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Más adelante, con Ugetsu Monogatari (Cuentos de la luna pálida, 1953), también un jidai-geki, Mizoguchi consolida el éxito occidental obtenido poco antes en Venecia con Saikaku ichidai onna (La vida de Oharu, mujer galante, 1952). Vista más de medio siglo después, Ugetsu ilustra la capacidad de este cine, y del Japón de posguerra, para aludir a situaciones contemporáneas (la sumisión de la mujer y el apetito por el poder, tópicos a los que Mizoguchi fue muy sensible) mediante el desarrollo narrativo de creencias tradicionales. Basándose en cuentos de aparecidos del siglo XVIII, Ugetsu dosifica magistralmente un clima brumoso y fantástico en que se entrecruzan vivos y muertos, pasado y presente, con el atribulado camino de la gente sencilla que padece las guerras entre señores feudales. Así, el alfarero Genjurô y el campesino Tobei, modestos aldeanos, huyen con sus esposas de las tropas invasoras, uno y otro lanzados a seguir sus destinos de héroe y bufón. Genjurô logrará persuadir a su esposa para que retorne a casa, aunque sin enterarse de que en la ruta la matarán. Tobei, en cambio, abandona a la suya, poseído por la ambición de ser un samurai, lo que por casualidad y oportunismo consigue. La intriga se prosigue hasta la moraleja, pues termina reencontrándola mucho tiempo después en un burdel perdido en el que había recalado junto con sus soldados una oscura noche de farra. En cambio, a Genjurô la suerte le reservó ser seducido por la fineza de Lady Wakasa, gran dama cuyo blanquísimo rostro, semejante al de una máscara noh, resulta ser el de un espectro devorador, que acompañado de su vieja sirvienta recorre la comarca buscando esposo. Inicialmente atraído, Genjurô termina huyendo y regresando a casa, donde le esperan su hijo y el fantasma de su esposa, quien después de recibirlo y dormir con él, lo abandona al amanecer.

En suma, la profusión con que Mizoguchi empleó recursos de creación diegética occidental (profundidad de campo, pantalla ancha, movimientos complejos de cámara con grúa y dolly) estaba dirigida a recrear atmósferas y espacios asociados más bien con los movimientos del teatro, la plástica y la expresión corporal japoneses. Así, la ubicación de los personajes en la composición visual puede responder a exigencias de regularidad geométrica y a la búsqueda de armonías complejas para disponer a los personajes en el cuadro en “racimos” para la mejor armonía de la imagen.

Junto a la obra de Mizoguchi destaca la de Yasujiro Ozu por su lenguaje fílmico específicamente japonés y un universo narrativo que por ser urbano y moderno no deja de entroncarse profundamente con las tradiciones de este país. Se estima el cine de Ozu por un clasicismo de doble acepción. Constituye un modo de contar acabado, modélico; pero sobre todo, en cada película Ozu “se repite” en cierto modo. Entre “el refinamiento supremo aportado a un continuum” de creación de obra a obra –palabras de Burch–, y la concepción de un relato original, Ozu opta por lo primero, como si en la cultura japonesa no cupiese el distingo unidad/pluralidad correspondiente a la taxonomía obra/género de los relatos del Occidente moderno, y como si el oficio de cineasta consistiese en la paciente artesanía del trabajo sobre las formas de un mismo objeto que ha transitado de soporte a soporte. Por ello, en Ozu son características sus tramas relativamente simples y la actitud contemplativa a la que invita a su destinatario. Dramas familiares y conflictos de caracteres se desarrollan mediante una economía del tiempo inscripta más en el ritmo del habla y las costumbres cotidianas que en la exigencia de ritmo y agilidad del relato acostumbrada en los géneros occidentales. Sin embargo, esta generación de un tiempo interior, semejante al del teatro de Chejov, sirve de “punto de vista” para presentar el impacto de la occidentalización japonesa en la posguerra. En cierto modo, el cine de Ozu confronta tradición con modernidad desde un registro opuesto al de Mizoguchi. Mientras este último no vacila en apropiarse de los recursos técnicos occidentales para poner en escena una historia crítica de su país, Ozu inventa una escritura que traslada al cine elementos antiguos de composición plástica y de dramaturgia nipona para aplicarlos a contextos urbanos contemporáneos. Así, en Munekata kyoudai (Las hermanas Munekata, 1950) Ozu retrata los cambios de la condición femenina “citando” deliberadamente otras artes. Setsuko y Mariko, la mayor y la menor de dos hermanas ilustran respectivamente a la esposa servil y chapada a la antigua, y a la profesional emergente de posguerra, la primera deprimida y luciendo un kimono, la segunda alegre y vestida con traje sastre. La moderna Mariko dinamiza el relato, pues conoce a Tashiro, soltero y antiguo enamorado de Setsuko, y resuelve reunirlo nuevamente con su hermana, que padece en silencio su infeliz matrimonio. La conversación de Mariko es desenfadada, casi subversiva para la época en que se produjo. Pero al hablarle a Tashiro –a quien le incluso le pide matrimonio– su texto oscila entre un tono paródico que cita técnicas teatrales del kabuki y del shimpa para describir la escena y la trama de la película “desde fuera” de la diégesis, y su propio rol de hermana menor. Mediante este desdoblamiento del personaje Ozu introduce al anti-guo benshi del cine silente (en el que inició su carrera) dentro de la ficción, probablemente menos por proponer una distanciación brechtiana que por subrayar que no existe una solución de continuidad entre el relato proyectado en la pantalla y el comentario “real” que el maestro de ceremonias da presencialmente al público. Este desdoblamiento es apenas un guiño de ojo frente a otro, más importante, la dualidad Mariko/Setsuko, que figurativiza la oposición modernidad/tradición. Tomando imágenes de interiores aplanadas, con poca profundidad de campo, Ozu “cita” las superficies pictóricas niponas clásicas, antitéticas respecto a las creadas en Occidente desde el Renacimiento en el que ambas se mueven.

