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Seis que salen de todo

Había una vez un hombre muy hábil en toda clase de artes y oficios. Sirvió en el ejército, mostrándose valiente y animoso; pero al terminar la guerra lo licenciaron sin darle más que tres reales como ayuda de costas.

—Aguarden un poco —dijo—, que de mí no se burla nadie. En cuanto encuentre a los hombres que necesito, no le van a bastar al Rey, para pagarme, todos los tesoros del país.

Partió muy irritado, y al cruzar un bosque vio a un individuo que acababa de arrancar de cuajo seis árboles con la misma facilidad que si fueran juncos. Le dijo:

—¿Quieres ser mi criado y venir conmigo?

—Sí —respondió el hombre—, pero antes deja que lleve a mi madre este hacecillo de leña.

Asió uno de los troncos, lo hizo servir de cuerda para atar los cinco restantes y, cargándose el haz al hombro, se lo llevó.

Al poco rato estaba de vuelta, y él y su nuevo amo se pusieron en camino. Dijo el amo:

—Vamos a salirnos de todo, nosotros dos.

Habían andado un rato cuando encontraron un cazador que ponía rodilla en tierra y apuntaba con la escopeta. Preguntó el amo:

—¿A qué apuntas, cazador?

A lo cual respondió el cazador:

—A dos millas de aquí hay una mosca posada en la rama de un roble, y quiero acertarla en el ojo izquierdo.

—¡Vente conmigo! —dijo el amo—, que los tres juntos vamos a salirnos de todo. El cazador se decidió y se unió a ellos.

Pronto llegaron a un lugar donde se levantaban siete molinos de viento, cuyas aspas giraban a toda velocidad a pesar de que no se sentía la más ligera brisa y que no se movía una sola hojita de árbol.

Dijo el hombre:

—No sé qué es lo que mueve estos molinos, pues no sopla un hálito de viento. Y siguió su camino con sus compañeros.

Habían recorrido otras dos millas, cuando vieron a un individuo subido a un árbol que, tapándose con un dedo una de las ventanillas de la nariz, soplaba con la otra.

—¡Oye! ¿Qué estás haciendo ahí arriba? —preguntó el hombre.

A lo cual respondió el otro:

—A dos millas de aquí hay siete molinos de viento, y estoy soplando para hacerlos girar.

—Ven conmigo —le dijo el otro—, que yendo los cuatro vamos a salirnos de todo. Bajó del árbol el soplador y se unió a los otros.

Al cabo de un buen trecho, se toparon con un personaje que se sostenía sobre una sola pierna; se había quitado la otra y la tenía a su lado. Dijo el amo:

—¡Pues no te has ingeniado mal para descansar!

—Soy andarín —replicó el hombre—, y me he desmontado una pierna para no ir tan de prisa; cuando corro con las dos piernas, ni los pájaros pueden seguirme.

—Ven conmigo, que yendo los cinco juntos vamos a salirnos de todo.

Se marchó con ellos, y poco rato después les salió al paso otro que llevaba el sombrero puesto sobre la oreja.

—¡Vaya finura! —exclamó el soldado—. ¡Quítate el sombrero de la oreja y póntelo en la cabeza! Se diría que te falta un tornillo.

—Me cuidaré muy bien de hacerlo —replicó el otro—, pues si me lo pongo en la cabeza empezará a hacer un frío tan terrible que las aves del cielo se helarán y caerán muertas.

—Ven conmigo —dijo el jefe—, que yendo los seis juntos vamos a salirnos de todo.

Y el grupo llegó a la ciudad cuyo rey había mandado pregonar que la mano de su hija sería para el hombre que se atreviera a competir con ella en la carrera y la venciera; entendiéndose que si fracasaba, perdería también la cabeza.

Se presentó el jefe al Rey y le dijo:

—Haré que uno de mis criados corra por mí. A lo cual contestó el Rey: —Bien, pero a condición de que pongas tú también tu cabeza en prenda, de manera que si pierde, morirán los dos.

