténtica pareja dispareja Verónica Castro / Omar Fierro, como sigue.

Chisme embotado, atisbo de infiernito sonrosado, cabildeo femenino de la fama ajena, pigmalionismo hembrista, exorcización de los sexismos de edad, romance de la cuarentona célebre con el veinticincoañero arribista. Fugas castamente caldosas a Acapulco, vacaciones hoteleras como opulento acceso a la verdadera vida, orgía de besos, pavoneo del atlético cuerpo varonil y escamoteo del avergonzado cuerpo apenas femenil en bañador con faldita. Pundonores heridos, inhabitual condición difícilmente asumible del protege mantenido, hipersusceptible y retráctil inestabilidad amorosa, supuestos altibajos en los humos de la fama como en desquiciada bolsa de valores, fricciones inecesarias y redundantes, informulable batidillo psicológico de situaciones triplemente embarazosas (para él, para ella, para el espectador sensible), impaciencia del pájaro por escapar de su literal jaula de oro, tediosa sucesión de pleitos a medias y reconciliaciones perentorias, recursos declarativos (como la trama / vida misma) de una retórica afectiva que se funda en la autosuficiencia del instante compartido sin pasado ni porvenir (“Lo importante es que estemos juntos y nos guste estar juntos, disfrutar de la vida bla-blá”).

Al final, la pobreza millonaria se ha convertido en la impudicia prodigiosa de un esquizoanálisis deleuziano. Un esquizoanálisis curatodo que se realiza como tarea mecánica y solución inmediata a los más complejos problemas de la pareja: autovaloración de cada miembro al interior de ella, contraste de estatus económicos, catexis social. Basta con que Julián / Omar se entere de que la Vero ha modernizado y reprivatizado la pobreza millonaria para que renuncie a cualquier tentadora huida al extranjero, vuelva al lado de ella y abrace la anticonvencional vida amorosa de la modernidad salinista. La alcanza en esa idílica plazuela virreinal donde ella pide limosna con estrategias aggiornatas, y la aborda con una frase dictada por la aceptación maravillosa (“Necesito que cambie este amuleto por otro que me quite lo estúpido”).

Al fin, la condición miserable del mantenido se ha hermanado con la condición miserable de la pordiosera por decisión propia: la solidaridad en la ignominia, acaso la única bendita por el pensamiento dominante, ataca de nuevo. Los enamorados de la excrecencia humana sellan su alianza franca con un besote en desnivel (él inclinándose, ella trepada en una jardinera para equilibrar alturas), ante el resignado gesto repelente de una Rana-testigo de calidad en esa unión que se sabe perecedera.

Así olvidas tu propia miseria.

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9786073022101
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