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Alguno podría considerar que Hobbes exagera. ¿De verdad estamos tan mal? Con un tono grave, acertando en los ejemplos, el pensador inglés nos pone ante los ojos la realidad de esa miseria: «Que considere (cada uno) su propia conducta: cuando va a emprender un viaje se cuida de ir armado y bien acompañado; cuando va a dormir, atranca las puertas; y hasta en su casa cierra con candado los arcones. Y actúa de esa manera aun cuando sabe que hay leyes y agentes públicos armados. ¿Cuál es la opinión que este hombre tiene de su prójimo cuando cabalga armado? ¿Cuando atranca las puertas? ¿Qué opinión tiene de sus criados y de sus hijos cuando cierra con candados sus arcones? ¿No está, con sus acciones, acusando a la humanidad en la misma medida en que yo lo hago con mis palabras?» (p. 181).

Compañías privadas de seguridad, claves secretas, encriptaciones, antivirus, robos de datos, cámaras de teléfonos móviles que reconocen los rostros de sus amos, alarmas en el coche y en la casa y en la oficina, miles de agentes en los cuerpos de seguridad del Estado, soldados y ejércitos, cámaras que graban 24/7, amenazas terroristas, miedos alimentados desde los medios de comunicación, mascarillas y guantes y distancia de seguridad, avisos de muerte en las cajetillas de tabaco, control de pasaportes, identificaciones, dinero controlado por información cruzada…: todos, a la vez, víctimas y sospechosos, todos de algún modo culpables. ¿Qué es eso sino la consecuencia de la corrupción humana? Y si aún con estos medios los crímenes y las faltas son abundantes, ¿qué cabría esperar en ausencia de control aparte de la anarquía y el caos?

Vivimos en «una situación de perenne desconfianza mutua; en un estado y disposición de gladiadores, apuntándose con sus armas, mirándose fijamente, es decir, con sus fortalezas, guarniciones y cañones instalados en las fronteras de sus reinos, espiando a sus vecinos constantemente, en actitud belicosa. Y como estos medios protegen la industria y el trabajo de sus súbditos, no se sigue de esta situación la miseria que acompaña a los individuos dejados en un régimen de libertad» (p. 182). Vivir en perpetuo estado de alarma, ‘¡vigilad!’, es la única fuente posible de tranquilidad. Cuando no se hace así, aunque se tenga libertad, se perpetúa la miseria. Habrá que aprender a renunciar a la libertad para poder vivir tranquilo: bajar la cabeza, ser ‘héroes en zapatillas’.

4. UN PROBLEMA DE EXPERIENCIA: EL HÉROE INDIVIDUAL Y COMUNITARIO

Sin duda el capítulo 13 del Leviatán describe la situación normal de lo humano. Lo ‘normal’ es lo que domina la estadística. Sin embargo, no tiene por qué coincidir con lo ‘natural’, con ‘lo debido’. Aunque la mayoría de los hombres sean malos, mediocres, la naturaleza humana puede apuntar naturalmente a la excelencia. Por eso cabe plantearse a qué altura aspira la descripción presentada por Hobbes. Tal vez se le podría replicar señalando que ‘lo que dice es verdadero’ aunque ‘lo que dice no es la verdad ’. Quizá Hobbes deba ser acusado de parcial. Y la razón para hacerlo es que la experiencia, aunque fueran solamente casos excepcionales, parece empeñada en desmentir su caracterización.

Sin duda, una de las razones de ser del Estado es cuidar las necesidades más básicas. Siguiendo la estructura de la pirámide motivacional de Maslow[24], en la base de las necesidades humanas se encuentran las fisiológicas (respirar, comer…). Les siguen las de seguridad (física, de empleo, de recursos, de propiedad…). El planteamiento de Hobbes llega hasta este grado. Según él, el bien primario es preservar la vida. No hay un bien supremo que haga que el espíritu encuentre reposo. El mayor mal es la muerte violenta, pues morir es lo contrario al bien primario de la vida. Por eso el mayor deseo de las personas es evitar la muerte a cualquier precio, aunque sea a costa de su libertad y derecho[25].

