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Junio: William Burroughs

Te escribo desde Nueva York:

A través de las cortinas del Hyatt veo resplandecer el acero del edificio Chrysler, da la impresión de que si alargo el brazo podría tocar una de las águilas encaramadas al piso sesenta y uno, que sobresalen como el puño amenazante de un boxeador. El televisor centellea sobre las sábanas deshechas, un rótulo recorre la parte inferior de la pantalla, el mismo rótulo que ayer pude leer en los neones de Times Square. «Rudolph Giuliani pone en duda que el presidente Obama ame a América». Contemplar la caída de ese otro Rudolph me causa cierto desasosiego, como si se tratase de un presagio. Lo decías a menudo: «Nomen omen». El nombre es el destino. Tú, Moritz, me diste el nombre de Rudolph. ¿Significa eso que también has marcado mi destino?

En Times Square cruzo la calle cuarenta y dos en dirección oeste con la cámara Nikon colgada al cuello. Al dejar Broadway a mi espalda, Manhattan pierde su encanto y me envuelve cierta melancolía de drugstores y pharmacies, de amplios gimnasios y sudorosos ventanales. Llego al Hudson, el perfil de Nueva Jersey se dibuja al otro lado del río; ajusto el objetivo de la cámara y disparo una y otra vez.

De regreso al hotel me detengo en un Kentucky Fried Chicken. La cola de neoyorquinos aguardando su turno llega hasta la puerta. Ver a tanta gente esperando me ha abierto el apetito, como si hubiese racionamiento y los alimentos se fuesen a agotar si no me uno a la fila. No hay mesas libres y tengo que sentarme junto a dos chicas de veinte años, una negra con un traje beis de dos piezas y una pelirroja con vaqueros y camiseta veneciana. Dan cuenta de un cubo rebosante de pollo frito y sorben cocacola por una pajita haciendo estallar las burbujas y riendo tontamente. Hablan por los codos mientras devoran el pollo; cuento los pedazos que recorren el camino entre el cubo y su boca y me pregunto cuántos pollos habrá habido que colgar y desangrar para alimentar a dos jóvenes tan menudas.

Acabo con ellas en un local con música en directo en Washington Square practicando un deporte que consiste en introducir una pelota de ping pong en un vaso lleno de alcohol sobre el tapete de un billar. Quien encesta obliga al otro a beber el contenido. La más tímida, la negra, también la más guapa, atina siempre con el vaso ante las protestas de su amiga. «Fuck you, nigga!». A mí me falta práctica, pero mis lanzamientos pronto experimentan cierta mejoría. Curiosamente, la ebriedad mejora mi precisión. En la universidad solías decirme que me sucedía igual con las mujeres. Decías: «Rudolph, las peores decisiones las tomas cuando estás sobrio». No reparabas en que cuando estaba bebido eran ellas quienes decidían por mí. Anoto un punto y la pelirroja me ofrece con acento cerrado una compensación para no tener que beber: levanta su camiseta y me enseña los pechos. No lleva sujetador, tampoco lo necesita, sus tetas son tan diminutas que cuesta distinguir los pezones de las pecas. Propongo una última apuesta dejando caer sobre el tapete verde un billete de cien dólares tan nuevo que parece falso. La pelirroja se coloca el vaso sobre la cabeza, yo me sitúo al otro lado de la mesa de billar y lanzo la pelota de ping pong con todas mis fuerzas. Le doy de lleno en la nariz. El cristal estalla en el suelo y el whisky se derrama por los tablones de madera como la meada de un gato.

