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I
CASAS VIEJAS
«LAS REIVINDICACIONES DE LA CONCIENCIA»

En enero de 1933, cuando da comienzo este relato, Casas Viejas es un pueblo de dos mil habitantes ubicado en el corazón de la Sierra de Cádiz, en Andalucía, una tierra de tonos ocres en otoño y cenagosa en invierno. El cielo está nublado y las horas pasan deprisa. Casas Viejas entró en la historia planteando un enigma, un eclipse, un agujero negro. Pero eso mismo era España en vísperas de su Guerra Civil. Muchos pueblos desconocidos se agitan, siembran el caos y se revuelven desde hace meses en Andalucía, Extremadura y Asturias. Pero el que más dio que hablar fue Casas Viejas: provocó la caída de un gobierno republicano sólido y turbó a generales curtidos en el campo de batalla, que encontrarán allí una razón más para sublevarse.

Pero antes de ir más lejos, hagamos un alto en la historia. La instauración de la República es el resultado de las elecciones municipales de abril de 1931, en las que la oleada republicana fue tal que el rey Alfonso XIII decidió abdicar. A partir de entonces, todos los problemas endémicos de España se acentuaron. Citaremos aquí los cuatro principales, las cuatro «heridas» de España, si así puede decirse. La primera es la cuestión eclesiástica, que nos ha valido esta reflexión de un amigo, el historiador andaluz Miguel Caballero Pérez: «Qué suerte tenéis los franceses, que habéis conseguido separar la Iglesia del Estado». Sin embargo, a finales de 1931, la nueva Constitución española puso en marcha una batería de medidas que apuntaban a tal separación: medidas que el alto clero nunca dejó de combatir, como en julio de 1936, cuando la sublevación de Sanjurjo y Mola. Una de estas medidas, por ejemplo, imponía una educación inspirada en «el ideal de la solidaridad humana» y no cristiana, lo que suponía el final de la enseñanza religiosa. Las elecciones de abril de 1931 presenciaron la entrada en escena de toda una generación de políticos españoles ferozmente anticlericales, con Manuel Azaña a la cabeza, el que será presidente de la República en julio de 1936, cuando Franco hace su llamamiento a la sublevación militar. En 1931 la Iglesia aún puede argumentar que su enseñanza, con independencia de su carácter religioso, es técnicamente superior a la de las escuelas públicas, y también puede recordar que ha sido durante mucho tiempo el sostén de una nación atormentada por los separatismos vasco, catalán e incluso gallego. La instauración de una república reactiva inevitablemente estas tendencias a la autonomía: el pueblo puede expresarse de manera directa a través de referendos, como —ya entonces— reclaman en Cataluña. A esto se añade, además, la segunda herida: el espinoso asunto del ejército. Entre 1814 y 1923 hubo nada menos que cuarenta y tres pronunciamientos militares (golpes de Estado) con o sin éxito, siendo el último el del general Primo de Rivera en 1923, un intento de salvar la agonizante monarquía de Alfonso XIII. El riesgo de un pronunciamiento seguía pues latente.

¿Dónde estaba Franco en 1933? Contaba 41 años. No había tomado parte en el golpe de Estado de Primo de Rivera. Él también llevará a cabo su propio pronunciamiento, pero el suyo no estará al servicio de una monarquía por la que no siente nostalgia alguna. Será un acto destinado a sacar al país de la apoplejía, para devolverle su lugar en el mundo tras perder las colonias americanas. Su nombre es sinónimo de arrojo, de determinación, pero también de severidad. Ha sido coronel en la interminable guerra del Rif (que concluyó en beneficio de España en 1926), al frente de la Legión Extranjera española, un cuerpo de élite que ha sabido conducir con éxito, haciendo que se fijen en él en Madrid: «Tu Afmo. amigo que te abraza», le escribiría Alfonso XIII por carta. Ha dirigido con maestría el desembarco de septiembre de 1925 de las 6ª y 7ª banderas —regimientos— de la Legión, llamada Tercio —en referencia a la infantería de élite del siglo XVII—, que permitió desbloquear Tetuán, la capital del Marruecos español rodeada por los bereberes, liderados por Abd el-Krim. Lo homenajeó incluso la comandancia francesa, aunque siga habiendo una sombra sobre aquella imagen: al volver del frente, los legionarios victoriosos —la punta de lanza de la sublevación de 1936— desfilaron exhibiendo como trofeo las orejas, narices y cabezas de sus enemigos, que llevaban ensartadas en la punta de sus bayonetas. Ya durante el propio conflicto, Franco invitó a aquellos que no se sintieran capaces de dar la talla ante las responsabilidades del momento a «ceder su lugar a los más capaces». A los treinta y tres años salió de aquella guerra ascendido a general de brigada: su destino lo espera, pero aún sigue siendo bastante legalista, como su hermano Ramón, que lanzó panfletos sobre el advenimiento de la república sobre el palacio de Alfonso XIII en Madrid desde su avión militar. Y nada indica que Franco viera con malos ojos la reforma del ejército que emprendió la República a partir de 1931, con Azaña como ministro de la Guerra, teniendo en cuenta hasta qué punto parecía un ejército de pacotilla con su insólita proporción de oficiales —uno por cada diez soldados—, de los cuales hasta doscientos diecinueve eran ni más ni menos que generales.

