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El académico francés Jean Guitton, un gran amigo de Montini/Pablo VI

No cabe duda: Pablo VI, Capovilla y Jean Guitton volaban a alturas superiores a las de inteligencias comunes cuales son las nuestras. En todo caso, habiéndonoslo evocado don Loris Capovilla, cedemos a la más que legítima tentación de seguir, por unos párrafos, en compañía del gran Académico de Francia –sí: el Jean Guitton por casi todos identificado y admirado bajo dicho título–, que fue uno de los grandes admiradores y amigos (y a la recíproca) de Juan Bautista Montini/Pablo VI. Un Jean Guitton que fue larga y cordialmente amigo de J. B. Montini/Pablo VI.

En una ocasión tan significativa como la que queríase celebrar, en el Istituto Paolo VI de Brescia –¡la Brescia cuna de Juan Bautista Montini!– el octogésimo cumpleaños de Guitton, al tomar la palabra para dar expresión a su gratitud y permanente recuerdo, dijo, junto con más cosas, todas dignas de uno y otro: «Quisiera decirles lo que ha sido Pablo VI en mi vida, lo cual resulta difícil puesto que él no ha sido director ni superior, ni siquiera Papa. Él fue, oso decir, lo que era la mejor parte de mí mismo. Y lo ha sido durante veintisiete años. Lo había visto por primera vez un ocho de septiembre, y aconteció un misterio que es el misterio de la amistad o del amor. Tuve la impresión de que él era más yo que yo mismo, algo que yo hubiera querido ser si hubiera disfrutado de la oportunidad de escoger. Y es lo que él ha sido, no un solo día, ni dos días, ni un año, ni tres años ni diez. Él lo fue durante veintisiete años. Porque el día primero en que lo vi, que fue el 8 de septiembre hacia las tres de la tarde –él aún no había comido– me dijo: “¡Oiga, usted me va a prometer una cosa, que le ruego no deje de mantener!”. Era la promesa de ir a verle, hasta mi muerte, el 8 de septiembre. Lo hice durante veintisiete veces. Él me dijo, en tal ocasión, que esperaba morir el día de la Transfiguración. Pocos hay que puedan adelantar la fecha de su muerte. De hecho él murió un 6 de agosto (...)».

«Ustedes saben muy bien que existen tres maneras, tres modalidades, tres vías para acercarse al misterio supremo, es decir, a Dios. Una de ellas es la verdad, a la que los franceses atribuimos mucha importancia, hasta el punto de que nos hacemos intolerantes. La segunda vía es la belleza. Y la tercera puede decirse que es la bondad. Pablo VI me enseñó que, para mí personalmente, y probablemente también para él, el camino por el que se llega a Dios muy deprisa y al misterio de Dios, es la belleza. Pablo VI llevaba en sus venas, en su sangre, en su ascendencia, el sentido de la belleza. Solía repetir a menudo que, por su cuenta, le hubiera gustado corregir el evangelio de San Juan que dice que el Verbo se hizo Carne. Pablo VI decía: “Yo hubiera dicho al revés, para describir lo que es el artista en su esencia: Y la Carne se hizo Verbo”».

Estábamos entretenidos con un casi excepcional don Loris F. Capovilla cuando, con la imagen del primero y Pablo VI a continuación, cedimos al deseo, por otra parte tan legítimo, de dar el salto al durante veintisiete años gran amigo de Pablo VI: Jean Guitton. Acabamos de escucharle, con admiración y respeto, siendo homenajeado en Brescia con motivo de su 80º cumpleaños.

Brescia, junto con Milán y Roma, fueron y seguirán siendo tres localidades testigo y teatro humano del paso de Juan Bautista Montini por este mundo, sin menoscabo de que el teatro de su paso real, del bien que hizo y que quiso hacer, de sus sufrimientos y de su recuerdo lo ha sido y será el mundo entero. Un mundo que visitó y cuya tierra besó, en cada uno de sus cinco continentes, en momentos generosos de su vida.

