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Kant niega la posibilidad de un entendimiento intuitivo. El entendimiento, al menos el nuestro, tiene que remitir directa o indirectamente a la sensibilidad. Pero si no es intuitivo, se configura entonces como un entendimiento que exige la intuición sensible, como una actividad del Yo que enlaza la diversidad sensible dada en la intuición. Nuestro entendimiento es la facultad de los conocimientos que, por su parte, no son más que la relación que las representaciones guardan con un objeto, siendo éste sólo aquello en cuyo concepto se halla unificado lo diverso de la intuición. Ahora bien, toda unificación de representaciones requiere unidad de conciencia en la síntesis de las mismas. Por tanto, la unidad de conciencia determina la relación de las representaciones con un objeto y su validez objetiva. Consiguientemente, la unidad de conciencia hace que aquéllas se conviertan en conocimiento y fundamenta la misma posibilidad del entendimiento. Esta unidad de conciencia es lo que Kant entiende por Yo.

Luego el proceso mediante el cual la KrV llega a la posición del Yo es muy distinto del acto de posición absoluta que inaugura la WL. La unidad de conciencia, definitoria del Yo kantiano, desaparecería si lo diverso de la intuición no se uniera en conceptos de objetos, pues todas las intuiciones están sometidas a las categorías, en tanto que condiciones de acuerdo con las cuales tal material puede unirse en una conciencia. Desde que se presenta en nuestro ánimo esa diversidad, la unidad del «Yo pienso» posibilita la construcción de la realidad objetiva. Y la misma unidad del Yo se perdería en lo múltiple de la intuición, si no hiciese la síntesis de semejante multiplicidad por medio de las categorías. El acto «Yo pienso», que debe acompañar a todas las representaciones, no tendría lugar sin alguna representación que suministre la materia del pensar, pues lo empírico es la condición de la aplicación o uso de la facultad intelectual pura. En suma, sin la dimensión de la receptividad, incluso la representación intelectual Yo se disiparía:

la unidad de conciencia sería imposible si, al conocer la diversidad, el ánimo no pudiera adquirir conciencia de la identidad de la función mediante la cual combina sintéticamente esa misma diversidad en un conocimiento. Consiguientemente, la originaria e ineludible conciencia de identidad del Yo es, a la vez, la conciencia de una igualmente necesaria unidad de síntesis de todos los fenómenos según conceptos (KrV A 108).

Frente a esta vía de acceso al Yo, siempre mediata por parte de Kant, la intuición intelectual es, para Fichte, la forma de la conciencia inmediata del Yo. Por ella no entenderá la WL la intuición de una cosa en sí, de una realidad absoluta, ya sea objetiva o subjetiva, que Kant había considerado inaprehensible. Es el acto en virtud del cual el espíritu se pone como tal y enfatiza su interioridad:

Únicamente por medio de este acto y simplemente por medio de él, por medio de un actuar al cual no precede absolutamente ningún actuar, viene a ser el Yo originariamente para sí mismo (GA I/4,213; cf. 272).

Hemos constatado que Kant tiene otra manera de allegarse al Yo. De él no tenemos conciencia inmediata. La conciencia del mundo, la experiencia externa, es condición de la experiencia interna. Por eso, el Yo kantiano descubre su función al final de la deducción de las categorías, para constituirse en condición trascendental de una única experiencia compartida y universalizable. Ahora bien, con independencia de la forma de conciencia del Yo y del momento de su irrupción, Kant llama experiencia a una síntesis de percepciones realizada por el entendimiento a partir de la diversidad sensible dada en la intuición. La experiencia46 en este sentido es el primer fruto de nuestro entendimiento y señala al Yo como su instancia productora.

