Читать книгу: «Morir sin permiso», страница 2

Шрифт:

Despertar

El hospital se puso en contacto con la madre de Óscar. Maite había buscado entre los contactos del teléfono móvil, hasta que encontró en la agenda un: «AA_Mamá».

Eugenia cogió precipitadamente un taxi y se presentó en el hospital con toda la rapidez que le fue posible. El equipo médico salió para explicar a su madre cuál era el cuadro que presentaba Óscar y lo incierto de su diagnóstico. Dejaron entrar a la madre pasados unos minutos, los suficientes para acrecentar su inquietud. Se preguntaba quién habría sido el mal nacido que le había hecho eso a su hijo.

Le habían dejado la cara, literalmente, como un mapa. Todo lo que le explicaban no hacía más que incrementar su inquietud: el TAC indicaba conmoción cerebral, unido a un estado comatoso. A la madre se le dispararon todos sus miedos.

Una joven enfermera invitó a Eugenia a salir de la UCI, ya que sospechó que el enfermo podía estar en un estado de semiinconsciencia y percibir el llanto de su madre.

—Si no llega a ser por él, me habría matado.

—¿De qué estás hablando? ¿Quién eres? —inquirió Eugenia.

—Me llamo Maite, supongo que usted es su madre….

—Sí, soy su madre, ¿qué ha sucedido? —preguntó mirando con fijeza a sus ojos, mientras una lágrima recorrió libremente su rostro—. ¿Quién le ha hecho esto a mi hijo?

—Mi ex me estaba agrediendo y él se interpuso. —Maite no sabía cómo explicar a aquella desconocida lo acontecido—. Su hijo me ha salvado la vida, señora.

—¡Virgen santa!. Supongo que estás hablando de violencia machista, ¿no? —La perplejidad que sentía no le impedía comprender lo que trataba de explicarle aquella desconocida—. ¿Mi hijo salió en tu defensa?

—Exacto, así es. —En ese instante fue Maite quien derramó lágrimas de forma incontrolada—. Si no hubiera sido por él no sé qué habría sido de mí. Lo importante ahora es su hijo, no yo.

Ambas se abrazaron, surgió de forma espontánea; permanecieron un rato abrazadas dejando correr las lágrimas, que sirvieron como purificación y desahogo mutuo. En ese momento, apareció el médico que estaba tratando a Óscar.

—Doctor, ¿puede explicarme cómo está mi hijo y si tardará en volver en sí? —inquirió Eugenia, gesticulando con una mueca que el médico supo interpretar como que no sabía bien cómo exponer la pregunta.

—Estas son lesiones focales que afectan a una parte cerebral determinada. No es lo mismo un paciente que haya tomado una droga, por ejemplo, heroína, que una persona que haya tenido un accidente. Los resultados del TAC no son concluyentes, sin embargo, me atrevería a decir —el doctor realizó una pausa, necesitaba escoger las palabras adecuadas— que no tardará en despertar; de hecho, parece que responde a ciertos estímulos. Eso me hace ser optimista. Por favor, pongamos estas palabras entrecomilladas; no deseo tener un exceso de optimismo. Maite, ya sabes cómo funciona esto —el médico se dirigió en ese momento a la enfermera, que trabajaba a diario con él en aquella sección, en la UCI—. Ella forma parte de mi equipo. Hoy está librando.

Eugenia sintió cierto sosiego al oír esas palabras, en cierta manera actuaban con un poder ansiolítico.

Miró con interés a los ojos de Maite y se percató de que la enfermera tenía una mirada limpia. No solo era guapa, también vestía adecuadamente; para ella eso era significativo. Las palabras del médico hicieron prender una luz en su interior, comenzando a albergar cierta esperanza.

—Ya sabes cómo funciona esto, Maite. Por favor, sentaos en la sala de estar y cuando haya algún cambio os informo.

