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–Así pues –dijo sentándose de nuevo– tengo dos alternativas y ninguna de las dos es buena. Detener y condenar a mi hermano por el asesinato de Siqueo tendría como efecto provocar el levantamiento en armas de sus seguidores. Y no hacerlo significa permitir su fortalecimiento, aplazar la rebelión durante unos días o quizá solo unas horas. No podrá ocultar durante mucho tiempo la muerte de mi marido.

–Estás en lo cierto, Dido –asintió el anciano senador–. Tu hermano ha ido demasiado lejos. Con tesoro o sin él, ha de actuar. No tiene otra salida. Y no veo cuál puede ser la nuestra.

Algunos carros comenzaban a rodar por las calles de Tiro y su traqueteo rompía el silencio nocturno. Ladraban los perros y en el aire vibraba el piar de los pájaros. La aurora arrastraba su velo rosa por el cielo y su belleza no ocultaba la inexorabilidad del transcurso del tiempo. Dido contempló el espectáculo del amanecer sobre su ciudad, la más hermosa en el mundo. O, al menos, la más amada para ella. Los tejados de las casas se extendían hasta el puerto. Brillaba el mar.

Pensó en cuántas personas se sentirían ahora mismo seguras al abrigo de sus hogares. Muchas madres se habrían levantado ya para encender el fuego y preparar un caldo con el que confortar el estómago a sus hijos; muchos hombres irían de camino a los campos, saldrían a la mar a pescar o emprenderían un viaje con las bodegas de las naves llenas de mercancías. En poco tiempo la ciudad entera estaría en pie para iniciar la rutina diaria. Sin desconfianza. Sin temores.

La reina se apartó de la ventana y permaneció en pie delante del Príncipe del Senado quien, en el transcurso de la noche, parecía haber envejecido. De pronto, le tomó las dos manos y se arrodilló ante él, mirándolo a los ojos.

–Cuando mi padre decidió que yo, como primogénita, heredase su trono, comenzó a aleccionarme. Muchas veces me repitió: “Sé siempre justa, Dido. La justicia es una condición necesaria para la paz. Y busca siempre la paz, porque es el único clima en el que puede florecer la justicia”.

–Tu padre fue un hombre cabal y un rey piadoso.

–No entregaré Tiro a un baño de sangre –afirmó la reina–. No lo haré. Y como es imposible contener la ambición de mi hermano, me marcharé de aquí. Es la única solución que encuentro para salvaguardar a mi pueblo. Huiré con cuantas personas quieran acompañarme. Algún lugar encontraré en la tierra donde fundar una nueva ciudad.

–¿Serías capaz de hacerlo, querida niña? –preguntó emocionado el senador–. ¿Cómo podrías huir? Tu hermano se opondrá con todas sus fuerzas. ¿Cuándo prepararás la fuga y avisarás a la gente?

–Ten en mí la misma confianza que yo te tengo. Necesito tu ayuda, si te quieres arriesgar –le respondió. El anciano apretó la cabeza de Dido contra su pecho. Era digna hija de su padre y una gran reina. Dido se levantó y recorrió con agitación el cuarto, como si el primer rayo de sol que acaba de penetrar por la ventana le infundiese energía.

–Hemos de prepararlo todo para esta misma la noche –dijo–. Avisa tú, con la mayor discreción, a las personas de tu estricta confianza. Deben estar atentas e ir pensando a su vez en quiénes más podrían acompañarnos. Quiero saber cuántas naves mercantes hay en el puerto y, de ellas, cuántas están a punto de zarpar. Las retendremos. Avísame enseguida y hablaré con sus armadores. Esta noche daré en palacio un gran banquete y deseo invitarlos a todos. Ya veremos qué pretexto invento. Es una buena manera de retener a Pigmalión a mi lado y tenerlo bajo vigilancia. ¿Hay alguien a quien podamos encargarle provisiones para la travesía? Es preciso actuar con absoluta reserva.