Aceptada la condición, el hombre mandó al corredor que se pusiera la otra pierna y le dijo:

—Y ahora, listo, y procura que ganemos.

Se había convenido que el vencedor sería aquel que volviera primero de una fuente muy alejada, trayendo un jarro de agua.

Dieron sendos jarros a la princesa y a su competidor, y los dos partieron simultáneamente. Pero en un momento, cuando la princesa no había recorrido sino un breve espacio, ya el andarín se había perdido de vista como si se lo hubiera llevado el viento.

Llegó a la fuente y, después de llenar el jarro de agua, emprendió el regreso. A mitad del camino, se sintió fatigado y, echándose en el suelo con el jarro a su lado, se quedó dormido. Sin embargo, tuvo la precaución de usar como almohada un duro cráneo de caballo que encontró por allí, para que lo duro del cojín no le dejara dormir mucho.

Entretanto la princesa, que era muy buena corredora, tanto como cabe en una persona normal, había llegado a su vez a la fuente y, llenando el jarro, había emprendido la vuelta.

Al ver a su rival dormido en el suelo, se alegró diciendo:

—¡El enemigo está en mis manos!

Y, vaciándole la vasija, siguió su camino.

Todo se habría perdido de no ser por el cazador de los ojos de lince, que había visto la escena desde la azotea del palacio. Dijo para sus adentros:

—Pues la hija del Rey no se saldrá con la suya.

Y, cargando la escopeta, disparó con tal puntería que acertó el cráneo que servía de almohada al durmiente sin tocar a éste.

Despertó sobresaltado el andarín y se dio cuenta de que su jarro estaba vacío y la princesa le llevaba la delantera. No se desanimó el hombre por tan poca cosa; volvió a la fuente, llenó el jarro de nuevo, y todavía llegó al palacio diez minutos antes que su competidora.

—¡Ahora sí que he hecho servir las piernas! —dijo—; lo que he hecho a la ida no puede llamarse correr.

Pero al Rey, y más aún a su hija, les dolía aquel casamiento con un vulgar soldado, por lo que deliberaron sobre la manera de deshacerse de él y sus hombres.

Dijo el Rey:

—He ideado un medio, no te preocupes; verás cómo nos deshacemos de ellos —y, dirigiéndose a los seis, les habló así—. Ahora tienen que celebrar su victoria con un buen banquete —y los condujo a una sala que tenía el suelo y las puertas de hierro; en cuanto a las ventanas, estaban aseguradas por gruesos barrotes de hierro también. En la habitación habían puesto una mesa con suculentas viandas, y el Rey prosiguió—. ¡Entren ahí y coman lo que quieran!

Cuando estuvieron dentro, mandó cerrar las puertas y echarles los cerrojos. Llamando luego al cocinero, le ordenó que encendiese fuego debajo de la habitación y lo mantuviese todo el tiempo necesario para que el hierro se pusiera candente. Obedeció el cocinero, y en poco tiempo, los seis comensales encerrados en la habitación empezaron a sentir un intenso calor.

Al principio creyeron que era por lo bien que habían comido; pero al ir en aumento la temperatura trataron de salir, encontrándose con que puertas y ventanas estaban cerradas. Entonces comprendieron el malvado designio del Rey.

—¡Pues no va a salirse con la suya! —exclamó el del sombrero—; voy a provocar una helada tal, que el fuego se retirará avergonzado.

Y, colocándose el sombrero sobre la cabeza, a los pocos momentos comenzó a sentirse un frío rigurosísimo, hasta el punto de que la comida se helaba en los platos. Transcurridas un par de horas, creyendo el Rey que todos estarían ya achicharrados, mandó abrir la puerta y fue personalmente a ver el resultado de su estratagema. Y en cuanto se abrió la puerta, salieron los seis, frescos y sanos, diciendo que ya estaban deseando salir para calentarse un poco, pues en aquella habitación hacía tanto frío que se helaban hasta los manjares.