¿Por qué entonces no elevar el Yo a principio de la experiencia? Si ésta no es más que un conocimiento, algo pensado, algo perteneciente a la conciencia o al Yo, ¿por qué no emprender la deducción integral de la experiencia desde el Yo? ¿No radica ahí el verdadero mensaje de la revolución copernicana, esto es, el predominio del Yo, de la razón, sobre las cosas? Tal era la convicción fíchteana:

Todo el mundo comprenderá, es de esperar, que si se supone con el idealismo trascendental, aunque sólo sea problemáticamente, que toda conciencia reposa en la conciencia de sí y está condicionada por ella…, tiene que pensar ese volver sobre sí como anterior a todos los demás actos de la conciencia o como condicionándolos, tiene que pensar ese volver sobre sí como el acto más primitivo del sujeto. Y, como además, nada es para él que no sea en su conciencia, y todo lo demás de su conciencia está condicionado por este mismo acto…, tiene que pensarlo como un acto para él totalmente incondicionado y, por ende, absoluto… Y el idealismo trascendental, si procede sistemáticamente, no puede proceder de otra manera que como procede la WL (GA 174, 216).

Sólo la elevación de la intuición intelectual a principio supremo, sólo la realización de este acto de posición del Yo en el frontispicio de la filosofía garantiza el carácter infranqueable del Yo. Toda conciencia es por y para un Yo, y sin éste nada existiría. El Yo posee el principio de su unidad en sí mismo, que no le es conferido por nada externo. El Yo no es algo compilado, sintetizado, sino una tesis absoluta (GA I/4,228). Toda conciencia efectiva es conciencia de algo, mediata. Si Fichte hace de la conciencia del Yo una conciencia inmediata, originaria, es para afirmar que las cosas jamás deben determinar el ser de nuestra subjetividad, creyendo redondear así el riguroso ajuste entre el contenido nuclear de la filosofía kantiana y la WL:

¿Cuál es, en dos palabras, el contenido de la WL? Éste: la razón es absolutamente autónoma; es sólo para sí y, además, sólo ella es para sí. De modo que todo cuanto ella es ha de hallarse fundado en ella misma, y ser explicado sólo a partir de ella misma y no de algo fuera de ella, a lo cual, fuera de ella, no podría llegar sin dejar de ser ella misma. En suma, la WL es idealismo trascendental. ¿Y cuál es, expresado brevemente, el contenido de la filosofía kantiana? ¿Cómo podríamos caracterizar el sistema de Kant? Confieso que se me hace imposible pensar cómo se puede entender siquiera una proposición de Kant y hacerla compatible con otras proposiciones sin aquel mismo presupuesto, que creo salta a la vista en todas partes (GA I/4,227).

Otro elemento con el que Fichte asocia su intuición intelectual es el imperativo categórico:

Esta cuestión olvidó Kant planteársela porque no ha tratado en ninguna parte el fundamento de toda la filosofía, ya que en la KrV se ocupó sólo del fundamento teórico, en el cual no podía entrar el imperativo categórico, y en la KpV consideró sólo el fundamento práctico, en el cual interesaba únicamente el contenido y no podía surgir la cuestión de la clase de conciencia (GA I/4,225).

Fichte es parco en lo relativo a la identificación del imperativo categórico con la intuición intelectual. Pero sus textos delatan un lapsus, al sostener que Kant no se ha planteado el problema de la forma de conciencia del imperativo categórico. Kant lo aborda explícitamente47 e incluso rechaza que sea una intuición intelectual:

Se puede denominar la conciencia de esta ley fundamental un hecho de la razón, porque no se la puede inferir de datos antecedentes de la razón, por ejemplo de la conciencia de la libertad (pues esta conciencia no nos es dada anteriormente), sino que se impone por sí misma a nosotros como proposición sintética a priori, la cual no está fundada en intuición alguna ni pura ni empírica, aun cuando sena analítica si se presupusiera la libertad de la voluntad, para lo cual, empero, como concepto positivo, sena exigible una intuición intelectual que no se puede admitir aquí de ningún modo (AK V, 56).

De la misma manera que la construcción de una única experiencia teórica compartida y universalizable impone la necesidad de sintetizar la diversidad sensible a partir de determinadas normas intersubjetivas del pensar –los principios puros del entendimiento–, la construcción de una experiencia práctica impone la necesidad de promover una síntesis de las voluntades discretas mediante una ley racional, universal, que haga posible la concordancia entre ellas (AK V, 29-30). El imperativo categórico se descubre, pues, a una voluntad impulsada a la acción por la determinación de una razón legisladora que ha soslayado todo factor empírico en la elevación de esa máxima necesaria y universal.