El día de su 80 cumpleaños, tras escuchar un saludo lleno de generosidad de parte de brescianos, como él amantes del recuerdo de Juan B. Montini, Jean Guitton pidió permiso para decir un dernier mot, una última palabra de gratitud a quien, durante veintisiete años, le había facilitado poder acercarse a Pablo VI. Estaba también él presente en el homenaje al Académico de Francia: «Él fue quien me aconsejó, me ayudó, me sugirió que escribiese su vida y está aquí a mi lado y se llama don Pasquale Macchi. Sin don Macchi, que ha actuado de embajador supremo, yo no hubiera podido ver a Pablo VI como pude verlo. Es, pues, a don Macchi a quien deseo expresar aquí mi más sincera gratitud»[12].

¡Qué gran amistad la de Jean Guitton con Pablo VI, también cuando aún no era Papa, y la de Montini Arzobispo y Papa con Jean Guitton! Ambos dejaron testimonios muy fiables de tan sincera y prolongada amistad, no presumiendo de ella, pero tampoco y menos aún ocultándola. Una amistad recíproca que fue casi –¡sin casi!– virtud. Una amistad recíproca sobre la que, cuando hace ya décadas desde que fallecieron ambos –Pablo VI (6 de agosto de 1978), antes que su amigo Jean Guitton (21 de marzo de 1999)–, uno descubrió el origen o razón y se complace en compartirlos. Apareció, en letra muy pequeña, en italiano, inglés y alemán, en el primer número del Notiziario del Istituto Paolo VI (págs. 29-30): «Jean Guitton mantuvo una gran amistad con el Papa a raíz de una circunstancia particular: la defensa de un libro suyo sobre la Virgen frente a las críticas del Santo Oficio. Desde entonces el escritor francés se sintió atraído por la especial atemperación (contemperanza) de cualidades distintas, casi contrapuestas, en el de Milán y en el sucesor de Juan XXIII. Con miras a la sustancia, pero con riqueza vivaz de matices, Guitton ofrece una visión del Papa, partiendo de sus intereses culturales, de su seguro conocimiento histórico de la espiritualidad católica para tratar de descubrir el secreto de un alma que se había apoderado de la sencillez de Teresa de Jesús y de la insaciable atención a un humanismo que desconocía sus orígenes cristianos. Para Guitton, el Papa Montini fue el hombre que llevó a cabo, con decisión constante, el Concilio querido por el Papa Roncalli y fue el hombre que señaló siempre la sustancia evangélica y apostólica del Concilio. En el fondo de su alma, desde que Jean Guitton lo conoció, el sentimiento de la paternidad de Dios y de la fraternidad humana infundió el ánimo de las iniciativas, la alegría del sufrimiento, a veces hasta el extremo, por la Iglesia de Cristo».

No es el caso de convertir en sentimentalismo el eco de la amistad que unió a un gran Papa con un gran filósofo. Sí lo es de admirar a ambos, compartiendo la sincera admiración que sobrevive en palabras del literato y filósofo francés: «Tras la muerte de Pablo VI se ha producido un gran vacío en mi corazón. De ello tuve ayer experiencia al cruzar los Alpes para venir de París a Milán, puesto que, a lo largo de veintisiete años, cada vez que veía llegar la primavera, me decía: “¡Ya viene la primavera: pronto volveré a ver a Pablo VI!”. Esta vez, cuando percibí los primeros brotes de la primavera sobre la Lombardía, experimenté una gran tristeza porque me di cuenta de que, para mí, la primavera ya no era... la primavera».

Uno recuerda, convencido de que otros... ¡no menos!, cuando a los del lado de allá de los Pirineos se los tildaba de chovinistas. Puede ser que un poco fuera porque parecían evidenciar cierta presunción de sensibilidad cultural. Cosas posiblemente superadas con la nunca del todo perfecta Unión Europea, en cuya creación intervinieron entre los primeros, junto con el alemán Konrad Adenauer y el italiano Alcide De Gasperi (muy estimado –y a la recíproca– por Juan Bautista Montini), franceses de la validez de Maurice Schumann, luego sucedido por otros.