La tercera herida es la cuestión agraria, ya que el país sufre increíbles injusticias en un ámbito que debería ser su punto fuerte, siendo por entonces España una tierra ante todo agrícola. Cuando se instaura la República en abril de 1931, dos millones de campesinos no tienen tierras, mientras que cincuenta mil propietarios poseen la mitad del suelo español. Por tanto, es una prioridad expropiar a aquellos que, sobre todo en Andalucía y Extremadura, llegan al extremo de dejar tierras explotables en barbecho mientras la miseria campa por doquier. La mayoría de los parlamentarios están de acuerdo en este punto. Tanto es así que la República crea un instituto agrícola —el Instituto de Reforma Agraria— que se encargará de expropiar terrenos con más de veintidós hectáreas sin cultivar a cambio de una indemnización. Las tierras, una vez adquiridas por el Gobierno, serían redistribuidas entre los trabajadores agrícolas, los «sintierra».

Al comenzar este relato, en enero de 1933, Manuel Azaña ya es primer ministro desde octubre de 1931, después de haber ocupado el Ministerio de la Guerra en el primer Gobierno republicano del católico Niceto Alcalá-Zamora. Debe su nombramiento a la dimisión de este último, que quiso expresar con ello su desacuerdo con las medidas anticlericales que se venían anunciando y que, de hecho, se habían registrado en la nueva Constitución a finales de 1931. Así pues, todo deja ya presentir la guerra que va a oponer a los dos bandos: los generales y la derecha católica de un lado y los republicanos y sus aliados sindicalistas del otro.

Casas Viejas, Castilblanco, Arnedo... Todos estos conflictos imprevistos terminarán de encender la mecha. Todos ellos estallan y degeneran en revueltas sanguinarias, y dejan ver la impaciencia del medio agrario, que no quiere esperar a las reformas anunciadas. En ellos se aprecia la actuación de las fuerzas anarquistas. Ellos son la cuarta herida, aunque bien podríamos decir también que son la primera. Recordemos que España es la tierra predilecta del anarquismo, como Camus recordará en 1946 con estas palabras: «El único país en el que la anarquía pudo constituirse en un bando poderoso y organizado». Los anarquistas no se presentaron a las elecciones de abril de 1931, aunque la cuestión central fuera aquella república esperada desde hacía décadas y que liderará la generación de Manuel Azaña. Pero los anarquistas no quieren participar. Pueden amenazarla, eso sí. Algunas cifras: de un total de doce millones de trabajadores, casi millón y medio están afiliados a la CNT (Confederación Nacional del Trabajo), sindicato anarquista creado en 1910, y los que no lo están se encuentran en su órbita. Los viveros del anarquismo son Andalucía, Extremadura, Aragón y la provincia de Valencia, y su capital es Barcelona. Pero ¿podemos afirmar por ello que los anarquistas dirigen las revueltas de estos pueblos que encienden la llama y enturbian las reglas del juego? Recordemos que son agujeros negros... Escuchemos aquí las palabras de Gregorio Marañón.

Este médico de gran cultura, muy respetado en Madrid, también por los militares —Franco lo tiene en alta estima—, referencia moral y política en los inicios de aquella república por la que luchó y fue encarcelado, publicó un artículo sobre estas revueltas en las que ve el resurgir de las cualidades atávicas del pueblo español. (El artículo llamó la atención de la generación de Azaña, conocida por su entusiasmo sin fisuras por la razón, con el ministro de Gobernación, el gallego Casares Quiroga, como adalid, el padre de la actriz de la que Camus quedaría prendado.) Para nuestro doctor, apasionado por los «estados intersexuales» y también autor prolífico y brillante, la literatura española proporcionaba la mejor pista para comprender lo que escondían estos sucesos. «Leed a Lope de Vega, leed Fuenteovejuna», les dice a todos los integrantes de las reales academias capitalinas; él, con su rostro angelical, su boca seria y su impecable vestimenta.