–Mi hijo mayor puede aprovisionarnos –respondió el príncipe del Senado –y también pondrá a tu disposición sus naves.

–Debemos llevarnos el tesoro del templo. Sin disponer de bienes, es difícil fundar otra ciudad.

–Mi reina, amo y admiro tu valor –dijo el anciano –. ¿Sabes la gravedad del peligro que estás corriendo?

–Amigo mío, aunque casi podría decirte: padre mío. Si no intento salvarme y salvar a mi pueblo ¿habrá muerto mi marido inútilmente? Haz esas gestiones y vuelve enseguida aquí. Aún habremos de forjar muchos planes.

VI.–Comienzan los preparativos

–Rápido Barce –apremió la reina Dido, apenas se marchó el Príncipe del Senado a cumplir sus encargos–, debo estar arreglada cuanto antes. Ya has oído la conversación. Vendrás conmigo ¿verdad?

La anciana sostenía en las manos una túnica limpia para la reina y se acercó a ella. Dudó un instante antes de responder.

–¿Y qué será de mi nieta? –preguntó despacio–. Es muy pequeña aún y no conozco a nadie a quien pueda confiarle su cuidado mientras mi hijo está ausente. No le queda familia por parte de su madre, como sabes. Por esa razón la traje conmigo.

–Escúchame, Barce. Vamos a emprender un camino peligroso para todos. Corremos muchos riesgos, no sólo de fracasar en la huida, sino también de no conseguir sortear los peligros del mar o no encontrar esa nueva tierra para asentarnos en ella. A tu edad no es fácil cambiar de vida, dejar atrás lo conocido para afrontar un futuro lleno de incertidumbres. Te pido, sin embargo que me acompañes. Tu nieta vendrá con nosotras, como vendrá también mi hermana Anna. ¿Estaríais más seguras permaneciendo en palacio? ¿Te librarías tú de la inquina de mi hermano, después de haber pasado toda tu vida cuidando a Siqueo y luego también a mí? No juzgo para vosotras más peligroso entregaros al capricho de la fortuna que quedaros en Tiro.

El curso de esta conversación no había interrumpido el aderezo de la reina. Estaba sentada mientras Barce le cepillaba el cabello antes de trenzarlo y sujetarlo formando un moño en la nuca. Dido le detuvo la mano y se giró hacia ella para mirarla de frente.

–Te daré otra razón: te necesito –y al decir esto las lágrimas estaban a punto de desbordarle los ojos–. Desde que me quedé huérfana y perdí a mi propia nodriza, tú has sido como una madre. Sabes cuán importantes son para mí los afectos. Sin mis padres, sin mi esposo, con la traición de mi hermano y debiendo hacer frente a la responsabilidad de guiar a parte de mi pueblo entre la bruma incierta del futuro, ¿qué me queda? O, mejor dicho, ¿quién me queda?

Barce levantó su mano, sujeta aún por la mano de la reina, y se la besó.

–No te abandonaré.

–Gracias, amiga mía –respondió la reina. Y retomando su actitud resolutiva, añadió:– Esto has de hacer: prepara discretamente mi baúl. Guarda en él mis joyas y el manto de lana de mi madre. Elige sólo la ropa precisa, pero hazlo pensando que pasará mucho tiempo antes de que podamos conseguir otra. Deja fuera la copa de oro de mi padre, quiero utilizarla en el banquete de esta noche, ya la guardaremos luego. Pon en otro baúl las cosas tuyas y de tu nieta, y haz hueco en él para las de mi hermana Anna. Nadie debe enterarse, ni siquiera ella, de modo que hazlo con el mayor disimulo. Vendrán más personas de palacio, pero hemos de impedir conversaciones sobre el tema, porque mi hermano tendrá espías aquí.