Sin la conciencia del condicionamiento empírico derivado de nuestra finitud, que ha de estar a nuestra merced para celebrar nuestra autonomía, no habría conciencia de la ley moral. La intuición intelectual que Kant excluye en el ámbito práctico es la ya desterrara del teórico (a saber, la conciencia inmediata y no sensible de un objeto en sí) porque, en primer lugar, el ser humano no posee un entendimiento intuitivo y, en segundo lugar, la libertad no es deducible de una instancia ajena a la absoluta autonomía del Yo. Y, sin embargo, no resulta antikantiana la posición de Fichte cuando asocia el imperativo categórico con la forma de conciencia inmediata de su ahora elucidada noción de intuición intelectual. Pues Fichte, análogamente a como rechaza la intuición intelectual en clave kantiana para el ámbito de la teoría, rechaza su aplicación en el práctico. Si Kant no da a la moral ningún fundamento superior al de la ley moral como expresión de nuestra razón (AK VI, 3), Fichte hace lo propio cuando vincula la intuición intelectual a la conciencia de la actividad pura, a la Yoidad. La razón fichteana, más allá de una mera facultad de razonar, aparece como determinando ella misma su actividad, proponiendo un fin exclusivamente a partir de ella misma. El talante práctico de la razón reside en su indeterminabilidad por lo extraño, en su autodeterminación:

El principio de la moralidad es el pensamiento necesario de la inteligencia de acuerdo con el cual ella debe determinar su libertad, sin excepción, según el concepto de su autonomía.

Es un pensamiento, de ninguna manera un sentimiento o una intuición, aunque este pensamiento se funda en la intuición intelectual de la actividad absoluta de la inteligencia; un pensamiento puro, en el que no se mezcla el menor elemento de sentimiento o de intuición sensible, pues es el concepto inmediato que la inteligencia pura tiene de sí misma como tal; un pensamiento necesario, pues es la forma bajo la cual se piensa la libertad de la inteligencia…

El contenido de este pensamiento es que el ser libre debe –el deber expresa la determinación de la libertad–, que debe poner su libertad bajo una ley; que esta ley no es sino el concepto de absoluta autonomía (absoluta indeterminabilidad por cualquier cosa fuera del concepto); en fin, que esta ley vale sin excepción, porque contiene la determinación originaria del ser libre (GA V 5, 69-70; cf. 26-27, 66-68).

4.2 Experiencia y subjetividad en el idealismo de Kant y Fichte

Tras la acerba recepción del FDC, Fichte se siente apremiado a aclarar el nexo entre subjetividad y realidad, pues sus detractores le imputaron al Yo absoluto una suerte de dotes fantasmagóricas de reificación con la mera fuerza de los silogismos. Se defiende de la acusación de logicismo invocando al propio Kant, quien no sólo no apela a un contenido dado desde fuera, sino que nunca ha dado a la experiencia como fundamento de su contenido empírico algo distinto del Yo. Fichte mantiene la imposibilidad de pensar una cosa independientemente de nuestra facultad de representar, y esta actitud revela la fisonomía de la filosofía crítica:

El sistema crítico… enseña que el pensamiento de una cosa que poseería en sí e independientemente de toda capacidad de representar la existencia y ciertas cualidades, es una quimera, un sueño y un sinsentido (GA I/2 57).

El riesgo de extraviarse en una lógica vacua es difícil de evitar cuando Fichte afirma la conveniencia de partir en filosofía de un principio formal a la vez que existencial (GA I/2,53). La realidad entonces se define íntegramente desde el Yo (GA 1/4, 203). Por tanto, la idea de una cosa en sí, de un No-Yo independiente del Yo, es contradictoria:

la esencia del idealismo trascendental en general, y de su exposición de la WL en particular, consiste en que el concepto de ser no se considera como un concepto primario y primitivo, sino simplemente como un concepto derivado, y derivado por medio del contraste con la actividad, o sea sólo como un concepto negativo. El ser es, para él, una mera negación de ésta. Bajo esta condición tan sólo tiene el idealismo una firme base y resulta concordante consigo mismo (GA I/4, 251-252).