El Rey, fuera de sí, fue a reñir al cocinero por no haber cumplido sus órdenes, y respondió el hombre:

—Pues hay un buen fuego, véalo usted mismo, Majestad.

Entonces el Rey pudo comprobar que bajo el piso de hierro de la habitación ardía un fuego enorme, y comprendió que nada podría hacer con aquella gente. Tras nuevas cavilaciones, siempre buscando el medio de deshacerse de tan molestos huéspedes, mandó a llamar al jefe de los seis y le dijo:

—¿Quieres oro a cambio de la mano de mi hija? Te daré cuanto quieras.

—De acuerdo, señor Rey —respondió el jefe—; con que me de el que pueda llevar uno de mis criados, renunciaré a su hija. Dentro de dos semanas volveré a buscarlo.

Y, acto seguido, reunió a todos los sastres del país, los cuales se pasaron catorce días cosiendo un saco.

Cuando estuvo terminado, el forzudo de los seis, aquel que arrancaba los árboles de cuajo, se lo cargó a la espalda y se presentó al Rey. Exclamó éste:

—¡Vaya que eres un hombre fornido, que lleva sobre sus hombros una bala de tela como una casa!

Y pensó, asustado: “¡Cuánto oro podrá llevar!”.

Ordenó que trajeran una tonelada, para lo cual se necesitaron dieciséis de sus hombres más robustos; pero el forzudo lo levantó con una sola mano y, metiéndolo en el saco, dijo:

—¿Por qué no traen más? ¡Esto apenas llena el fondo del saco!

Y, así, el Rey tuvo que entregar poco a poco todo su tesoro, que el forzudo fue metiendo en el saco, y aún éste no se llenó más que hasta la mitad.

—¡Qué traigan más! —decía el hombre—. ¡Qué hago con estos puñaditos!

Hubo que enviar carros a todo el reino, y se cargaron siete mil carretas, que el forzudo metió en el saco junto con los bueyes que las arrastraban:

—No seré exigente —dijo—, y meteré lo que venga con tal de llenar el saco. Cuando ya no quedaba nada por cargar, dijo:

—Terminemos de una vez; bien puede atarse un saco aunque no esté lleno del todo.

Y, echándoselo a cuestas, fue reunirse con sus compañeros.

Al ver el Rey que aquel hombre solo se marchaba con las riquezas de todo el país ordenó, fuera de sí, que saliera la caballería en persecución de los seis, con orden de quitar el saco al forzudo.

Dos regimientos no tardaron en alcanzarlos y les gritaron:

—¡Dense presos! ¡Dejen el saco del oro, si no quieren que los hagamos polvo! —¿Qué dice? —exclamó el soplador—, ¿qué nos demos presos? ¡Antes van a volar todos por el aire!

Y, tapándose una ventanilla de la nariz, se puso a soplar con la otra en dirección de los dos regimientos, los cuales, en un abrir y cerrar de ojos, quedaron dispersos, con los hombres y caballos volando por los aires, precipitados más allá de las montañas.

Un sargento mayor pidió clemencia, diciendo que tenía nueve heridas, y era hombre valiente que no se merecía aquella afrenta.

El soplador aflojó entonces un poco para dejarlo aterrizar sin daño, y luego le dijo:

—Ve al Rey y dile que mande más caballería, pues tengo grandes deseos de hacerla volar toda.

Cuando el Rey oyó el mensaje, exclamó:

—Déjenlos marchar; no hay quien pueda con ellos.

Y los seis se llevaron el tesoro a su país, donde se lo repartieron y vivieron felices el resto de su vida.

El lobo y el hombre

Un día la zorra ponderaba al lobo la fuerza del hombre; no había animal que le resistiera, y todos habían de valerse astucia para cuidarse de él.

Respondió el lobo:

—Como tenga ocasión de encontrarme con un hombre, ¡vaya si arremeteré contra él!