Una vez concluido su arreglo, la reina se marchó dejando a Barce con los preparativos. Se dirigió al salón donde habitualmente despachaba los asuntos cotidianos y le aguardaban sus secretarios. Les anunció una buena noticia: había tenido conocimiento de la llegada de un mercader procedente del extremo más oriental del mar. Al parecer, se había abierto una nueva ruta al comercio y estaba dispuesto a informarles. Esa misma noche pensaba celebrar un banquete en palacio para agasajarlo y escuchar lo que hubiera de contarles sobre esa nueva ruta. Era preciso cursar de inmediato invitaciones a todos los mercaderes y armadores de Tiro, porque podía ser una reunión muy importante. También debían venir algunos senadores en representación del Senado. Y su hermano Pigmalión, desde luego: ella personalmente le haría llegar la invitación. Dada la premura de tiempo, debían distribuirse el trabajo y ponerse a ello enseguida.

Durante toda la mañana, el salón fue un continuo ir y venir de gente. Por él desfilaron el cocinero mayor, los proveedores, el mercader decano del puerto de Tiro, el noble Aemilius, jefe de mantenimiento de las obras públicas y el Príncipe del Senado, con quien tomó un pequeño refrigerio en el comedor familiar.

–Tengo ya los datos que necesitas, mi reina –dijo el anciano cuando se quedaron a solas–. En este momento hay fondeadas veintinueve naves mercantes. Nueve de ellas son propiedad de amigos de tu hermano, tienen mucha vigilancia y debemos descartarlas. Contamos, por tanto con veinte naves, doce de las cuales son de mi hijo. Las otras ocho están listas para zarpar y pertenecen a personas dispuestas a seguirnos. Además de la tripulación, cada una puede llevar a unas veinte personas. Serían cuatrocientas en total.

–¿Todas de confianza? De palacio vendrán conmigo aproximadamente veinte.

–Sí, son de fiar –respondió el Senador–. Cada nave tendrá, además del capitán, a un jefe de expedición. Puedes estar tranquila. Hay caballeros, mercaderes y un buen número de artesanos con sus familias, siervos y empleados. Gente de paz, fieles a la memoria de tu padre y a ti. Hemos de llevar también algunos soldados en cada nave. Es conveniente precaverse ante cualquier peligro.

–Respecto a las naves de guerra que hay en el puerto… –dijo la reina– No nos sirven, pero no quiero que Tiro quede indefensa ni tampoco vamos a dejarlas intactas, porque nos perseguirían con ellas. Su velocidad es superior a las naves comerciales y nos destrozarían enseguida con sus espolones. He pensado perforarles el casco. No pretendo hundirlas, sino inutilizarlas para la navegación.

–Sería necesario hacer lo mismo con las nueve mercantes… –le hizo observar el anciano.

–No, no. Al contrario, espero que esas naves nos persigan cuando mi hermano se percate de nuestra fuga. Quiero tener testigos de lo que me propongo hacer.

Dido se quedó pensativa durante unos instantes, pero no aclaró nada más y cambió de tema.

–He ordenado al jefe de las obras públicas realizar algunos arreglos en la tapia del patio del templo de Melqart. Conviene aumentar su altura y para ello es necesario profundizar y reforzar sus cimientos, así que prepararán una zanja por la parte interior, entre la propia tapia y el pozo. No te extrañes, por tanto, de ver a un grupo de hombres trabajando allí.

El viejo senador intuyó el significado de estas palabras. El tesoro del templo debía estar enterrado en el patio. La audacia de la reina era enorme: los obreros excavarían a plena luz del día y así las obras no levantarían sospechas. Si lo dejaban bien preparado, por la noche sólo haría falta cavar un poco más y apoderarse del tesoro.

–A media noche empezará la operación de embarque –explicó a su vez el anciano– y las naves zarparán poco a poco. La tuya será la última, tal como me ordenaste. Calcula bien el tiempo, mi reina, porque habrás de salir del puerto una hora antes del alba.

Ambos se miraron con intensidad. Eran muy conscientes del peligro. Dido sonrió con afecto y le dio un par de golpecitos en la mano al senador.