Hugh Thomas, el historiador de la Guerra Civil española, oirá en parte esta advertencia que lo puso todo patas arriba. Pero Fuenteovejuna no solo es el título de la obra en tres actos del gran dramaturgo español, también es el nombre de un importante pueblo del noroeste de Córdoba que entró en la historia cuatro siglos antes, en 1476, año en que fue escenario de unos sucesos memorables, tanto que Fray Francisco les concedería un lugar privilegiado en su Chronica de las tres órdenes y cauallerias de Sanctiago, Calatraua y Alcantara, escrita en 1572. Lope de Vega extrajo de la crónica los elementos de su obra, que se representó entre 1611 y 1618 y se imprimió en 1619. Se tradujo al francés en 1822, al alemán en 1845 y al ruso en 1870. Menéndez Pelayo escribió sobre ella a principios del siglo XX: «Hoy, el estreno de un drama así ocasionaría un problema de orden público, que acaso terminase a tiros en la calle». De hecho, ningún Grande de España había recibido nunca un trato semejante. Don Fernán Gómez de Guzmán, comendador mayor de la Orden de Calatrava, una ilustre organización que se enfrentó a los moros —que por aquel entonces aún poseían Granada— es prendido y defenestrado en su castillo de Fuenteovejuna por los habitantes del lugar. La crónica cuenta que «después de caydo en tierra, le arrancaron las barbas y cabellos con grande crueldad: y otros con los pomos de las espadas le quebraron los dientes. A todo esto añadieron palabras feas y deshonestas, y grandes injurias contra el Comendador mayor, y contra su padre y su madre. Estando en esto, antes que acabasse de espirar, acudieron las mugeres de la villa con Panderos y Sonages, a regozijar la muerte de su señor [...]. Estando juntos hombres, mugeres y niños llevaron el cuerpo con grande regozijo a la plaça: y allí todos hombres y mugeres le hizieron pedaços, arrastrándole, y haziendo en el grandes crueldades y escarnios: y no quisieron darle a sus criados, para enterrarle». El asunto llegó a Toledo, donde Isabel y Fernando, los Reyes Católicos, enviaron a un «juez pesquisidor» al lugar. «Preguntavales el Juez, ¿quién mató al Comendador mayor? Respondían ellos, Fuenteovejuna. Preguntavales, ¿quién es Fuenteovejuna? Respondían, Todos los vecinos desta villa». El juez no podía dividir aquella entidad ni sacar nada más de aquellos hombres y mujeres, ni siquiera de aquellos «mancebos de poca edad» a los que sin embargo interrogó. Nadie dijo nada aun siendo torturados. El juez no pudo presentar a ningún culpable que pudiera recibir el castigo de los reyes en Toledo. Solo pudo decir: «El mismo Comendador mayor avia hecho grandes agravios y deshonras a los de la villa, tomándoles por fuerça sus hijas y mugeres». En esta declaración se adivinan, inquebrantables, las reivindicaciones de la conciencia.

La obra de Lope de Vega sitúa a las mujeres en el centro de la acción. Aunque respeta la Chronica, destaca de ella en particular el rol de aquellas «amazonas». Laurencia, la protagonista de la obra, exhorta a las mujeres de Fuenteovejuna: «Que puestas todas en orden / acometamos un hecho / que dé espanto a todo el orbe». El Comendador mayor, Fernán Gómez de Guzmán, no solo viola a las mujeres del pueblo, sino que también castiga a los maridos que no están conformes. Lope de Vega rescata del olvido a este pueblo andaluz cercano a Extremadura, eleva su verdad y deja por los suelos a un Grande de España, a un tirano. El dramaturgo era un conservador, férreo defensor de la ideología aristocrática; en 1609 recibió el título de Familiar del Santo Oficio, alias la Inquisición. En 1614, con su obra sobre el escenario, recibió también la orden sacerdotal. Pero esas mujeres del pueblo lo asombran como el propio Lope nos asombra a nosotros. Al contrario que las cortesanas, estas mujeres se resisten al noble, lo muestran como un tirano en el espejo de sus pasiones: porque están enamoradas, lo que las hace adelantadas a su tiempo, a no ser que las del nuestro lleven un retraso considerable en la reivindicación del amor libre. Lope de Vega es un donjuán implicado hasta el hartazgo en intrigas amorosas. «¿Qué es el amor?». Laurencia, la protagonista, responde: «Es un deseo / de hermosura». Lo que cuenta es el gusto —bueno o malo— del público, como declara el Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo, el manifiesto teatral de Lope de Vega, que en nada se parece a la regla de las tres unidades de Racine, creada para complacer en Versalles a un rey preocupado por la etiqueta y las obligaciones. Las obras de Lope de Vega se representan en los patios traseros con la complicidad de las noches populares. Fuenteovejuna es una exaltación de ese pueblo: real, soñador, amenazado, casi inmortal. «El popular Lope de Vega», comentará el ensayista José Bergamín.