Sin embargo, la pirámide de Maslow tiene más pisos, y los tres que restan son superiores a los dos que acabamos de citar (necesidades fisiológicas y de seguridad). Además de comida, descanso o un entorno seguro, los seres humanos precisan de la amistad y del afecto (necesidad de afiliación). También quieren ser respetados y reconocidos como merecedores de honra (necesidad de reconocimiento). Aunque, sobre todo, aspiran a poder expresar su condición de personas novedosas capaces de aportar a la realidad sugerencias y soluciones que sin ellos no habrían existido. Esa es la necesidad de autorrealización, cúspide de la pirámide. En ella se expresan las decisiones morales y las acciones creativas.

En el planteamiento hobbesiano ‘vivir’ ha sido reducido a ‘durar’. La duración, sin duda, es necesaria. Pero solo es un primer paso. Cubiertas las dos demandas básicas (fisiológicas y de seguridad), da comienzo la ocasión de expresar el genio de lo humano. La pobreza y el hambre son injustas sobre todo porque quienes las sufren tienen que centrar toda su atención en la supervivencia. Ante la urgencia de beber es casi imposible escribir un poema. Al superar esos niveles se hace patente la radical diferencia entre las personas y las bestias.

Es tal el poderío del hombre que incluso en situaciones de máxima dependencia (hambre, sed, enfermedad, prisión) es capaz de mostrar que no se reduce a ‘lobo para el hombre’. Héroes de la libertad y del espíritu que han dado su vida por otros. Y lo hicieron en nombre de valores como el amor, la verdad, la conciencia o la justicia, superando el deseo primario de supervivencia. Sophie Schöll, Maximiliam Kolbe, Tomás Moro, sirven de ejemplo. Muchos, tantas veces anónimos ante los ojos de la historia, han arriesgado sus necesidades físicas y de seguridad en nombre de un ideal magnánimo. Y ante una situación injusta, vivían la máxima de que «aunque todos participen, yo no»[26]. Personas que con sus gestos y decisiones demuestran la posibilidad de trascender la dinámica del propio interés.

También trascienden la dinámica del propio interés algunos conjuntos sociales, si bien estas expresiones, ‘conjunto’, ‘grupo’, ‘gente’, siempre implican cierto grado de abstracción, pues en verdad toda decisión en el fondo es un acto personal de disponerse. Los grupos son conjuntos de personas irrepetibles que probablemente se han visto confirmadas en su decisión por el ejemplo de su comunidad. H. Arendt, en Eichmann en Jerusalén, analiza las reacciones de distintos países europeos ante la decisión nazi de exterminar a los judíos. En todos ellos hubo opositores a la deportación y al exterminio. Pero también colaboración y a menudo saña. Sin embargo, hubo una excepción. Es emocionante la breve descripción que hace la autora del modo en que el pueblo danés («desde el rey hasta el último súbdito») hizo todo lo posible para entorpecer las órdenes y proteger a esas personas que estaban siendo gravemente amenazadas. «Cuando los alemanes les sugirieron de forma más bien cautelosa la idea de introducir la insignia amarilla, se les respondió sencillamente que el rey sería el primero en ponérsela, y los oficiales del gobierno danés fueron claros al señalar que cualquier medida antijudía provocaría su dimisión inmediata»[27]. Esto sucedió en un momento en que no estaba asegurado el destino de la guerra. Tampoco se podían saber las posibles represalias. Dinamarca era un país pequeño, nada frente al poder de Alemania. La suya fue una actitud que iba mucho más allá de los criterios de supervivencia. Podía haberse acogido a cientos de excusas. Pero supo superar el miedo, precisamente ese principio que insiste Hobbes que es siempre determinante.

¿Acaso no debería entenderse la vida buena, la vida lograda, como la capacidad de trascender el protagonismo de las propias necesidades? ¿No es la esencia de la amistad y del servicio el bien del otro?, ¿«saber que al menos otra vida ha sido mejor gracias a que has vivido»[28]? ¿No es un logro superar el individualismo cultivando actitudes que se orientan hacia los demás, como la amabilidad? ¿No es ganancia vivir en un «estado de ánimo que no es áspero, rudo, duro [palabras que recuerdan al final de la descripción de la guerra que hace Hobbes], sino afable, suave, que sostiene y conforta»[29]? «La amabilidad es una liberación de la crueldad que a veces penetra las relaciones humanas, de la ansiedad que no nos deja pensar en los demás, de la urgencia distraída que ignora que los otros también tienen derecho a ser felices. Hoy no suele haber ni tiempo ni energías disponibles para detenerse a tratar bien a los demás, a decir “permiso”, “perdón”, “gracias”. Pero de vez en cuando aparece el milagro de una persona amable, que deja a un lado sus ansiedades y urgencias para prestar atención, para regalar una sonrisa, para decir una palabra que estimule, para posibilitar un espacio de escucha en medio de tanta indiferencia»[30].