–Un último pero fundamental encargo: ordena a tus siervos llenar diez o doce sacos de tierra de tu huerto. Que les pongan una señal bien visible y los carguen en mi nave, en la cubierta. Y ahora, querido amigo márchate y continúa los preparativos. He de hablar con un actor griego, quien esta noche ha de representar el papel más importante de su vida y la nuestra. Nos veremos más tarde, en el banquete. Te colocarás al lado de Pigmalión y le animarás a beber vino… insinuándole que no beba. Sabes cuánto le gusta llevarte la contraria.

Y sin añadir una palabra más, con una sonrisa de ánimo, la reina Dido se levantó y volvió a su trabajo.

VII.–Una equivocación

–¿Fue cierta esa conversación? –pregunta Karo mientras vamos de camino al mercado. Anda un paso por detrás de mí y grita como si yo estuviera sorda. Es cierto que hay bastante ruido en la calle. Buena señal. Abundan los artesanos y todos trabajan con las puertas abiertas, menos el cordelero Kostas. El hombre no tiene taller fijo y cada día se sienta a trabajar donde le apetece. Es más viejo que yo. Sospecho que no ve bien y en invierno va buscando la luz y el calorcillo del sol y en verano la sombra, como los gatos y los perros. No estoy sorda, no. Aunque, a veces, si no me conviene oír, no oigo. Es un privilegio de la edad, aunque mi nuera se empeñe en considerarlo un defecto.

–Te he dicho varias veces que no me hables en mitad de la cuesta. ¿No comprendes que tendría que volverme para contestarte y puedo perder el equilibrio? A ver, ¿qué me decías?

–Tienes razón, señora Imilce, pero la culpa es tuya. Me has contagiado tu manía de decir las cosas cuando se te ocurren… –Como ya estamos en terreno llano, podemos caminar uno al lado del otro y entendernos, a pesar de los ruidos–. Te preguntaba si de verdad tuvo lugar esa conversación entre Barce y Dido, o si has exagerado. Con todos mis respetos, me resulta raro que la reina hablara de ti.

–Guárdate tus respetos y tus impertinencias. ¿Crees que Barce me hubiera dejado en Tiro, habiendo muerto mi madre y con mi padre navegando por quién sabe qué mares? ¿Y hubiera metido ella en la nave a una mocosa de cinco o seis años sin el permiso de la reina?

Aprieto el paso sin mirarlo. Me ha molestado la pregunta y lo que revela de desconfianza. Otras muchas personas podrían preguntarse lo mismo, cuestionar quién soy y si digo la verdad. ¡La verdad! Vaya una palabra pretenciosa. Todo el mundo dice conocerla y es la gran desconocida. Yo cuento lo que sé y tal como me fue narrado. Lo demás son pamplinas.

–Y otra cosa te digo, señor Karo. ¿Quién está escribiendo esta historia?

–Tú, desde luego –responde con un tono más humilde.

–Y estoy aquí ¿no? Y llegué con la reina Dido, ¿no es cierto? Puedes preguntarle al cordelero Kostas, él vino al mismo tiempo que yo. Pues ahí tienes la respuesta. Y estoy en mi derecho de aparecer en la historia, que se sepa quién era Barce y quién era yo. Si trataron de mí en ese momento o en otro, carece de importancia. Hablaron. Y se dijeron esas cosas.

Alcanzamos los primeros tenderetes del mercado sin cruzar una palabra más. Karo se limita a levantar el capazo para que le pongan dentro las coles y las demás verduras según las voy adquiriendo. Es consciente de haberme irritado o, al menos, eso creo. Al cabo del rato abre el pico.

–Espero ganarme yo también el derecho a figurar como tu escriba.

–Ya veremos –le respondo. O sea, que ha comprendido.

***

La jornada estaba siendo extenuante y el sol aún seguía ascendiendo. Al puerto de Tiro no habían dejado de llegar carros repletos de mercancías y los estibadores tenían rotas las espaldas. Parecía que todo el mundo quisiera hacerse a la mar. Grandes cajones donde solían guardarse los perfumes, las telas y el vidrio habían ocupado muchas bodegas. Pocos sabían que en lugar de mercancías llevan comida, utensilios y ropa.