¿Hasta dónde dice –Fichte, interpretando la KrV– se extiende la aplicabilidad de las categorías? Sólo sobre el dominio de los fenómenos; por consiguiente, sólo sobre lo que es ya para nosotros y en nosotros mismos (GA I/4,235). ¿Qué significa hablar de una cosa en sí, un noúmeno, como causa de nuestras representaciones? En primer lugar, contradecir la condición kantiana del uso empírico de las categorías; en segundo lugar, olvidar que un noúmeno es un mero pensamiento. Ambas consecuencias atentan contra la letra de la filosofía kantiana:

En tanto no declare Kant expresamente con estas mismas palabras que él deriva la sensación de una impresión de la cosa en sí o, para servirme de su terminología, que en filosofía debe explicarse la sensación por un objeto trascendental existente en sí fuera de nosotros; en tanto esto no suceda, no creeré lo que aquellos intérpretes nos refieren de Kant (GA I/4,239).

Kant no hace de la cosa en sí el fundamento del contenido empírico del conocimiento, como creen algunos de sus acólitos; pero tampoco reduce el mundo real a un simple engendro en la conciencia. Para conjurar una lectura tan distorsionada debemos ponderar la relación entre el idealismo trascendental y el realismo empírico kantianos. Fichte premia aquél y minimiza éste, por ser deudor de la tópica exégesis de la filosofía kantiana en base al dualismo recalcitrante fenómeno/cosa en sí. Según tal exégesis, sólo conocemos fenómenos, mientras que la cosa en sí, como sustrato último de la realidad, es desconocida a la par que causa de la afección mediante la cual nos representamos los fenómenos. Jacobi inspira esta interpretación sesgada que cala en la época. Fichte convirtió el idealismo trascendental en el único punto de vista filosófico, y cifró su tarea en la deducción de todo el orbe de la experiencia a partir de un principio incondicionado. Relega la veta del realismo empírico, pues peraltarla hubiera comportado dar un mayor peso al punto de vista común, de la vida y de la ciencia. La filosofía se abre a otra visión, a la especulación, que tiene su fundamento en el pensar autónomo, que así se convierte en su auténtico ímpetu.

La libertad es el motor del fichteanismo. Es principio (Prinzip, Grund) de la WL, la instancia que hace explicable lo que debe ser explicado en la filosofía, a saber, la experiencia entera o el orbe completo de nuestras representaciones. Es igualmente comienzo (Anfang) de la WL, al iniciarse con la elección del punto de vista que la define. La WL no es una colección de conocimientos acumulados o heredados, no es un discurso dado que se pueda recibir o adquirir históricamente de vivencias más o menos cotidianas, que son precisamente las que constituyen el discurso de la vida y de la ciencia. A ella no puede uno encaminarse a través de lo que otro ha producido o produce, pues la filosofía no se puede copiar ni remedar, ni el verdadero filósofo puede ser un imitador. Copia, remedo, imitación son los antagonistas de un alma libre. La WL es un cierto modo de pensar (Denkart), una cierta visión (Ansicht) o punto de vista (Gesichtspunkt) que hemos de alentar en nosotros; en consecuencia, algo que se nos escapará si no realizamos la experiencia interna que ella nos solicita, experiencia (absolutamente originaria, tética) que tiene lugar sólo si atendemos a nuestro Yo y observamos cómo actúa: «la filosofía es un producto de la libre capacidad de pensar, la ciencia acerca de la experiencia que cada uno tiene que producir en sí mismo» (GA IV/2, 19). Y aquí la experiencia debe entenderse tanto en sentido subjetivo como objetivo: la experiencia filosófica y la experiencia efectiva.

Al reparar en mí mismo, en los hechos de mi conciencia o representaciones, encuentro unas acompañadas del sentimiento de necesidad, por cuyo fundamento pregunta la WL. Esta pregunta entraña una elevación sobre lo fundado, se interroga por algo que no acaece como representación necesaria, sino como producido por el pensar libre y, sin embargo, necesario para deducir la experiencia humana. ¿Qué nos obliga a emprender esa ascensión que nos reclama la WL? Nada salvo la asunción del punto de vista que más se compadece con la afirmación de nuestra autonomía, de nuestra Yoidad. A esta posición nada nos empuja salvo nuestro pensar con su libertad: la libertad del pensar. En el único acto libre que le está permitido a la filosofía, la elección de su punto de vista, despunta la imaginación.

