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LUNES. UN DÍA MARAVILLOSO

Esa noche había dormido profundamente. Un sueño reparador que hacía que viera la mañana con optimismo. Desayunó sin poder quitarse de la boca esa sonrisa, casi un poco estúpida. Su madre confundió la sonrisa. Estuvo preguntándole —ella pensaba que de una manera sutil— por la noche en que había llegado tan tarde, no en tono de reproche, sino para averiguar cómo se llamaba el chico que había conseguido ponerle esa preciosa sonrisa en la cara. Odiaba ese carácter manipulador de su madre. Siempre queriendo obligar a los demás a comportarse según el esquema que tenía en su mente para cada una de las personas que creía próximas. La odiaba. Odiaba ese esfuerzo por parecer joven, por parecer guapa, por parecer inteligente, por parecer, por parecer, por parecer… Solo las apariencias le interesaban. Pero, en realidad, era una manipuladora.

Tenía la tarde libre, así que se decidió a dar un paseo, dejándose llevar a donde quisieran sus pies.

UN ENCUENTRO FORTUITO

Luis Rojo era, se sentía, un triunfador. Redactor del Norte de Castilla, cronista local, siempre tenía información de primera mano. Se consideraba a sí mismo, y era considerado por sus jefes, el periodista mejor informado de Valladolid, al menos en el ámbito social y universitario. Sabía escuchar, y tenía una habilidad especial para dar confianza, por lo que todos los actores, políticos o no, de la sociedad se desahogaban con él, y le mantenían bien informado. Su relación era especial con la policía. De vez en cuando les pasaba información, asambleas, convocatorias de huelgas o manifestaciones, y a cambio él se enteraba de todo a veces incluso antes de que sucediera. Pero no era un chivato. Nunca dio un nombre que no fuera sobradamente conocido.

Tenía menos de cuarenta años. Bien parecido, alto, bien vestido, siempre informal, tenia un apartamento en la calle Santiago, bien acondicionado, con muebles modernos, lo que él llamaba “su picadero”. Tuvo un desengaño amoroso con veinte años, y decidió no volver a depender del amor jamás. Solo quería relaciones ocasionales, aunque tenía una facilidad enorme para jurar amor eterno y hacerse creer.

Era casi un experto en política universitaria, ámbito en el que se movía como pez en el agua. Ligaba bastante, casi siempre con estudiantes de los primeros años, y conseguía hacerse amigo de la progresía que deambulaba por las cafeterías de las distintas universidades. Sobre todo, le interesaba el ambiente próximo al PC, caladero en el que había echado las redes alguna vez. Los comunistas tenían unas simpatizantes muy guapas, pero los que estaban más arriba eran recelosos y desconfiados, sobre todo ellas, tibiamente feministas y con ganas de progresar en la política. Veían próximo el fin del régimen, y soñaban ya con un puesto en la vanguardia. Entró en el bar de la Facultad de Derecho y pidió un whisky con soda. Le gustaba el Dyc, pero pidió uno escocés, más que nada por preservar su imagen, tan laboriosamente conseguida. Entonces vio a Amalia, tomándose un café.

Se le acercó con la copa en la mano y la invitó. La conocía de los tiempos de la facultad, aunque nunca había hablado con ella excepto en grupo. El era mayor, y había estudiado periodismo ya hacía unos cuantos años, pero tenía una cierta amistad con media facultad, lo mismo que en Medicina, Ciencias o Filosofía y Letras.

Hablaron de lo divino y de lo humano, y procuró satisfacer el ego de ella, de la manera tan poco sutil que tan bien dominaba. Porque esa tarde estaba solo, sin ningún proyecto a la vista, y pensó que Amalia, ni guapa ni fea, ni joven ni mayor, ni lista ni tonta, podría ser una opción satisfactoria. Así que se lanzó al vacío, así, como le gustaba, sin paracaídas.

—Por cierto, me gustaría seguir esta conversación en un sitio más agradable. Conozco un Pub que está muy bien, oímos un poco de música y charlamos relajadamente. ¿Te parece?

—A mí se me ocurre otra idea mejor. Podríamos ir a tu casa…¡ Pero qué tonta soy! No sé si estás casado, si vives con otra persona, no sé nada de ti. Y no quiero que pienses mal de mí, es que no me gusta la música de los bares, tan ruidosa que no se puede charlar tranquilamente.