Más allá de esa película, sus personajes suelen ser fotografiados en la parte baja del cuadro (dejando un vacío hacia arriba, como en una habitación en que estos se sientan en el suelo) y frontalmente, ignorando a menudo el eje de las miradas. Estos “defectos” aparecen con claridad en Tokio monogatari (Viaje a Tokio, 1953), una de sus películas más notables. Profusa en diálogos y de largos silencios que transmiten un ánimo contemplativo, en esta Ozu aumenta la densidad de los tiempos interiores, necesarios a su contenido (“una de mis películas más melodramáticas” para el autor).41 Narra el viaje de una pareja de ancianos, Shukichi y Tomi, a ver a sus hijos y nietos a Tokio. Viaje en el espacio y también en el tiempo, desde una apacible provincia al Japón modernizado, cuyo afiebrado ritmo de vida deja pocas oportunidades para el encuentro familiar. Tomi, madre y abuela, muere apenas regresa, y la familia finalmente se reúne en el funeral. Pese a que el relato fluye con claridad, los planos frontales y el eje de las miradas no corresponden a los intercambios verbales entre los personajes, que permiten mediante el montaje plano/contraplano –propio del cine occidental, que Ozu ciertamente dominaba– la comprensión de la interacción en escena. Esa construcción de un espacio mental y físico que es esencial en el cine convencional suele no ser muy respetado por Ozu hasta el final de su carrera de cineasta. Según Burch, Ozu desafía los dos principios fundamentales del modo de representación dominante en Occidente: por un lado, el de la continuidad de la ficción, puesto que gracias al raccord de miradas la impresión de realidad fluye de plano a plano, subrayando “la naturaleza disyuntiva del cambio de plano”, lo cual gene-ra un hiato en la lectura; y por otro, cuestiona el lugar imaginario del espectador dentro de la escena, obstruyendo el mecanismo de identificación.42 Más aún, Burch menciona a un crítico japonés que explica esta reticencia al raccord señalando que los personajes de Ozu “se hablarían más a sí mismos que a sus interlocutores”.43 Además, la abundancia de “planos de corte” que funcionan convencionalmente como cortinas para separar una escena de la siguiente, en Ozu hacen las veces de “naturaleza muerta” en el sentido pictórico, para evocar sofisticadamente el clima de la obra, como si el filme no fuese solamente una narración antropocéntrica.