Con intuición admirable, Marañón se apropia de la obra de Lope cuatro años antes de que estalle la guerra y la esgrime contra los que se empeñan en buscar culpables para quedarse tranquilos y huir de una verdad presente, incómoda, sobre una lucha que renace hoy aquí, en Casas Viejas, pero también en Castilblanco, a algo más de cien kilómetros en línea recta desde Fuente Obejuna. Castilblanco, un pueblo entre Andalucía y Extremadura que apenas cuenta novecientos habitantes, se parece a Fuenteove-juna hasta el punto de confundirse el uno con el otro. En 1932, se producen unos sucesos similares a los de la Chronica: también se sublevan contra una tiranía, y en ellos también encontramos a unas amazonas, emparentadas con la Laurencia de Lope, que se alzan contra unos varones arrogantes, pero con una violencia que escandaliza a Madrid, como a los soberanos de otrora. Azaña envía a toda prisa a su ministro de Gobernación, Casares Quiroga, para que investigue, busque a los culpables y administre un castigo. Y se personará, sin que nadie se lo haya pedido, el general Sanjurjo, el «león del Rif», nombrado «Marqués del Rif» por Alfonso XIII como recompensa por su victoria en 1926 en la sangrienta guerra homónima. Como superior jerárquico de Franco, fue él quien recibió los honores. Regresó lleno de arrogancia, pero su reputación de intrigante y conspirador lleva a Azaña a nombrarlo general de los Carabineros (un cuerpo encargado de costas y fronteras). Una humillación. Por ello quiere administrar él mismo el castigo y hacerlo mejor que la República. Sueña con una insurrección militar que espera dirigir, después de haber apoyado la insurrección de Primo de Rivera. Su presencia hace que los opositores se crucen, aumenten, compitan. Esos opositores están allí, en esos pueblos.

¿Castilblanco? ¡No lo busquéis! Haría falta un mapa del Estado Mayor para dar con este pueblo perdido de la Extremadura desértica, cerca de Monesterio. En este lugar residía una población dejada caer por unos dioses que ya no sabían qué hacer con ella. Aquí, y esto también vale para Andalucía, la esperanza de vida apenas superaba los cincuenta años. Es la más baja de Europa: en Francia, en la misma época, es diez años superior en el medio obrero. Este pueblo está habitado por jornaleros, trabajadores del campo a los que se paga al día. Reciben una exigua remuneración de tres reales —o, lo que es lo mismo, 75 céntimos de peseta— al día en invierno y el doble en verano, una tarifa fijada por los terratenientes. A título indicativo, en 1915 un kilo de mortadela, de salchichón o de espinazo se vende a ocho pesetas, es decir, el equivalente a una semana de trabajo en la que las jornadas se extienden desde la primera luz hasta el ocaso. A este salario de miseria se añade una ración diaria de pan, además de ingredientes para hacer gazpacho cada diez días: dos kilos y medio de garbanzos, vinagre, sal y aceite. Aderezado a veces con pedazos de carne y servido frío o caliente, este es el alimento primordial, que se llega a consumir hasta cuatro veces al día. Los jornaleros duermen juntos, en grupos de hasta treinta personas, en lugares insalubres, sobre colchones de paja, y vuelven a casa cada diez días, el tiempo justo para un achuchón y una ducha. Cuando los días se van haciendo más cortos, separan el grano a la luz de la lámpara de carburo en el mismo sitio donde dormirán. Se despide a los que hablan de política. Los demás aprovechan su oportunidad: han sido escogidos por unos capataces hoscos de entre una mano de obra hambrienta que se ofrece por la mañana en las plazas de los pueblos. Así viven y mueren estas gentes.