Acus, el hijo mayor del Príncipe del Senado, se paseaba por delante de sus naves inspeccionando la carga. Estaba radiante. Mucha gente lo saludaba y lo miraba con respeto. Se había encontrado a varios conocidos en el muelle y les había expresado su confianza en hacer buenos negocios. Una adivina le había asegurado que se acercaban días de bonanza en el mar y, mientras le vaticinaba el futuro examinando un puñado de tabas, un rayo de sol había destellado con un brillo cegador en la más grande de ellas. Un signo claro de grandes beneficios. Y, desde luego, pensaba aprovechar una predicción tan venturosa. Al calor de esas buenas perspectivas, otros comerciantes que tenían ya sus naves preparadas habían declarado también su intención de zarpar en cuanto subiese la marea.

Cuando el sol ya había traspasado su cenit, Acus se acercó al palacio de la reina Dido con el pretexto de proponerle participar a medias en los gastos y beneficios de una de sus naves. Se trataba de un buen negocio, aseguró a los secretarios de la reina. Dido le pidió unas horas para pensarlo y, entre tanto, lo invitó a dar un paseo por su jardín. Necesitaba tomar el aire.

Apenas enfilaron con lentitud un pequeño sendero bordeado de cipreses, donde nadie les podía escuchar, la reina le preguntó directamente.

–¿Cómo van los preparativos? ¿Estará todo a punto?

–Creo que sí. No podemos trabajar más deprisa, mi reina. Lo más importante, sin embargo, es embarcarnos y zarpar. El no estar perfectamente abastecidos no tiene demasiada importancia, habiendo tantos puertos…

–Veremos si somos capaces de engañar a mi hermano. He contratado a un actor, te lo habrá dicho tu padre. Se hará pasar por comerciante griego y cantará las alabanzas de la ruta hacia oriente reabierta por el estrecho de los Dardanelos. Ya sabes, la recuperación del orden y la tranquilidad en la zona después del caos que siguió a la aniquilación de los troyanos por parte de los griegos. –la reina se detuvo y se giró para mirar a Acus–. Confío en que tú y tus amigos contribuyáis a hacer más creíble el relato e, incluso, echéis una mano al actor si se ve en dificultades para responder a alguna pregunta.

Acus asintió con la cabeza. Podía resultar una tarea ardua si a Pigmalión y sus compinches se les ocurría interrogar al falso comerciante. Corrían un gran riesgo. Mucho menor, sin embargo, que dejar a Pigmalión sin vigilancia y con libertad de moverse a su antojo en esas horas críticas. Era preciso no perderlo de vista ni un momento.

–Antes del banquete tengo previsto sacrificar un toro blanco a la diosa Juno. Ha sido una firme patrona de los griegos. Si pensamos enviar nuestras naves a oriente atravesando sus dominios, parecerá razonable propiciarla a nuestro favor, ¿no te parece? –dijo la reina iniciando el camino de vuelta–. Ese será el motivo formal. En realidad voy a poner bajo su protección la ciudad que pensamos fundar y le prometeré construir en su honor un santuario. Necesitamos el amparo divino y no se me ocurre otro más poderoso que el de la reina de las diosas.

–Me parece una buena decisión. Y más todavía porque pensaba dar orden a todos los capitanes de poner rumbo al norte, como si fuéramos a tomar esa ruta reabierta al oriente. Nos reuniríamos luego en la isla de Chipre. Y desde allí, con más calma, podremos tomar las siguientes decisiones. ¿Te parece bien? –Dido asintió con la cabeza. Lo principal era huir, después ya buscarían nuevas tierras.

–Confío en tu criterio, por eso te he nombrado jefe de la expedición. Vendrás en mi nave.

–Desde luego, mi reina. ¿Necesitas algo más de mí?

–No, querido amigo, tienes mucho trabajo. Y yo también debo atender a otras personas deseosas de ayudar. Quienes están con nosotros deben sentirse parte de esta aventura. Sin el esfuerzo aunado de todos, nada puede hacerse con éxito.