NO SOPORTO LA SANGRE

En 1951 William Burroughs y su esposa Joan viven en México. Se han marchado de Estados Unidos por un asunto turbio de drogas y posesión de armas. El 6 de septiembre están en casa de un americano llamado John Healey, junto a dos compatriotas, Lewis y Eddie, y un montón de botellas de alcohol que han sobrado de la fiesta del día anterior. Bill está allí para vender su pistola y obtener dinero para heroína. Aunque procede de una familia adinerada, cualquier asignación es poca para poder seguir inyectándose y no sabe hacer otra cosa que no sea cultivar hierba y drogarse. La Star nacarada del calibre 38 descansa sobre la mesa. Él bebe, Joan también; redondas gotas de sudor se escurren por la frente de Bill y se acumulan en el hueco que forma la axila de su mujer. Llevan juntos seis años, desde que los presentaron Jack Kerouac y Allen Ginsberg. La homosexualidad manifiesta de Bill no le ha impedido tener un hijo llamado Billy con Joan. El niño se ha quedado con unos amigos junto a su hermana Julia, hija de un matrimonio anterior de Joan. Quizás en ese momento de 1951 la relación entre Bill y Joan sea insalvable. Es difícil mantener cualquier tipo de relación con Bill, siempre está colgado, buscando cómo meterse o acostándose con chicos cada vez más jóvenes. Joan tiene 27 años, diez menos que él, pero parece mayor; apenas sonríe, su labio superior permanece inmóvil, Lewis y Eddie llegan a pensar que le faltan los dientes. Mientras beben, esperando a que John Healey aparezca con un comprador para el arma, Bill divaga. Dice que le gustaría vivir en Sudamérica cazando jabalís salvajes para alimentarse. Joan comenta con desdén que si tuvieran que vivir de lo que él cazara se morirían de hambre. Bill acepta el desafío: va a demostrar que es un buen tirador. Le pide a Joan que se coloque el vaso en la cabeza. Ella bromea. «Voy a cerrar los ojos, ya sabes que no soporto ver la sangre». William Burroughs dispara la pistola que ha ido a vender a casa de John Healy y le vuela los sesos a su mujer.

Vengo de estar arrodillado frente al váter en la postura más humillante en la que se puede hallar un ser humano, devolviendo un revoltijo de alcohol y bilis entre una letanía de ojalás. Ojalá no me hubiese parado en el Kentucky Fried Chicken. Ojalá no hubiese acompañado a las chicas a Washington Square. Ojalá tuviese mejor puntería. Ojalá durmiese plácidamente enrollado en las sábanas como hace la pelirroja de los pezones-pecas. Ojalá mi cuerpo tolerase el alcohol como cuando bebíamos agua de Valencia en las Galerías de Santiago. Una noche se me fue la mano y os perdí a ti y a Hans. En mi cabeza os buscaba sin cesar, pero es probable que no me moviese de la misma baldosa. A quien encontré fue a Asunción, que me preguntó si buscaba algo. Por mi forma de mirar al suelo, creyó que había perdido algo diminuto, una lentilla o una moneda de dos céntimos. Le dije que no buscaba nada, sabía que si le decía que os había perdido a vosotros no pararía de hacer bromas sobre vuestro tamaño.

Una cosa llevó a la otra y acabamos en mi casa. Debí de sufrir un espasmo o retorcer la boca cuando me tumbé desnudo sobre ella, porque desde ese momento no hizo más que repetir: «No me vomites encima, por favor, no me vomites encima». Así que no, Moritz, borracho tampoco tomo buenas decisiones. Anoche mientras lo hacía con la pelirroja aguantaba las arcadas concentrándome en evitar que ella me pidiera que no le vomitase encima.

Ahora me concentraré en no despertarla con el ruido de la ducha y poder abordar así el verdadero motivo de mi viaje. Quiero entrevistar a Julia, la hija de Joan Vollmer, la hijastra de William Burroughs. A su hermano Bill Jr. no podré entrevistarlo: le trasplantaron el hígado a los 28 años y murió de cirrosis con 33. Billy debía de tener una puntería terrible con la pelota de ping pong. Julia es la protagonista de esta historia, la niña de la madre muerta, la niña de la perdedora. Siempre he sentido una atracción irresistible por los perdedores.

Julia será el corazón del primer reportaje de una serie que me ha encargado La Revista. Once asesinatos. Yo propongo los asesinos, ellos no se meten en eso, me han ofrecido un año de contrato, una cantidad fija, sin dietas, sin facturas, apenas llega para costearme los viajes. Me siento Bill Burroughs dependiendo de la fortuna familiar para las drogas. A cambio me piden cinco mil palabras por reportaje, fotografías con buena resolución y puntualidad en la entrega. No han mencionado la calidad, pero hablamos de periodismo, la calidad es la última de las preocupaciones. ¿Y cuál es la alternativa? ¿Redactar sermones como Hans? ¿Ser escritor como tú y pagar para que publiquen mis relatos? He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la mediocridad.