Montini/Pablo VI dio claras muestras de alta estima, casi atractivo, por la cultura –teológica ante todo, pero también literaria– de cultivo y origen francés. No era mucho el que parece se sintiese, en los tiempos en que él trabajaba –¡con cuán grande entrega!– en la Secretaría de Estado vaticana, a las órdenes de Pío XII. Quizá fuera, por parte de algunos de su entorno, sobre todo próximos al que se llamaba –él le cambiaría el nombre, y en buena parte la función– Santo Oficio.

Se ha dicho o dirá de un curso que Juan Bautista Montini llevó a cabo en París, en la Alliance Française, para familiarizare con la lengua y cultura del país. ¡Qué rendimiento cultural demostraría haberle sacado! También en su Italia y en otras partes contó con amistades, que cultivó con generosidad. ¡La amistad sincera la supone, siendo virtud! Pero sus amistades más numerosas fueron francesas. No sólo, aunque destacadamente, la de Jean Guitton... Fue muy amigo, se supo, de Jacques Maritain y de su esposa Raïsa; del teólogo –suizo, de lengua francesa– Charles Journet, al que nombraría Cardenal; del «mariólogo» René Laurentin; de Georges Cottier; Paul Mauriac; de Yves Congar; de Jean Daniélou; de Henri de Lubac; de Marie-Dominique Chenu: algunos jesuitas, De Lubac y Daniélou; otros, dominicos (salvo error, Cottier y Congar...). Algunos de ellos, casi todos, habían vivido momentos de semicondena bajo acusación de heterodoxia por jueces de la supuesta ortodoxia romana, llegando los mismos, o casi, luego a cardenalatos más bien honoríficos que les restituyeron parte –por lo menos– de la fama que se les había provisionalmente negado...

Pablo VI, antes simple Juan Bautista Montini, simple cura primero, monseñor después, Arzobispo luego, amante de la cultura literaria y teológica francesas. Amante pero no fanático ni esclavo. Y no de una cultura fin en sí misma, de la que presumir. Lo reconocieron y reconocen muchos, cuantos lo conocieron realmente. Por ejemplo el citado –¡pero no sólo!– Paul Poupard, colaborador suyo cuando ambos trabajaban en la Secretaría de Estado, y también luego, cuando ya el ex Sustituto y prosecretario era Papa.

En un largo informe, más que simple artículo, aparecido en el Notiziario n. 23 del IstPaoVI (págs. 17-23) bajo el título muy explícito y lleno de contenido Paolo VI: la sua cultura, la sua fede, dijo –¡documentadas!– muchas cosas. Por ejemplo, en italiano que aquí se traduce: «Jamás he encontrado a un hombre que, como Juan Bautista Montini, haya unido en armonía las distintas facultades humanas y las virtudes sobrenaturales, es decir la fe y la cultura. (...) Personalidad compleja y muy rica de cualidades, Pablo VI se nos presenta como un hombre de muy elevada cultura. Lector infatigable, consiéntaseme decir que extraía gran parte de su inspiración de la cultura francesa. Durante mis años de trabajo en la Secretaría de Estado, le señalaba los libros más importantes y los artículos más densos de las revistas de lengua francesa, y él no solía dejar de procurarse los títulos más interesantes en el terreno cultural. (...) Por supuesto, amaba los libros, pero aún más a los autores. Disfrutaba encontrando a los hombres, sobre todo a los hombres de fe y de cultura, en un diálogo auténtico, profundo y apasionado. Basta con recordar a Jean Guitton, a Jacques Maritain, a los padres Henri de Lubac, Jean Daniélou, Louis Bouyer, Yves-Marie Congar, Joseph Lebret, Charles Journet, Maurice Zundel. (...) Pablo VI no cesó de empalmar puentes entre fe católica y cultura moderna. Conciencia, renovación y diálogo son las palabras-clave de su encíclica Ecclesiam suam. (...) En la vida de Pablo VI la cultura fue siempre un medio y nunca un fin, un sendero privilegiado para alcanzar la meta, es decir, la madurez total e integral del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, de conformidad con su vocación sobrenatural».