Competitivos, desconfiados, vanidosos: esas no son las características psicológicas primarias en quienes se ejercitan en la amabilidad, en quienes encuentran más alegría en dar que en recibir (cf. Hechos, 20, 35).

Sin embargo, Hobbes le daría la vuelta a ese argumento. Consideraría que incluso la gratuidad está en el fondo movida estrictamente por interés, por cálculo, según la lógica del beneficio propio. En la acción gratuita (el regalo, el favor o la gracia) «una de las partes transfiere con la esperanza de ganar por ello la amistad o el servicio de otro o de sus enemigos, o con la esperanza de ganar una reputación de caridad o magnanimidad, o para liberar su mente del dolor suscitado por la compasión, o con la esperanza de obtener recompensa en el cielo» (p. 189). Es decir, la acción gratuita también es un medio para, no un fin en sí misma. Hobbes —como harán después los filósofos de la sospecha (Nietzsche, Freud, Marx, Foucault)— pretende desenmascarar las verdaderas intenciones. No hay don, sino interés. La gratuidad es imposible, aparente, falsa, hipócrita.

De hecho, si volvemos a fijarnos en el texto de Francisco se ve que tampoco el papa considera que el comportamiento amable (gratuito) sea sencillo: «De vez en cuando aparece el milagro de una persona amable…», escribe. Esa frase recuerda, por contraste, a otra de un precursor de Hobbes, Maquiavelo. El pensador florentino proponía que la filosofía política se ciñera al realismo ante la condición humana. Tenía que conformarse con lo que hay, aunque no coincida con lo que se desea. «Muchos han imaginado principados o repúblicas que no se han visto jamás, ni se ha conocido ser verdaderos, porque hay tanta distancia de cómo se vive a como se debiera vivir, que aquel que deja lo que se hace por lo que se debiera hacer, antes se procura su ruina que su conservación»[31].

Si la persona amable es ‘un milagro’, si la bondad es la excepción, ¿no debería afirmarse que la maldad es la regla? ¿No es prudente, como propone Hobbes, fundar el Estado sobre el miedo a la muerte violenta y a la guerra civil, en vez de basarse en esperanzas de magnanimidad que casi sin excepción serán vanas? ¿No será acertado aceptar cómo se vive y olvidar cómo se debería vivir?

Y, sin embargo, algunos realmente dijeron ‘Yo no’. Durante la pandemia del covid-19 muchas personas se volcaron cuidando desconocidos, anónimamente, movidos por su espíritu de misión y de servicio. ¿No resultará la doctrina de Hobbes una excusa para permanecer en esa zona de confort y de mediocridad que ratifica la mayoría de los conciudadanos, que escogen la molicie frente al honor, lo fácil frente a lo difícil, la seguridad frente al riesgo de la libertad? ¿No es una renuncia al esfuerzo, la autenticidad y el compromiso?

5. EL SENTIDO DE LA LEY

Justo al final del Capítulo 13 parece que Hobbes quiere que no decaiga la tensión del lector y propone una llamativa consecuencia de lo que lleva dicho. Mientras los hombres viven en guerra unos contra otros, «nada puede ser injusto. Las nociones de lo moral y lo inmoral, de lo justo y de lo injusto, no tienen allí cabida. Donde no hay un poder común, no hay ley; y donde no hay ley, no hay injusticia. La fuerza y el fraude son las dos virtudes cardinales de la guerra. La justicia y la injusticia no son facultades naturales. La justicia y la injusticia se refieren a los hombres cuando están en sociedad, no en soledad. En una situación así [de soledad], no hay tampoco propiedad, ni dominio, ni un mío distinto de un tuyo, sino que todo es del primero que pueda agarrarlo y durante el tiempo que logre conservarlo» (p. 183).

¿Por qué en el estado de naturaleza no puede haber justicia?

1 Por una cuestión de facto: ya ha descrito lo miserable que es la vida en el estado de naturaleza, y cómo nadie cuida de nadie. Nadie pretende «dar a cada uno lo suyo» sino, en todo caso, quitárselo. Si nada es de nadie, porque no existe el derecho, no hay nada que dar. En la guerra se trata de desposeer, de quitarlo todo. Incluso, o en primer lugar, la vida.

