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JUNIO, 2009

He pedido ayuda a la maestra Martha Lestrade, jefa de la Clínica del Lenguaje de mi hospital. Me explica que en las últimas semanas Diana comenzó a decir palabras aisladas, en forma muy repetitiva: es imposible entenderla, pero al menos hay rudimentos verbales, tal vez la prefiguración de un futuro lleno de palabras con sentido lógico.

–Todo puede ocurrir –me dice–. Pero generalmente, en casos de afasia tan graves, persiste durante toda la vida un defecto muy importante para expresar y entender las palabras.

Le pregunto acerca de su “lenguaje inventado”, ¿se trata de un caso de jergafasia? Le pregunto acerca de su capacidad musical, acerca de su pensamiento. Sostengo la última página del expediente frente a mis ojos.

CLÍNICA DEL LENGUAJE

El reporte técnico-científico de la maestra Lestrade es un documento breve, de dos cuartillas, escrito en papel membretado por la institución.

10 DE JUNIO, 2009. La agilidad oral está disminuida. Su comunicación es predominantemente ecolálica, no produce lenguaje proposicional, ocasionalmente responde bien a alguna pregunta, probablemente al azar. Repite frases cortas bien articuladas; cuando estas últimas aumentan en el número de vocablos surgen múltiples distorsiones parafásicas –característica indudable de este tipo de afasia.

¿Por qué dice la maestra que la comunicación es predominantemente ecolálica? En fechas recientes, Diana repite involuntariamente sílabas y palabras pronunciadas por sus interlocutores. La maestra Lestrade identificó también otro signo clínico, conocido como parafasia: múltiples distorsiones parafásicas, ha escrito al final del texto. Algunos pacientes distorsionan fonemas, sílabas y palabras: pueden decir institito o institituto en lugar de instituto, formando falsos signos verbales por adición, supresión o desorden de las sílabas. También puede ocurrir que una palabra sea cambiada por otra, por analogía de sonido o significado, gato por pato, amarillo por verde. Si el discurso (hablado o escrito) se encuentra dominado por parafasias puede constituir una verdadera jergafasia.

Continúo la lectura del reporte. Diana tiene un grave defecto para la comprensión del lenguaje pero conserva en mayor medida la capacidad para repetir frases y palabras. La lectura está alterada tanto en voz alta como en los aspectos de comprensión de textos. La debilidad de la mano derecha obligó a la maestra a explorar la escritura con la otra mano: Los trazos efectuados con la mano izquierda, no dominante, son perseverantes y revelan disgrafia de índole afásica. Esto es congruente con la localización de la lesión en el hemisferio izquierdo, que domina la programación motora de la escritura, cuando se realiza con cualquiera de las dos manos. El dictamen de la especialista en afasiología concluye el documento:

AFASIA TRANSCORTICAL SENSORIAL

Pero la maestra agrega también en su nota un código para describir la severidad del problema en términos clínicos: veo que ha asignado el grado más severo posible, caracterizado como una carencia de comprensión verbal y de lenguaje útil, de acuerdo con una herramienta de medición clínica (la escala de Boston). ¿Pero esto qué significa en términos prácticos? ¿Cuáles son las expectativas de recuperación reales de mi paciente? ¿Podrá ejercer su profesión, la administración de empresas? ¿Podrá insertarse en el ramo del turismo como lo había planeado antes de irse a estudiar a Londres? ¿Y podrá ser la madre amorosa de los hijos de Oswaldo, como ambos lo habían soñado tantas veces? Imagino otra vez a su novio, Oswaldo, con la sonrisa confiada, de pie, apoyando el hombro derecho en el marco de la puerta, jugando con las manos mientras declara que Diana es y será siempre su mujer, y en un futuro próximo, la madre de sus niños. Frente a mí, la maestra Lestrade no tiene ese aire confiado, no juega con las manos ni enarbola un discurso optimista. Le he hablado de la capacidad de Diana para cantar en inglés, le he dicho que Oswaldo, la señora Casanova y yo hemos diseñado un programa de canto en ambos idiomas para favorecer la recuperación; Martha Lestrade se muestra conmovida por mi entusiasmo.

–Estos casos son muy graves, Jesús. Puede haber una recuperación, pero con el grado de severidad que tiene ahora, tantos meses después del accidente, lo más lógico sería una permanencia del daño, y una incapacidad para casi todas las tareas instrumentales del lenguaje.

