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La paja, la brasa y la alubia

Vivía en un pueblo muy lejano, una anciana que, habiendo recogido un plato de alubias, se disponía a cocerlas. Preparó fuego en la estufa y, para que ardiera más de prisa, lo encendió con un puñado de paja. Al echar las alubias en el puchero, se le cayó una sin que ella lo advirtiera, y fue a parar al suelo, junto a una brizna de paja. Poco después, una brasa saltó del fuego y cayó al lado de otras dos.

Abrió entonces la conversación la paja:

—Amigos, ¿de dónde vienen?

Y respondió la brasa:

—¡Sí que he tenido suerte de poder saltar del fuego! Si no lo hubiera hecho, aquí se acababan mis días. Me habría consumido hasta convertirme en ceniza. Dijo la alubia:

—También yo he salvado el pellejo; porque si la vieja consigue echarme en la olla, a estas horas estaría ya cocida y convertida en puré sin remisión, como mis compañeras.

—No habría salido mejor librada yo —terció la paja—. Todas mis hermanas han sido arrojadas al fuego por la vieja, y ahora ya no son más que humo. Sesenta cogió de un puñado para quitarnos la vida. Por fortuna, yo pude deslizarme entre sus dedos.

—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó el carbón.

—A mí me parece —propuso la alubia—, que puesto que tuvimos la buena fortuna de escapar de la muerte, sigamos reunidos los tres en amistosa compañía. Y para evitar que nos ocurra aquí algún otro percance, nos marcharemos juntos a otras tierras.

Este plan le gustó a las otras dos, y todos se pusieron en camino. Al cabo de un rato, llegaron a la orilla de un arroyuelo y, como no había puente ni pasarela, no sabían como cruzarlo. Pero a la paja se le ocurrió una idea:

—Yo me echaré al a través, y haré de puente para que pasen ustedes.

Y así, se tendió la paja de orilla a orilla, y la brasa, que por naturaleza era fogosa, se apresuró a aventurarse por el nuevo puente. Pero cuando estuvo a la mitad, oyendo el murmullo del agua bajo sus pies, sintió miedo y se paró, sin atreverse a dar un paso más.

La paja comenzó a arder y, partiéndose en dos, cayó al arroyo, arrastrando al brasa que, con un chirrido, expiró al tocar el agua.

La alubia que, prudente, se había quedado en la orilla, no pudo contener la risa ante la escena, y tales fueron sus carcajadas, que reventó.

También habría acabado allí su existencia; pero quiso la suerte que un sastre que iba de viaje se detuviese a descansar a la orilla del riachuelo. Como era hombre de corazón compasivo, sacó hilo y aguja y le cosió el desgarrón.

La alubia le dio las gracias del modo más efusivo; pero como el sastre había usado hilo negro, desde aquel día todas las alubias tienen una costura negra.

El pescador y su mujer

Érase una vez un pescador que vivía con su mujer en una choza muy pobre, a poca distancia del mar. El hombre salía todos los días a pescar, y ahí se quedaba hasta muy entrada la tarde.

Un día estaba sentado, como de costumbre, sosteniendo la caña y contemplando el agua límpida, esperando a que un pececillo pescara el anzuelo.

Un día, el anzuelo se hundió, muy al fondo, y cuando el hombre lo sacó, extrajo un hermoso rodaballo. Dijo entonces el pez al pescador:

—Oye pescador, déjame vivir, hazme el favor; en realidad, yo no soy un rodaballo, sino un príncipe encantado. ¿Qué sacarás con matarme? Mi carne poco vale; devuélveme al agua y deja que siga nadando.

—Bueno —dijo el hombre—, no tienes por qué gastar tantas palabras. ¡A un rodaballo que sabe hablar, claro que lo soltaré! ¡No faltaba más!

Y así diciendo, regresó al pez al agua; el rodaballo se apresuró a descender al fondo, dejando una larga estela de sangre, y el pescador se volvió a la cabaña, donde lo esperaba su mujer.

—Marido —dijo ella al verlo entrar—, ¿no has pescado nada?

—No —respondió el hombre—; cogí un rodaballo, pero como me dijo que era un príncipe encantado, lo he vuelto a soltar.

—¿Y no le pediste nada? —replicó ella.

—No —dijo el marido—; ¿qué iba a pedirle?

—¡Ay! —exclamó la mujer—. Tan pesado que es vivir en este asco de choza; a lo menos podías haberle pedido una casita. Anda, vuelve al mar y llámalo, dile que nos gustaría tener una casita; seguro que nos la dará.