El lector comprende que siete densas páginas, todas las que ocupa en el Notiziario 23 del IstPaoVI una conferencia de tema «Cultura y fe» de un especialista como Paul Poupard puedan ofrecer expresiones susceptibles de ser «multiplicadas» en cita como esta y las que siguen: «Juan Bautista Montini se esforzó por alimentar su alma para poder responder a las exigencias de los sucesivos ministerios que tuvo que asumir en el curso de su larga vida, primero con los estudiantes de la FUCI, en la Secretaría de Estado luego, después como pastor de la Iglesia de Milán y, por último, como sucesor de Pedro. Solía decir que para atraer al hombre hacia las sendas de la fe es necesario que el Papa y los obispos compartan su cultura. (...) Pablo VI fue en realidad el primer Papa moderno en el sentido de que, guiado por su intuición pastoral y por su caridad apostólica, trató de alcanzar al hombre contemporáneo en su cultura para poderle anunciar, siendo comprendido, la salvación de Cristo».

Por si el lector desea ir a la fuente, queda bien señalada la pista. Por nuestra parte, tanto para no abusar como para profesión de aprecio por la fuente que alimenta nuestra admiración, cerramos con una postrera cita: «Pablo VI estaba convencido de que el fundamento de la cultura fuese el hombre mismo, o, mejor, la persona humana en su sustancial unidad psicosomática. Esta visión unitaria de la cultura fundada en el hombre creado a imagen y semejanza de Dios, determinó el modo en que Juan Bautista Montini vivió su fe personal en perfecta sintonía con la cultura del siglo XX. Sintonía perfecta no quiere decir que no haya advertido las distorsiones entre la cultura de este mundo, en este nuestro siglo, y la fe perenne de la Iglesia de Cristo. Primer hombre moderno convertido en Papa, temblaba de conmoción frente a las conquistas de la ciencia que ponían en evidencia la grandeza del hombre».

La Causa de Beatificación de Pablo VI de la mano del Papa Francisco

Se arrancaba con esta introducción aludiendo a las grandes sorpresas que le tenemos que agradecer –¡y que mucho le agradecemos!– al Papa Francisco. Bajo tal enunciado nos hemos enzarzado con los dos Papas predecesores suyos (Juan XXIII y Pablo VI), a los que el Papa Francisco da la impresión real de haber apreciado mucho y a los que está demostrando admirar e imitar, sin perjuicio de su muy personal... ¡personalidad! ¡Cuánto a uno, pobre entre los pobres y muy seguro de que también a sus pacientes lectores, le complace tal impresión!

El caso –¡feliz casualidad!– es que uno tiene la impresión, casi certeza, de que, si no todos, la mayoría de los lectores de estas humildes páginas no dejan de compartir tan sentida impresión.

Es que... ¿cómo no va alguien a compartir una inmensa estima por un Papa como Francisco ex Mario Jorge Bergoglio, y suponerle, a raíz de las pruebas demostrativas que en seguida empezó a dar y que sigue dando, un sincero deseo de imitación de los dos grandes santos Papas Angelo Giuseppe Roncalli/Juan XXIII y Giovanni Battista Montini/Pablo VI?

¡Cuánto, imaginándolos vivos, Papas o antes de serlo, hubieran uno y otro, es decir Pablo VI Montini y Juan XXIII Roncalli, estimado y deseado vida larga y tranquila a Jorge Mario Bergoglio/Papa Francisco![13]. La misma vida tranquila y larga que le deseamos todos, no sólo católicos y cristianos sino los hombres y mujeres de buena voluntad, que estamos persuadidos de que merece nuestra estima, gratitud y afecto: un afecto, gratitud y estima que se desbordan de sus palabras y de su conducta a cada hora y cada día.