Además de mantener a los jornaleros bajo su férula, los terratenientes dejan parte de sus tierras en barbecho sin la menor preocupación, con lo que pretenden demostrar su poder reduciendo el espacio del tiempo de trabajo y esperan subyugar cualquier intento de sublevación. Sin embargo, el 20 de diciembre de 1931, cuando se acercan las fiestas, los jornaleros de Castilblanco se manifiestan. Reclaman más trabajo y respeto, cargan contra ese derecho abusivo de barbecho anterior a la República. La Guardia Civil se interpone. El 31 de diciembre la población organiza más manifestaciones y el alcalde exige que las detengan. Desde la llegada de la República existen nuevas leyes, como la de los «jurados mixtos», para solucionar esta clase de conflictos, pero las autoridades del pueblo las desoyen. Y esto fue lo que sucedió: «Los guardias civiles corrieron una suerte espantosa. Mataron a cuatro. Les partieron los cráneos, les arrancaron los ojos y fueron terriblemente mutilados. En uno de los cadáveres se encontraron treinta y siete puñaladas. Y, como sucedió en Fuenteovejuna y en la obra de Lope, fue imposible llevar a los culpables ante la ley, pues todo el pueblo era culpable», recoge el historiador Hugh Thomas. Thomas se remite a Lope de Vega, pero, ante las prisas por retomar el curso de la historia y volver con los generales rebeldes al 18 de julio de 1936, día de la sublevación, se olvida de citar a Marañón como origen de este paralelismo, y de decir que en Castilblanco, como en las obras de Lope, las mujeres fueron las que más se ensañaron con los guardias. Ellos estaban allí al servicio de aquellos grandes propietarios sin piedad, de aquellos tiranos. Un guardia fue presa del pánico y utilizó su arma, y las mujeres instaron al pueblo a lanzarse sobre él y después sobre los otros. Los mataron a palazos y a golpes de azada, y las mujeres bailaron sobre los cadáveres con cascabeles y panderetas. Como en Fuenteovejuna.

Mientras España grita encolerizada y Casares condecora los féretros de los guardias civiles, mientras el «Marqués del Rif» rinde cuentas de su investigación ante el resto de los generales que, como él, sienten la tentación de restaurar el orden, Marañón se interpone. Un personaje que no habría desentonado en el salón de música de la familia de Thomas Mann. Este hombre, nacido en 1887, se enroló como médico voluntario a los veintisiete años, en 1914, lo que atestigua una capacidad insólita de anticipación. Porque hubo que esperar hasta los trabajos del historiador alemán Fritz Fischer, en la década de 1960, para que fuera establecida la responsabilidad de Alemania en el desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial y se mostrase con claridad que se trataba de una tentativa de conquista de Europa anterior a la que propiciaría años más tarde el nazismo. Hitler declara en Verdún, en 1940: «La Primera Guerra Mundial ha terminado». Marañón verifica con mucha antelación lo que sucede: las conciencias están perdiendo espacio. Mientras que España se mantiene fuera del conflicto, él se compromete. Este médico es un apasionado de la historia, pero, formado en endocrinología, ve en ella sobre todo linajes biológicos. En su ensayo sobre Enrique IV de Castilla, el Impotente, elabora una teoría sexológica. En 1931, el año en que se instaura la República, publica una obra inesperada, Los estados intersexuales en la especie humana. Lo que le apasiona, de libro en libro, de ensayo en biografía, es esa noción de linaje que defienden la biología y la endocrinología. Por el contrario, el entorno histórico le pone los pelos de punta: los comunistas lo inquietan. Los posibles «transhistóricos» lo maravillan. Para él, no cabe ninguna duda de que algo une los sucesos de 1476 en Fuenteovejuna con los de 1931 en Castilblanco, y que la pieza de Lope de Vega sirve de nexo entre ambos. Un linaje es un grupo humano que forma una unidad orgánica —un gran cuerpo repleto de órganos y de sueños— y persiste en su camino hacia el derecho a existir. Los dramas, en esos pueblos, no son simples linchamientos: en ellos se esconde —sin pretender, por otra parte, exonerar los crímenes— el deseo de vivir, de escapar al ciclo de las tiranías. Los propietarios, como el tirano de Fuenteovejuna, tienen gran parte de culpa. Después de todo, violan vidas, borran destinos, se oponen a un deseo común a todos, al derecho a vivir y a amar. ¿Quién ha matado? «¡Castilblanco!».