Lo que veo en la ventana es la cicatriz que surca mi cara, esta cicatriz que ya es más parte de mí que los ojos porque nadie dice de mí es el tipo de los ojos negros, sino es el tipo de la cicatriz. Veo también el reflejo de la pelirroja subiéndose las bragas con un pequeño meneo del trasero. Siempre me han excitado más las bragas que suben que las que bajan, seguro que eso quiere decir algo sobre mí, pero ignoro el qué. Confieso que ahora me gustaría que la pelirroja susurrase lo que me susurró Asun la noche en que no le vomité encima. «Resulta que no eras tan gilipollas».

Rudolph.

4
Adverbios

MORITZ SCHLICK

Número de Registro: AC-68-15

Quiere que sea la novela perfecta.

Por eso ha tardado tanto en escribirla. Toda una vida ha tardado en escribirla. Hoy ha puesto la última coma y le ha dado a imprimir. Se ha bebido una cocacola mientras iban saliendo los folios unos encima de otros. Ha aplastado el bote del refresco hasta rajar la hojalata y la impresora seguía escupiendo papel. Ha tenido que cambiar el cartucho de tinta y el mazo de folios para que las páginas continuaran amontonándose. Finalmente, allí estaba su novela, tan voluminosa que cuando la ha levantado en el aire a punto ha estado de salir volando y desperdigarse como en aquella película de Woody Allen en la que al escritor se le cae al agua la única copia, página por página.

Quiere que sea perfecta, pero no quiere leer ni una sola palabra más de su novela. La reescritura del borrador ha sido dolorosa y sabe que si ahora la lee volverá a cambiarla. Probablemente deshaga algunos de los últimos cambios que luego rehará en otra relectura y así sucesivamente. Eso supondrá volver a darle a imprimir y beber una cocacola y rajar la lata y cambiar el cartucho y el mazo de folios.

Escribir es lo único que sabe hacer, aunque le duela. Escribir le ha dejado sin amigos porque se ven reflejados en sus relatos y no se gustan. Las mujeres que se acostaron con él no quieren que se vean sus rarezas, y todas las tienen. No les gusta identificarse en las partes más oscuras del relato, aunque lo hacen y siempre aciertan. Hasta ahora ninguna se ha equivocado. Y eso que no da nombres a sus personajes. Los hombres que le contaron con quién se acostaron también se enfadan porque no quieren que sus mujeres los descubran, aunque lo hacen y siempre aciertan. Lo insultan y amenazan como en aquella película de Woody Allen en la que su cuñada blande un revólver contra el escritor por haber contado que se la comió delante de su abuela ciega.

Al menos le queda un amigo, el único ahora, al que le da igual si cuenta algo sobre él; el único que le anima a que siga escribiendo aun con el dolor que le provoca. Es un hombre de mundo, que se acuerda de él y le escribe y le cuenta sus historias de asesinos y nunca lo hace desde la misma ciudad.

Escribir le duele porque las ideas vuelan de su cabeza como los folios de la película si no las plasma pronto sobre el papel. Si le surge una idea, puede dejarte con la palabra en la boca y marcharse corriendo a sentarse junto al ordenador, la cocacola de lata y el cartucho de repuesto. A menudo cuando le hablas está ausente y contesta con adverbios que no encajan en la conversación. Le dices: «Cuántas horas tardas en coche hasta allí». Y él te responde: «Sí». Le dices: «Te vas a acabar el cruasán». Y él te contesta: «Más». Le dices: «Estás escribiendo algo ahora». Y él te replica: «Bien». Luego echa a correr junto a su ordenador y cocacola y cartuchos.