—Puedo ayudarte a encontrarlo —dijo la zorra—; ven mañana de madrugada, y te mostraré uno.

Se presentó el lobo temprano y la zorra lo condujo al camino que todos los días seguía el cazador. Primeramente pasó un soldado licenciado, ya muy viejo.

—¿Es eso un hombre? —preguntó el lobo.

—No —respondió la zorra—, lo ha sido.

Se acercó después un muchacho, que iba a la escuela.

—¿Es eso un hombre?

—No, lo será un día.

Finalmente, llegó el cazador, la escopeta de dos cañones al hombro y el cuchillo de monte al cinto. Dijo la zorra al lobo:

—¿Ves? ¡Eso es un hombre! Tú, atácalo si quieres, pero lo que es yo voy a ocultarme en mi madriguera.

El lobo se aventó contra el hombre. El cazador, al verlo, dijo:

—¡Lástima que no llevo la escopeta cargada con balas!

Y, apuntándole, disparó una perdigonada en la cara. El lobo arrugó intensamente el hocico, pero sin asustarse siguió derecho al adversario, el cual le disparó la segunda carga.

Reprimiendo su dolor, el animal se arrojó contra el hombre, y entonces éste, desenvainando su reluciente cuchillo de monte, le asestó tres o cuatro cuchilladas, tales que el lobo salió a corriendo, sangrando y aullando, a encontrarse con la zorra.

—Bien, hermano lobo —le dijo ésta—, ¿qué tal te ha ido con el hombre?

—¡Ay! —respondió el lobo—, ¡yo no me imaginaba así la fuerza del hombre! Primero cogió un palo que llevaba al hombro, sopló en él y me echó algo en la cara que me produjo un terrible escozor; luego volvió a soplar en el mismo bastón, y me pareció recibir en el hocico una descarga de rayos y granizo; y cuando ya estaba junto a él, se sacó del cuerpo una brillante costilla, y me produjo con ella tantas heridas que por poco me quedo muerto sobre el terreno.

—¡Ya estás viendo lo jactancioso que eres! —dijo la zorra—. Echas el hacha tan lejos, que luego no puedes ir a buscarla.

El zorro y su comadre

La loba dio a luz un lobezno e invitó al zorro a ser padrino.

—Es próximo pariente nuestro —dijo—, tiene buen entendimiento y habilidad, podrá enseñar muchas cosas a mi hijito y ayudarle a medrar en el mundo.

El zorro se estimó muy honrado y dijo a su vez:

—Mi respetable señora comadre, le doy las gracias por el honor que me hace.

Procuraré corresponder de modo que esté siempre contenta de mí.

En la fiesta se dio un buen atracón, se puso alegre y, al terminar, habló de este modo:

—Estimada señora comadre: es deber nuestro cuidar del pequeño. Debe usted procurarse buena comida para que vaya adquiriendo muchas fuerzas. Sé de un corral de ovejas del que podríamos sacar un sabroso bocado.

El plan encantó a la loba y salió en compañía del zorro en dirección al cortijo. Al estar cerca, el zorro le enseñó la casa diciendo:

—Podrá entrar sin ser vista de nadie, mientras yo doy la vuelta por el otro lado; tal vez pueda hacerme de una gallinita.

Pero en lugar de ir a la granja, se tumbó en la entrada del bosque y, estirando las patas, se puso a dormir.

La loba entró en el corral con todo sigilo; pero en él había un perro que se puso a ladrar. Acudieron los campesinos y, sorprendiendo a la señora comadre con las manos en la masa; le dieron tal golpiza que no le dejaron un hueso sano.

Al fin logró escapar y fue al encuentro del zorro, el cual, adoptando una actitud lastimera, exclamó:

—¡Ay, mi estimada señora comadre! ¡Y qué mal lo he pasado! Los labriegos me pillaron, y me han zurrado de lo lindo. Si no quiere que estire la pata aquí, tendrá que llevarme a cuestas.