Se arrancaba aludiendo a las sorpresas que trajo consigo el Papa Francisco cuando se nos presentó como llegado del fin del mundo.

¡Qué va! Nos ganó en medio minuto, dándonos la feliz impresión de que hubiera estado siempre viviendo al lado de cada uno de nosotros.

La feliz sorpresa, una de las muchas que sigue trayendo el Papa reinante, fue la de haber como «empujado» la causa de canonización de Juan XXIII, pero también y no menos la beatificación previa del gran (¡santo!) Pablo VI.

No mucho después del paso a la otra vida del Papa Montini hubo una solicitud de promoción y estímulo de su causa de beatificación y canonización por parte del Episcopado latinoamericano. (También la había habido, en seguida y muy razonada, por parte de tres ambientes de la Iglesia católica muy esencialmente afines o vinculados a la vida y obra y persona de Juan Bautista Montini: su Brescia natal, el Milán de su inmensa tarea arzobispal y la Roma de la que fue, como condición esencial de Papa sucesor de Pedro, Obispo. De hecho en las tres sedes hubo las primeras fases de la causa formal de beatificación y canonización de Juan Bautista Montini: con participación de laicos, sacerdotes y obispos y bajo la presidencia formal de obispos respectivos: Bruno Foresti por Brescia, Carlo María Martini por Milán y Camilo Ruini por Roma. Cada uno de ellos expresó el deseo, compartido por los demás, de que pronto fuese reconocida la santidad de tan digno candidato. Sí, se trataba, en la convicción de todos y de cada uno, de una santidad muy auténtica, que tardaría en ser reconocida. ¿Sentir resentimiento o disgusto por ello? ¡No! También el reconocimiento eclesiástico de la de otro tan digno candidato a los altares como Juan XXIII tardó más de lo previsto en aceptarse por las autoridades romano-curiales de la Iglesia. Ya en la tercera sesión del Vaticano II había tenido lugar una muy razonable petición que representaba a un número más que suficiente de padres conciliares pidiendo que fuese reconocido santo por aclamación, y no hay razones para pensar que Pablo VI estuviese de la parte de los que objetaron que tal reconocimiento debía pararse porque hubiera constituido una afrenta para la memoria de Pío XII, que había fallecido en torno a un lustro antes del Papa Roncalli. Y Pablo VI, que no quería dar lugar a conflictos en la Iglesia, aceptó renunciar al reconocimiento canónico «por aclamación». Uno recuerda el disgusto del entonces Arzobispo de Turín, Michele Pellegrino, pronosticando que tal aplazamiento no dejaría de producir algún perjuicio para la Iglesia. Recuerda también haber comentado con don Loris F. Capovilla el aplazamiento porque uno se había sumado interiormente a los que pedían el reconocimiento por aclamación. Capovilla coincidió inicialmente con el «movimiento aclamacionista», pero luego razonó no haber sido perjudicial sino positivo el aplazamiento, diciendo haber dado motivo para que «su» Papa Giovanni fuese mejor conocido. Uno está seguro de que también el largo plazo en realidad ha favorecido que Pablo VI sea mejor conocido. ¡A fin de cuentas, el retraso en reconocerlo beato o santo no ha disminuido en absoluto su gloria en el Cielo y ha contribuido a que se lo conozca mejor!).

Los obispos del continente latinoamericano tenían razones sobradas para estimular su causa, quizá pero no sólo por efecto de su visita –su sexto viaje al extranjero– entre el 22 y el 25 de agosto de l968, con motivo del Congreso Eucarístico internacional celebrado en Bogotá, la capital de Colombia.

También el hecho de que hubiera pedido la promoción de su causa el Episcopado italiano, que tan bien había conocido a Giovanni Battista Montini, adelantándose al resto de los episcopados mundiales, adquiría una muy sólida importancia argumental y simbólica.