No dio tiempo a que ambas mujeres hicieran lo que les había aconsejado el médico. Dos policías de paisano se identificaron y pidieron a Maite que los acompañara a comisaría. Fue trasladada en coche oficial a la glorieta de la Armada, donde estaba ubicada la comisaría de Policía. Tuvo que esperar unos minutos sentada en una incómoda silla, mientras se agolpaban todos los hechos en su recuerdo, y las lágrimas, sin poder reprimirlas, recorrieron ambos carrillos a discreción.

—Acompáñeme, por favor —solicitó una mujer policía entregándole unos clínex mientras la ayudaba a levantarse de la silla.

—Gracias —fue capaz de pronunciar Maite mientras acompañaba a la funcionaria a un despacho.

—Siéntese, por favor. —Señaló seria, pero cercana, con su mano derecha una silla que se encontraba frente a su mesa—. Hemos comprobado que el individuo que la agredió tiene orden de alejamiento; dicha orden ha sido impuesta como medida cautelar por una agresión que sufrió hace… seis meses. —La funcionaria realizó otra breve pausa mientras leía detenidamente el informe judicial—. Como ya sabrá, la ley establece un sistema abierto de medidas cautelares, de forma que el juez tiene libertad para acordar cualquier procedimiento que considere conveniente para garantizar su seguridad. Dentro de las medidas cautelares que se pueden adoptar como prevención para dar protección y seguridad a usted, la víctima, el juez, de oficio, ordenó una medida de protección... —continuó leyendo sin despegar la vista de la pantalla de su ordenador— acogiéndose al artículo 48 del Código Penal en sus apartados segundo y tercero, los que, por un lado, conciernen a la prohibición de aproximarse a la víctima o a aquellos de sus familiares u otras personas que determine el juez o tribunal; estos impiden al penado acercarse a ellos en cualquier lugar donde se encuentren, así como acercarse a su domicilio, a sus lugares de trabajo y a cualquier otro que sea frecuentado por usted y por otro, la prohibición de comunicarse con usted o con aquellos de sus familiares u otras personas que determine el juez o tribunal; impide al penado establecer con ellas, por cualquier medio de comunicación o medio informático o telemático, contacto escrito, verbal o visual. —

En ese instante, apartó la vista del monitor de su ordenador y, con rostro y mirada seria, casi severa, continuó con su relato—. El detenido refiere que usted, de manera voluntaria, accedió a verlo.

Maite se derrumbó, no sabía cómo explicar por qué había accedido a verlo. Se sentía culpable.

—Hay un hombre en la UCI del hospital por mi culpa —gimoteaba desconsolada, de forma estridente, sumamente avergonzada por todo aquello que había sucedido, sabiéndose la máxima responsable—. ¿Ahora qué va a suceder?

—Pues depende de las circunstancias y del juez. El hecho de que usted consintiera el acercamiento no puede hacerla cooperadora necesaria en la conducta de quien incumple la prohibición de acercarse, si tal prohibición solo a este fue impuesta. Está claro que usted no puede ser autora material del delito especial propio del artículo 468.2 del Código Penal en supuestos como el presente en que no es destinataria de la prohibición, por tanto, no es la obligada a su cumplimiento. Todo dependerá del criterio del juez que está llevando su causa, porque hay otros que opinan que la persona que consiente el acercamiento debe considerarse como coautora del delito de quebrantamiento, al haber sido cooperadora necesaria o inductora, dado que, en tal caso, la causa de llevar a cabo tal conducta es la autorización de acercarse por parte de la víctima. Y yo le pregunto: ¿en qué estaba pensando cuando accedió a verlo?

—Pues no lo sé, la verdad, es que no sé por qué accedí, tenía muy claro que jamás volvería a verlo y mire usted ahora, soy una…

—Shhhh, por favor, no continúe por ahí, le diré que no es usted la única que cae en el embrujo de las palabras de sus ex, maltratadores. Suelen llegar con aquellas palabras que hacen tambalear el poder de las convicciones. Son inteligentes y manipuladores. Por favor, no se castigue. Eso sí, le pido que haya aprendido una importante lección. Como ha podido observar, esto puede perjudicar a terceras personas.