La WL pretende un mejor autoconocimiento, prolongando el sapere aude kantiano. Después de la revolución copernicana quedó claro, por una parte, que no son los objetos los que rigen nuestra facultad de conocer, sino que es ésta la que empuña el cetro, y, por otra, que la razón sólo reconoce lo que ella produce. La pregunta por lo que constituye nuestro mundo y nuestra experiencia sólo puede responderse apelando a nosotros mismos. Si el Yo es caracterizado como agilidad, actividad, espontaneidad, libertad, en mayor grado hay que exigírselo al filósofo en la elección de su punto de vista. Libertad/actividad frente a servidumbre/cosificación: éste es ahora el dilema. La opción por una u otra alternativa depende del hombre que se es:

Todo depende, por tanto, de uno de ambos sentimientos: el de la dependencia y la esclavitud (en el dogmatismo), o el de la libertad y la espontaneidad (en el idealismo); según cuál de ellos sea el dominante en un hombre, se aceptará uno de ambos sistemas y se obligará a callar al sentimiento opuesto. […]. El dogmatismo es lo más indigno para los hombres honorables, pues niega el sentimiento de libertad, de espontaneidad (GA IV/2,21).

Al moralismo kantiano que impresionó a Fichte en sus albores se le da una vuelta de tuerca; la libertad no será responsable sólo de la experiencia práctica, sino también de la teórica y, con ello, de la experiencia entera. El dogmatismo es degradado ética y epistemológicamente. La alternativa precitada es, en consecuencia, también especulativa. Sólo el idealismo se muestra capaz de explicar qué es una inteligencia y cómo surgen las representaciones:

Nada puede uno pensar sin pensar además su Yo como consciente de sí mismo; jamás puede hacer uno abstracción de su autoconciencia (GA I/2, 260).

¿Cómo convertir en inteligencia, en espíritu, lo que antes era materia? ¿Cómo convertir en Yo lo que antes era una cosa? ¿Cómo explicar nuestra vida consciente, nuestras representaciones? ¿Remitiendo a la afección de algo presuntamente dado al Yo? ¿Cómo hacer explicable el tránsito de uno a otro? El realismo dogmático no sabe cómo disipar estas dudas:

El dogmatismo… presupone algo que no se presenta a la conciencia, una cosa en sí; además debería explicar cómo se origina una representación a través del afectar. Por tanto, es un pensar arbitrario y problemático (GA IV/2, 21).

O más rotundamente en la PI:

El tránsito del ser al representar es lo que [los dogmáticos] tenían que mostrar. No lo hacen ni pueden hacerlo. Pues en su principio reside simplemente el fundamento de un ser, pero no del representar, totalmente opuesto al ser. Dan, pues, un enorme salto a un mundo totalmente extraño a su principio (GA I/4, 197).

Si somos inmediatamente conscientes de lo que hacemos, ¿no está a nuestro alcance explicar lo que encontramos en nuestra conciencia a partir de los modos de actuar de nuestro Yo? El idealismo todo lo deduce desde el Yo y, por eso, se llama filosofía inmanente, frente al dogmatismo, que es trascendente, al explicar las representaciones desde la afección del Yo por el No-Yo o cosa en sí. Deduciendo nuestra experiencia integral desde nosotros mismos, la WL hiperboliza el idealismo trascendental. En efecto, si el idealismo no se ocupa tanto de los objetos como de nuestra manera de conocerlos y, en consecuencia, de los conocimientos a priori; si lo que quiere la filosofía kantiana es establecer las condiciones trascendentales de una experiencia compartida y universalizable, cuya última condición de objetividad reside en el Yo; Fichte lleva a su máxima radicalidad este planteamiento. Sabedor de que la filosofía kantiana está recorrida por dos discursos o dos puntos de vista distintos aunque complementarios, el del realismo empírico que sostiene la existencia independiente de la realidad externa, y el del idealismo trascendental propiamente dicho, que interroga por las condiciones subjetivas del conocimiento de esa realidad, Fichte considera el segundo como el discurso genuinamente especulativo.