Escribir le duele aunque es lo único que sabe hacer. Está obsesionado con que le plagien como en aquella película de Woody Allen en la que el escritor le plagia una novela al amigo que cree muerto y resulta que solo está en coma. Por eso cada vez que termina un relato, y es capaz de hacerlo a diario, se apresura en ir al registro de la propiedad intelectual y espera allí en la puerta a que abran a primera hora de la mañana. Y el funcionario lo ve y suspira y le dice que por qué no junta varios relatos y los lleva agrupados y así no tiene que ir todos los días. Y él le contesta que, claro, así le dará tiempo a alguien a robarle las ideas. Y eso es lo que le responde cuando no está concentrado en un nuevo relato y simplemente le dice «mucho» o «todavía» o cualquier otro adverbio y se marcha corriendo a escribir a su casa. Y el funcionario piensa que está loco.

Pero ahora no son relatos, ahora está escribiendo una novela, la primera, y quiere que sea perfecta, por eso ha tardado una vida en escribirla. Y le ha enviado el primer borrador a su amigo, el único del que se fía, el que viaja por el mundo y le cuenta historias y no le importa que se sepan. Porque los otros, si no quieren que se sepan, ¿para qué se las cuentan? Y si ellas no quieren que se sepa que se han acostado con él, ¿para qué lo hacen? ¿Qué sentido tiene hacer nada que no se pueda contar después? Y si las amigas de ellas son capaces de identificar lo que han hecho en la cama, tal vez sea porque ellas mismas se lo han contado. Así que ellas sí pueden decírselo a una amiga, pero él no puede escribirlo. Además, ¿de qué quieren que escriba? ¿Hay alguien que escriba que no lo haga sobre su vida? ¿Hay alguien que sea capaz de hacer tabla rasa y escribir como si no viviera en este mundo? Admite que quizá sea posible en escritores de ciencia ficción, pero él no escribe ciencia ficción. ¿Cómo puede escribir alguien sobre sexo sin practicar sexo? ¿Cómo puede alguien escribir bien sobre el sexo que no ha practicado? O, en el peor de los casos, sobre el sexo que no le han contado. Y su amigo que tiene mundo porque viaja, le entiende. Tiene mundo y se nota, y buen gusto, porque le ha dicho que su novela le ha emocionado hasta la lágrima. Y eso que solo ha leído el primer borrador porque las reescrituras son mejores, aunque ahora no sabe si deshacer los cambios y volver a imprimir.

En cualquier caso, mañana a primera hora estará en la puerta del registro, a pesar de que al funcionario no le gusta que espere sentado en el portal, y luego irá a celebrarlo con su amigo que, aunque viaja mucho, está aquí desde ayer para hacer una gestión que no le ha explicado. O puede que sí se la haya explicado y no haya prestado atención y le haya contestado «quizás» o «desde luego» o «estupendamente».

Lleva consigo dos copias de la novela que él mismo ha encuadernado en espiral, aunque lo ha hecho con los ojos entornados para no leer ni una palabra más y no tener que hacer más cambios porque ya ni siquiera le quedan cartuchos de tinta para poder imprimir. Sí le quedan cocacolas y ahora tiene una en la mano mientras espera por el funcionario que cuando lo ve suspira, saca las llaves del registro y le pregunta qué va a ser hoy. Luego se acomoda en la silla de oficina y él le entrega dos copias de la que quiere que sea la novela perfecta. El funcionario enciende el ordenador y teclea el nombre del escritor, que sabe de memoria, entra en su archivo y desciende con el ratón, relato tras relato, hasta imprimir la yema en el botón izquierdo. Al llegar al final del archivo le pregunta el título de la obra que quiere registrar esta vez. Cuando se lo dice, lo mira fijamente. Lo mira con sorpresa. Lo mira con perplejidad. Algo va mal. Está tardando demasiado en volver a teclear. Le ha dado tiempo a terminarse la cocacola. El funcionario le dice que eso no puede ser. Le dice que ayer estuvo allí ese famoso hombre de mundo, ya sabe, ese que viaja tanto. Le dice que registró una novela con el mismo título. El mismo. Le dice que la tiene allí encima de la mesa. Le dice que, aunque no suele hacerlo, la ha estado leyendo por ser de ese hombre con tanto mundo. Le dice que le ha emocionado hasta la lágrima.

Y realmente la novela se parece mucho a la suya. Se parece tanto como la última reescritura al primer borrador. Mientras aplasta la lata de cocacola hasta rajar la hojalata, se acuerda de lo que le dijo ayer su amigo. Le dijo que, como viaja mucho, van a tener que pasar un tiempo sin verse. Le dijo que su avión sale hoy a mediodía.