Naturalmente, las obras de Mizoguchi y de Ozu, así como las de directores posteriores como Kurosawa, Shindo o Kobayashi corresponden a momentos que pese a extenderse durante unas cinco décadas no representan numéricamente más que una pequeña fracción del cine japonés. La observación externa del cine japonés adolece generalmente de un prejuicio selectivo que lleva a encasillarlo en lo que resulta típicamente nipón para el ojo extranjero, razón por la cual el jindai-geki (película con ambientación de época) ha sido mejor recibida en Occidente que las de género contemporáneo, privilegiándose los títulos “exportados” y consagrados en los festivales y olvidándose de la vasta producción destinada al mercado interno, que incorporaba elementos del cine comercial occidental a producciones más baratas. Esta ignorancia incluso ocultó la aparición de sensibilidades de “nueva ola” (nuberu bagu) como las de Nagisa Oshima y Shohei Imamura, quienes obtendrían reconocimiento internacional con cierto atraso. Esto obedecía a estrategias de rentabilidad de las majors japonesas que impedían percibir las rupturas y renovaciones de la dinámica creativa impuesta por los cambios sociales y culturales del Japón del “milagro” de la posguerra. Tómese en cuenta que la producción de las majors y sus grandes estudios se fue reduciendo merced a la competencia extranjera y a una baja de calidad debida a su control oligopólico del mercado.44 A fines de la década de los noventa esta llegaba apenas al quince por ciento de lo que había sido cuarenta años antes. Surgía, en cambio, una abundante producción independiente y eminentemente japonesa, tanto de “prestigio” como popular que difería en mucho de la visión eurocéntrica de los grandes festivales.

La mirada extranjera tiende a unificar aquello que es diverso y dispar en la realidad. Mientras la atmósfera estilística de los clásicos se ha ido perdiendo, la clara compartimentación de los géneros se ha conservado en medio de un intenso diálogo con Occidente. En lo masivo, lo más notable sería el caso del cine de monstruos o kaiju-eiga, cuyo epígono es la saga de Godzilla, tan influyente en superproducciones norteamericanas.45 Otros géneros –mi limitado conocimiento solo me permite mencionarlos– serían aquellos nacidos de la asimilación del cine de gángsters, transmutado en películas sobre la mafia japonesa o yakuza-eiga, las de horror, o kaidan-eiga, y las eróticas o pinku-eiga, cuyos contenidos se han modificado o hibridado, pero con una uniformidad que no se sustrae de esa regla de oro nipona de minimizar la diferencia entre género y obra, también presente en los diferentes géneros del cine de animación o anime, fenómeno singularmente japonés por su escritura intertextualizada con las imágenes de la realidad.

Dentro de esta renovación cabe distinguir con Roberto Cueto una actitud modernista e ideológica de una posmoderna, cuyo contexto lo dan la dispersión de la industria del ocio, la proliferación de las imágenes en un entorno tecnológico digital, los viajes y el hedonismo. La primera hace crítica social y rompe con los cánones temáticos anteriores, como ocurrió con el Nagisa Oshima de Gishiki (La ceremonia, 1971), Ai-no corrida (El imperio de los sentidos, 1976) y Furyo (1983) hasta el Kohei Oguri de Shi-no Toge (El aguijón de la muerte, 1990). En cambio, la actitud posmoderna es metanarrativa; reflexiona sobre las miradas y concepciones del cine japonés pretéritas desde las mentalidades y condiciones de producción de una sociedad postindustrial, sin lograr hallar un horizonte que le dé sentido a la creación. De ahí lo variado del panorama contemporáneo, que oscila entre lo lúdico y lo violento, lo cómico y lo tanático. Un paradigma de esta actitud es la obra de Takeshi Kitano, el realizador más reconocido fuera del Japón a inicios de este siglo, cuya obra se mueve entre la desmistificación del género yakuza en Hana-bi (Flores de fuego, 1997), la ternura en Kikuhirô (El verano de Kikujiro, 1999) o su remake del gran héroe ciego Zatoichi no natsu (Zatoichi, 2003).46