Los días siguientes, en enero de 1932, tienen lugar los sucesos de Arnedo, en La Rioja. La obra La república en la plaza: Los sucesos de Arnedo de 1932, de Carlos Gil Andrés, publicada en 2002, estudia lo sucedido. En esta localidad, el desenlace fue diferente. El 5 de enero de 1932 estalla una huelga en una fábrica de zapatos como protesta contra los despidos abusivos y por otras razones políticas. Un guardia golpea a una chica de quince años, la multitud ruge, un guardia resulta herido y se responde con tres salvas de disparos contra los manifestantes. Once muertos y treinta heridos en total de acuerdo con el libro citado. Sanjurjo hace suya la masacre, como si la hubiera estado esperando para vengarse de Castilblanco: Azaña lo destituye de su puesto al frente de los Carabineros.

Castilblanco, Arnedo... El periódico anarquista CNT, de la muy influyente Confederación Nacional del Trabajo, añadirá un tercer pueblo a esta lista: Casas Viejas. ¡Y añadamos nosotros a Lorca!

¡Él simplemente surgió! Él, el poeta que Mann solicita en «España». «¿Cómo podría el poeta abstraerse, si su naturaleza y su destino lo han colocado en el lugar más expuesto de la historia de la humanidad?». Lorca adapta Fuenteovejuna con la intención de abordar el problema político que plantean los conflictos que traen a todo el mundo de cabeza. En 1932 crea una compañía de teatro, La Barraca, en el marco de las Misiones Pedagógicas, un organismo creado por la nueva República para difundir la cultura en el medio popular. La Barraca es un teatro universitario itinerante —su consejo de administración está compuesto por estudiantes— y Lorca es el director artístico. Pretende representar los clásicos españoles, pero, evidentemente, adaptados a los tiempos que corren. Elimina a los Reyes Católicos de la obra de Lope de Vega, a los que los campesinos se someten después de haberse deshecho de su tirano. Uno se pregunta si Lorca —como es probable— conocía el requerimiento de Marañón. Viste a los actores con harapos como los que llevan los habitantes de esos pueblos por los que va. Añade canciones y bailes, ¡la inventiva del pueblo! En su primera representación, el 31 de mayo de 1933 en Valencia, las frases en las que antes apenas se fijaba nadie resuenan ahora como si fueran nuevas o estuvieran prohibidas. Cuando Laurencia, la protagonista, llama «maricones» a los hombres del pueblo que dudan si alzarse en armas contra el tirano, la sala se pone en pie y aplaude, consciente de que Lorca, homosexual, cambia el sentido del término por el uso político que le da en su adaptación: carga contra esos hombres supuestamente viriles, esos militares que pretenden reinar en España y todos los que se unen a ellos por miedo y hostilidad a la España eterna. Laurencia, de cara al público, grita: «Liebres cobardes nacisteis; bárbaros sois, no españoles. [...] ¡Vive Dios, que se verá que solas mujeres cobren la honra de estos tiranos, la sangre de estos traidores, y que os han de tirar piedras, hilanderas, maricones, amujerados, cobardes, y que mañana os adornen con las tocas y las faldas, de aromas y de colores!». En Albacete, en Castilla la Nueva, la sala abuchea a Laurencia, y la prensa local se ensaña violentamente con la representación.

Lorca no mira hacia otro lado. En la película que glorifica a Franco, Franco, ese hombre, estrenada en 1964, con el dictador aún vivo, los sucesos de Casas Viejas de enero de 1933 se presentan como una de las razones para entrar en guerra contra la República. Sin embargo, esta hace todo lo que puede para taponar el agujero negro de Casas Viejas. Azaña, que entonces era presidente del Gobierno y que llegaría a presidente de la República con el Frente Popular, se pone en pie en su tribuna de las Cortes en la época de los sucesos y los describe como apocalípticos. Este pueblo lo alarma hasta el extremo. Hizo todo lo que le pareció que tenía que hacer, envió a la Guardia de Asalto, un cuerpo creado por él mismo, ataviados con botas y uniforme negros. El asunto lo desespera: «En cuanto la rebeldía de Casas Viejas hubiera durado un día más, teníamos inflamada toda la provincia de Cádiz y ahora nos estarían diciendo que, por no haber sido severos, rápidos y enérgicos en la dominación de la rebeldía de Casas Viejas, habíamos provocado, con nuestra lenidad, la sublevación entera de todos los campesinos de la provincia de Cádiz. Esto es lo que estaríais diciendo ahora y esta es la primera realidad». Teme, como Franco —o puede que más—, la reproducción de Casas Viejas. Perturba la idea de que dos fuerzas políticas que van a enfrentarse en una guerra a muerte, los republicanos por un lado y los aliados de Hitler y Mussolini por el otro, estén de acuerdo en esto: ¡Casas Viejas debe dejar de existir! Y dejó de existir.