Qué va a hacer entonces, le pregunta el funcionario. Él le responde «a menudo» mientras le secciona la yugular con la lata de cocacola. Mira el reloj. Aún está a tiempo de ir a casa de su amigo. Parece que finalmente la novela va a tener un último cambio, pero no le importa, él lo que quiere es que sea perfecta.

5
Still Ill

THE SMITHS

Marga da un sorbo al gin-tonic.

Sus amigas la han dejado plantada. Ella hace un esfuerzo por salir, acarrea consigo sus células defectuosas, unidades reproduciéndose por mitosis de manera incontrolada, fichas de dominó que caen hacia el lado equivocado sin motivo aparente. Pero eso a sus amigas les importa una mierda. Al parecer, no pueden dejar a sus hijos con sus novios porque temen que los pongan a la venta en eBay, o algo semejante. Luego le dicen: «Mejor quedamos en el parque a las cinco y nos vemos, allí los niños están ocupados y podemos hablar». ¿Hablar? ¿Hablar de qué? Hablar de niños. No se dan cuenta de que ella los detesta. Marga tiene veintisiete años y un carcinoma de mama, su plan ideal dista bastante de sentarse en un banco del parque a ver a unos monstruos cuellicortos saltar sobre un tatami acolchado.

Otro sorbo de gin-tonic, pequeño, de los que mojan la lengua.

En la sala del bar va a comenzar el concierto. Los tres músicos apenas pueden moverse sin tropezar. El calor ocupa los intersticios, huele a sudor, a orina, a algo agrio; los olores se mezclan y se vuelven indistinguibles.

Es su primera copa en cuatro meses. Cuatro meses sin experimentar la euforia del alcohol, esa euforia inicial que se solidifica a cada trago y acaba convertida en lastre. Cuatro meses desde que un cansancio agotador se hizo uno a uno con sus miembros, primero las piernas, luego los brazos, después el cuello, como una presencia insólita que toma una casa estancia por estancia hasta que te expulsa, cierras la puerta y tiras la llave a la alcantarilla.

Un dolor en el pecho la arrastró al médico por primera vez. Doctor Inútil Número Uno le habló de neumonía o herpes zóster. Marga dijo: «Excelente, veo que lo tienes claro». La sometieron a nuevas pruebas. Doctora Inútil Número Dos culpó a un virus y le indicó que un día entero bajo el edredón sería suficiente. Se arropó con un nórdico de Ikea que amarillea porque no tiene funda. El dolor en el pecho fue suavizándose, pero la casa permanecía tomada. Los dos bultos de la axila brotaron en esa etapa. Marga dijo: «Conociéndome, es probable que haya contraído la peste bubónica». De vuelta al hospital, Doctora Inútil Número Dos aseguró que los bultos eran consecuencia de la depilación y le aconsejó que dejara de hacérsela unas semanas. Un mes más tarde, los bultos seguían en el mismo sitio y lo único que habían avanzado era que Nico, su hermano, la llamaba la hippie tuerta desde que la vio salir de la ducha de casa de sus padres con un sobaco depilado y el otro rebosante de pelos tiesos como espigas de un trigal.

La fase final del proceso comprende a un Doctor Inútil Número Tres, dos biopsias, el sorteo de Lotería Navidad y un papel con la letra apretada y trece palabras en mayúscula. CARCINOMA DUCTAL INVASIVO EN ESTADIO DOS EN MAMA IZQUIERDA CON GANGLIOS LINFÁTICOS AFECTADOS.

Ese fue el diagnóstico que Marga recibió el mediodía del 22 de diciembre. En la pantalla del televisor de la sala de espera una pareja descorchaba cava riendo y llorando al mismo tiempo.

En Nochebuena condujo hasta casa de sus padres; su madre no había dejado de abrazarla cuando Marga le dijo que tenía cáncer. Su hermano se pasó la noche cantando vuelve a casa por Navidad.

Hoy, transcurridas cuatro de las ocho sesiones de quimioterapia programadas antes de la operación, Marga se ha atrevido a emborracharse. Ha vaciado el gin-tonic sin darle tiempo al hielo a deshacerse. El cubito baila ahora ruidosamente en la copa tratando de llamar la atención, como si se percatase de su inutilidad, alborotador como todo lo inútil.