La loba apenas podía con su alma; pero el zorro le daba tanto cuidado, que lo cargó sobre su espalda y llevó hasta su casa a su compadre, que estaba sano y bueno.

Al despedirse, dijo el zorro:

—¡Adiós, estimada señora comadre, y que le haga buen provecho el asado! Y soltando la gran carcajada, echó a correr.

La zorra y el gato

Ocurrió una vez que el gato se encontró en un bosque con la señora zorra, y pensando: “Es lista, experimentada y muy considerada en el mundo”, le habló amablemente en estos términos:

—Buenos días, mi estimada señora zorra. ¿Qué tal está su señoría? ¿Cómo le va en estos tiempos difíciles?

La zorra, hinchada de orgullo, miró al gato despectivamente de pies a cabeza, y estuvo un buen rato meditando si valía la pena contestarle; pero, al fin, dijo:

—¡Oh!, mísero lame bigotes, necio abigarrado, muerto de hambre, cazarratones, ¿qué te ha pasado por la cabeza? ¿Cómo te atreves a preguntarme si lo paso bien o mal? ¿Qué has aprendido tú, vamos a ver? ¿Cuántas artes conoces?

—No conozco más que una —respondió el gato modestamente.

—¿Y cuál es esta arte tuya? —inquirió la zorra.

—Cuando los perros me persiguen, sé subirme de un brinco a un árbol y, de este modo, me salvo de ellos.

—¿Y es eso todo lo que sabes? —dijo la zorra—. Pues yo domino más de cien

tretas, y aún me queda un saco lleno de ellas. Me das lástima; ven conmigo y te enseñaré la manera de escapar de los perros.

En aquel momento se presentó un cazador con cuatro lebreles. El gato, veloz, saltó a un árbol y se sentó en la copa, bien oculto por las ramas y el follaje.

—¡Abra el saco, señora zorra, abra el saco! —gritó desde arriba; pero los canes habían hecho ya presa a la zorra y no la soltaban.

—¡Ay!, señora zorra —prosiguió el gato—, con sus cien tretas la han agarrado. ¡Si hubiese sabido trepar como yo, habría salvado la vida!

El clavel

Érase una reina a quien Dios no había concedido la gracia de tener hijos. Todas las mañanas salía al jardín a rogar al cielo le otorgase la merced de la maternidad.

Un día bajó un ángel del cielo y le dijo:

—Alégrate, pues vas a tener un hijo dotado del don de ver cumplidos sus deseos, pues verá satisfechos cuantos sienta en este mundo.

La reina fue a transmitir a su esposo la gran noticia y, cuando llegó la hora, dio a luz un hijo, con gran alegría del Rey.

Cada mañana iba la Reina al parque con el niño, y se lavaba allí en una límpida fuente. Sucedió un día, estando el niño ya crecidito, que teniéndolo en el regazo la madre se quedó dormida. Se acercó entonces el viejo cocinero, que conocía aquel don particular del pequeño, y lo raptó; luego mató un pollo y vertió la sangre sobre el delantal y el vestido de la Reina.

Después de llevarse al niño a un lugar apartado, donde una nodriza se encargaba de amamantarlo, se presentó al Rey para acusar a la Reina de haber dejado que las fieras le robaran a su hijo; y cuando el Rey vio la sangre que manchaba el delantal, prestó crédito a la acusación, y le entró una furia tal que hizo construir una profunda mazmorra donde no entrara la luz del sol ni de la luna, y en ella mandó enmurallar a la Reina, condenándola a permanecer allí durante siete años sin comer ni beber, para que muriese de hambre y sed.

Pero Dios envió a dos ángeles del cielo, en figura de palomas blancas, los cuales bajaban volando todos los días y le llevaban la comida; y esto duró hasta que transcurrieron los siete años.