El Cardenal de Madrid, Vicente Tarancón, que fue de los obispos que, en España, más estima y adhesión demostraron, y también mayor coraje, en relación con Pablo VI, escribió una carta abierta al semanario Vida nueva en la que decía: «No deja de ser significativo que sean los episcopados iberoamericanos y el italiano los que hayan tomado la iniciativa de esta promoción». Y razonaba, con respecto a los primeros, que «habían encontrado en Pablo VI la comprensión, la acogida y el estímulo que necesitaban para llevar a cabo su empresa de abrir nuevos horizontes a la labor evangelizadora de la Iglesia». Con respecto al mismo Episcopado italiano decía don Vicente Tarancón ser «el que mejor conocía la personalidad humana y cristiana de Montini, el que había mantenido con ellos unas relaciones de profunda e íntima amistad, y también el que pudo seguir más de cerca el martirio físico y espiritual de tal Papa grande, verdaderamente genial en el campo intelectual y literario, y en el ejercicio de su responsabilidad eclesial».

Pablo VI, un Papa que amó mucho y sufrió por España

Los días 21 y 22 de mayo de 1994 –¡qué pronto pasa el tiempo!– se celebró en Madrid, en la sede de la Conferencia Episcopal de la calle Añastro, un encuentro patrocinado por la UPSA (Universidad Pontificia de Salamanca) y el Istituto Paolo VI de Brescia, sobre Pablo VI y España, con representaciones e intervención de personas muy cualificadas de ambas partes, de las que cabe destacar algunos temas y ponentes señalados por la parte de aquí, más conocidos para el lector.

Por ejemplo temas señalados por representantes «de la parte de aquí», como el desarrollado, con competencia y claridad, por Joaquín L. Ortega, sobre Pablo VI y la Iglesia de España; por José M. Díaz Moreno, sobre Pablo VI y las relaciones Iglesia-Estado en España; por Juan María Laboa, sobre Pablo VI, el régimen político y la sociedad española; por el arzobispo de Tarragona, Ramón Torrella Cascante, sobre Mi experiencia al servicio del Papa Pablo VI; por el que había sido embajador de España ante la Santa Sede, Antonio Garrigues y Díaz Cañabate; por José M. Cirarda, sobre Recuerdos de un Papa amante de España, afanoso de nuestra renovación social y eclesial; por Eugenio Nasarre, sobre La recepción de la enseñanza de Pablo VI en materia social y política... Y por otros más...

En dos ya largas décadas que han transcurrido desde la fecha de tales Giornate di Studio aún afloran, de vez en cuando, comentarios que sacan a la luz el recuerdo de temas afrontados por especialistas con rigor. Fueron, siguen siendo, unos temas difíciles de olvidar.

Algo que emergió con sincera emoción y que en parte ya se conocía por todos los asistentes, aunque menos por una amplia generalidad de connacionales –¡los tiempos y el manejo de los medios...!–, fue la injusta difamación de que había sido objeto durante años un Papa amante muy sincero de España aún más que de otras naciones[14]. (¡Una difamación promovida por autoridades políticas sobre todo, con implicación de algunos eclesiásticos más atentos a los falsos favores de un régimen apellidado «nacionalcatólico» que a los dictados de un sucesor de Pedro tan sensible y recto como Pablo VI!).

A Dios gracias, aquello ya pasó. No quedan, es de esperar, animosidades hacia un Papa que sufrió mucho, y cuyos sufrimientos confieren a su recuerdo un reconocido crédito de benemerencia espiritual. Acaso su beatificación por el Papa Francisco ayudará a rectificar actitudes injustas, casi calumniosas. ¡Perdónanos, Beato Pablo VI!

Pablo VI amó mucho a España y sufrió por ella. Una razón muy justa para que todos nos sintamos felices de que el Papa Francisco, y con él la Iglesia que está en España junto con la del mundo entero, se alegre de su beatificación, gracias a la cual no tardará Juan Bautista Montini-Pablo VI, como es muy de esperar, en ser reconocido como santo, tras serlo antes como beato. Y que se le admire y nos sintamos todos muy agradecidos a su recuerdo y admirados y devotos por lo que le tocó sufrir, convertido en casi mártir, por tanta ingratitud e incomprensión...

