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Читать книгу: «El ojo y la navaja», страница 3

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Presentimientos y constelaciones

En el libro de Debray al que nos hemos referido, encontramos una verdad incontestable: la afirmación de que «cada cultura, al elegir su verdad, elige su realidad: aquello que decide visibilizar y que sea digno de representación», y son estas representaciones y no otras las que se utilizarán para celebrar la continuidad de una sociedad. En dichas representaciones, la diversidad aumenta cuando su producción deja de ser exclusiva de una élite. En este sentido, seguramente el siglo XX sea mucho más democrático que los siglos anteriores. Aun así, por más que todo el mundo tenga acceso a crear imágenes, estas no son tan democráticas como parece, ya que los circuitos por donde transitan no son de dominio público, sino que están controlados por las empresas propietarias de los canales de distribución y exhibición. Las representaciones culturales, por lo tanto, están determinadas por el lugar desde el cual se enuncian y se materializan.

Para entender una sociedad y sus necesidades de expresión, creación y comunicación, sería necesario poder captar el valor simbólico de las imágenes en función del discurso de quien las ha creado y del contexto en el que han sido expuestas y recibidas. Únicamente así se podrá percibir qué esconden, cuál es su intención y su moral, qué hacen entre nosotros, y a qué juegan. Y no se trata de un juego banal.

Deberíamos saber trazar la constelación de relaciones formales y discursivas, pretéritas y presentes, de cada imagen. Las obras reproducidas tecnológicamente pierden su contexto original y su historia tiene que ser reconstruida obstinadamente. Si cuando apareció la imprenta, el espíritu visible se transformó en espíritu legible, y se pasó de la cultura visual a la conceptual, con la aparición de la cámara fotográfica y cinematográfica la humanidad regresó a la cultura visual. Hoy en día, utilizamos la imagen en movimiento para explicar la historia de estas mismas imágenes que configuran nuestro «entorno mediático», tan saturado que puede llegar a empobrecer nuestra capacidad de comprensión. Será responsabilidad nuestra espigar entre todas las imágenes que nos vienen dadas aquellas que consideremos dignas de representar, visibilizar y transformar, para hacer surgir de ellas nuevos significados.

1.David Foster Wallace, This is water (1995); Esto es agua: algunas ideas, expuestas en una ocasión especial, sobre cómo vivir con compasión. Barcelona: Literatura Random House, 2014.

2.José Luis Brea, Las tres eras de la imagen. Imagen-materia, film, e-imagen. Madrid: Akal, 2010. Brea estructura las diferentes edades de la imagen a partir de su condición material: imagen-materia, film, e-imagen.

3.Alain Renaud, «Comprender la imagen hoy. Nuevas imágenes, nuevo régimen de lo visible, nuevo imaginario», en VV.AA., Videoculturas de fin de siglo. Madrid: Cátedra, 1990, p. 23.

4.Régis Debray, Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente. Barcelona: Paidós, 1994, p. 242.

5.Roland Barthes, La chambre claire (1980); La cámara lúcida. Barcelona: Paidós, 1980.

6.Maurice Blanchot, Le rire des dieux (1965); La risa de los dioses. Madrid: Taurus, 1976, p. 33.

7.Su aproximación, sin embargo, era sistémica, no tenían en cuenta que existen distintos modos de producir, que no todo pasa por el cedazo de la economía de mercado a gran escala. El suyo fue un análisis imprescindible para comprender las entrañas y la estructura de la cultura del entretenimiento, aquella que hoy en día lo ha impregnado todo, pero es demasiado absolutista en su planteamiento. ¿Es posible un producto de radio, televisión o cine al margen de la industria? La historia nos ha demostrado que sí.

8.Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, Dialektik der Aufklärung (1947); Dialéctica del iluminismo. Buenos Aires: Sudamericana, 1988. Explican que solo una starlet puede ser famosa y que, por lo tanto, la posibilidad de que cualquier persona anónima llegue a serlo es remota.

9.En el proyecto Alter Ego: Avatars and their Creators, el fotógrafo Robbie Cooper dio la vuelta al mundo para fotografiar los cuerpos reales que había detrás de algunos de los avatares de juegos en línea o de comunidades como Second Life o World of Warcraft. La sorpresa es que, para muchos jugadores, el avatar significaba literalmente una doble vida, ya que les permitía hacer cosas y poseer una serie de habilidades que en la vida real no eran posibles, porque eran discapacitados, porque tenían problemas de salud o por otros motivos.