Un antropólogo estadounidense, Jerome Mintz, la devolverá a la vida muchos años después. Es imposible adentrarse entre las paredes blancas de esta localidad sin tener en cuenta su trabajo, su libro dedicado a los sucesos de enero de 1933. Los anarquistas de Casas Viejas, publicado en Estados Unidos en 1982, nos fue encarecidamente recomendado en el lugar como referencia inexcusable. Antes de emprender aquel viaje lo desconocíamos por completo. Hay que decir que Mintz es un intruso, no es un historiador. Este antropólogo de las universidades de Nueva York y de Indiana fue educado en las teorías de los padres fundadores de la «antropología participativa», Franz Boas, profesor en la Universidad de Nueva York y especialista en los inuit de la Tierra de Baffin, en los glaciares de Norteamérica, y Bronislaw Malinowski, profesor en la costa Oeste, en Yale, especialista en los pueblos oceánicos del archipiélago de las islas Trobriand en el Pacífico. Malinowski cree que la historia no es capaz de aprovechar esa lejanía humana. Boas matiza, no la descarta del todo, pero ambos, de manera unánime, rechazan la noción de jerarquía entre culturas: todas tienen sus respectivas zonas de influencia, sus valores. Para acercarse a ellas es necesario liberarse de los prejuicios. Los dos saben cuánto pueden llegar a pesar esos prejuicios. Boas es un judío alemán que tuvo que huir del nazismo en 1933, el mismo año que Thomas Mann. En la quema de libros de 1931 ante la Universidad de Berlín ardió una obra suya, Raza, lenguaje y cultura. En Tierra de Baffin participa en la caza de focas a cincuenta grados bajo cero, vive con los inuit como si fueran parientes cercanos. Malinowski es polaco y se deshace de su caparazón católico y de sus inhibiciones de polaco tomando arsénico.

Jerome Mintz iba a sumergirse en Casas Viejas como sus antecesores en la Tierra de Baffin o en las islas Trobriand. Tal vez sorprenda al lector, pero Casas Viejas llega a su vida en 1964, tras una investigación sobre las relaciones entre guerra y religión que llevó a cabo en Bilbao, en el País Vasco, donde católicos y comunistas lucharon juntos contra Franco. Originalmente, Mintz era especialista en los judíos jasídicos, una comunidad fundada en el siglo XVIII y considerada por los tradicionalistas hostil a la Torá. Cuando llega a Casas Viejas con su bagaje de etnólogo estadounidense, sabe que el entorno es famoso por haber horrorizado a Azaña y que aquellos sucesos ya habían sido objeto de numerosos informes. Mucho se ha escrito sobre esta localidad de dos mil habitantes, y cada cual ha aportado su interpretación, a menudo, o primordialmente, a partir del testimonio de las autoridades —un cura, un alcalde, un político, un guardia—, pero también de la lectura de los periódicos de la época, privilegiando por tanto los artículos escritos en Madrid o los documentos jurídicos. La materia de la que está hecha la historia ya se había expresado sobre el asunto. Pero a Mintz lo seduce la idea de apostar por la memoria de los supervivientes. Hasta entonces nunca un antropólogo se había dedicado a una investigación de este tipo, en un medio rebelde, entre anarquistas, y en un pueblo de Andalucía tan perdido como cualquier pueblo de aborígenes amazónicos. Lo que lo interpela es la leyenda; la que quisiera que este lugar estuviera habitado por analfabetos, por «primitivos». Como cabal antropólogo americano, Jerome Mintz cierra la puerta de su domicilio en Indiana en 1964 y parte, acompañado de su mujer y de sus hijos, para instalarse en Cádiz y emprender después el camino a ese pueblo, y por mucho tiempo.

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