Maite permaneció en comisaría un par de horas prestando declaración. Estaba sumida en un mar de dudas.

No sabía si acercarse de nuevo al hospital o ver a Óscar al día siguiente, ya como profesional incorporada a su puesto de trabajo. Entendía que le debía una explicación a su madre y deseaba acompañarla si fuera posible y ella se lo permitiese. Al salir de la comisaría, en la misma puerta, llamó por teléfono a Radio Taxi y se dirigió de nuevo al Hospital Universitario Príncipe de Asturias.

Ella continuaba en la sala de espera. La madre de aquel desconocido que se había jugado la vida por ella permanecía impávida. Maite no sabía qué decir; se acercó con sigilo. Eugenia levantó la mirada cuando, de soslayo, se percató de que alguien se acercaba.

—¿Cómo se encuentra su hijo?

—Continúa igual, supongo. Nadie ha venido a decirme nada y estoy muy preocupada.

Maite estaba dispuesta a entrar a la UCI y preguntarle a su jefe por la evolución del siniestrado, pero no hizo falta, en ese instante apareció el médico.

—Tengo buenas noticias —se dirigió con una media sonrisa a la madre del paciente y añadió—: ha despertado del coma y parece que no ha perdido consciencia de quién es y qué le ha llevado a estar en la UCI. Tenemos que ser cautelosos, aunque, a priori, es una muy buena noticia. Se quedará en vigilancia intensiva al menos cuarenta y ocho horas, así podremos ver su evolución. Maite, ha preguntado por ti, si lo deseas puedes pasar mientras informo a…

—Eugenia, me llamo Eugenia —afirmó aliviada y sonriente, después de saber que su hijo había despertado.

—Bien, Eugenia pues…

Maite se enfundó la típica bata de color verde que utilizaban para entrar en la UCI, la mascarilla, los guantes de látex y los protectores de los pies. No sabía qué querría decirle el enfermo. Pensó que, lo más seguro, le reprocharía algo. Estaba hecha un mar de dudas. Tuvo la tentación de salir corriendo, pero ya no había solución, se encontraba frente a él.

—¿Te encuentras bien? —sorprendió a Maite con aquella pregunta.

—Quien te tiene que hacer esa pregunta soy yo. ¿Cómo estás?

—Bien, bien, a mi quien me preocupa eres tú.

—Gracias, muchas gracias. Me arrepiento de haber accedido a ver a ese mal nacido.

—El diablo a veces se disfraza con piel de cordero. Me alegra saber que te encuentras bien. —Fue ahí cuando intuyó que ella tendría una orden de alejamiento o algo similar.

—Estoy muy preocupada por ti…

—Óscar, me llamo Óscar.

—Maite —enunció ruborizándose.

—Bien, Maite, verás, yo no creo que esto haya sucedido por algo. Quiero decir, que no estábamos predispuestos a conocernos, pero ya que lo hemos hecho…

—Sí, menuda forma hemos tenido de conocernos.

—Exacto. Por cierto, me ha dicho el médico que trabajas aquí.

—Sí, soy enfermera de la UCI. Hoy descanso, mañana me tocará verte.

—Estoy algo cansado, me alegrará verte mañana, y así me explicarás un poco qué hacías con ese mal nacido. —No sonó a reproche, más bien a curiosidad.

Maite salió de la UCI justo cuando Francisco, su jefe, asomó por la puerta.

—Ahora entrará la madre y después descansará —afirmó el médico.

Maite salió y se cruzó con la madre.

—Siento mucho lo que le ha sucedido a su hijo.