2 En el estado de guerra se valoran dos ‘virtudes’: la fuerza y el fraude. La fuerza apunta a la capacidad de dominar. Calicles reclamaba hombres capaces de romper las cadenas de la moral impuesta por los débiles. El superhombre de Nietzsche imponía su voluntad de poder. El fraude implica que vale engañar si el poder no fuera suficiente para asegurar la victoria. No hay honor entre ladrones. Lo importante en la guerra es ganar. En la guerra el fin justifica los medios. Nietzsche lo tenía claro: había que darle la vuelta a todos los valores, hacer del bien mal y del mal bien. En el estado de naturaleza nadie debe nada a nadie y todos temen, con razón, a todos.

3 La justicia es una virtud que implica relación, pues consiste en el reconocimiento de lo que es debido a uno mismo o al otro. Pero en el estado de naturaleza solo existen individuos aislados, solitarios. Todos los hombres son competidores y extraños. Todos son posibles amenazas o posibles esclavos. Ya lo hemos dicho: ni siquiera hay propiedad, y puesto que nada es de nadie todos intentan cogerlo. La victoria y el éxito (el resultado) son lo importante.

En el estado de naturaleza se viven las leyes naturales. Ese derecho natural consiste en «la libertad que tiene cada hombre de usar su propio poder según le place, para la preservación de su propia vida. Y, consecuentemente, de hacer cualquier cosa que, conforme a su juicio y razón, se conciba como la más apta para alcanzar ese fin» (p. 184)[32].

Preservar la propia vida: ahí se cifra el principal interés de cada individuo. Y para lograr eso cabe hacer cualquier cosa, «tiene derecho a todo, incluso a disponer del cuerpo de su prójimo». Pero como todos se encuentran en la misma delicada situación y con igualdad de poder, «no puede haber seguridad para ninguno, por muy fuerte o sabio que sea, ni garantía de que pueda vivir el tiempo al que los hombres están ordinariamente destinados por naturaleza». Como consecuencia, «el primer precepto de la naturaleza es buscar la paz hasta donde tenga esperanza de lograrla y cuando no puede conseguirla usar todas las ventajas y ayudas de la guerra» (p. 185).

Esa es la ley fundamental de la naturaleza: buscar la paz y mantenerla; defendernos con todos los medios que estén a nuestro alcance. Es importante no llevarse a engaño. Que esta sea la primera ley no significa que Hobbes sea un pacifista. ¿Por qué la paz? Porque es lo mejor para los intereses de cada uno, porque la situación de guerra permanente imposibilita cumplir los propios deseos. Hobbes hace un cálculo y las cuentas le dicen que la paz es lo que más compensa, no que esta sea un bien en sí. Si hubiera salido el resultado contrario sin duda también lo hubiera apoyado.

Fruto de ese cálculo nace el acuerdo y se prepara y organiza el artificio: todos ven la conveniencia de renunciar parcialmente al ‘derecho a todo’ que cada uno tiene, y «de contentarse con tanta libertad en su relación con los otros hombres como la que él permitiría a los otros en su trato con él». Quid pro quo, do ut des, de modo que «si los demás hombres no renuncian a su derecho, no hay razón para que uno esté obligado a hacerlo, pues ello implicaría convertirse en una presa para los otros» (p. 186). El bien no es ni objetivo ni absoluto, no pertenece a la naturaleza. El bien es subjetivo y relativo, y se subordina a los intereses de los sujetos.

Renunciar a su derecho, esa es la segunda ley de la naturaleza. El derecho se entiende como pérdida de libertad, renuncia a la misma. La vida en sociedad puede ser percibida como fuente de existencia inauténtica pues cada uno tiene que dejar de ser quien es en orden a seguir siendo. El Estado, para proteger, cercena; la ley y el derecho, limitan. Seguramente por eso la existencia moral (el esfuerzo por ser prudente, justo, fuerte o templado) en la modernidad comenzó a percibirse no como plenitud, sino como origen de represiones y complejos. La ley, salvavidas frente a la barbarie, no es amiga de los hombres (R. Yepes). Las leyes se viven para evitar la muerte violenta, no porque sean un bien en sí.