***

–Ahí es donde se equivocó –le digo a Karo mientras andamos despacio por la playa.

–¿Quieres decir que le traicionó Acus o alguna de las personas en quien ella confiaba?

–No, en absoluto. Se equivocó al encomendarse a la madre Juno. Las divinidades son muy peligrosas. Con ellas no se sabe nunca qué es mejor. En mi opinión, no invocarlas ni hacer nada para recordarles nuestra existencia. Pero esto no lo podemos decir, me llamarían impía. ¡No se te ocurra anotar estas palabras…!

VIII.–Da comienzo el banquete

Después de ofrecer el sacrificio a la diosa Juno, la reina Dido regresó a su palacio. Mientras atravesaba las calles cercanas al puerto, había podido comprobar cuánto tensaba a la población de Tiro la excesiva actividad. A los gritos de los carreteros pidiendo paso se unían las protestas de los viandantes; los aguadores se abrían camino por entre el gentío y no daban abasto a satisfacer a tantos vozarrones sedientos; estallaban disputas por todas partes. Un estibador había caído al agua y sólo la intervención de uno de los guardias que vigilaban las naves de guerra lo había salvado de la muerte. La amplitud de un movimiento tan desusado en el puerto había dado lugar a muchos comentarios. Algunos amigos de Pigmalión se paseaban por delante de las naves, observaban las operaciones de carga y preguntan aquí y allá. No les gustaba lo que estaban viendo.

–Mi patrón, el noble Acus, no puede esperar ni un solo día para hacerse más rico –respondió con fingida irritación el capitán de una de sus naves–. Ya sabéis, señores, hay buenas noticias de oriente y él quiere aprovecharlas.

Por otra parte, las obras iniciadas en el patio del templo de Melqart provocaron la furia de Pigmalión. Se enteró de ese asunto por dos de sus fieles más íntimos, quienes habían participado con él en la tortura y asesinato de Siqueo y la infructuosa búsqueda del tesoro del templo. Mientras durasen las obras habría vigilancia de noche y ello les impediría continuar sus indagaciones. ¡Maldita Dido! Y, encima, se vería obligado a disimular esa noche en el banquete y seguir dándole excusas sobre la ausencia de su marido. Estaba harto y más que harto. Urgía tomar medidas. Tal vez había cometido un error. Debería derrocar a su hermana sin tardanza y, una vez en el trono, revolver la ciudad entera si fuera necesario para encontrar el tesoro. Sí, sería conveniente hablar con los suyos cuanto antes. Enviaría un mensaje a sus consejeros: al día siguiente, al despuntar el alba, tendrían una reunión en su casa. El banquete ofrecido por su hermana se prolongaría hasta tarde, así que su ausencia del foro durante las primeras horas no levantaría sospechas.

–¿Crees que estoy bien? –preguntó Anarkasis mirándose las vestiduras.

–No te reconocería ni tu madre –respondió su amigo. Habían cambiado de alojamiento por la mañana y se identificaron ante el nuevo posadero como un mercader de Micenas y su criado. Era mejor no correr riesgos. El actor ensayaba en la exigua habitación la forma de caminar más apropiada. No era muy alto y resultaba más bien delgado, pero la túnica y el manto le daban prestancia. Ensayaba para imprimir elegancia a sus gestos y sus modales. Pero sólo la justa.

–Por primera vez voy a actuar sin cubrirme el rostro con una máscara. Impresiona, ¿sabes?

–¡Que se lo digan a todas las muchachas que te han acogido en su lecho convencidas de haber encontrado un marido! Ojala en esta ocasión no tengamos que salir huyendo…

Barce aprovechó el último baño de la reina para concretar con ella los planes que le atañían. Dido pretendía dar apariencia de la mayor normalidad, por tanto no pensaba decirle nada a su hermana Anna hasta el momento de partir. Podría delatarlas su nerviosismo. Tanto ella como la nieta de Barce cenarían y se acostarían a la hora acostumbrada. En cuanto a la nodriza, una vez acabase de preparar lo necesario, la esperaría en el cuarto. La reina acudiría allí al terminar el banquete: necesitaría cambiarse la ropa por otra más ligera y dar las últimas instrucciones.