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LA IMAGEN OMNISCIENTE
UNA MASA QUE VE DE LEJOS
Los hombres, no las imágenes: la alerta situacionista

¿Cuándo se generalizó la idea de que la relación entre los individuos y la comprensión del mundo se producía a través de las imágenes? ¿Cuándo se impuso esta «cultura de la pantalla»? Etimológicamente, la palabra televisión significa «ver a distancia», una distancia lo suficientemente grande como para convertirse en un espejo deformante de todo lo que en él se refleja. En un contexto mediático y social de flujo continuo de imágenes que emanan ininterrumpidamente o que están disponibles las veinticuatro horas del día, la distancia crítica respecto a ellas se ha vuelto obsoleta. En la década de los setenta, con la llegada del satélite y la popularización de la televisión por cable, la imagen se hizo global y omnipresente y se creó una nueva relación entre ella y el poder. La producción de imágenes ocupaba todos los procesos conscientes e inconscientes a través de los cuales el mundo adquiría un sentido, era deseado y podía ser comprendido. La experiencia era una experiencia visual organizada por la publicidad y el espectáculo.

Según Guy Debord, el autor de La sociedad del espectáculo (1967) y uno de los padres del situacionismo, con el uso generalizado de la televisión todo pasó a ser escenificado y esta escenificación empezó a dificultar la intervención de la gente sobre el mundo y a menoscabar su potencial subversivo y su capacidad de crear comunidad. Por este motivo, en la década de los sesenta y principios de los setenta, los situacionistas se tomaron muy en serio la lucha por el lenguaje visual, en el contexto de un sistema semiológico dominante definido por «signos mercenarios»1 en un gran supermercado de imágenes. El eslogan de la Internacional Situacionista y del propio Debord cuando escribió su libro canónico era: «No queremos trabajar en el espectáculo del final del mundo, sino en el final del mundo del espectáculo».2 Debord tenía muy claro que no se tenía que añadir más escombros al mundo del espectáculo en el que la imagen, convertida en mercancía, funcionaba como un espacio de socialización, y dislocaba los lazos entre los hombres y su relación con el espacio, el tiempo, el territorio y la ideología. Las imágenes, entendidas por Debord como la cara inversa de la vida, se volvieron autónomas, tal como puede verse en el documental que hizo en 1973, con el mismo título que el de su libro:3 «Toda vida en la que reinan las condiciones modernas de producción se anuncia como una inmensa acumulación de espectáculos».4 Lo que en él se muestra es la economía que se desarrolla sobre la base de unas imágenes que son «la motivación eficiente de un comportamiento hipnótico».5

Este cambio de paradigma, pasar de una experiencia (individual y social) directa sobre las cosas a una experiencia mediada por las representaciones, será determinante. También lo será multiplicar las imágenes, aumentar su arsenal, su disponibilidad y su alcance, así como su frecuencia. Las imágenes se utilizan entonces como una nueva torre de marfil que aísla a los ciudadanos al tiempo que los conecta.

El método que se utilizó para explicar todo esto fue el détournement cinematográfico, es decir, la apropiación de imágenes ajenas, muchas de ellas procedentes de la publicidad y la televisión, para construir el montaje y, por lo tanto, el discurso. Del mismo modo que Debord afirmaba que su época prefería la imagen a la cosa, la copia al original o la representación a la realidad, él utilizaba las imágenes que criticaba como signos que adquirían un nuevo significado gracias al desmontaje. En la historia de la cultura, el détournement cinematográfico fue tan fundamental como los ready-made o el collage, con el añadido de que Debord entendía el apropiacionismo como una expropiación de los expropiadores6 con finalidades pedagógicas y revolucionarias para la liquidación del capitalismo, allí donde otros solo veían un artefacto estético o una propiedad. «Es necesario poner fin a cualquier noción de propiedad personal en esta área […]. La cuestión no es si nos gusta o no. Tenemos que ir más allá»,7 decía Debord. Este «más allá» se refería a poner en diálogo contextos, aunque estuvieran alejados en el tiempo y en las formas. Se trataba de encontrar nuevas sincronías a partir de hacer dialogar tanto las imágenes como los mensajes que estas vehiculaban. Los situacionistas priorizaban al hombre por encima de la imagen, pero la década siguiente (la de los años ochenta) dio la vuelta al binomio y antepuso la privatización de la mirada. La cuestión del gusto se convertiría en algo primordial.