—Hasta donde sé, no tienes por qué disculparte. Además, me ha dicho el doctor que eres una enfermera muy competente, así que sé que estará en buenas manos. —Intentó, casi sin conseguirlo, forzar una sonrisa.

Causalidades

Poco a poco fue regresando la normalidad a la vida del enfermo. El alta médica se la dieron a los trece días de llegar. Todas las pruebas que le realizaron resultaron ser muy positivas. Entre su madre y Maite se fueron turnando para atenderle lo mejor posible. Eugenia comió en un par de ocasiones con Maite, coincidieron en la cafetería del hospital. Ella quiso comprender qué había sucedido aquel día y Maite le contó, con pelos y señales, su relación con aquel individuo. Era obvio que, si se había enamorado de alguien con pinta de malote, de esos malotes que atraen tanto a ciertas mujeres, a la postre podría ser malo y pernicioso a la vez. El caso era que habían conectado las dos mujeres y eso tranquilizó sobremanera a la enfermera. Sentir la empatía de la madre de Óscar fue algo que alivió la carga de culpa que había llegado a padecer. Con el transcurso de los días, comprendió que no tuvo ninguna culpa, tal vez algo de responsabilidad, y que él actuó de motu proprio; así que Maite fue conociendo algo mejor, sin filtros idealizados, a aquel hombre que dio la cara por ella. Llegó a sentir algo parecido a tener mariposas en el estómago. Cada vez que pasaba a verlo a su habitación, aquellas mariposas revoloteaban sin control. Lo que más le gustaba era su sentido del humor, siempre terminaba riendo con él por cualquier cosa. Eso proporcionaba vida a su deteriorada existencia. El sentido del humor que tenía el paciente era inteligente y de buen gusto. Siempre hacía bromas por cualquier cosa y andaba listo para ello, tenía una mente rápida y ágil.

El día que le dieron el alta y por fin pudo regresar a su casa, a Óscar le sobrevino una angustia que no supo definir. Maite aparecía todos los días en su habitación, lo hacía siempre después de trabajar, así su madre podía ir a casa y darse una ducha. Él la tenía siempre ahí. Ahora cabría la posibilidad de que, por un proceso natural, dejara de verla. Sentía una concatenación de emociones por la mujer a la que intentó ayudar en la calle. También por aquella dulce mujer que cada día fue a visitarlo, con la que se divirtió tanto y que logró sacar lo mejor de sí. No con todo el mundo le salía esa espontaneidad, no con todos estaba ágil de mente, y eso que había estado en coma.

Sentía como si un gran vacío se apoderase de él. Se dio cuenta de las buenas migas que hacían la enfermera y su madre. Esta vez no fue su madre la que había intervenido a la hora de escoger una mujer para él. Los había visto reír y disfrutar con cualquier cosa. Eso le había proporcionado una seguridad que, en ese momento de alta médica, podría derrumbarse. No sabía cómo decirle que deseaba continuar viéndola. Él, un hombre tan avispado y audaz, rápido en encontrar la palabra idónea para hacerla reír, se convertía ahora en un hombre apocado e inseguro. No sabía cómo decirle que necesitaba verla.

—Bueno, mozo, parece que te dan el alta hoy. Te vas a librar de esta enfermera sargento que te ha estado incordiando todos estos días.

—Pues la verdad es que… —Óscar perdió la destreza, aquella habilidad dialéctica que le había caracterizado— no quiero dejar de verte.

Lo dijo en un tono desconocido hasta ese momento. Le tembló algo la voz, y su lenguaje corporal mostraba un nerviosismo no exteriorizado hasta ese mismo instante.

—Me ha dicho tu madre que cocinas muy bien, que se te da bien esto de la «nueva cocina», la fusión y esas cosas que hacen ahora los buenos cocineros.

—Pues la verdad es que mi madre tiene toda la razón —ahí pudo volver a ser él mismo de nuevo.

—Espero que me lo demuestres, chaval.

—Trato hecho, dime cuando quieres que te invite a cenar, enfermera —dijo aliviado.