Hay ya en España, desde hace tiempo, calles y colegios e instituciones con su nombre. Mas a muchos –¡ojalá que a todos!– nos alegrará que tal Nombre y Persona encuentren espacio tranquilo y estimulante en los corazones de todos los españoles.

Aquí, a España, no pudo venir, aunque lo quiso y se brindó a ello, no para satisfacción personal sino para que los españoles nos diésemos cuenta de que nos amaba como auténtico padre. Dio testimonio del hecho un testigo muy cercano de su ofrecimiento y de su deseo muy creíble: el que fuera embajador de España ante la Santa Sede, de cuando Giovanni Battista Montini ya era un muy injustamente sufrido Pablo VI: el ya citado don Antonio Garrigues y Díaz Cañabate[15].

¡Cuánto –lo deseamos y estamos casi convencidos de ello– ahora se le quiere a Pablo VI, con casi sentimiento de reparación! Se quiere mucho y se recuerda con veneración a San Juan XXIII. Pero igualmente, también, por unos más que por otros, se quiere y venera al Beato –pronto Santo– Pablo VI.

Aunque lamentablemente Pablo VI no pudo venir a España, él, que fue el que inició los grandes viajes apostólicos a los cinco continentes, no podemos ¡ni queremos! olvidar a San Juan Pablo II, que vino varias veces a España, aunque algunas más bien de paso hacia América. Por ser más reciente, se le recuerda más. Aunque también y sin duda porque el Papa polaco hizo más... ruido. Por supuesto, un ruido seguramente bien intencionado.

San Juan XXIII, antes de ser Papa, durante el Año Santo de 1950, cuando aún era Nuncio apostólico en Francia, había estado en gran parte de España como peregrino, visitando santuarios, admirando el arte, y orando (ante todo, con la celebración de santas misas: ¡las misas de un Santo cual era él!) desde el Sur de España (Algeciras, Sevilla, Granada, Antequera... hasta Toledo, Madrid, El Escorial...) y saliendo luego hacia Francia, no sin antes visitar y admirar la catedral de Burgos y la Basílica de Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza, y rezar en todas y cada una...

Pero antes que Nuncio en Francia, Angelo Roncalli había sido, durante largos años, Visitador apostólico en Bulgaria, la Bulgaria de los años 30 del siglo pasado, y luego de Turquía y Grecia, las también de por entonces... Tras ello, en 1953, Pío XII lo nombró Cardenal y Arzobispo-patriarca de Venecia.

Cuando Roncalli ya estaba en Venecia, el propio Pío XII proclamó Año Santo Mariano 1954. El Arzobispo-Patriarca de Venecia presidió, en el verano de dicho Año santo, una peregrinación de fieles venecianos a Lourdes, donde ya había estado unas diez veces durante su encargo como Nuncio en París.

Realizada la peregrinación a Lourdes con sus fieles venecianos, la prolongó personalmente, a invitación de sacerdotes y obispos españoles amigos... a España, entrando entonces –verano de 1954– por Irún y San Sebastián.

Fue de nuevo la suya una auténtica peregrinación, aparte de que le brindó la oportunidad de admirar la arquitectura religiosa y arte de numerosos santuarios y catedrales. Visitó un buen número de unos y de otras, en las que oró y celebró santas misas, sin dejar de saludar nunca, con toda la sensible sencillez que lo caracterizaba, a los obispos y a los fieles encontrados durante su recorrido.

Un recorrido que arrancó por San Sebastián y se extendió a los santuarios de Aránzazu, de Loyola, de Javier, de Begoña, de Covadonga, a Gijón-Oviedo, a Mondoñedo, a Lugo, a Santiago de Compostela, a Astorga, a León, a Ávila, a Alba de Tormes, a Lérida, a Manresa, a Montserrat y a Barcelona, antes de enfilar de nuevo, días más tarde, el camino de regreso a su Venecia por el sur de Francia.