—¡Bah! —replicó el hombre—. ¿Tener que regresar hoy? ¿Para que no nos dé nada?

—No seas así, hombre —insistió ella—. Ya que lo volviste a soltar, claro que lo hará. ¡Anda, no te hagas rogar!

Al hombre no le causaba nada de gracia, pero tampoco quería contrariar a su mujer, y volvió a la playa.

Al llegar a la orilla, el agua ya no estaba tan límpida como antes, sino verde y amarillenta.

El pescador se acercó al agua y dijo: “Solín solar, solín solar, pececito del mar. Belita, mi esposa, quiere pedirte una cosa”.

Acudió el rodaballo y dijo:

—Bien, ¿qué quiere?

—Pues mira —contestó el hombre—, puesto que te atrapé hace un rato, dice mi mujer que debí haberte pedido algo. Está cansada de vivir en la choza y le gustaría tener una casita.

—Vuélvete a casa —dijo el pez—, que ya la tiene.

Se marchó el pescador y ya no encontró a su mujer en la mísera choza; en su lugar se levantaba una casita, frente a cuya puerta estaba ella sentada en un banco. Tomando al marido de la mano, le dijo:

—Entra. ¿Ves? Esto está mucho mejor.

Efectivamente, en la casita había un pequeño patio y una deliciosa sala, y dormitorios, cada uno con su cama, y cocina y despensa, todo muy bien provisto y dispuesto, con toda una batería de estaño y de latón, sin nada que faltara. Y detrás había un corral, con gallinas y patos, y un huertecito plantado de hortalizas y árboles frutales.

—Míralo —dijo la mujer—, ¿verdad que es bonito?

—Cierto —asintió el marido—, y así lo dejaremos; ¡ahora sí que viviremos contentos!

—¡Será cosa de pensarlo! —replicó ella.

Y cenaron y se fueron a acostar.

Transcurrieron un par de semanas, y un día dijo la mujer:

—Oye, marido; pensándolo bien, esta casita nos viene un poco estrecha, y el corral y el jardín son demasiado pequeños. El rodaballo podía habernos regalado una casa más grande. Me gustaría vivir en un gran palacio, todo de piedra. Anda, ve a buscar al pez y pídele un palacio.

—¡Pero, mujer! —exclamó el pescador—. Ya es bastante buena esta casita. ¿Para qué queremos vivir en un palacio?

—No seas así —insistió ella—. Ve a ver al rodaballo; a él no le cuesta nada.

—¡Qué no, mujer! —protestó el hombre—; el pez nos ha dado ya la casita; no puedo volver ahora, que a lo mejor se enfada.

—Te digo que vayas —insitió ella—; puede hacerlo y lo hará gustoso. Tú ve, no seas terco.

Al hombre no le gustaba nada esta idea. Se resistía pensando que no había razón para que le dieran un palacio; pero acabó por ir.

Al llegar al mar, el agua tenía un color violeta y azul oscuro, sucio y espeso; no era ya verde y amarillenta como la vez anterior. De todos modos, su superficie estaba tranquila.

El pescador se acercó al agua y dijo: “Solín solar, solín solar, pececito del mar, Belita, mi esposa, quiere pedirte otra cosa”.

Asomó el rodaballo y preguntó:

—Bien, ¿y qué e lo que quiere?

—¡Ay! —suspiró el hombre—, quiere vivir en un gran palacio, todo de piedra. —Regrésate a tu casa que tu mujer te espera en la puerta —dijo el pez.

Se marchó el hombre, creyendo regresar a su casa, pero al llegar se encontró ante un gran palacio de piedra. Su mujer, en lo alto de la escalinata, se disponía a entrar en él. Tomándolo de la mano, le dijo:

—Entra conmigo.

El hombre la siguió. El palacio tenía un grandioso vestíbulo, con todo el pavimento de mármol y una multitud de criados que se apresuraban a abrir las altas puertas; y todas las paredes eran relucientes y estaban cubiertas de bellísimos tapices, y en las salas había sillas y mesas de oro puro, con espléndidas arañas de cristal colgando del techo; y el piso de todos los dormitorios y aposentos estaba cubierto de ricas alfombras. Se veían las mesas repletas de manjares y de vinos generosos; y en la parte posterior del edificio, había también un gran patio con establos, cuadras y coches. Todo, de lo mejor; tampoco faltaba un espaciosísimo y soberbio jardín, lleno de las más bellas flores y árboles frutales, y un grandioso parque, lo menos de media milla de longitud, poblado de corzos, ciervos, liebres y cuanto se pudiese desear.