Me retiro de la clínica como tantas otras veces, frustrado por la oposición dura de la realidad médica, por la contradicción entre mi deseo entusiasta y la experiencia mucho más vasta de algunos colegas que trabajan diariamente con los enfermos desde hace cuatro décadas, y que dedican su vida entera al estudio de la función cerebral.

AGOSTO, 2009

Abro la puerta de mi oficina. Diana camina sin dificultades; se ha vestido con esmero y luce muy bien, al igual que su madre y su novio, Oswaldo. No es sólo la ropa gris y negra, ajustada, los zapatos de tacones altos que contrastan en cierta forma con el estatus de enferma, asignado por su carnet de la institución; por un momento me parece incluso una fanfarronería el uso de los tacones o una imprudencia de la madre y el novio, pero Diana ha subido las escaleras y ahora cruza la puerta sin titubeos.

La forma simétrica y continua de la cabeza, y una cicatriz del lado izquierdo, revelan que la cirugía para colocar el fragmento de hueso, conocida como craneoplastía, se ha llevado a cabo. El cabello aún no crece: debe tener medio centímetro de largo.

–Quiso cortarse todo el pelo, doctor; no solamente el área de la cirugía.

Al explorar la fuerza y el tono muscular del brazo y la mano derecha, encuentro capacidades de movimiento prácticamente en rangos normales. Hace algunos meses, cuando traté de flexionar y extender la extremidad, encontré una resistencia leve al inicio del arco de movimiento. El término neurológico sería espasticidad. También había entonces un aumento en los reflejos osteotendinosos de ambos brazos y piernas. Ahora los reflejos son normales y el tono muscular también.

–Hola, doctor. Buenos días.

Lo que estoy oyendo es su voz.

La saludo y me devuelve unas palabras de cortesía; le hago algunas preguntas acerca de su viaje a Monterrey y su relato es sencillo pero correcto. Detecto algunas fallas menores en la pronunciación de algunas palabras, y en un par de momentos repite algunas sílabas, comete errores gramaticales, pero en general es fácil comprenderla y ella me entiende también. Miro desconcertado a su madre y a Oswaldo, y explota la emoción grupal. Celebramos el cambio drástico; hago muchas preguntas, pero el hecho es simple: en los últimos meses el lenguaje ha mejorado notablemente; los defectos no son fáciles de percibir ahora, ¡hay que poner atención para definirlos! La mejoría ha sido gradual y constante en los dominios del habla, la escritura, la lectura, la comprensión del lenguaje hablado. Al parecer el inglés se recuperó un poco antes que el español. Sin duda es otra variante desconocida (para mí) del fenómeno conocido como afasia del políglota.

Su comportamiento ha ganado organización y autocontrol de una manera igualmente notable. Seguimos hablando un buen rato; me entero de que ella planea regresar a su trabajo como administradora de un hotel en el centro de la ciudad; más aún, ella y Oswaldo tienen planes de casarse; bromean un poco sobre los detalles de la boda. Oswaldo está frente a mí, con un gesto de confianza en sí mismo, ¿satisfecho? Lo encuentro de pie, apoyando el hombro derecho en el marco de la puerta, jugando con las manos mientras piensa (imagino) que Diana es y será siempre su mujer, y en un futuro próximo, la madre de sus niños.

La señora Casanova nos mira a los tres; autoriza la escena: nos ve confirmando con resignación serena la validez del acontecimiento; a pesar del panorama sombrío que descendió a su vida como secuela de la catástrofe, ahora nos observa involucrados en la conversación, usando las manos como si intentáramos hablar con ellas. Así la imagino: superado el asunto del habla, nos contempla en una película muda y atiende a la mímica de la comunicación, que pasa de unos a otros; codificamos juntos los estados mentales del intelecto, del afecto, procreamos signos en el aire con la motricidad cambiante. Pero, ¿cómo diríamos lo que expresamos ahora si no tuviéramos palabras? Si todos fuéramos afásicos, como lo fue antes Diana, ¿podríamos aprender el lenguaje de señas de los sordomudos? ¿Contaríamos nuestra historia como lo hizo el personaje de Ítalo Calvino en El castillo de los destinos entrecruzados, mediante el ordenamiento secuencial de unas cartas de Tarot? En su relato, un viajero se pierde en el bosque y descubre en una taberna que ha perdido el habla, descubre que todos los viajeros también. El dueño de la taberna aparece y trae consigo una pila de cartas y las pone en la mesa. La única solución frente al mutismo inexplicable consiste en tirar la baraja, lentamente, para revelar cartas, una tras otra, para comunicar la historia que los llevó a perderse en el bosque. Pero, ¿es posible decir cualquier cosa con cartas de Tarot, con imágenes fotográficas, con cine mudo, con pintura?