Las imágenes, no los hombres: la telerrealidad y el espectador al poder

En la década de los ochenta, la sobreproducción de imágenes se instauró como el ecosistema cultural dominante, y en los noventa no hizo sino agudizarse con los nuevos equipos de grabación, edición, reproducción y archivo digital de imágenes. Desde los setenta hasta ahora, esta sobreproducción ha experimentado un crecimiento exponencial que todavía no ha tocado techo. Desde sus orígenes, la televisión estaba destinada a potenciar las dos principales dinámicas que Jean Baudrillard veía en el capitalismo de consumo instaurado desde las clases dominantes: el aislamiento y la privatización.8 Y esta fue la política aplicada a la televisión a partir de la década de los ochenta, que, en lugar de vincular a los individuos con el mundo real, los informaba según los intereses corporativos de los propietarios de los canales de comunicación, y les daba una versión de los hechos que abría un nuevo régimen que podríamos denominar factualidad televisiva. En definitiva, se trataba de una máquina de construcción de una hiperrealidad en la que se equiparaban el hecho de ver y el de comprender, y en la que el nuevo ritual era el hedonismo voyeur de las masas pasivas de la audiencia televisiva al mismo tiempo que la economía se liberalizaba.

El mundo lucía, se deshacía y se rehacía a distancia, y el telemando reconfortaba al ciudadano gracias al zapeo. La capacidad de incidencia de los ciudadanos pasaba por la superficie ilusionante del televisor. Decidir la atalaya, es decir, la cadena televisiva desde la cual se quería ver el mundo, fue la acción que el ciudadano medio realizó más o menos regularmente a diario a partir de finales de la década de los ochenta. Los hombres y las mujeres «encadenaban» sus ojos a sus cadenas preferidas. En cuanto aparecían los conflictos en un rincón del espectro televisivo, desaparecían bajo la magia del mando. Los ciudadanos se conectaban con el mundo y se desconectaban como si la historia fuera un dial.9


El imperativo categórico de la felicidad y la libertad a la carta de los anunciantes es el mensaje medular de la televisión y, para que así sea, se deben publicitar desgracias y accidentes, es decir, se tiene que «construir la historia», pero se debe hacer entre un anuncio y otro, como si fuese una realidad de compraventa, como si los hechos estuvieran patrocinados. De hecho, la historia siempre ha tenido sus patrocinadores, la opresión y la libertad siempre han estado subvencionadas.

En 1995, el comisario de arte John Hanhardt afirmaba que «la televisión ha posibilitado un vasto mercado de telealimentos, telegadgets, telejuegos y teleobjetos. La televisión ha creado telenervios, teleojos y telehábitos».10 Aquel mismo año, otro teórico, Gene Youngblood, añadía: «El arte explica, el entretenimiento explota».11 El entretenimiento explota, a la vez, los cuerpos, los hechos y la mirada de los espectadores, siempre a distancia («tele»). El recurso a la violencia, a personajes y a discursos histéricos, obsesivos, compulsivos y, en general, psicopatológicos, es lo que convierte la televisión en una herramienta de mediación adictiva, pero también peligrosa, ya que se basa en estereotipos y situaciones negativas, catastrofistas, arraigadas en la desconfianza y la inseguridad permanente. La televisión nos adentra en directo en el caos de un mundo de hombres y mujeres atrapados en medio de una naturaleza devastadora, y nos ofrece la salvación del seguro, del banco, del político o del producto de turno para remediarlo.

Las relaciones estructurales y las decisiones editoriales del medio televisivo son una convención. Desde este punto de vista, ¿en qué momento la televisión decidió dar la espalda a la realidad, obviar lo que sucedía fuera de ella misma? No es ninguna novedad que los medios de comunicación, como esfera de poder dependiente del control político y de las grandes empresas y fortunas, tienen una relación muy concreta con los hechos. Los medios de comunicación hegemónicos producen estos hechos a marchas forzadas ante la necesidad, por un lado, de emitir imágenes continuamente y, por el otro, de beneficiar a sus pagadores. La televisión es una arquitectura líquida de flujo informativo permanente, en la que la imagen ha sustituido a la cosa real, y en la que el entretenimiento y la información, la ficción y la realidad, comparten perímetros continuamente. Tal como dijo Baudrillard en 1979, los medios transforman los acontecimientos «calientes» (deportes, guerra, catástrofes…) en cool media events (acontecimientos mediáticos de moda), de manera que un hecho televisado es, sobre todo, un acontecimiento televisivo. Comprender la historia y, en particular, comprender la historia de la televisión, es comprender también el porqué de estos giros históricos (para no denominarlos «hechos» o «acontecimientos») y de su relación con el simulacro televisivo.