—¿No lo encuentras hermoso? —exclamó la mujer.

—Sí —asintió el marido—, y así habrá de quedar. Viviremos en este bello palacio, contentos y satisfechos.

—Eso ya lo veremos —replicó la mujer—; lo consultaremos con la almohada.

Y se fueron a dormir.

A la mañana siguiente, la esposa fue la primera en despertar; acababa de nacer el día, y desde la cama se podía observar un panorama hermosísimo. Se estiró el hombre, y ella, dándole con el codo en un costado, le dijo:

—Levántate y asómate a la ventana. ¿Qué te parece? ¿No crees que podríamos ser reyes de todas esas tierras? ¡Anda, ve a tu rodaballo y dile que queremos ser reyes!

—¡Bah, mujer! ¿Para qué queremos ser reyes? A mí no me dan ganas.

—Bueno —replicó ella—, pues si tú no quieres, yo sí. Ve a buscar el rodaballo y dile que quiero ser rey.

—Pero, mujer mía, ¿por qué te ha dado ahora por ser rey? Yo esto no se lo puedo decir.

—¿Y por qué no? —dijo enojándose la antigua pescadora—. Vas a ir inmediatamente. ¡Quiero ser rey!

Se marchó el hombre cabizbajo, aturdido ante la pretensión de su esposa. “Esto no debería ser así”, pensaba. Pero, con todo, fue.

Al llegar ante el mar, éste era de un color gris negruzco, y el agua borboteaba y olía a podrido.

El hombre se acercó y dijo: “Solín solar, solín solar, pececito del mar, Belita, mi esposa, quiere pedirte otra cosa”.

—Bien, ¿y ahora qué quiere? —preguntó el rodaballo.

—¡Ay! —respondió el hombre con un suspiro—, ahora quiere ser rey. —Márchate, ya lo es —dijo el rodaballo.

Se alejó el hombre y, cuando llegó al palacio, éste se había vuelto mucho mayor, con una alta torre, magníficamente ornamentada. Ante la puerta había centinelas y muchos soldados con tambores y trompetas.

Entró en el edificio y vio que todo era de mármol y oro puro, con tapices de terciopelo adornados con grandes borlas de oro. Se abrieron las puertas de la sala. Toda la corte estaba allí reunida, y su mujer, sentada en un elevado trono de oro y diamantes, con una gran corona de oro en la cabeza y sosteniendo en la mano un cetro de oro puro y piedras preciosas. A ambos lados del trono se alineaban seis damas de honor, cada una de ellas una cabeza más baja que la anterior.

El marido entró y se quedó contemplando un rato a su esposa.

Después de un rato, dijo:

—¡Vaya, pues no estás mal de rey! Ahora ya no querremos nada más.

—No, marido —replicó ella toda desazonada—. Ya se me hace largo el tiempo, y me aburro. ¡No lo puedo resistir! Ve al rodaballo y, puesto que soy rey, dile que quiero ser emperador.

—¡Pero, mujer! —protestó el hombre—. Y ¿por qué quieres ser emperador?

—Anda —ordenó ella—, te vas a llamar al rodaballo. Me ha dado por ser emperador.

—Mira, mujer —insistió el marido—, él no puede hacer emperadores; eso no se lo pido. Emperadores sólo hay uno. ¡Te digo que no puede!

—¡Cómo! —exclamó la mujer—. Soy rey, y tú no eres más que mi marido. Irás quieras o no ¡Andando, y sin protestar! Si puede hacer reyes, lo mismo puede hacer emperadores, y yo quiero serlo. ¡Ve en seguida!

No hubo más remedio, y el pobre hombre tuvo que volver a la playa; pero en su corazón sentía una gran angustia y pensaba: “Esto no puede continuar así. ¡Emperador! Es demasiado atrevimiento; al fin, el rodaballo se cansará”.

Y llegó al mar, el cual aparecía negro y espeso, y sus aguas empezaban a escupir espumas en la superficie y a burbujear; soplaba, además, un viento huracanado que lo agitaba terriblemente.

El hombre sintió un escalofrío, pero se acercó al agua y dijo: “Solín solar, solín solar, pececito del mar, Belita, mi esposa, quiere pedirte otra cosa”.