DICIEMBRE, 2013

En casa los niños duermen. Julián me ha pedido que lo despierte a las cuatro de la mañana para despedirse, y tal vez para deslizarse al escritorio de los juegos mitológicos. En los últimos años dedica horas enteras a elaborar historias, frente a la computadora, en el mundo de los videojuegos. A veces convierte esas ficciones en cuadernos llenos de letras, dispuestos para la imaginación, o en prototipos de novela gráfica. Me pregunto si su universo de mitologías personales tomará al final la forma de las palabras o las imágenes. ¿Usará un lenguaje capaz de combinar ambos sistemas de comunicación?

Pienso en Italo Calvino, cuando narra su duelo por las historias hechas de dibujos: frente a las historietas publicadas en el periódico, Calvino (un niño que no sabía leer) construía ficciones con una rapidez vertiginosa. No necesitaba palabras. Le bastaban los dibujos. Elaboraba variantes de la historieta, interpretaba las escenas de muchas maneras, imaginaba relatos derivados de la trama principal, donde los personajes secundarios se convertían en personajes relevantes. Aprender a leer tuvo un efecto traumático, según lo narra en sus Seis propuestas para el próximo milenio: el orden secuencial obligatorio del lenguaje escrito forzaba una interpretación unívoca de las imágenes. Antes podía leer en cualquier dirección. Ahora debía hacerlo de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo. Descubrió, por así decirlo, el orden tiránico de la causalidad: esa lamentable dimensión donde ponemos nuestras vidas en escena, del pasado al futuro, sin enmendaduras, sin retroceso, sin una goma o corrector para borrar nuestras acciones desafortunadas. Calvino aprendió el orden secuencial de la escritura, como quien aprende el orden lineal de una realidad física marcada por la causalidad. Su proyecto narrativo intenta recuperar las posibilidades interminables de aquella ficción infantil, multidireccional, hecha de imágenes.

Vivo a mi manera el duelo por las imágenes. De niño, escribía y dibujaba historias en el lenguaje de los cómics. A los doce años tuve que elegir, como lo hizo mi padre en su momento, entre palabras o imágenes. No tenía tiempo de profundizar en ambos lenguajes y de seguir adelante con mi carrera escolar. Escogí las palabras. El resultado, ahora, es un ensayo sobre la pérdida del lenguaje.

Tomo el avión antes del amanecer. Me transporta a la urbe donde ha comenzado este ensayo: los desiertos del norte, la cadena montañosa donde emerge Monterrey. Miro hacia abajo por la ventana. No puedo ver el mosaico de colores secos donde termina la selva central del país, pues una superficie curva formada por nubes crepusculares invade mi conciencia: me reconforto en el asiento y atiendo al espectáculo de luz: mi reflexión sería menos melancólica si la práctica médica fuera como este día: una transición desde el desierto hacia un panorama blanco penetrado por el sol.

Tras la recuperación de Diana me impregné de un optimismo ingenuo. A pesar de la gravedad de la lesión cerebral, mi paciente recuperó el lenguaje y su capacidad de trabajo; un improbable espectáculo de solidaridad humana la mantuvo junto a su pareja. La bienaventuranza de Diana me ayudó a enfrentar los casos difíciles del hospital, con un ligero exceso de confianza y una convicción extravagante a los ojos de mis colegas. ¿Se trataba de un sentimiento de fe clínica? Al contemplar mis recuerdos, admito que no era prisionero de una fe religiosa o dependiente de un poder sobrenatural: simplemente defendía una convicción: las adversidades pueden superarse, y puede ser útil la capacidad para captar detalles imprevistos de la circunstancia. Algunos meses después tuve la oportunidad de poner a prueba el significado de mi optimismo, en ese margen estrecho que separa al valor de la imprudencia.

DICIEMBRE, 2009

He recibido una nota del jefe de consulta externa. Me pide atender a una mujer llamada Amanda Sánchez Muñoz, quien gritó palabras incomprensibles a su madre y la derribó en la sala de espera de nuestro hospital. Una enfermera intentó calmarla. Amanda se incorporó rápidamente y la enfrentó con ferocidad. Frente a dos policías de rostro severo, Amanda guardó silencio y se refugió en su asiento, cabizbaja, pero se negó a entrar al consultorio cuando llegó su turno.