Con el advenimiento de la telerrealidad a finales de la década de los noventa, y su sobreexplotación a partir de principios de este siglo, ya no es el público el que mira la televisión, sino que es la televisión la que mira a un público que es el auténtico protagonista del espectáculo, no solo por el lugar que ocupa en el plató y porque representa al tipo medio, sin atributos, mundano, de la calle, sino también porque el anunciante desea capturar obsesivamente la atención del espectador en un contexto con demasiada oferta. La economía de la atención no quiere movilizar el deseo del individuo, sino, ante todo, capturar su atención como un recurso per explotar. Recordemos que, cuando en 1964 Marshall McLuhan hizo su famosa distinción entre medios fríos y medios calientes, ya señaló que la televisión era un medio frío y que, por lo tanto, su propia naturaleza demandaba la participación de los espectadores porque sin ellos el medio quedaba incompleto.12

La neotelevisión13 de la década de los ochenta proyectó al espectador al corazón mismo del dispositivo comunicativo, como un nuevo ritual que lo convertía en un actor más del juego televisivo. El ritual se transforma en ceremonia colectiva y esto hace que todo el mundo comparta el mismo código,14 un hecho que no es más que una estrategia de fidelización del público en un contexto basado en la liberalización del sector de las comunicaciones, la fragmentación del espectro televisivo y las audiencias, y la existencia de una competencia feroz para captar públicos.

De hecho, viendo todo lo que rodea la irrealidad del tiempo cronoscópico, se entiende por qué en nuestra vida arriesgamos tan poco. Ya lo hacen otros en nuestro lugar: programas como los talent shows u otros formatos de telerrealidad que sentencian a sus protagonistas en función del guion y del aplaudímetro. En el perverso juego de espejos del acto de mirar la televisión, el triunfo de los otros es también nuestro triunfo, a pesar de que su fracaso casi nunca sea el nuestro. Sin embargo, no solo el relato del guionista entroniza a la estrella, sino que también lo hace la piedad de los espectadores y la propia televisión en cuanto autoridad última. Antes de la actuación, cada protagonista explica su historia emocionante y, así, activa el engranaje humanitario y sibilino de la teleterapia. El ritual televisivo nos invita a la conmoción, es decir, al hecho de que la audiencia no podrá desengancharse de esa manera de sentir. La ausencia de estímulos a lo largo de la semana no modifica estas propiedades sensibles del espectador. De todo lo que la audiencia habrá apostado emocional y visualmente no se desaprovechará nada, tendrá su recompensa a manos de las televisiones, que, poco después, le ofrecerán otro programa hiperventilado exactamente igual para que siga apostando y contribuyendo al nacimiento de nuevas estrellas.


Hoy en día, esta irrealidad del tiempo cronoscópico, heredera de la hiperrealidad baudrillardiana y de los talent shows, se ha extendido entre la gente de todas las edades, incluidos los más jóvenes, que ven como una meta vital llegar a ser famoso, es decir, ser percibido y reconocido por todo el mundo. Ya no hace falta preguntarse por la virtud, la esencia de este fenómeno radica en el gesto de ser visto, aplaudido y poca cosa más. No resulta extraño que hayan aparecido las figuras de los you-tubers, de los influencers, de los instagramers… ¿Qué son sino marcas y códigos visuales al servicio de la moda, del marketing emocional o de la psicoterapia? Todos estos personajes nacidos en las redes sociales acaban transfiriendo experiencias, emociones y estilos de vida en nombre de una marca que es la que los apadrina y, a veces, incluso los modela. Ellos son las estrellas contemporáneas del nuevo ecosistema audiovisual. Ponen a la venta incluso a sus hijos y los educan en el arte de la vitrina digital, del consuelo de los likes, de la fama derivada de ser un icono público en un juego en el que solo se trata de aparecer.

En el centro de estos rituales colectivos está el espectáculo visual como orquestación, cada vez más perfeccionada, de un gran simulacro global que tiene como consecuencia la devaluación de la experiencia inmediata, su sustitución en manos de experiencias virtuales a la carta. No solo hablamos de una devaluación de la experiencia directa de los hechos y, por lo tanto, de una incapacidad de localizarla en la memoria futura de dichos hechos, sino también de la pérdida del sentido histórico y de la propia historia. El gesto de cambiar de pantalla o el scroll (arrastrar arriba y abajo con el ratón una página web) ha perfeccionado el telemando y la práctica del zapeo y es una muestra de desdén consciente y voluntario hacia lo que tenemos delante. Navegamos por estos entornos de excesos icónicos, renunciamos a prestarles atención, a darles un valor, a retenerlos en la memoria. Esta forma cotidiana de surfear en las imágenes desde entornos multipantalla funciona como un tranquilizante momentáneo del espíritu que nos permite hacer más leve la gravedad del mundo y de sus representaciones.