—Bien, ¿qué quiere? —dijo el rodaballo.

—¡Ay, amigo pez! —respondió él—, mi mujer quiere ser emperador.

—Puedes marcharte —replicó el pez—, que ya lo es.

Regresó el hombre y se encontró con un palacio de mármol bruñido, con estatuas de alabastro y adornos de oro. Ante la puerta, los soldados marchaban en formación, al son de tambores y trompetas. En el interior del alcázar iban y venían los barones, condes y duques como si fuesen criados, abriéndole las puertas, que eran de oro reluciente.

Al entrar vio a su mujer en un trono, todo él hecho de oro y con mil metros de alto. Llevaba una enorme corona, también de oro, de tres codos de altura, toda ella incrustada de brillantes. En una mano sostenía el cetro, y en la otra, el globo imperial; y a ambos lados formaban los alabarderos en dos filas y sus tallas disminuían progresivamente, desde un altísimo gigante que bien alcanzaría media legua, hasta un enano pequeñísimo, apenas más grande que el dedo meñique. ¡Y príncipes y duques a montones!

Se acercó el marido y, colocándose entre todos aquellos personajes, dijo: —Mujer, ya eres emperador.

—Sí —respondió ella—, soy emperador.

Él la examinó detenidamente durante largo rato y, al cabo, exclamó: —¡Ah, mujer mía, qué bien te sienta el ser emperador!

—Marido —replicó ella—, ¿qué haces aquí parado? Soy emperador, pero ahora quiero ser Papa; así que te regresas a ver a tu rodaballo.

—¡Pero mujer! —protestó el hombre—. ¿Es que quieres serlo todo? Papa es imposible. Papa sólo hay uno en toda la cristiandad. No hay que pedir tonterías; eso no lo puede hacer el pez.

—Marido —dijo ella—, quiero ser Papa; ve sin replicar, que quiero serlo hoy mismo.

—No, esposa mía —insistió el hombre—, esto no se lo puedo pedir, ya es demasiado; el rodaballo no puede hacerte Papa.

—¡No digas tonterías! —replicó la mujer—. Si puede hacer emperadores, bien puede hacerme Papa. Anda, que yo soy emperador, y tú eres mi marido. ¿Te atreves a negarte?

El pobre marido, atemorizado, partió. Se sentía desfallecido; temblaba como un azogado, le temblaban las piernas y se le doblaban las rodillas. Un viento huracanado azotaba el país; volaban las nubes en el cielo, y una oscuridad de noche lo invadía todo. Las hojas se escapaban, arrancadas de los árboles, y las olas del mar se encrespaban, con un estrépito de hervidero, estrellándose contra la orilla. A lo lejos se veían barcos que disparaban cañonazos pidiendo socorro, saltando y brincando a merced de las olas. Y, en el centro del cielo, había una mancha azul rodeada de nubes rojas, como cuando se acerca una terrible tormenta.

Se acercó el hombre, lleno de espanto, y con voz en que se revelaba su angustia, dijo: “Solín solar, solín solar, pececito del mar, Belita, mi esposa, quiere pedirte otra cosa”.

—Bien, ¿qué quiere, pues? —dijo el rodaballo.

—¡Ay! —respondió el hombre—. Quiere ser Papa.

—Vete, que ya lo es —replicó el pez.

Se marchó el pescador y, al llegar, se encontró ante una gran iglesia rodeada de palacios. Abriéndose camino entre la multitud, vio que el interior estaba iluminado por millares y millares de cirios, y que su mujer estaba toda vestida de oro, sentada en un trono aún mucho más alto, con tres coronas de oro en la cabeza y rodeada de muchísimos obispos y cardenales. A ambos lados tenía dos hileras de cirios: el mayor, grueso y alto como la torre; el menor, como una velita de cocina. Y todos los emperadores y reyes, hincados de rodillas, le besaban la sandalia.

—Mujer —dijo el hombre después de contemplarla—, ¡ya eres Papa!

—Sí —dijo ella—, soy Papa.

Se adelantó él más y la miró detenidamente, y le pareció que estaba viendo el sol. Al cabo de un buen rato de contemplarla exclamó:

—¡Ay, mujer! ¡Qué bien te sienta el ser Papa!

Pero ella permanecía envarada, tiesa como un árbol. Sin hacer el menor movimiento. Dijo él entonces:

—Estarás satisfecha, puesto que eres Papa; ya no te queda más que desear. —Esto me lo pensaré —replicó ella.