En suma, la creciente influencia occidental en la cultura japonesa –en particular la norteamericana sobre sus públicos cinematográficos– no borra sus marcas diferenciadoras. Al contrario, hay líneas de continuidad que atraviesan sus sucesivas épocas, recordando que desde sus tempranos inicios hubo una producción nacional relativamente sólida al mismo tiempo que extensos públicos apetecidos por las imágenes de Estados Unidos y de Europa. Estos dos rasgos son suficientes para caracterizar a la cinema-tografía japonesa por el alto y variado potencial productivo de un país industrial al mismo tiempo que periférica con respecto al Occidente hegemónico. Esta combinación de avance técnico y comercial por un lado, y de ajenidad cultural (o “exotismo”) –durante décadas prácticamente inexistente en otras regiones del mundo– respaldó la creación de un modo de representación propio, entroncado con un antiguo acervo dramatúrgico y plástico tanto más conservado y reproducido en cuanto esas islas estuvieron por siglos habituadas al aislamiento. Esto permitió dar cabida a los grandes maestros ya mencionados y también a una sucesión de géneros masivos que por más influencia occidental que asimilasen no han dejado de ser una manifestación nacional generada en contextos locales, aun así fuese por rechazo a las tradiciones predecesoras.

Capítulo 4
Ética y creación: Bresson, Sokurov

Tal como en el Japón y en la India hay universos fílmicos heterogéneos, no se puede perder de vista la inmensa diversidad de las cinematografías occidentales. Como vimos en una sección anterior, la noción de modo de representación institucional (MRI) de Burch se refiere sobre todo a los lenguajes de los géneros más codificados y a la naturalización de lo percibido mediante el significante cinematográfico. Si este modo de representación está en la médula de la matriz del entretenimiento y rige en forma ininterrumpida los mercados mundiales prácticamente desde los tiempos de D. W. Griffith, huelga detallar que no son pocos los movimientos, autores y obras en la historia de la cinematografía que se han situado fuera de esos caminos recorridos por la ficción naturalista. Por cierto, el éxito comercial frecuentemente no ha acompañado a esas películas, pero sí el reconocimiento de sus cualidades por públicos generalmente limitados, que las hacen parte de lo que desde el siglo XVIII se llama las artes. Por ello, en el cine de autor la creación es un gesto individual plasmado en el mundo sensible mediante un código colectivo, que provoca una emoción estética inexplicable por la razón. Como bien plantea Frodon, no hay lazos directos ni necesarios entre realidad y arte:1 la obra de arte es un constructo humano y no hay realidades “esencialmente” bellas (ni feas). Son las cualidades del artista para darle forma a cierta presentación de la realidad, para que esta sea contemplada por los otros a través de la mirada, del gesto de ese artista. Cada obra de arte –cinematográfica en este caso– es única, en la medida en que la puesta en forma para conseguir determinados resultados requiere de una labor ad hoc, específica, de aplicación de ciertos códigos y recursos técnicos a la materia sobre la cual el autor tra-baja.

Y también es tributaria de determinadas condiciones concretas de producción. Así, las cartas de ciudadanía del cine como creación individual se consolidaron durante la década de los cincuenta en Francia, cuando desde la revista Cahiers du Cinéma se lanzó la “política de los autores” y el teórico André Bazin enfatizaba la idea de puesta en escena como acto individual de creación fílmica.2 Pero esa orientación autoral tampoco es indisociable del estado de las tecnologías y las industrias. El surgimiento de las “nuevas olas” puede asociarse con la aparición de equipos de toma de imágenes y sonido más ligeros y baratos en comunidades de creadores ávidos de una expresión más personal y cercana a la realidad cotidiana, o en todo caso ajena a las fantasías de capa y espada y a los decorados prefabricados de Hollywood, pero también de Boulogne y Cinecittà, en contra de cuyo sistema de industria masiva se situaban. Típico fenómeno de la segunda posguerra, en que el trabajo de los grandes estudios mantuvo el vigor de su sistema de producción fabril hasta los años sesenta a ambos lados del Atlántico. En Norteamérica, con las inmensas inversiones que permitía la bonanza de los cincuenta, recurriendo a todo el gran espectáculo que pudiese contrarrestar la competencia de la televisión; en Europa con grandes dificultades para seguirle el paso a Hollywood.3