La WL es idealismo trascendental porque aborda la deducción completa de la experiencia, e incluso la deducción de nuestra creencia realista en la existencia independiente de las cosas, y lo hace apostado en la cima más alta del kantismo, en el Yo, que, sin embargo, ya no será mera condición última de objetividad, como sucede en Kant, sino principio de deducción y fundamento de la experiencia sintética. La KrV apuesta por una experiencia que resulta de sintetizar la diversidad dada en la intuición sensible. A los ojos de Fichte, esa experiencia, o mejor dicho, ese conjunto de reglas o normas del entendimiento que constituyen nuestra experiencia, deben ser a su vez verdaderamente deducidas, esto es, hay que mostrar cuáles son las condiciones trascendentales, según terminología kantiana, o el fundamento, según la fichteana, de esas normas o reglas generadoras de nuestra experiencia. La condición última, el fundamento originario e indeducible, es el actuar libre –aunque necesario para la realización de su fin– del Yo.

La aventura especulativa que Fichte invita a seguir –en los confines de su exhortación a ser independientes–, a recrear cada uno en sí mismo (GA I/4, 186 ss., 199 ss., 209-216; IV/2, 17-27), es un viaje de exploración filosófica, en el que la autonomía escribe nuestro cuaderno de bitácora. Aquí se narra el alumbramiento de un mundo entero por y para el Yo. Si la WL posee originariamente un único texto, el Yo, y si las condiciones de la posición efectiva del Yo estriban en poner otras entidades aparte del Yo, ¿cómo logra el Yo zafarse de sí mismo, momento en el que comienza la mayéutica de la experiencia? El problema de la salida del Yo de sí mismo no es sólo el problema de la conexión con un mundo externo a él, que se convierte en su escenario, sino ante todo el problema de cómo el Yo surge desde sí mismo o cómo el Yo de la intuición intelectual, todavía preconsciente en sentido estricto, llega a ser plenamente consciente de sí, esto es, un Yo efectivo, individual pero inter subiectos. Ambos problemas acaban convergiendo, ya que la auto– conciencia plena y la conciencia del mundo externo de objetos y de sujetos, de una objetividad natural y de una intersubjetividad, en la que me inserto individualizándome, se coimplican necesariamente.

La respuesta a esta aporía se ubica de nuevo en la libertad:

Se afirma que el Yo práctico es el Yo de la autoconciencia originaria, que un ser racional sólo se percibe inmediatamente en el querer y no se percibiría –y, en consecuencia, no percibiría el mundo–, luego no sería ni siquiera inteligencia, si no fuera un ser práctico. El querer es el carácter propio, esencial de la razón; según la intelección de los filósofos, el representar se halla con el mismo en una relación de acción reciproca, pero, sin embargo, es puesto como lo contingente. La facultad práctica es la raíz más íntima del Yo, sobre ella se apoya todo y a ella está todo prendido (GA I/3, 332; cf. IV/2, 115).

Fichte considera la libertad como un principio de determinación teórica de nuestro mundo (GA I/5, 77), condición de la conciencia del mundo externo, natural y social. A la inteligencia, a la conciencia como actividad representantiva, le subyace, a guisa de fundamento, la voluntad, el carácter práctico del Yo. El conjunto de herramientas conceptuales que constituye nuestra inteligencia y que nos sirve para definir, organizar y dominar nuestro mundo, sólo está a nuestra merced por esa salida de sí que hace posible el querer, la voluntad o la libertad. Espacio, tiempo, categorías, el cosmos de nuestras representaciones, destellan con motivo de la actividad práctica del Yo. El espacio aparece como esfera de mi libertad, como un terreno a roturar por mi actuar efectivo, gracias a la atribución de un cuerpo, voluntad sensibilizada, que se torna instrumento de la libertad. El tiempo surge mediante la intuición de la estructura sucesiva de nuestras acciones. Las representaciones emergen en la conciencia cuando me veo obligado a registrar una limitación de mi actividad, que pone en marcha a la reflexión para que atienda a esta limitación interiormente sentida y a su causa externa. Las categorías se desenvuelven en el proceso de incardinación del Yo en su mundo, son los modos que acompañan el devenir mundano del Yo, las maneras en que el Yo, desde su pensar ensimismado, desemboca en el pensar de lo otro, del mundo que lo cerca y a la vez lo anima a conquistarlo, de la alteridad como obstáculo y resistencia a la vez que como estímulo a desplegar todo su potencial emancipador.

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