Y se fueron a la cama. Pero la mujer no estaba aún contenta; la ambición no la dejaba dormir, y no hacía sino cavilar qué más podría. En cambio, el marido durmió como un tronco, cansado de tanto ir y venir.

Llegó el alba, y al ver las primeras luces de la aurora, la mujer se incorporó en el lecho y clavó la mirada en el horizonte. Y al ver cómo el sol despuntaba y ascendía en el firmamento, pensó: “¡Ah! , ¿no podría yo también hacer que saliesen el sol y la luna?”

—Marido —dijo, dándole con el codo en las costillas—, levántate y vete a ver al rodaballo; quiero ser como Dios.

El hombre, que dormía como un bendito, tuvo tal susto que se cayó de la cama. Pensando que había oído mal, preguntó frotándose los ojos:

—¿Qué estás diciendo, mujer?

—Marido —contestó ella—, eso de que no pueda hacer salir el sol y la luna, no voy a resistirlo. Ya no tendré una hora de reposo, siempre pensaré que hay una cosa que no puedo hacer.

Y le dirigió una mirada tan colérica, que el hombre sintió que le recorría un escalofrío.

—Ve en seguida —le ordenó—; quiero ser como Dios.

—Pero mujer —suplicó él, cayendo de rodillas—, esto no puede hacerlo el rodaballo. Emperador y Papa, quizás, ¿pero Dios? Te lo ruego, ¡conténtate con ser Papa!

La ira se apoderó de ella; agitando salvajemente la cabellera, se puso a gritar: —¡Yo no aguanto esto! No lo aguanto ni un momento más. ¿Quieres ir, o no? El hombre se puso los pantalones y se precipitó a la calle como loco.

Afuera arreciaba la tempestad, de tal modo que a duras penas el pescador

lograba sostenerse en pie. El viento derribaba las casas y arrancaba de cuajo los árboles; temblaban las montañas, y las rocas se precipitaban al mar; el cielo era negro como la noche; estallaban rayos y truenos, y se elevaban altas olas como campanarios, coronadas de blanca espuma.

El hombre se puso a gritar, sin que él mismo pudiera oír su voz: “Solín solar, solín solar, pececito del mar, Belita, mi esposa, quiere pedirte otra cosa”.

—Bien, ¿qué quiere, pues?

—¡Ay! —exclamó él—. ¡Quiere ser como Dios! —Vete ya, la encontrarás en la choza.

Y allí siguen todavía.

El acertijo

Érase una vez el hijo de un rey, a quien entraron deseos de conocer el mundo; y partió, sin más compañía que la de un fiel criado.

Llegó un día a un extenso bosque y, al anochecer, no encontrando ningún albergue, no sabía dónde pasar la noche. Vio entonces a una muchacha que se dirigía a una casita y, al cercarse, se dio cuenta de que era joven y hermosa.

Se dirigió ella y le dijo:

—Mi buena niña, ¿no nos hospedarías por una noche en la casita, a mí y al criado?

—De buen grado lo haría —respondió la muchacha con voz triste—; pero no se lo aconsejo. Mejor es que busquen otro alojamiento.

—¿Por qué? —preguntó el príncipe.

—Mi madrastra tiene malas tretas y odia a los forasteros —contestó la niña suspirando.

Se dio cuenta el príncipe de que aquella era la casa de una bruja; pero como no era posible seguir andando en la noche cerrada y, por otra parte, no era miedoso, entró.

La vieja, que estaba sentada en un sillón junto al fuego, miró a los viajeros con sus ojos rojizos:

—¡Buenas noches! —dijo con voz gangosa, que quería ser amable—. Pasen a descansar.

Y sopló los carbones, en los que se cocía algo en un puchero.

La hija advirtió a los dos hombres que no comieran ni bebieran nada, pues la vieja estaba cocinando brebajes nocivos.

Ellos durmieron apaciblemente hasta la madrugada y, cuando se dispusieron a reemprender la ruta, estando ya el príncipe montado en su caballo, dijo la vieja:

—Aguarda un momento, que tomarás un trago como despedida.

Mientras entraba a buscar la bebida, el príncipe se alejó a toda prisa, y cuando volvió a salir la bruja con la bebida, sólo halló al criado que se había entretenido arreglando la silla.

—¡Lleva esto a tu señor! —le dijo.