Sería ingenuo pensar que el rumbo del cine pende únicamente de determinismos económicos y tecnológicos. Así, el marco generacional francés de tres décadas de posguerra prosiguió, en mi opinión, los vínculos que las vanguardias narrativas, dramatúrgicas y artísticas anteriores –y en muchos casos sus compromisos ideológicos– tenían desde antes con el cine, combinándose con las nuevas inquietudes sembradas por el cine norteamericano. Era, en consecuencia, normal que la comunidad crítica francesa reaccionase con ambivalencia, admirando la perfección alcanzada por artesanos como Howard Hawks y Nicholas Ray en sus grandes espectáculos a espacio abierto, al mismo tiempo que afirmaba la posibilidad de hacer guiones y dirigir una película en guisa de narración personal. Panorama muy complejo del que deben resaltarse ciertos rasgos pertinentes. Algunas industrias europeas con géneros ya desarrollados desde décadas anteriores a la guerra se afirmaron bajo distintas modalidades. En Francia, los imaginarios del cine negro de Henri-Georges Clouzot llegaron bastante más lejos en el tiempo que su obra maestra, Le corbeau (El cuervo, 1943), y tanto las comedias de gran espectáculo con referentes teatrales o de época como las de René Clair y Sacha Guitry, o los filmes de Duvivier o Carné llamados de “realismo poético”, así como los de Renoir, alcanzaron fácilmente los años cincuenta. Trayectorias muy marcadas por el peso de las letras –las escrituras novelesca y escénica– en la tradición de las élites culturales de ese país. Más claro es el boom de la comedia italiana de los Comencini, Monicelli o Risi, más inspirado en la oralidad y lo grotesco del espectáculo popular.

Con otros ejemplos podría señalarse resumidamente que el ideal diegético del cine occidental a fin de cuentas nunca fue un modo de representación homogéneo en cada cinematografía nacional, pese a la influencia de Hollywood y a la estandarización de los procedimientos narrativos (identificación del espectador con la cámara, angulaciones visuales, ejes de miradas, montaje, convenciones lumínicas, metonimias musicales, planos sonoros, etcétera). Por el contrario, muchos realizadores han cuestionado ese modo de representación institucional innovando en sus lenguajes para lograr expresar un arte a menudo ubicado en los márgenes del mainstream de o inspirado por Hollywood (sin excluir entre estos, por cierto, a muchos realizadores norteamericanos). Y es que el clima de los campos culturales que circunda a las comunidades de creación fílmica en cada país y época puede haber influido decisivamente para perfilarlas, independientemente de los factores de mercado. El reconocimiento social de la calidad de una obra no significa necesariamente una voluminosa contrapartida de taquilla. Pueden ser de dominio público los prestigios de un Wenders o de un Erice, ahí donde el público mayoritario alemán o español prefiere pagar su dinero para ver un blockbuster con Tom Cruise.

Las políticas públicas cinematográficas más sostenidas en el tiempo han sido las europeas, occidentales y centrales. Sus actividades se han dirigido al cultivo del público y al fomento de la producción, es cierto. Pero el telón de fondo no ha sido ni el propósito educativo ni el empresarial, sino la generación de obras de alta calidad que mantenga vivo el cine nacional, y no precisamente oficial. Además, esas políticas están insertas en sus respectivos contextos locales de diferenciación y promoción cultural, como si el Estado-nación hubiese decidido en la posguerra resistir al peso avasallador de las majors, protegiendo su patrimonio y reeditando las viejas tradiciones del mecenazgo. Junto a esos márgenes de autonomía entre la promoción de la creación y la lógica del mercado hay otro elemento original. Es la posibilidad de apreciación crítica y estética difundida masivamente por los sistemas educativos de alta calidad de ciertos países, que permiten dar un curso coherente a la historia cultural, colocando al cine entre las artes y sustrayéndolo de su farandulización por el periodismo.4 Los márgenes de libertad de creación han podido entonces ensancharse, permitiendo a algunos autores, vivos o muertos, no alinearse en la ortodoxia del entretenimiento diegético.