LA IMAGEN HIPERUBICUA CONECTADA: COMUNIDAD E INTERFACES EN LA ERA DEL SUPERÁVIT AUDIOVISUAL
Exceso e hiperubicuidad

Actualmente, todo este debate sobre qué se considera visible y digno de representación se ha trasladado a los nuevos ámbitos de producción de imágenes: a internet y a los dispositivos portátiles, que dibujan un cambio respecto a la imagen unidireccional propia del cine y de la televisión. Estamos hablando de la imagen hiperubicua, es decir, móvil y conectada a la red, en una época de superávit audiovisual, de exceso de imágenes. ¿A qué denominamos «exceso»? Al hecho de que haya más imágenes que recuerdos, más dispositivos móviles de producción de imágenes que personas. La cámara va allá donde vamos nosotros, es el testigo mudo de nuestra vida enmarcada en una pantalla. A mediados de la década de 2000 empezó el auténtico boom del vídeo online con la aparición de YouTube (2005), Daily motion (2005), Blip.tv (2005), Ru Tube (2006), Yahoo Video (2006) o Niconico (2008), que habían sido precedidos por Myspace (2002) o Vimeo (2004). Actualmente hay más de 5.000 millones de móviles (y 7.800 millones de tarjetas SIM,15 más que la población mundial), muchos de los cuales son smartphones equipados con cámaras y conexión a internet, que dan como resultado un crecimiento exponencial del contenido generado por los usuarios, sobre todo gracias a plataformas como YouTube, con más de 1.800 millones de usuarios activos mensualmente, 300 horas de vídeo nuevas cada minuto y donde se consumen 150 millones de horas de vídeo al día.16 Sin embargo cuanto más ve el ojo, menos preciso es lo que ve.

El régimen actual de la imagen hiperubicua y conectada ya se encontraba prefigurado muchos años antes en el texto de Paul Valéry «La conquista de la ubicuidad» (1928), en el que anticipaba que las obras de arte adquirirían una especie de ubicuidad que las haría estar donde estuviéramos nosotros y que las podríamos encontrar en cualquier elemento, como, por ejemplo, el agua, el gas o la electricidad. De este modo, se perfilaban unas obras a las que podríamos recurrir siempre, como realidades sensibles a domicilio.17 Para no ir tan lejos en el tiempo, Nicholas Negroponte,18 que fue director y fundador del MIT, previó que, con la entrada en el mundo digital, la era de la información se desarrollaría en un lugar sin espacio y que todo se consumiría a la carta y pasaría por interfaces inteligentes, sensibles al tacto y casi invisibles, que estarían organizadas en función de los hábitos de la «vida digital» de los usuarios.

Esta es la imagen que ocho años después popularizó la película Minority Report, de Steven Spielberg (2003), una adaptación libre de una historia que el maestro de la ciencia ficción Philip K. Dick escribió en 1956. En la novela no se utilizan pantallas ni una tecnología demasiado sofisticada y los tres precogs (autómatas que pueden predecir el futuro) están sentados en sillas balbuceando como dementes, o como idiotas deformes y retrasados (así los adjetiva Dick): funcionan como una especie de servidores de datos conectados a una máquina analítica y están diseñados como los ordenadores de la década de los cincuenta. Los precogs tienen los datos (data), pero no los entienden; buena parte de dichos datos no tiene ningún valor, solo proporciona de vez en cuando alguna información necesaria. Este fenómeno es el mismo que encontramos hoy en internet, sobre todo en las redes sociales, en las que, entre el runruneo de aquello que es extremadamente personal y el mar de fondo de la polémica, aparece alguna información útil. El algoritmo, en cambio, sí que es capaz de poner en valor toda esta avalancha de datos caóticos e incomprensibles para el ojo humano.


Fotograma de Minority Report, de Steven Spielberg.

Sin embargo, esta incapacidad para entender los datos también constituye el talón de Aquiles de la inteligencia artificial, sector en el que se está invirtiendo mucho dinero para el auto-aprendizaje de las máquinas (machine learning).

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246 стр. 27 иллюстраций
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9788412121575
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