Pero en el mismo momento se rompió la vasija, y el veneno salpicó al caballo; tan virulento era, que el animal se desplomó muerto, como herido por un rayo. El criado echó a correr para dar cuenta a su amo de lo sucedido; pero, no queriendo perder la silla, volvió a buscarla.

Al llegar junto al cadáver del caballo, encontró que un cuervo lo estaba devorando. “¿Quién sabe si cazaré hoy algo mejor?”, se dijo el criado. Mató al cuervo y lo metió en su morral.

Durante todo el viaje estuvieron errando por el bosque, sin encontrar la salida. Al anochecer dieron con una hospedería y entraron en ella.

El criado dio el cuervo al posadero, a fin de que se lo guisara para cenar. Pero resultó que había ido a parar a una guarida de ladrones y, ya entrada la noche, se presentaron doce bandidos, que llevaban como propósito asesinar y robar a los forasteros. Sin embargo, antes de llevarlo a la práctica, se sentaron a la mesa, junto con el posadero y la bruja, y se comieron una sopa hecha con la carne del cuervo. Pero apenas hubieron tomado un par de cucharadas, cayeron todos muertos, pues el cuervo estaba contaminado con el veneno del caballo.

Ya no quedó en la casa sino la hija del posadero, que era una buena muchacha, inocente por completo de los crímenes de aquellos hombres. Abrió a los forasteros todas las puertas y les mostró los tesoros acumulados. Pero el príncipe le dijo que podía quedarse con todo, pues él nada quería de aquello, y siguió su camino con su criado.

Después de vagar mucho tiempo sin rumbo fijo, llegaron a una ciudad donde residía una orgullosa princesa, hija del Rey, que había mandado pregonar su decisión de casarse con el hombre que fuera capaz de plantearle un acertijo que ella no supiera descifrar, con la condición de que, si lo adivinaba, el pretendiente sería decapitado. Tenía tres días de tiempo para resolverlo; pero era tan inteligente, que siempre lo había resuelto antes de aquel plazo.

Eran ya nueve los pretendientes que habían sucumbido de aquel modo, cuando llegó el príncipe y, deslumbrado por su belleza, quiso poner en juego su vida. Se presentó a la doncella y le planteó su enigma:

—¿Qué es —le dijo— una cosa que no mató a ninguno y sin embargo, asesinó a doce?

En vano, la princesa daba mil y mil vueltas a la cabeza; no acertaba a resolver el acertijo. Consultó su libro de enigmas pero no encontró nada; había terminado sus recursos. No sabiendo ya qué hacer, mandó a su doncella que se introdujese de escondidas en el dormitorio del príncipe y se pusiera al acecho pensando que tal vez hablaría en sueños y revelaría la respuesta del enigma. Pero el criado, que era muy listo, se metió en la cama en vez de su señor, y cuando se acercó la doncella, arrebatándole de un tirón el manto en que venía envuelta, la echo del aposento a palos.

A la segunda noche, la princesa envió a su camarera a ver si tenía mejor suerte. Pero el criado le quitó también el manto y la echó a palos.

Creyó entonces el príncipe que la tercera noche estaría seguro, y se acostó en el lecho. Pero fue la propia princesa la que acudió, envuelta en una capa de color gris, y se sentó a su lado. Cuando creyó que dormía y soñaba, se puso a hablarle en voz baja, con la esperanza de que respondería en sueños, como muchos hacen. Pero él estaba despierto y lo oía perfectamente.

Preguntó ella:

—Uno mató a ninguno, ¿qué es esto?

Respondió él:

—Un cuervo que comió de un caballo envenenado y murió a su vez.

Siguió ella preguntando:

—Y mató, sin embargo, a doce, ¿qué es esto?

—Son doce bandidos, que se comieron el cuervo y murieron envenenados. Sabiendo ya lo que quería, la princesa trató de escabullirse, pero el príncipe la sujetó por la capa, que ella tuvo de abandonar.

A la mañana, la hija del Rey anunció que había descifrado enigma y, mandando venir a los doce jueces, dio la solución ante ellos. Pero el joven solicitó ser escuchado y dijo:

—Durante la noche, la princesa se deslizó hasta mi lecho y me lo preguntó; sin esto, nunca habría acertado.

Dijeron los jueces:

—Danos una prueba.

Entonces el criado entró con los tres mantos, y cuando los jueces vieron el gris que solía llevar la princesa, fallaron la sentencia siguiente:

—Que este manto se borde en oro y plata; será el de su boda.

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9786074574203
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