—Hoy salgo librando.

—Pues no se hable más, esta noche te invito a cenar en casa.

—Me parece muy bien.

—¿Sabes que vivo emancipado y no al cobijo de mami?

—Claro, ya me lo dijo ella, que eres todo un hombretón.

—Qué peligro tenéis. Vete a saber de qué cosas habréis hablado a mis espaldas.

—No seré yo quien rompa el secreto —aseveró dando media vuelta, con la intención clara de salir de la habitación.

—¿Acaso sabes dónde vivo?

—Seguro que serás capaz de enviarme la dirección o una ubicación por WhatsApp.

—Claro, te envío mi dirección por WhatsApp. Por cierto, suelo cenar a una hora muy europea —informó Óscar.

—Espero que no cenes a las seis de la tarde.

—Nunca, después de las ocho y media.

—A las ocho estaré en tu casa.

Maite. Hace tres años

Apenas pudo abrir los ojos. Mientras, el hedor se hizo patente a su alrededor. Supo a la perfección qué significaba, últimamente le sucedía más a menudo de lo que pudiera desear. Otra noche que había pasado tumbada en el sofá, envuelta en sus propios vómitos. Fue incapaz de abrir los ojos. La luz, que desafiante entró directa por la ventana del salón, presionó sus pupilas, dañándolas, casi haciéndolas estallar, cegando su visión. Unido a este síntoma, sintió un espantoso y desproporcionado dolor de cabeza; todo junto vino a provocar la tormenta perfecta. Era la señal de estar sufriendo una de las resacas más severas de su vida. Otro día que tendría que llamar a su jefe, el doctor Martínez, para comunicarle que no podría ir a trabajar. Otro día más que tendría que mentir para que no supiera la verdad. En ese mismo instante era lo que menos le importaba. Necesitaba con urgencia ser de nuevo una persona, no una marioneta a merced de su deteriorado cuerpo. Notó un súbito ardor que le subió desde el estómago, pasando por el esófago y destrozándole la faringe. Ahora entendía por qué los indios en las películas llamaban al whisky «agua de fuego». Notó que le iba a estallar la cabeza. Una arcada apareció súbita, libre, sin ningún tipo de aviso ni miramiento, haciéndole expulsar la poca bilis que aún le quedaba en su frágil cuerpo. Fue una situación muy desagradable que le provocó confusión. Intentó posar una mano en el suelo. Su cuerpo permanecía en el sofá mientras su cabeza colgaba y su garganta se obstinaba en sacar al exterior toda la acidez que había permanecido en su cuerpo durante horas.

Ignoraba si había vuelto a perder el conocimiento o se había quedado de nuevo dormida. Cuando vomitó por enésima vez, ya no le invadió aquella molesta claridad que procedía del ventanal del salón. Si tuviera que dilucidar qué momento del día era, diría que estaba atardeciendo. Todavía permanecía tumbada en aquel incómodo sofá. Lo único que deseaba con todo su corazón era tomarse un antiácido y beber litros de agua. Notaba una enorme deshidratación. Le dolía el cuello, había dormido en una mala postura durante horas. Comenzó a situarse y a reconocer su entorno, también a valorar la situación. Tenía puesta su camiseta de finos tirantes, que antaño fue blanca y que en ese momento se mostraba amarillenta, verdosa y con unos grumos adosados, propios del vómito inicial. Notó que sus braguitas estaban mojadas. Era consciente de que se había orinado encima. Su pelo estaba estropajoso; también había llegado a su larga melena aquel efecto colateral de la borrachera de la noche anterior.

A lo lejos escuchó su teléfono móvil. Quiso levantarse con rapidez. La realidad la puso en su lugar cuando percibió que la cabeza se le iba hacia todos los lados. Tanteó con un pie en el suelo. En ese momento no fue prioritario atender la llamada, sino encontrar la verticalidad, que se le antojaba hartamente imposible.