Fue una doble peregrinación sin ruido, como era característica del sencillo Angelo Roncalli, poco después y para siempre Juan (¡San!) XXIII. Su secretario, que terminaría siendo Cardenal Centenario (la edad es lo de menos: todo lo más, apenas un símbolo de un ejemplar servicio eclesial) se lo ha confiado a quienes aquí dejan sobria feliz constancia.

El secretario Capovilla asegura que San Juan XXIII conservó siempre en su alma los dulces recuerdos de su recorrido peregrinacional por España. Junto con imágenes recuerdo de santos –San Juan de Dios, San Isidoro, Santa Teresa, San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier...–, el de los santuarios visitados (Aránzazu, Begoña, Covadonga, El Pilar, Montserrat...).

¡Qué lástima que a su Sucesor Pablo VI, que no hubiera querido venir a España para satisfacción personal propia, ni siquiera para la muy legítima de una efusión devocional, sino para demostrarnos a los españoles de entonces y de... más tarde el afecto ¡incomprendido! que nos tenía, no se le haya aceptado el sincero y sufrido ofrecimiento de visitarnos! Fue una especie de martirio, sin derramamiento de sangre por su parte. ¿Será menos real, a veces, el martirio de la incomprensión, del rechazo y del desprecio del sufrimiento de –tales– amigos y padres?

Monseñor Pasquale Macchi, su muy fiel y sufrido secretario

Privilegiada coincidencia, hasta cierto punto inmerecida: la de que, lo mismo que de la del secretario de San Juan XXIII, Loris Francesco Capovilla, hayamos disfrutado, tan inmerecida como privilegiadamente, de la amistad de Monseñor Pasquale Macchi, que fue secretario durante los veinticinco años de Arzobispado milanés de Juan Bautista Montini y los quince de Pontificado sumo de Pablo VI.

Es muy difícil, si más bien no imposible, que la amistad con dos personas que no son iguales –¿hay muchas que lo sean?–, pueda ser la misma amistad. Una amistad, si de verdad lo es, que se nos acepta y ofrece, se adapta natural y espontáneamente a la persona que nos la ofrece y nos la acepta.

A Monseñor Pasquale Macchi y a Monseñor Loris Francesco Capovilla, que desempeñaron tareas tan parecidas con los Papas Juan (XXIII) y Pablo (VI), a un tiempo tan diferentes, santos y cercanos, se parecieron en que fueron idénticas sus funciones, pero diversos en su desempeño y distintos en sus plazos temporales. Sin que sea el caso, por innecesario, de detenernos en definirlos y describirlos.

Fueron no obstante, uno y otro, Capovilla y Macchi, muy distintos, como sin duda lo fueron los Papas al lado y humilde servicio de los que cada uno estuvieron larga y fielmente. Ininterrumpidamente desde que cada uno fueron nombrados por Pío XII: Angelo Giuseppe Roncalli Arzobispo de Venecia; y Giovanni Battista Montini Arzobispo de Milán. Igual que cuando, respectivamente, Angelo Giuseppe Roncalli fue elegido para suceder como Papa a Pío XII, y Giovanni Battista Montini lo fue para suceder a... Juan XXIII.

Lo fueron tanto y tan fielmente que Loris F. Capovilla dio y sintió –nos consta por confidencia directa suya– la impresión de seguir siendo secretario y testigo de la memoria de Angelo Giuseppe Roncalli y de Juan XXIII cuando ya uno y otro que eran/seguían siendo el mismo, había/n emigrado a las alturas celestiales, como –si no lo mismo, parecidamente– también Pasquale Macchi sintió y casi dio la impresión de seguir siendo testigo y secretario de la memoria y vida heroica de Giovanni Battista Montini y de Pablo VI, tras haber vivido el Arzobispo y Papa una vida de generosísima entrega largamente incomprendida.

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