–Si no quiere entrar a consulta, no podemos atenderla –explicó la enfermera, pero Amanda permaneció inmóvil, con el rostro desfigurado por la ira. Su madre mostró una carta del Hospital Psiquiátrico Fray Bernardino, según la cual Amanda padece una grave condición neurológica, problemas de comportamiento, y varios intentos de suicidio de alta letalidad. La hoja de referencia dice literalmente que:

La paciente tiene antecedentes de un trastorno por déficit de atención y de un trastorno limítrofe de la personalidad, y cursa actualmente con un trastorno orgánico de la personalidad.

La enfermera explicó el problema al médico que esperaba impaciente en el consultorio once y, a pesar de los (¿mejores?) oficios del joven doctor para convencerla, Amanda se negó a ser atendida. El asunto fue turnado entonces al jefe de la consulta externa, quien redactó la nota dirigida a mi oficina. Ahora la madre de Amanda me espera al otro lado de la puerta.

DICIEMBRE 9, 2009

Viene sola. Prefiere tener esta conversación en privado para comentar problemas de Amanda que me darán una mejor perspectiva del caso: necesita quejarse sin testigos o entrometidos.

–Estela Muñoz, para servirle –se presenta conmigo al entrar a consulta.

Hago lo mismo y paso al problema tan rápido como puedo.

–Me informaron que su hija se comportó muy agresiva en la consulta externa.

–Lo que pasa es que Amanda estaba muy enojada ese día; de hecho ha estado furiosa conmigo durante varias semanas, porque piensa que queremos quitarle a sus hijos.

–El nombre de ella es Amanda Sánchez Muñoz, ¿cierto?

–Así es.

–¿Cuántos hijos tiene?

–Dos niños. Samuel, de seis años, y Bárbara, de cuatro. Precisamente de eso le quiero hablar. Están muy mal los niños, doctor. La niña no quiere comer y Samuel se ha vuelto como su madre, totalmente desordenado, distraído. Nos mandan muchos reportes de la escuela porque se porta mal. Se ha peleado con otros niños, y dicen que él empieza los pleitos. Es un problema tremendo. Le ponen reportes. Lo castigan. Me piden que lo vaya a recoger a las diez de la mañana. La situación es muy complicada, porque lo dejo en la escuela a las ocho, en Valle de Chalco, tomo el autobús para ir a trabajar hasta Iztapalapa, y apenas voy llegando a las diez a trabajar cuando ya me están llamando para regresarme a la escuela. Por muy rápido que vaya tardo dos horas en regresar, y de todos modos pierdo el día de trabajo.

–¿En qué consiste su actividad?

–Le ayudo a una señora que se llama Virginia. Yo lavo la ropa y arreglo su casa. Pero la verdad es que la señora ya se está fastidiando de mí porque a cada rato le pido permiso para salir: tengo que ir por Samuel, la niña ya se enfermó, tengo que traer a mi hija al hospital, hay que atender a los policías que la agarraron en algún escándalo…

–¿Amanda no puede ir por los niños a la escuela?

–¡No, doctor! A veces lo hace, pero tengo que cuidarla porque se mete en mil problemas –la voz de doña Estela es ronca y suave, pero sabe poner énfasis cuando quiere hacerlo–. Se ha peleado con una maestra y con el vigilante de la escuela. La directora del plantel me dijo que van a expulsar a Samuel, porque ahora le enterró sin querer un lápiz a otro niño.

–¿Cómo sucedió eso?

–Mire, doctor, hasta pena me da platicarlo. Pues resulta que Samuel tomó el lápiz y lo puso en el asiento de un compañero, con la punta hacia arriba, mientras lo agarraba con fuerza usando el puño. Cuando el compañero llegó corriendo a sentarse, ¡resulta que se enterró el lápiz hasta adentro del trasero! Imagínese el señor problema que se nos vino encima con la escuela y los papás del otro niño. Ahorita las cosas están muy difíciles para nosotros.

–¿Amanda no cuida a sus hijos?

–¡No, qué los va a estar cuidando! Para nada, doctor. Ella está bien contenta en la calle echando novio con el señor de los camiones, con el del taxi, con los muchachos que van pasando… Se nos ha desaparecido por varios días y los niños se quedan allí en la casa, abandonados. Nos les da de comer.

–Y Amanda, ¿qué dice de todo esto?