Mientras tanto, el cocinero había pensado: “Puesto que el niño está dotado del don de ver satisfechos sus deseos, estando yo aquí podría provocar mi desgracia”. Salió, pues, del palacio y se fue a la residencia del muchacho, que ya era lo bastante crecido para saber hablar, y le dijo:

—Deseo tener un hermoso palacio, con jardín y todo lo que le corresponda. En cuanto salieron las palabras de los labios del niño, apareció todo lo deseado. Al cabo de algún tiempo, le dijo el cocinero:

—No está bien que vivas solo; desea una hermosa muchacha para compañera. Expresó el niño este deseo, y en el acto se le presentó una doncella hermosísima, como ningún pintor hubiera sido capaz de pintar. En adelante jugaron juntos, y se querían tiernamente, mientras el viejo cocinero se dedicaba a la caza, como un gentil hombre.

Pero un día se le ocurrió que el príncipe podía sentir deseos de estar al lado de su padre, cosa que tal vez lo colocase a él en situación difícil. Salió, pues, y llevándose a la niña aparte, le dijo:

—Esta noche, cuando el niño esté dormido, te acercarás a su cama y, después de clavarle el cuchillo en el corazón, me traerás su corazón y su lengua. Si no lo haces, lo pagarás con la vida.

Se marchó, y al volver al día siguiente, la niña no había ejecutado su mandato y le dijo:

—¿Por qué tengo que derramar sangre inocente que no ha hecho mal a nadie? —¡Si no lo haces, te costará la vida! —replicó el cocinero.

Cuando se marchó, la muchacha hizo traer una cierva joven y la hizo matar; luego le sacó el corazón y la lengua, y los puso en un plato. Al ver que se acercaba el viejo, dijo a su compañero: —¡Métete en seguida en la cama y tápate con la manta! Entró el malvado y preguntó:

—¿Dónde están el corazón y la lengua del niño?

Tendió la niña el plato, y en el mismo momento, el príncipe, destapándose, exclamó:

—Viejo maldito, ¿por qué quisiste matarme? Ahora escucha, en sentencia vas a transformarte en perro; llevarás una cadena dorada al cuello y comerás carbones ardientes, de modo que el fuego te abrase la garganta.

Y al tiempo que pronunciaba estas palabras, el viejo quedo metamorfoseado en perro, con una cadena dorada atada al cuello; y los cocineros le daban para comer carbones ardientes, que le abrasaban la garganta.

El hijo del Rey siguió viviendo aún algún tiempo allí, siempre pensando en su madre, y en si vivía o estaba muerta. Dijo, al fin, a la muchacha:

—Quiero irme a mi patria; si te apetece acompañarme, yo cuidaré de ti.

—¡Ay! —exclamó ella—. ¡Está tan lejos! Además, ¿qué haré en un país donde nadie me conoce?

Al verla el príncipe indecisa, y como a los dos les dolía la separación, la transformó en un clavel y la prendió en su ojal.

Entonces se encaminó a su tierra, y el perro no tuvo más remedio que seguirlo. Se dirigió a la torre que servía de prisión a su madre y, como era muy alta, expresó el deseo de que apareciese una escalera capaz de llegar hasta la mazmorra y, bajando por ella, preguntó en voz alta:

—Madrecita de mi alma, señora Reina, ¿vives aún o estás muerta?

Y respondió ella:

—Acabo de comer y no tengo hambre —pensando que eran los ángeles. Pero él dijo:

—Soy tu hijo querido, al que dijeron falsamente que las fieras te habían arrebatado del regazo; pero estoy vivo, y muy pronto te liberaré.

Y, volviendo a salir de la torre, caminó al palacio del Rey, su padre, donde se hizo anunciar como un cazador forastero que solicitaba ser empleado en la corte.

El Rey aceptó sus servicios, a condición de que fuera un hábil montero y supiera encontrar caza mayor, pues en todo el reino no la había habido buena. Prometió el cazador proporcionársela en cantidad suficiente para proveer la mesa real.