Quisiera referirme a dos realizadores, Robert Bresson y Alexander Sokurov. Los escojo por preferencia personal –podrían ser otros–, sin que ello afecte mi propósito. Si ambos autores se han consagrado por el valor artístico de sus obras (juicio que aunque compartido por muchos no deja de ser subjetivo por quienes lo enuncien), lo que es inobjetable en ellos es su singularidad, sus marcadas diferencias respecto a un canon fílmico. Lo son, a su manera, como el de los maestros japoneses y el hindú abordados anteriormente. La elaboración de una mirada propia no es ni podría ser, sin embargo, una creación ex nihilo, una fantasía gratuita. No está desvinculada, qué duda cabe, ni de las narrativas vigentes ni de los géneros que las expresan. Y en materia de narrativa cinematográfica siempre hay una relación institucionalizada con la realidad. Frodon pone en relieve el espesor de lo real de la producción cinematográfica, debido a las limitaciones técnicas, de presupuesto y de mercado inevitablemente impuestas no importa cuál sea el prestigio de su autor, a diferencia de otras artes. Por ello, independientemente de ser una pesada constricción para el realizador, las condiciones materiales de producción también los anclan a él y sus películas a una época y a un lugar del que son testimonio, y a un público cuyas huellas aparecen, traslúcidas, en el contenido de la narración. Es cierto que los márgenes de autonomía ganados con la tecnología digital y de alta definición liberan; permiten personalizar y abaratar la producción, pero al mismo tiempo podrían conducir al realizador a cierto hermetismo.5 La mirada de un realizador vendría a ser, entonces, la singular relación con lo real adoptada con su don creativo, pero también con la ideación –aunque sea mínima– de su destinatario, pues aun el poema más esotérico contiene, implícitas, las huellas de su destinatario.6 La relación con la realidad no pone en juego la verdad, sino un compromiso ético frente a la realidad y frente al espectador subyacente.7

Así como detrás de muchas películas pueden manipularse relaciones de fuerza, de subordinación, o como suele ocurrir, dar estereotipos engañosos, Bresson asume plenamente ese compromiso en su obra, que él no llama “cine” (traduciendo de cinéma) sino “cinematógrafo” (cinématographe),8 al concebir su arte de modo radicalmente distinto de cualquiera proveniente de la puesta en escena heredada del teatro. Para Bresson la puesta en escena es un artificio, y el actor profesional interpretando personajes conduce a transmitir apariencias; no hay actores sino “modelos”, portadores de una personalidad propia que en cierto modo es “injertada” en la ficción para enriquecerla naturalizándola. Señala en sus Notas: “Modelo. Le dictas gestos y palabras. Él te devuelve (tu cámara lo registra) una substancia”.9 La ética bressoniana se rebela contra la “ilusión de realidad” aristotélica (de la cual Metz extrae el concepto más prudente, pero más cercano al show business de “impresión de realidad”) sin postular un idealismo antidiegético, sino convencido de la imposibilidad de una verdadera mimesis dramatúrgica (la “imitación” del rol por la actriz o actor al transformarse en el personaje). Los personajes son, entonces, el elemento central de sus películas, entendiéndose por estos las figuras en movimiento registradas por la cámara y no los roles ensayados y aprendidos previamente, pues la cámara es capaz de captar rasgos esencialmente humanos aflorados del trabajo poco directivo del realizador con sus “modelos” poco conocidos y también no profesionales, cuya expresividad resulta ser superior a la del profesional, sobre todo si es una “estrella”. Dicho en otros términos, Bresson se ubicó en las antípodas del naturalismo diegético dominante en la industria a medida que fue evolucionando y disponiendo de libertad para plasmar su concepción. Lo que vemos en la mayor parte de su obra es una implacable sobriedad: la actuación es lo opuesto al exceso, tendiendo a disminuir la expresividad y a romper con todo psicologismo, quedando esta librada a la fuerza real que dimana de los “modelos”, los cuales ocupan el centro de la acción, pues los paisajes y decorados de fondo no deben opacarlos. La música debe ser evitada o abolida, escribiendo que “[…] aísla tu película de la vida de tu película (delectación musical). Es un poderoso modificador e incluso destructor de lo real, como el alcohol o la droga”.10 Al contrario, los ruidos deben marcar el ritmo de la narración e incluso convertirse en la “música” de la película. La iluminación debe limitarse a darle un ángulo nuevo a la mirada, mostrando espacios fragmentados que destaquen detalles insólitos de lo real habitual-mente desdeñados.

Bresson debió recorrer un largo trecho en el cine francés convencional antes de llegar a sus concepciones. Sus primeras películas abundan en diálogos literarios de autores reconocidos, como Giraudoux en Les anges du péché (Los ángeles del pecado, 1943) y Cocteau en Les dames du Bois de Boulogne (Las damas del Bosque de Boloña, 1945) e iluminación dramatizada. Estos rasgos aparecen ya atenuados en el Journal d’un curé de campagne (Diario de un cura rural, 1950), adaptación de la novela de Georges Bernanos. No es casualidad que su concepción de la cinematografía y el espíritu cristiano del novelista converjan en esta película. Un joven cura ha llegado al pueblo de Ambricourt. Cuenta en su diario íntimo sus desventuras para ser aceptado en la parroquia del pueblo que le ha sido asignado y su afán por cumplir su misión. Desnutrido e hijo de padres alcohólicos, su presencia encarna el sufrimiento: por su salud siempre quebrantada, su extrema frugalidad, el menosprecio de la gente y la indiferencia hacia la religión que profesan. Contrasta el soliloquio que escuchamos mientras escribe su diario con la opulencia de la arrogante familia del conde. La condesa, la única persona en apreciarlo, muere de un infarto horas después de la intensa conversación en que él logró devolverle la fe. Se le incrimina al cura un crimen que no cometió. Pronto se le diagnostica un cáncer al estómago, resultado de su permanente mortificación y ayuno de pan y vino. Finalmente, al morir en el refugio de Dufréty, un ex sacerdote que lo acoge, expira diciendo “qué más da, todo es Gracia”. Pese a su tono depurado es aún una puesta en escena convencional de climas dramáticos con fondo musical y abundante diálogo, pese a lo cual consigue un retrato distanciado de la santidad. La oposición entre mundanidad y santidad valoriza el sufrimiento, haciendo del perdedor, del pobre y humillado, un héroe. Si el cura de Ambricourt termina ofreciendo su vida por los otros, inmune al pecado que lo rodea, los héroes de otras películas sí sucumben; se entregan al mal y a la crueldad, sin que empero de ellos desaparezcan cierta inocencia e indefensión esenciales en todo ser vivo. Para Bresson esas marcas simples de humanidad quizá la expresan mejor las parcas presencias de los actores no profesionales. Después de la experiencia del Diario… optó por “modelos” con poca o ninguna experiencia actoral, convirtiéndose en una regla escasamente trasgredida.11

A partir de Pickpocket (El carterista, 1959), inspirada, más que adaptada libremente de Crimen y castigo de Fedor Dostoievski, su obra alcanza un grado mayor de depuración formal. Michel es un joven carterista dedicado obsesivamente a la técnica y a la disciplina del uso de las manos para robar billeteras. Pese a haber sido detenido y liberado, y sin prestar atención a la enfermedad mortal de su madre y a la preocupación de Jeanne, la única persona que lo quiere, persiste en su oficio, afirmando sus sentimientos nietzcheanos de superioridad. La preparación minuciosa del robo, los ruidos mínimos del momento en que ocurre, las manos que extraen, los brazos que se extienden, las miradas inocentes, el paso desenvuelto del carterista alejándose con disimulo de su presa son los referentes de una estrategia de montaje de fragmentos para observar lo no visto y prestar oídos a lo subrepticio, como si detrás de las tramas de héroes y bandidos hubiese un subtexto opaco de vida interior. Para Bresson lo sórdido del carterista no consiste en sus robos como tales, sino en la soledad que lo envuelve, de la que nace una entrega casi ascética al delito, en que los billetes reemplazan a los sentimientos y la omnipotencia a la moral. Michel termina entre rejas, y desde ahí tiene –como Raskolnikov– la oportunidad de arrepentirse al descubrir su amor por Jeanne cuando esta lo visita. Por el lugar que asigna al cristianismo, el cine de Bresson se aleja de las narraciones occidentales más convencionales. Y no se trata de tramas o “mensajes” religiosos. Es la radical humanización de las ocurrencias y de los personajes, precisamente exonerados del afán de seducir (o del glamour) artificioso de las puestas en escena pensadas en función del éxito. Tal como en El diario de un cura rural, en Pickpocket subsisten algunos elementos de cine “literario”, como los soliloquios, la escritura del diario y el recogimiento cristiano connotado por la música de Jean-Baptiste Lully, a diferencia de su última película, L’argent (El dinero, 1983).

399
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521 стр. 52 иллюстрации
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9789972453168
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