–¡No, pues ella no dice nada! Se ríe, se enoja, nos grita, pero no dice nada. Se pelea con los niños por cualquier cosa, especialmente con Samuel. El otro día lo golpeó hasta sacarle sangre de la nariz. Yo he tratado de impedirlo, pero ella me avienta, tiene una fuerza impresionante. Una de mis hijas, que se llama Adela, se metió en el pleito una vez para ayudarme y acabaron a los golpes las dos; entonces Adela se llevó a los niños a su casa durante unos días. Amanda piensa desde entonces que le queremos quitar a los hijos, y por eso trató de suicidarse, ¡dos veces! Mis otras hijas ya están hartas de la situación, dicen que ya la abandonemos, que nada más nos trae problemas.

–En la nota médica del Hospital Psiquiátrico Fray Bernardino dice que Amanda tuvo un accidente en el año 2008, ¿es así?

–Así es.

–Tuvo una lesión muy grave en la cabeza, ¿cierto?

–Muy grave. Tuvieron que operarla del cerebro.

–Y su problema de agresividad, ¿apareció después del accidente?

–¡Qué va! Tal vez empeoró, pero desde antes del accidente era muy agresiva, se le iba a golpes a su esposo. Pero también era muy trabajadora. Se arreglaba el pelo con mucho cuidado y era muy coqueta. Tenía problemas con los hombres porque le decían cosas y sus esposas se la querían agarrar, hasta alguna vez pensé que el accidente era por parte de alguna de ellas. Las malas lenguas dicen que mi hija estaba con su amante en la casa de él cuando llegó la esposa; Amanda tuvo que salir corriendo, se subió a toda velocidad en su motocicleta, y al ver que la perseguían se descuidó y derrapó en medio de la calle; un coche la atropelló entonces… Quién sabe. Yo no estaba allí para comprobarlo. En el hospital nada más me dijeron que había sido atropellada.

La señora Muñoz hizo una pausa para preguntar:

–¿No tiene por casualidad un poco de agua que me regale, doctor? En el camino para acá pasamos por unos rumbos muy polvosos y contaminados…

–Sandy –me comunico con mi asistente a través de la línea telefónica–. ¿Me puede regalar un vaso de agua? Que sean dos –corrijo de inmediato. La aparición de mi asistente nos da una pausa para relajar la atención por unos instantes y asimilar tanta información.

–¿En qué estábamos? ¡Ah, sí! Mire, doctor, esta no es la primera vez que Amanda tiene hijos y los pierde.

–¿Qué quiere decir?

–La primera vez que estuvo casada maltrataba a sus niños; también eran un hijo y una hija, y un bebé. Se peleaba muchísimo con su esposo. ¿El resultado? El marido la dejó y se quedó con los niños. Quién sabe cómo le hicieron los abogados del señor, pero el juez le dio la razón y Amanda perdió a los niños. O al menos eso me contó ella. Puede ser que nada más los abandonó y me dijo otra cosa.

–¿Eso ocurrió antes del accidente?

–Exactamente. Los niños que viven ahora en mi casa, Samuel y Bárbara, son hijos de su segundo matrimonio. Los del primer matrimonio ya han de estar más grandes. Hace mucho tiempo que no los veo.

–¿Aún está casada?

–No, ya se divorció otra vez, antes del accidente. Esta vez los niños se quedaron con nosotros pero, como le digo, no me extrañaría que otra vez los pierda. Nos visitaron unas trabajadoras sociales del DIF para revisar la situación de los niños, porque en la escuela avisaron que llegaban golpeados… Y pues allí me tiene, explicando a las señoritas del DIF que Amanda tiene una enfermedad, pero de todas maneras se asustaron al ver cómo vive y más aún cuando la conocieron.

–¿Por qué?

–Se portó igual de grosera que siempre; creyó que yo las había mandado traer para quitarle a los niños o algo así; aunque les pega y todo eso, la verdad es que los quiere mucho, y creo que esta vez sí sentiría muy feo si se los quitaran.

–¿Ella no trabaja actualmente?

–No, doctor. Desde el accidente. Eso sí, lo que sea de cada quien antes era muy trabajadora.

–¿A qué se dedicaba?

–Un poco de todo, pero principalmente vendía cosas, sobre todo perfumes. La verdad, era la que ganaba más dinero de todos nosotros. Tenía una motocicleta y andaba por todos lados, de casa en casa, y de algún modo siempre sacaba algo de dinero. Siempre fue muy inquieta, nada más la veíamos de un lado para otro. Y a la fecha. Con todo y su lesión de la cabeza se sale de la casa y ni modo de mantenerla encerrada; además no puedo, es mucho más fuerte que yo. Ojalá usted pueda ayudarme, doctor. Creo que ahora sí puede venir a consulta porque anda de mejor humor.

Acordamos una cita con Amanda al día siguiente.

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9786078667758
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