Reuniendo luego a todos los cazadores, ordenó que se dispusiesen a salir con él al monte. Partió con ellos y, una vez llegados al terreno, los dispuso en un gran círculo abierto en un punto; situándose él en el centro empezó a desear, y en un momento entraron en el círculo al menos un centenar de magníficas piezas, y los cazadores no tuvieron más trabajo que derribarlas a tiros.

Fueron luego cargadas en sesenta carretas y llevadas al Rey, el cual vio, al fin, colmada de caza su mesa, después de muchos años de verse privado de ella.

Muy satisfecho el Rey, al día siguiente invitó a comer a toda la corte, para lo cual hizo preparar un espléndido banquete.

Una vez que estuvieron todos reunidos, dijo dirigiéndose al joven cazador: —Puesto que has mostrado tanta habilidad, te sentarás a mi lado.

—Señor Rey, su Majestad me hace demasiado honor —respondió el joven—; no soy más que un sencillo cazador.

Pero el Rey insistió, diciendo:

—Quiero que te sientes a mi lado.

Y el joven obedeció. Durante todo el tiempo estaba pensando en su querida madre y, al fin, formuló el deseo de que uno de los cortesanos más altos hablara de ella y preguntara qué tal lo pasaba en la torre la señora Reina; si vivía aún o había muerto.

Apenas había formulado en su mente este deseo, cuando el mariscal se dirigió al monarca en estos términos:

—Serenísima majestad, ya que nos hallamos todos aquí contentos y disfrutando, ¿cómo lo pasa la señora Reina? ¿Vive o ya murió?

A lo cual respondió el Rey:

—Dejó que las fieras devoraran a mi hijo amadísimo; no quiero que se hable más de ella.

Levantándose entonces el cazador, dijo:

—Mi venerado señor y padre; la Reina vive aún, y yo soy su hijo, y no fueron las fieras las que me robaron, sino aquel malvado cocinero viejo que, mientras mi madre dormía, me arrebató de su regazo manchando su delantal con la sangre de un pollo —y, agarrando al perro por el collar de oro, añadió—. ¡Éste es el criminal!

Y mandó traer carbones encendidos, que el animal tuvo que comerse en presencia de todos, abrasándose la garganta. Preguntó luego al Rey si quería verlo en su figura humana y, ante su respuesta afirmativa, lo regresó a su primitiva condición de cocinero, con su blanco mandil y el cuchillo al costado.

Al verlo el Rey ordenó, enfurecido, que lo arrojaran en el calabozo más profundo. Luego siguió diciendo el cazador:

—Padre mío, ¿quieres ver también a la doncella que ha cuidado de mí, y a la que ordenaron me quitara la vida bajo pena de la suya, a pesar de lo cual no lo hizo?

—¡Oh sí, con mucho gusto! —respondió el Rey.

—Padre y señor mío, la mostraré en figura de una bella flor —dijo el príncipe. Y, sacándose del bolsillo el clavel, lo puso sobre la mesa real; y era hermoso como jamás el Rey viera otro semejante. Prosiguió el hijo:

—Ahora la voy a presentar en su verdadera figura humana.

Y deseó que se transformara en doncella, y el cambio se produjo en el acto, apareciendo ante los presentes una joven tan bella como ningún pintor habría sabido pintar.

El Rey envió a la torre a dos doncellas y dos criados a buscar a la señora Reina, con orden de acompañarla a la mesa real.

Al llegar a ella, se negó a comer y dijo:

—Dios misericordioso y compasivo, que me sostuvo en la torre, me llamará muy pronto.

Vivió aún tres días, y murió como una santa. Y al ser sepultada, la siguieron las dos palomas blancas que la habían alimentado durante su cautiverio y que eran ángeles del cielo, y se posaron sobre su tumba.

El anciano rey mandó a que el cocinero fuese descuartizado; pero la pesadumbre se había apoderado de su corazón, y no tardó tampoco en morir. Su hijo se casó con la hermosa doncella que se había llevado en figura de flor, y Dios sabe si todavía viven.

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9786074573398
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