–Esta noche quiero estar muy bella, Barce –declaró mientras la anciana comenzaba a colocarle las joyas sobre la túnica blanca de lino: un grueso collar de oro con lágrimas colgantes de lapislázuli y un cinturón cuyas placas, esmaltadas en azul, plata y verde, semejan las escamas de un pez. El cinturón había sido un regalo de Siqueo y ambas mujeres pensaron en él sin nombrarlo.

–Tu siempre estás hermosa, niña mía.

–Ésta es una ocasión especial. Mi despedida de Tiro y de mi trono. No quiero que olviden mi majestad quienes se quedan aquí. Y quienes van a acompañarme deben sentirse orgullosos de seguirme. Yo misma necesito sentirme reina por dentro y por fuera, pues la mujer que oculto en mí está en estos momentos destrozada.

Se sentó de nuevo para que la anciana le calzase sus sandalias de cuero con anillas de oro y le diese el último retoque. Había dispuesto sus cabellos en varias trenzas enlazadas alrededor de la cabeza y algunos mechones cayendo sobre la frente. Ahora quería también realzar su cuello adornándolo con rizos diminutos. Se ciñó una sencilla diadema y, por último, colocó sobre los hombros su manto de púrpura, símbolo de su soberanía. Barce dio un paso atrás para contemplarla. Estaba perfecta.

Los invitados habían llegado ya cuando la reina Dido entró en el salón donde se serviría el banquete. Estaban de pie hablando en corrillos y, al anunciarse su llegada, cesaron las conversaciones y quienes se hallaban de espaldas se volvieron a mirarla. Dido tenía las facciones finas y los pómulos altos, teñidos de un leve rubor. La sonrisa iluminaba sus ojos de color miel y extendía su dulzura por el rostro entero. El cabello, rubio intenso, brillaba y rodeaba su cabeza como una aureola. Era menuda y no muy alta. Sin embargo, su persona llenaba el salón entero y superaba a todos en grandeza. Una rápida mirada le descubrió que no estaba Pigmalión. Se entretuvo en saludar a los invitados, uno a uno, llamándolos por sus nombres y, para ganar tiempo, les presentó a Anarkasis, mercader griego e invitado de honor. Por fin, algo apresuradamente, llegó su hermano. Dido le dirigió su sonrisa más radiante.

–Querido Pigmalión –le dijo–, empezaba a temer que algún asunto imprevisto te impidiese llegar a tiempo. Ven, te sentarás al lado mío. Y tú también, estimado Príncipe del Senado. Deseo conocer vuestra opinión, una vez el honorable Anarkasis nos haya puesto al corriente.

–Mi hijo Acus le ha dado toda la credibilidad, mi reina –respondió el anciano senador, mientras se sentaba a la derecha de Pigmalión–. Piensa partir de inmediato.

Las mesas estaban colocadas formando un gran cuadrado, con las esquinas abiertas para el paso de los sirvientes. Al fingido mercader griego le habían asignado un asiento frente a la reina, en medio de Acus y su esposa Diana. Todos los comensales tenían interés en escucharlo. En Tiro, los negocios eran siempre el principal tema de conversación. Al menos, hasta la fecha.

La reina Dido lo oyó responder con soltura a varias preguntas. Parecía un hombre entendido y de recursos. Sin duda se defendería bien. Y, con esta certeza, apartó su atención de Anarkasis y la centró, disimuladamente, en otros. Entre los comensales había cuatro mercaderes amigos íntimos de su hermano y ella había dado instrucciones para que les sirvieran vino en abundancia. Pigmalión, sentado a su lado, estaba ya bebiendo bastante. Se le veía ceñudo, casi desdeñoso hacia ella. A la reina no le importaba: no era momento para ofenderse por el tono irritado de sus respuestas ni por la forma despectiva con que ignoraba al Príncipe del Senado. Esto la preocupaba y, al mismo tiempo, la reconfortaba: seguramente su hermano trataría de calmar con vino su mal humor.