Cuando con el otro pie tocó superficie, con ambas manos realizó un enorme esfuerzo para incorporarse e intentar permanecer sentada. Una vez logró su objetivo, fue aún mucho más consciente de lo que pudo haber sido la noche anterior; de hecho, le vinieron recuerdos de las primeras copas. No fueron únicamente cargadas de whisky, sino saturadas con una doble dosis de autocompasión. En vez de sentirse aliviada por haberse desprendido de Rafa, permitió que, de vez en cuando, ese mal nacido asomase en forma de recuerdo a su vida hasta darse cuenta de que había sido una relación sumamente tóxica, y aunque lo conservaba con nitidez, lo único que le apeteció era echarle de menos y consolarse bebiendo. Los primeros vasos de aquella agua de fuego entraron solos y así pudo culpabilizarse de todo lo sucedido. Llorando, intentó levantarse del sofá, la cabeza logró acertar y encontrar el epicentro de gravedad, así pudo permanecer de pie unos instantes. Con uno de sus pies desplazó la botella de whisky que había quedado al lado del sofá, vacía. Todo era caos y confusión. Se animó a realizar el esfuerzo de desplazarse para llegar a su teléfono móvil. Con calma, echó un vistazo perimétrico. Parecía un lugar asolado por una guerra. Quiso ponerse las chanclas. Observó que había al menos dos vasos rotos; recordó cómo los estampó contra la pared por la noche, cuando estuvo sumida en el llanto y la autocompasión. Echó de menos a Rafa, su Rafa. Sabía bien que cuando se ponía hecho una furia era mejor no hablar con él; eso sí, cuando quería era el hombre más tierno y detallista del mundo. ¿Por qué me sucede esto a mí?, se preguntó, pero no supo hallar la respuesta.

Sonó estridente el timbre de la puerta. Poco a poco, como pudo, se dirigió a abrir apoyando sus manos contra la pared. Ahí estaba, Martínez, su jefe, frente a ella, con cara de asombro y con la mirada desencajada.

—¡Por Dios y por todos los santos!, Maite, ¿qué te ha pasado? —espetó con asombro y tal vez con preocupación infinita.

Nunca pensó que pudiera sucederle aquella situación. Encontrarse semidesnuda frente a su jefe, con una resaca de tres pares de ovarios. Estaba contemplando, en definitiva, la marioneta en la que se había convertido.

—Pasa, Francisco —dijo.

Él la cogió en volandas, cerró con uno de sus pies la puerta y le preguntó dónde estaba ubicado el cuarto de baño. El piso de la urbanización de la Nueva Alcalá era grande y simplón arquitectónicamente, así que no le hizo falta entrar en detalles. Martínez supo encontrar el servicio sin necesidad de que ella se lo explicase; el problema vino cuando tuvo que sortear todo tipo de obstáculos.

—Venga, a la ducha —ordenó mientras la depositaba en la bañera como si fuera un frágil objeto a punto de romperse. Nada más quedar sentada notó cómo el agua fría invadía su cuerpo y le hizo soltar un quejido, de sorpresa.

—Levanta los brazos, Maite —pidió enérgico, pero con un punto de amabilidad paternal. Ella percibió ternura en sus palabras.

Levantó sus brazos y él se deshizo de la camiseta de tirantes. Después le pidió que levantase el trasero y, acto seguido, le quitó las braguitas. Tuvo que notar que se había orinado encima al notar la humedad al cogerlas.

—Todo tiene su explicación, Francisco —dijo en tono convincente, recuperando a esa Maite «normal», la que estaba acostumbrado a tratar a diario en la UCI del Hospital Universitario Príncipe de Asturias.

—Venga, a callar —ordenó mientras le echaba agua fría en la cabeza y, de manera enérgica, frotaba su cabello, en el que había vertido medio bote de champú.