—¡Ja, ja, ja! No, no te preocupes. Vivo solo. Y, si tuviera pareja, soy fiel por naturaleza, nunca quedaría con otra, ni tan siquiera para charlar. ¿Qué tipo de música te gusta?

—Bueno, me gusta sobre todo la música clásica, no sé qué música te gusta a ti. ¿Tienes la quinta de Beethoven?

—Por supuesto. Me alegro de que te guste la música clásica.

Todavía no daba crédito. Era difícil que una chica tomara la iniciativa, así de golpe, sin tiempo de conocerse, poco más que de vista.

Salieron a la calle. Todavía era de día, pero la luz era más tenue, como correspondía a un frío día de febrero. Los árboles despoblados del Campo Grande, y la luz del atardecer que dialogaba con el brillo, igualmente suave, de las farolas. Todo invitaba a la melancolía.

Llegaron a un portal de la calle Santiago y subieron al apartamento de Luis. No perdieron mucho el tiempo. Luis puso el disco. Se besaron y comenzaron a desnudarse. Ella, desnuda de cintura para abajo, le bajó los pantalones y le empujó al sofá. Se puso sobre él y le besó. El se dejaba hacer, sorprendido por la actividad frenética que desarrollaba Amalia. Tras el respaldo del sofá había una estantería con libros y adornos, entre los que destacaba una réplica de la estatua de la libertad sobre un pedestal de mármol. Amelia le tapó los ojos con la mano izquierda mientras le besaba en la boca, y con la otra mano cogió la estatua y le golpeó en la sien con todas sus fuerzas. No hizo falta un segundo golpe. La quinta sinfonía llamaba al destino con sus potentes golpes de timbal.

DE LUNES

No se había encontrado con nadie conocido, y a las diez y media estaba en casa.

—¿Dónde has estado?

—Por ahí

—¿Con quién?

—Con gente

Y así sucesivamente. Su madre tenía sentido del humor, y se lo tomaba bien, sabía que no se debía preguntar esas cosas a una hija de casi treinta años, y menos aún si, como sospechaba, tenía algún proyecto de novio a la vista.

En ese momento llegaba su padre, con cara de pocos amigos.

—¿Qué tal, Pacheco? ¿Por qué traes esa cara, cariño? ¿No has tenido buen día?

—¿Buen día? Cualquier día de estos, pido un traslado a una oficina y me dedico a pegarme la gran vida rellenando papeles y haciendo DNIs y pasaportes. ¡Qué asco, tener que aguantar a esa gentuza prepotente!

—¿Te refieres a los padres del muchacho asesinado?

—A los mismos. Esperaba a los padres de Pedro a las diez de la mañana, como habían quedado por teléfono, pero no llegaron hasta las doce. El padre es un industrial muy conocido y muy bien relacionado, aunque, por lo que me he informado, está próximo al nacionalismo separatista. Venían acompañados de dos abogados y no me dieron ni los buenos días.

Me dijeron, así con esas palabras, que no habían venido a hacer amigos. Y los abogados sometiéndome a un interrogatorio como no hacemos ni nosotros. Que si murió en el curso de una investigación, que si eran él y sus compañeros de piso sospechosos de algo, que, si no, por qué habíamos detenido a sus compañeros. Pusieron todo en duda, insinuaron que las pruebas recogidas en el piso eran falsas, que su hijo no era de ningún partido, y menos de izquierdas, y así sucesivamente. Exigieron, ¡exigieron, como lo oyes!, el informe forense.

El comisario me había avisado que el comisario jefe le había avisado que el gobernador civil le había avisado que los tratáramos bien. Así que tenemos en perspectiva un informe forense alternativo, me imagino que claramente tendencioso. Y una movilización en las vascongadas y otra aquí, en la universidad. Esta última ya ha comenzado, ya sabes, policía asesina y libertad, amnistía y estatuto de autonomía. ¡Joder! ¡Qué ganas de tirar por la calle de en medio y hacerles callar de una vez por todas a golpe de fusil, como en el 36!

Amalia estaba muerta de risa en su interior.

LOS PADRES

Mikel Lasa, en realidad Fernández Lasa, era un hombre hecho a sí mismo. Nació de una familia de la parte vieja de San Sebastián.

Su padre, Ángel, nació en Zamora. Con catorce años, siendo aprendiz de herrero, se dio cuenta de que allí no tenía futuro. Se enteró de que necesitaban aprendices de forja en una empresa de Guipúzcoa y decidió probar fortuna. Viajó a San Sebastián con un billete de tercera y un precontrato de la empresa. Cuando llegó, antes de ir a tomar posesión de su puesto de trabajo, fue al Paseo Nuevo y se dedicó a ver el mar durante dos días enteros. No había visto el mar ni en fotografías.

Su madre había nacido en Ormaíztegui, en una casa cercana a la casa natal de Zumalacárregui, el general carlista venerado aún por los nacionalistas vascos. Cuando se conocieron, se enamoraron enseguida. En aquella época no había posibilidad de noviazgos largos en las clases populares. Vivieron con penurias, pero consiguieron sacar adelante a sus tres hijos. Su padre era una persona inquieta. Vivió la contienda sin grandes problemas. No era sospechoso de pertenecer a ningún sindicato. Trabajaba de sol a sol , amaba su trabajo. Compartían la casa con la madre y una hermana de ella, que se había quedado soltera. En la parte vieja de San Sebastián, donde vivían, no se consideraba ni le consideraban un tipo raro. Simplemente, era castellano, “belarrimotxa”, que quiere decir “orejas pequeñas”, pero tenía los mismos problemas y las mismas preocupaciones. La gente compartía sus miserias de una manera espontánea. Los miércoles por la mañana llamaba un pobre a su puerta. Era su pobre, siempre el mismo, y su presencia era algo habitual, cotidiano. Un día, la vecina de arriba le dijo al pobre que no le podía dar nada, que no sabía qué podría dar de comer a su familia. Entonces, el pobre, sin decir nada, abrió un capazo en el que llevaba sus magros enseres y sacó una patata: —“tome, señora, algo harán con esto. Y yo hoy por hoy me las puedo apañar”— Así se funcionaba en aquella sociedad dejada de la mano de Dios.

Mikel vivió la guerra entre los doce y los catorce años. Estudió en la escuela primaria y luego estudió comercio. Comenzó con diversas representaciones de empresas, fundamentalmente de Madrid, pero pronto descubrió los beneficios del estraperlo. Compraba y vendía todos los productos de primera necesidad que podía conseguir en el mercado negro, con cierta complicidad de las autoridades, que se llevaban una buena parte. Con esto pudo hacerse con un modesto capital, que invirtió en comprar una nave destartalada en Morlans, un barrio de San Sebastián, en la que levantó una empresa. Fabricaban manillas de metal y todo tipo de aditamentos para coches, puertas, ventanas, etcétera. Aunque no eran los mejores tiempos, Mikel no quería seguir con el estraperlo, no le veía futuro, según iba avanzando una economía menos rígida. La empresa iba bien, la plantilla fue aumentando, llegando a los seis operarios y un administrativo. Esto dio a su familia una estabilidad económica que le permitió comprar un piso de protección oficial en el barrio de Amara Nuevo y mandar a su único hijo, Pedro, a estudiar medicina a Valladolid.

En cuanto a su madre, Maite Lecuona, venía de una familia de Vera de Bidasoa, descendientes de contrabandistas del rio, que vivían a caballo entre España y Francia, trapicheando con todo lo que se podía. Nacionalistas de nacimiento, consideraban a España como a La Guardia Civil, los que robaban el pan de los hijos de Euskadi. De familia pudiente, contribuyó junto con el capital acumulado por su marido a dar a su único hijo una educación como dios manda. El padre de ella se había librado de la guerra pasando a San Juan de Luz cuando los nacionalistas decidieron abandonar la lucha y dejar a los socialistas y anarquistas vendidos a las tropas de Franco. Por lo menos, eso era lo que siempre decía a quien quisiera oírle. Al cabo de un tiempo, volvió, sin ninguna cuenta pendiente, con su mujer y sus hijas. Su único acto de rebeldía era pasar todos los días a Francia a comprar la prensa libre, como él llamaba a la prensa francesa.

Pedro vivió en un mundo distinto al de los padres. Los jóvenes de su edad recibían la influencia de la Europa mas avanzada, lo que hacía más insoportable la opresión del régimen, de la iglesia y de una moral opresiva que procuraba que todo lo maravilloso de la vida fuera delito o pecado. Al mismo tiempo, la infravaloración de lo vasco por parte del régimen hacía que se produjera una mitificación. Ambas cosas se unían para que lo más inquieto de la juventud vasca interiorizara algo tan contradictorio como el nacionalismo y el socialismo.

Pedro era un amante del montañismo, y, junto a sus amigos, no pasaba ni un solo fin de semana en que no fueran al monte, al Adarra, al Txindoki, a pasar el día o, con una pequeña tienda de campaña que habían comprado, pasar una o dos noches. Muchas veces llevaban una ikurriña, que anudaban entre dos árboles y se alejaban corriendo.

Ingresó en LCR en Valladolid, el primer año de carrera, animado por su amigo Ander, compañero de excursiones y de más cosas. Juntos habían conocido el sexo, y también el miedo. El rencor, la esperanza de un mundo mejor, más libre.

Mikel no entendía nada. Era su hijo, su único hijo. La ilusión de su vida. Le contaban una historia de opereta barata. Que si era comunista, que si había sido hallado en posición indecorosa, muerto de un golpe en un basurero.

Su mujer, imbuida de un nacionalismo elemental, rupestre, solo sabía echar la culpa a la situación política, a la policía, al ansia por matar de los poderes del estado, que se habían concentrado en su hijo. Ella, ni tan siquiera creía que su hijo estuviera en un grupo comunista. Su mundo era el mundo romántico de “Amaya o los vascos en el siglo VIII”. Mikel se veía obligado a reclamar justicia en un mundo que no era justo por su propia naturaleza.

MARTES

Tenía unas ganas infinitas de hablar de ello, y, aunque tenía muy claro que no podía hacerlo directamente bajo ningún concepto, llamó a Carmen, a quien no veía desde hacía meses. Quedó con ella unos días después, el sábado, y se propuso no comentarle nada, pero no sabía si resistiría la tentación.

Carmen siempre la había admirado, necesitaba admirar a alguien cercano, y le había hecho su confidente. Sus consejos siempre le parecían perfectos, aunque Amalia no era pródiga en ellos. Prefería escuchar y hacer comentarios puntuales. Carmen le contaba todo, su relación con los chicos, cómo le iba en la facultad de filosofía y letras, sus inquietudes intelectuales, la literatura, la filosofía, incluso la política, aunque solo de manera especulativa, sin atreverse nunca a ninguna actividad relacionada. Tenía un pobre concepto de sí misma, y un verdadero pánico a exponerse al juicio de los demás. Solamente Amalia le escuchaba y le comprendía. Amalia sabía escuchar. Con ella, se sentía importante, comprendida y aceptada. Adoraba a Amalia. En alguna ocasión llegó a pensar si no sería lesbiana, pero no le atraía físicamente, aunque a veces había tenido que reprimir el deseo de besarle. Era más que nada una dependencia psicológica.

CENA DEL MARTES

Si el lunes su padre había llegado a casa hecho una furia, el martes llegó arrastrando los pies, preocupado, casi deprimido. Era más tarde de lo habitual. Su madre había estado despotricando por la ausencia de horarios y los sacrificios que hacía su marido sin que nadie se lo agradeciera. Pero cuando Pacheco llegó, al ver cómo venía, fue todo dulzura. Se acomodaron en la mesa de la cocina, llamó a Amalia y sirvió la cena. Cuando veía a Pacheco así, no le preguntaba nada. Sabía esperar pacientemente a que fuera él el que empezara a hablar.

—Si lo sé, hoy no me levanto. Me hubiera quedado en la cama, y tan ricamente.

—¿Otra vez los padres del difunto?

—Qué va. Esos han decidido que prefieren dar la lata al Gobernador civil para que este nos la dé a nosotros. Y ahora están empeñados, junto con sus abogados, con el tema de la autopsia. Están convencidos de que nosotros detuvimos al muchacho y le dimos una paliza de muerte. Y creo que el gobernador civil piensa lo mismo, porque ha denegado la segunda autopsia a pesar de las presiones. Por mí, autorizaba la autopsia y santas pascuas. No tenemos nada que ocultar.

—¿Entonces?

—Entonces, ahora se ha liado la marimorena. Esta mañana han encontrado a un periodista del Norte de Castilla muerto en su apartamento con un golpe en la cabeza con un objeto contundente. Estaba tumbado en el sofá, con los pantalones bajados hasta las rodillas.

—¿No habrá sido también con un ladrillo?

—No, con una escultura que representa la estatua de la libertad de Nueva York. Pero el modus operandi parece similar.

—¿También pertenecía a algún partido de izquierdas?

—¡Para nada! Era una buena persona. Se encargaba de las noticias políticas y sociales de Castilla, y sobre todo de Valladolid. Tenía muchas amistades en el régimen y muchos contactos por todos los lados. Estaba muy bien informado, y cuando se enteraba de algo que podía interesar a la policía, nos lo decía. A cambio, nosotros le filtrábamos también cosillas que le venían bien. Gracias a eso, muchas veces llegaba a los sitios antes que nadie.

Le encontraron los compañeros de redacción, que fueron a su casa extrañados de que no acudiera al trabajo ni contestara al teléfono.

Total, que, entre pitos y flautas, no me han dejado respirar ni un segundo. Con la prensa hemos topado. El asesinato de un periodista es siempre una noticia bomba, y tiene la dudosa virtud de poner en pie de guerra a toda la prensa. Ya tenemos una nube de periodistas en la puerta de la comisaría y, lo que es más preocupante, relacionando los dos asesinatos. Ya comienzan a preguntar si tenemos un asesino en serie, como en las películas.

—¿Y tú qué piensas?

—Tampoco es seguro que las dos muertes estén relacionadas. Puede ser una casualidad. Luis Rojo, como se llamaba, era muy ligón y se llevaba a estudiantes a su casa con bastante frecuencia. Tenía contactos con muchas chicas de izquierda que al final terminaban escamadas. Ya sabes, prometer, prometer… Así que pudo ser alguna novia despechada. En este caso, le golpearon con el borde del pedestal de la escultura, que era muy afilado, así que no hacía falta una fuerza sobrehumana.

No sé bien qué pensar. Todavía es pronto, pero parece que estuviéramos obligados a resolver los crímenes antes de que sucedan. El comisario me ha llamado a su despacho. Ya he recibido llamadas de todos los medios de comunicación. Me han llamado del Norte de Castilla al teléfono de mi despacho enfadadísimos, como si le hubiera matado yo. Esto se está pasando de castaño oscuro. En fin, vamos a pasar unas semanas muy agitadas, y todas las broncas me las voy a llevar yo, como no podía ser de otra manera. Los políticos se quitan el muerto de encima. Hasta el comisario jefe es, de alguna manera, un político, y yo estoy ahí abajo para quien quiera pisarme. ¡Qué asco!

Así siguió toda la cena, dando vueltas al asunto. Se sentía agobiado, maltratado, sin ver una salida.

Su mujer callaba. No le gustaba ver a su marido así, derrotado. Esperaría a verle calmado para estimular su ego y que volviera a ser el marido que ella quería, el policía enérgico, a veces violento, lleno de autoridad. Ella pensaba que cuando demostraba esa falta de coraje, se iba apartando de puestos más elevados, comisario, comisario jefe, para los que estaba más que preparado. Todavía era joven, apenas tenía algo más de cincuenta años, y una carrera por delante. Pero le faltaba ambición. La ambición la ponía ella. Por ella estudió para el ingreso en el cuerpo nacional de policía con solo veinte años. Por ella había seguido luchando para ascender en el escalafón, subinspector, inspector de tercera, de segunda, de primera, habían pedido ir destinados al país vasco en lo peor de los atentados de ETA. En esa época tuvieron a Lucía, al poco de casarse, porque se había quedado embarazada en un descuido. Al año siguiente tuvieron a Amalia. Qué distinta de su hermana. Era una niña triste, acomplejada. No destacaba por su belleza, eso era cierto. En realidad, no destacaba por nada. No era coqueta, vestía casi de uniforme, pantalones vaqueros o faldas hasta los tobillos, las menos veces. No se maquillaba apenas, llevaba el pelo a media altura, y se lo lavaba cada siglo.

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9788468560373
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