Anarkasis estaba explicando con detalle que, tras la caída y destrucción de Troya, el paso de los Dardanelos quedó a merced de bandidos y piratas. Sin embargo, pasados ya algunos años, los griegos habían conseguido por fin derrotarlos por mar y tierra y habían tomado el control del estrecho. Ahora eran ellos quienes lo vigilaban y cobraban un elevado peaje por atravesarlo, pero la ruta era segura. Y, como respuesta a las preguntas de algunos curiosos, se había dejado llevar por la emoción para glosar la salvaje hermosura de aquellas tierras. Los invitados estaban embelesados por su elocuencia al expresarse y la belleza de sus palabras.

–Eres un mercader muy raro –interrumpió de pronto Pigmalión, dando un golpe con la palma de la mano sobre la mesa–. Y te diré otra cosa: no me gustas.

Y, en un instante, en el salón se hizo un silencio de hielo.

IX.–Los planes avanzan

Los convidados de la reina Dido quedaron en suspenso. Algunos tenían los alimentos a mitad de camino entre la mesa y la boca. Nadie miraba a nadie. Más allá de la falta de cortesía de Pigmalión hacia un huésped, más grave y notoria por tratarse del invitado de honor de la reina, la agresividad de sus palabras causó gran preocupación a todos, aunque en sentidos distintos.

Los aliados del príncipe encontraron esta actitud peligrosa: ofender de ese modo a la reina podría enojarla, ponerla en alerta sobre sus intenciones y desbaratar sus planes. ¿Qué ganarían Pigmalión y todos ellos con llamar la atención entre tantos asistentes adictos a la soberana? Cuánto mejor sería pasar desapercibidos, dar impresión de la mayor normalidad.

También la angustia se había apoderado de aquellos comensales preparados para huir al cabo de unas horas. Tenían el corazón en la garganta. Quizá habían sido descubiertos o el ardid del actor haciéndose pasar por comerciante había suscitado las sospechas y la desconfianza del príncipe. Por último, quienes no estaban en ninguno de los dos planes eran perfectamente conscientes de que algo extraño ocurría. Y el comportamiento de Pigmalión no era un buen síntoma.

–También a mí me pareces raro, señor Anarkasis –dijo la noble Diana con acento risueño y una gran sonrisa–. ¡Tan raro como todos los griegos…! Mi madre solía decir: “Dale un arado a un griego y lo verás labrar como cualquier otro hombre. Dale la palabra, ¡y construirá un mundo ante tus propios ojos!”. Y tú lo has demostrado.

Un rumor de aprobación acogió la intervención de esa dama.

–Tus palabras me halagan, noble señora –respondió Anarkasis–. Y quiero reivindicarme ante ti, príncipe Pigmalión. Mi amor por aquellas tierras me ha hecho olvidar por un instante que a tu nobleza y juventud le acomodan mejor otros asuntos. ¿Sabéis que Odiseo, el más sagaz de los griegos, no ha llegado todavía a su patria? Y se dice que muchas naves troyanas surcan los mares en busca de tierras donde asentarse.

–No me interesan los perdedores –respondió Pigmalión despectivo.

Sin embargo, y a pesar de haber bebido en exceso, se dio cuenta de lo inconveniente de su conducta y se contuvo. Era mejor tratar de disimular su mal humor y su impaciencia. Ahora mismo debería estar buscando el tesoro de Melqart en lugar de perder el tiempo en esa cena ridícula. Aunque, bien pensado, más valía que su hermana se entretuviese escuchando a ese mamarracho y no le preguntara por Siqueo. Era extraño que no lo hubiera hecho ya. Sí, muy extraño. Rechazó con la mano al criado que iba a llenarle de nuevo la copa y miró a su hermana de reojo. Se la veía tranquila.

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