En ese momento ella se sintió como Eva después de comer del fruto del Árbol de la ciencia del Bien y del Mal, desnuda ante él y sumamente avergonzada. Él estuvo realizando labores de padre enfadado, pero a la vez cariñoso, mientras ella se sentía desnuda ante un desconocido, pero consciente de que estaba haciendo lo correcto. En unos minutos enjabonó y aclaró, también con agua fría, todo su cuerpo. Percibió que su olor corporal se había transformado, olía a limpio. Su cabellera larga y mojada, su olor era de ese champú que ella utilizaba de grata fragancia. Fue como una expiación; no solo se trataba de una limpieza de su cuerpo, sino también de su alma que, debilitada, luchó por no venirse abajo e hizo de tripas, corazón.

—Venga, Maite, levanta —ordenó, mientras cerraba el grifo de la ducha. Se incorporó siendo consciente de que su jefe normalizaba la situación. Ella pensó que debía de sentirse incómodo viéndola así, desnuda y vulnerable.

—¡Qué vergüenza!, jefe. Siento que estés pasando por esto.

—¿Dónde está tu habitación? —indagó mientras cubría su cuerpo con una toalla.

—Tranquilo, ya puedo yo —afirmó, intentando zafarse. Se sintió indefensa, a su merced, y aunque recién duchada y con buen olor, sucia por dentro.

—Venga, pues entra en tu habitación. —Con un ostensible gesto, quitó las manos de su deteriorado cuerpo, cediéndole el control y la autonomía de sí misma. Después cerró la puerta.

Ya en la habitación, observó que la cama estaba como recién hecha. Se sentó en el borde trasero de su lecho y quedó desnuda frente al espejo de la coqueta. Secó con la toalla su cabello y examinó su desnudez.

Le sorprendió que en ese momento se le pasase por la cabeza que muchas mujeres de cuarenta años desearían tener los pechos grandes y bien torneados como los suyos. Supuso que aquel pensamiento había sido fruto de su desorden emocional. A lo lejos escuchó un ruido de cristales rotos. Su jefe recogía las muestras de la batalla campal que se había producido la noche anterior. Ahora tendría que enfrentarse a dos cosas. La primera: tendría que darle explicaciones, y la segunda: pedirle perdón por su comportamiento de los tres últimos meses. Sabía que no había estado en absoluto a la altura laboral de la que siempre había hecho gala.

Bajó la persiana de la ventana de su habitación. Aunque las cortinas cubrieron la ventana, prefirió aislarse lo más posible del vecindario. Sintió una súbita vergüenza al recordar su noche oscura del alma, cuando lanzó vasos contra la pared y gritó como una posesa.

Era verano, inicio del mes de julio; se puso unos shorts y la primera camiseta que encontró. Llegó al pasillo y observó cómo, de manera eficiente, Martínez continuaba recogiendo todo rastro de aquel desastre. Tener el alma herida fue para ella una de las sensaciones más horrorosas que una persona podía sentir. Era un dolor que le llegó desde todos los poros de la piel, recorriéndola de manera eléctrica de la cabeza a los pies.

—Gracias, Martínez. —Percibió su tono de voz como el apropiado. Dejó que él continuase recogiendo todo rastro de sus tinieblas nocturnas, mientras ella desabrochó las fundas del sofá para introducirlas después en la lavadora.

—Tienes que pedir ayuda —afirmó sin levantar la cabeza del recogedor, terminando de poner en él todo resto de cristales rotos.

—Me quiero morir, jefe.

—No digas eso, anda, trae un cubo y una fregona —pidió paternal.

Una vez finalizada la limpieza y con el salón listo para pasar revista, notó que Francisco Martínez le clavó la mirada. No pudo meter la cabeza debajo del ala, no le llegaba para tanto. En ese mismo instante sintió la sensación tan desagradable de: ¡tierra, trágame!, sumamente incómoda. Supo que tenía que dar todo tipo de explicaciones, menos mal que existía cierta confianza entre ellos y él ya había contemplado su alma sucia y su desnudez.