Marga no sabe explicar el motivo de su buen ánimo; no es que le haya encontrado el sentido a la vida ni ninguna mierda por el estilo. Probablemente sea porque el tratamiento le está resultando más llevadero de lo esperado.

Ha elaborado una lista:

1. Cansancio

2. Mareos

3. Ardor de estómago

4. Calambres

5. Vagina seca

6. Menopausia

7. Uñas débiles

Los corticoides que le inyectan le provocan calambres en el vientre como si un hámster con el rabo ardiendo correteara por sus intestinos. La goserelina que le inyectan para inducir la menopausia desajusta su cuerpo como un virus informático desajusta un ordenador. La regla se ha ido, se ha desvanecido, no regresará en diez años. Al revolver en el bolso para pagar el gintonic, encontró un tampón perdido, un anacronismo, un vigía en la selva de Guam cuando la guerra ha terminado. La menopausia le genera sofocos que nacen en la garganta y la hacen sudar a chorros por el labio superior. Le han salido unas manchas pardas en las uñas, que se han debilitado como si fueran a caerse.

Hasta ahí el recuento de daños. Es tan llevadero que la anima. El cáncer la anima. El día de la primera sesión unas viejas la vieron llegar sonriente. «Mira qué feliz viene esta», dijo la más arrugada. «Pues ya se le quitará la sonrisa», dijo la otra. «Y mira qué pelo tan bonito», dijo la arrugada. «Pues ya se quedará sin él», dijo la otra. Marga, sin cambiar de gesto, les dijo: «Señoras, que las oigo, que tengo cáncer, no estoy sorda». ¿Dónde estarán ahora? Puede que muertas. Le gustaría que la vieran, cuatro sesiones después, y aún con la sonrisa en los labios.

También puede ser porque tiene pareja desde hace unas semanas. Pero no cree que eso tenga que ver, porque no le gusta, o sí le gusta, pero no como se supone que debería gustarle y, por descontado, mucho menos de lo que ella le gusta a él. Desde el primer día que compartieron despacho él se había mostrado tan solícito y preocupado por ella que no hacía falta ser un lince para darse cuenta de que ella le gustaba de esa manera. No era difícil sorprenderlo mirándola fijamente cuando estaba despistada. «Qué miras, Óscar», preguntaba ella. Y él: «Nada, estaba pensando». Y ella: «En qué». Y él: «No me acuerdo». Y ella: «Ya, ya».

Resultaba halagador que alguien tan brillante como él le prestase tanta atención, pero a la vez la incomodaba, porque no podía obligarla a sentir nada por él, ni obligarse ella misma. Nadie puede hacerlo. Lo sientes o no lo sientes. Y Marga no lo siente, pero al final, inesperadamente, ha acabado saliendo con él.

Inesperadamente se siente a gusto con alguien que le ofrece poco más que compañía. Halitosis por las mañanas. Expresiones que le agradan. «Monstruos cuellicortos». Esa la ha aprendido de él.

Luego está el sexo, extraño, ajeno, doloroso a veces. Asume las penetraciones como una inyección del tratamiento.

1. Corticoides

2. Goserelina

3. Polla

Asume el sexo a cambio de la compañía, como en una transacción comercial, un intercambio de favores, el fundamento de las relaciones humanas, eso que algunas parejas llaman amor, y otras, simplemente, pareja.

Evidentemente, el sexo que ella quiere, el que a ella le gusta, es algo diferente, y no está dispuesta a renunciar a él para siempre. Pero sí por ahora. Si algo le ha enseñado el cáncer es a vivir cada día, o mejor dicho cada tres semanas, de sesión en sesión de quimioterapia. En esta sesión tiene pareja, la siguiente, Dios dirá.

En esta sesión, el bajo toca los Smiths, el cantante canta Still Ill, y Marga está feliz, borracha por primera vez desde el 22 de diciembre. En esta sesión lo tiene claro: la vida para ella es solo tomar y no dar.

1 148,15 ₽
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ISBN:
9788418187315
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