Tampoco la fidelidad a la palabra dada surge de un acto virtuoso de la voluntad, propio de alguien convencido de que pacta sunt servanda, de que los pactos están para cumplirlos. Si se es fiel no es por motivación intrínseca (el bien de la fidelidad, la justicia capaz de equilibrar el mundo), sino a causa «del miedo a que su ruptura dé lugar a una mala consecuencia» (p. 188). Por ejemplo, que la guerra comience de nuevo, o recibir un castigo o multa más doloroso que los frutos que se pueden lograr con la infidelidad misma. Hay que calibrar. Se conservan los pactos no porque eso sea lo noble, la forma adecuada de entender la vida buena, sino porque parece la actitud más conveniente o menos dañina según el cálculo de oportunidades que cada cual lleva a cabo. Eso significa, a la postre, que lo mejor será no respetar los pactos cuando no traen a cuenta.

En el mundo de Hobbes (que quizá refleje al mundo real) no se funciona por virtud (porque una vida así sea preferible y digna de ser contada) sino dependiendo de la amenaza del castigo si se falla. Cálculo, no benevolencia. Penalización, no confianza. Desde esta perspectiva, «aceptaremos fácilmente que es cuestión de gran importancia saber si la moral no es una farsa»[33].

6. LA FORMA DE LOS COMPROMISOS: CONDUCCIÓN, CORRUPCIÓN, RELIGIÓN

Que se haya llegado a un compromiso no significa que haya garantías sobre su cumplimiento. «Los compromisos que se hacen con palabras son demasiado débiles como para refrenar la ambición, la avaricia, la ira y otras pasiones de los hombres, si estos no tienen miedo a alguna fuerza superior con poder coercitivo» (p. 193). ¿No es esta la experiencia universal? La historia de la humanidad se encuentra plagada de traiciones, engaños, cambios de bando… Parece claro que la avaricia o el miedo son más determinantes que la palabra dada. Esa es la causa que hace necesario que el miedo se convierta en «la pasión que debe tenerse más en cuenta» (p. 198), ya sea sirviéndose de la represión física, ya de fuerzas más elevadas o abstractas como la religión[34].

1 Así, las razones para cumplir la ley no son ni en el respeto hacia el otro o uno mismo, ni en el amor a la verdad o al bien. Eso pertenece a ‘mundos ideales’. Si se vive la ley es por temor a la eficacia del control, la vigilancia y el castigo. Se conduce con cuidado porque ponen multas; se evita robar porque hay cámaras…, ¡si no las hubiera nos íbamos a enterar! Como consecuencia, también se aplica el castigo sin atender al contexto o las circunstancias, ni saltarse la letra de la ley. Se automatizan las penas: si el conductor se excede por unos pocos kilómetros del límite de velocidad, aunque la vía se encuentre claramente vacía, se aplica el peso del Estado y la multa prevista. La ley no tiene que ver con la prudencia, sino con la prohibición.

2 Otro ejemplo: para evitar que se copie en los exámenes no se intenta convencer al estudiante de que es él quien necesita aprender. No se confía en su posible honradez. Tampoco esta se fomenta. No se le hace caer en la cuenta de sus responsabilidades futuras. Sí sube el número de vigilantes en las aulas, y el centro educativo compra un programa antiplagio y activa las cámaras. La página web www.turnitin.com tiene como frase de bienvenida: «Educación con integridad. La cultura de la integridad académica comienza con Turnitin»[35]. Es totalmente hobbesiano: han dado la vuelta a la noción de ‘integridad’. La integridad ya no es una actitud que nace de la convicción personal de que se quiere ser alguien justo. Nace del peligro de que un programa informático pueda ‘cazar’ el plagio y todo acabe en un suspenso. Las instituciones educativas, conservando ese nombre, aplican este nuevo sentido de integridad en el que la virtud se identifica con la capacidad de controlar los movimientos del otro. Y lo hacen sin sentido de culpa. Tal vez los alumnos recuerden que en los folletos les vendían que docentes y discentes formaban una comunidad de aprendizaje. En realidad era de vigilancia anónima. Al final los mejores llegarán a plantearse la posibilidad de copiar aunque solo sea como un reto, como un juego, como una forma de ir contra el sistema y de ‘matar al padre’.

3 Algo parecido acaba sucediendo con la lacra de la corrupción. ¿No sería fallida una sociedad en la que la razón para no corromperse radicara en la posibilidad de que te descubran y expongan al linchamiento social? ¿No sería lamentable descubrirse envidiando a los corruptos que no hayan sido detenidos? ¿No es motivo suficiente para evitar la corrupción el desdén ante la avaricia y cierto señorío sobre las propias pasiones? ¿No debería bastar el convencimiento de no querer ser un ladrón y un corrupto?

Según Sócrates, la principal razón para no cometer injusticias es no querer convertirse uno mismo en injusto. A Sócrates le parecía preferible sufrir la injusticia a cometerla. En el modelo antropológico hobbesiano (quizá en el del hombre moderno) se ha renunciado a ese tipo de excelencia: la función del Estado se reduce a vigilar y castigar[36], la del ciudadano al miedo al castigo. Es la única salida que se ofrece frente a lo que se considera un mal endémico. Hobbes defendía que el hombre no es libre: no puede no ser malo, no puede no seguir a sus pasiones. No cabe plantarse o rebelarse ante la violencia a la que incita el deseo. Es un hecho inevitable. Hombres y mujeres son necesariamente así: animales de instintos complejos y solamente instintivos. Por eso hay que encadenarlos bajo el Leviatán.

¿Seres puramente instintivos? Fijémonos en la argumentación sobre la denominada ‘violencia machista’. A menudo no se percibe una trampa de esa doctrina. Algunos sostienen que todo varón es naturalmente controlador y violento, que no es libre respecto a una supuesta tendencia a humillar y someter a la mujer. Tal tendencia sería estructural a la condición de macho de la especie. Algo similar a cuando se proclamaba el odio entre clases como inevitable, que todo empresario necesariamente explotaba a su enemigo, el obrero. Defienden que la ‘violencia machista’ es intrínseca a la condición de varón. No quieren hablar de ‘acciones violentas de algunas personas contra otras’, sino que el enemigo es lo varonil. No se dan cuenta de que de ese modo proclaman lo inevitable del problema. Si así fuera, no podría incluirse en el Código Penal. Solo hay delito si hay voluntad, si se es responsable, si hubiera sido posible distanciarse de esa acción mala. Si no hay libertad no cabe achacar a ningún varón responsabilidad por los actos que lleve a cabo. Y estos han de dejar de denominarse ‘violentos’ para llamarse ‘naturales’. Nadie en su sano juicio metería en la cárcel al león que devora a una cebra. Nadie que quiera ser justo encarcelaría a un enajenado que haya matado: se le hospitaliza. Al miope no se le culpa por no ver bien: le pasa que sus ojos están deformes. Punto. Si no fuera posible el «¡Yo no!», tampoco se podría aplicar la noción de crimen. Pero si el «¡Yo no!» es posible, resulta reduccionista meter a todos los varones en el mismo saco. Hacerlo supondría un ‘delito de odio’ similar al de quienes identifican a determinadas personas con prejuicios contra su raza, creencia u orientación sexual.

Pensemos ahora en el fenómeno de la religión. ¿Opio del pueblo?, ¿fuente de control nacida del miedo que campa en el corazón de las personas simples? Por contra, mucha gente entiende su experiencia de la religión con las mismas razones que tiene para ser cuidadoso al conducir, honrado en un examen o para enfrentarse a la corrupción. Algunos conducen con cuidado pensando en lo que sufriría su mujer e hijos en caso de que él tuviera un accidente, aunque estos no vayan en el coche[37]. Hay alumnos que no precisan vigilancia en sus exámenes porque no se entienden a sí mismos copiando: la del guarda es una figura que le sobra y molesta. Muchos funcionarios no pedirían jamás una mordida, y se indignarían si alguien se la sugiriera, aunque no pudieran pillarle. Igualmente, ¿el único motivo para tratar a Dios y vivir según sus mandatos es el miedo a condenarse? En el catolicismo se habla del temor filial [38], la misericordia divina y el amor de benevolencia. Todos ellos caracterizan la religiosidad de muchas personas que no dudan en afirmar

que, aunque no hubiera Cielo, yo te amara,

Y, aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,

Pues, aunque lo que espero no esperara,

Lo mismo que te quiero te quisiera.

Para todas ellas, la doctrina de Hobbes acerca de la religión es una simplificación. Más aún, una simpleza.

A pesar de eso, Hobbes tiene mucho de verdad. A los seres humanos, si son dominados por sus pasiones y no señores de ellas, la motivación extrínseca les ayuda a conservar su soberbia, ira, avaricia, envidia, lujuria, gula, pereza, dentro de ciertos límites. Sin embargo, tal vez Hobbes no agote toda la verdad. ¿Cabe proponer otros modelos de relaciones humanas que respondan a experiencias diferentes a las de control, la vigilancia o miedo?

Se distinguen distintas formas de relación recíproca entre las personas según el modo de ser de la relación:

1 El contrato. Es la del Leviatán de Hobbes. En el contrato se da «una reciprocidad sin benevolencia (…), basada en la indigencia de las dos partes, que lleva a buscar en el otro aquello que se necesita. (…) El contrato es la manera de conciliar los intereses de ambas partes. Es una reciprocidad condicional, donde la prestación de cada una de las partes está condicionada a la prestación de la otra».

2 La amistad que no solo existe por motivos accidentales de placer, interés o utilidad. En ocasiones «se busca por sí misma y no como medio para alcanzar otra cosa». Esta posibilidad depende de una condición: su carácter recíproco, que haya correspondencia.

3 El ágape. En él la relación es absolutamente incondicional. La acción de donarse por el bien del otro se mantiene, aunque no haya, o no pueda haber, correspondencia[39]. Por ejemplo, mantener una promesa hecha ante una persona que ya ha fallecido.

No todas las relaciones son iguales. Las contractuales ni son las únicas, ni las más significativas. El contrato no es la relación que refleja mejor el genio de la condición humana. Son necesarios, especialmente en la situación imperfecta en que vivimos. Pero no suficientes para entender las capacidades de los seres personales. La donación hacia el amigo no responde a la lógica del contrato. El ser humano llega al punto de dar la vida por sus amigos sin que nada sino el amor le obligue. Los amigos no se compran ni se encargan: no por desear ser amigo surge la amistad. En la caridad del ágape uno mismo se da también a quien no puede responder (el niño, el enfermo, el anciano). La lógica del don es distinta a la del contrato social. Y reconoce en el otro algo sagrado ante lo que solo cabe la admiración, el silencio y el agradecimiento.

Hobbes entiende que la palabra dada solo se asegura si hay miedo, terror, a una fuerza superior que amenaza y coarta. El ordenamiento jurídico parece basarse en ello. La polis griega, fruto de la paideia, no aceptaría tal planteamiento. Tampoco lo aceptarían muchas realidades cotidianas. En educación, ¿el castigo es lo único que funciona? ¿O puede entenderse como un camino fácil que en realidad frustra la posibilidad de enriquecer al educando y su relación con el educador? ¿Se puede motivar en positivo? ¿Cómo lo hacía Sócrates? ¿Cómo cualquier verdadero maestro? ¿Se puede empujar al amor a conocer no por miedo al castigo o deseo de un regalo, sino porque el alumno entiende la belleza del aprendizaje y de su crecimiento como persona? ¿Se puede motivar de modo trascendente, es decir, por las consecuencias positivas que las acciones de uno podrían tener para otras personas?[40] ¿No es más fuerte la unidad de «un grupo de hermanos» (W. Shakespeare, Enrique V) que la de un conjunto de subordinados sometidos bajo amenazas?

El pacto, el contrato social, es ciertamente un pegamento para estar juntos. ¿El único? ¿El más deseable? ¿El más fuerte?

7. ¿Y LAS LEYES NO ESCRITAS?

«El motivo y el fin que hacen que un hombre renuncie y transfiera sus derechos no es otro que el de su seguridad personal en esta vida y el de poner los medios para conservarla y no hastiarse de ella. (…) La transferencia mutua de un derecho es lo que los hombres llaman CONTRATO, PACTO o CONVENIO» (p. 189).

El estudio de cómo son los convenios conducen a Hobbes hacia la tercera ley de la naturaleza. La resume así: «Los hombres deben cumplir los convenios que han hecho» (p. 200). Y considera que esta tercera ley es la «fuente y el origen de la JUSTICIA, que solo existe allí donde se han establecido convenios pues ninguna acción puede ser injusta donde no se ha transferido ningún derecho a todo». Es decir, «la definición de injusticia no es otra que el incumplimiento de un convenio» (p. 200). Del mismo modo, «antes de que los nombres de justo e injusto puedan tener cabida, tiene que haber un poder coercitivo que obligue a todos los hombres por igual al cumplimiento de sus convenios, por terror a algún castigo que sea mayor que los beneficios que esperarían obtener del infringimiento de su acuerdo. Un poder coercitivo así no lo hay con anterioridad a la erección del Estado» (p. 201).

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9788432160530
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