—Te invitaría a tomar algo, pero me temo que me lo bebí todo anoche.

—Seguro que tienes agua del grifo y un par de cubitos de hielo.

—Mira, eso sí. —Esbozó una leve y desdibujada sonrisa. No supo cómo actuar.

Cuando recorrió con la vista el campo de batalla, comprobó que ya no había restos de la crisis. Se acercó a la cocina con parsimonia, y aún algo aturdida cogió una botella de agua mineral de la nevera, un par de vasos y unos cubitos de hielo y los llevó al salón. Martínez estaba como absorto, mirando un cuadro que había colgado en la pared y que había pintado su difunto abuelo.

—¿Te gusta?

—Sí, está muy bien pintado. No es un paisaje fácil para plasmar, su autor ha jugado bien con las tonalidades, con las luces y las sombras. No es fácil lograr un paisaje otoñal con tantos contrastes.

—Mira, acabas de dar con la alegoría de mi vida —comentó ella con una alta y evidente carga de autocompasión.

—Ven, vamos a sentarnos —pidió Martínez.

Se sentaron, ella en el sofá y él en uno de los sillones, que desplazó para dejarlo frente a ella.

—No sé por dónde comenzar. Ya sabes que… he tenido problemas con Rafa, mi pareja.

—¿Por qué continúas denominándole tu pareja? —cortó radical.

—Es una forma de hablar, jefe.

—Él no es tu pareja, a ver si lo comprendes de una santa vez.

—Lo sé, lo sé. —Intentó quitarle hierro al asunto, no le apeteció continuar por ahí la conversación.

—Creo que no lo sabes, no has comprendido una mierda, Maite.

La verdad es que le sorprendió el tono de voz utilizado, y si no fuera porque la había ayudado cuando estaba tan mal, le hubiera invitado a salir en ese mismo instante de su casa. ¿Quién se había creído que era?

—No lleves por ahí la conversación, Martínez. Son cosas muy íntimas que solo me competen a mí.

—¿Tú crees?

—Por supuesto.

—¿Sabías que he mediado por ti para que no te sancionen administrativamente?

Nunca se le había pasado por la cabeza que estuviese llevando sus problemas al trabajo.

—Explícate por favor. —Su tono de voz se relajó y volvió a ser afable.

—Tus faltas reiteradas al trabajo, tus despistes constantes, tu desorden. ¡Coño, Maite!, que nos encontramos trabajando en el área más compleja y con más responsabilidad del hospital. ¿Piensas que nadie sabe de tus problemas o crees que nadie sabe que bebes? Llegas a diario apestando a alcohol; de hecho, tendría que haber pedido tu traslado hace tiempo, lo que sucede es que te tengo mucho cariño y sé por dónde has pasado y cuáles son tus penurias con ese tal Rafa, pero no continúes poniendo a prueba mi paciencia.

Martínez era un doctor brillante, había aprendido mucho de él. Solo le quedaban un par de años para acceder a su ansiada jubilación. Todo lo que sabía de enfermería en la UCI se lo debía a él. Siempre le vio como a ese padre que hace años perdió. Fue precisamente él quien consoló su llanto, quien se puso a su disposición, quien la arropó constantemente, quién la sostuvo en todo momento. A quien confió su problema con Rafa y le hizo cómplice de su intimidad.

Fue ahí cuando tuvo un encuentro muy personal consigo misma. Se vio pequeña, frágil y no supo qué hacer. Se sintió perdida, una marioneta a quien las cuerdas de la vida manejaban a su antojo.

—Es todo muy sencillo, Maite.

—¿Sencillo?

—Más de lo que crees.

—Y supongo que vas a ser capaz de explicármelo, ¿verdad?

399
477,97 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
201 стр. 2 иллюстрации
ISBN:
9788418848612
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают