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2. Los altoparlantes y el ruido de las turbohélices

Los altoparlantes y el ruido de las turbohélices y las conversaciones y los llamados producen en ti una confusión de la realidad, un aislamiento sensorial, ya estás viendo el presente como pretérito. En la noche te has ido a dormir a casa de tu mujer, como en un último don de tu presencia antes de ese viaje, después de años de separación imprecisa, con una vaga intención de conservar un puente en caso de nostalgia, ahí estás con ella en el aeropuerto, como un hombre que hace las cosas correctamente y, sin embargo, no puedes evitar que todo eso tan tangiblemente presente —el peso de las maletas, el certificado de vacuna, sus dedos que se hunden en tu brazo, como para obligar el paso de una pasión que nunca ha convenido a su naturaleza—, no puedes evitar que todo eso se convierta de inmediato en un remoto pasado, en una imagen que has visto indiferentemente en uno u otro film en un cine de barrio, no tienes paciencia con esa lentitud de la realidad. Además, todo se convierte en algo insensato, la fantasía de lo real se hace inverosímil e insoportable: estás viendo, a pocos metros de ti, justamente a Octavia, la misma Octavia, que en el mismo momento viene a despedir a un amigo, que sin duda viaja en el mismo avión. Demasiado complicado y calculado para la realidad, es insensato que Octavia despida a un amigo que quizá es el amante que no eres tú y que tu mujer despida a un esposo que tampoco eres. Te has puesto rígido, como si así no pudiera vertirse tu emoción. Hay alguien que está físicamente demás en ese cuarteto —¿probablemente tú?—, hay algo en su distribución que un simple intercambio de personas no remediaría. Y, no obstante, hace dos días o menos, Octavia reapareció en tu cuarto, desesperada de tu partida, reanimada de aquella caprichosa pasión y avidez de otro tiempo.

¿Y si todos los actos, todas las posibilidades hubieran sido para ella igualmente legítimos? Esa caída de tu estómago hacia un abismo submarino, ese mareo de la contención erótica, esa lentitud en partir. No puedes reconocer que la ves, has elegido que sea tu mujer quien te despida —¿qué habría hecho Octavia si se lo hubieras pedido?—, a tu mujer los abrazos, las promesas, pero comprendes que al abrazarlo a él ella también te está abrazando, que al abrazar a tu mujer la abrazas a ella, con esa otra emoción que crea el tacto de Octavia en tu memoria, y mientras caminas por la pista hacia el avión, y mientras él camina a unos pasos tuyos —el ruido de los motores y el viento de los reactores enmudece todas las voces, deforma todas las expresiones, y los rostros gesticulan y las manos se alzan en un territorio que ya está fuera del espacio sensorial—, mientras caminas ves ambos rostros en la vidriera de los visitantes y sus múltiples expresiones hacia atrás, agitas tu mano en dirección a ellos y, enseguida, todo eso entra a formar parte del pasado con una vertiginosidad que te desespera y excita.

3. El mayordomo del kolej

El mayordomo del kolej les representó su más absoluta ignorancia: adelantó el mentón, alzó las cejas y los hombros, puso los ojos en blanco y tornó las palmas hacia arriba. No, él no sabía nada. Dio a entender, siempre gesticulando, que eso dependía únicamente del Ministerio, allá, en Praga. Le instaron, en esa misma forma, a que llamara por teléfono, para obtener alguna información sobre el comienzo de los estudios, pero entonces él adoptó una actitud casi escandalizada, como si acabaran de decir un despropósito. Viendo el desconcierto de ellos, intentó explicarse: tal intervención podría ser mal considerada, una falta de tacto, una demostración de desconfianza, justamente cuando allá todos estarían preocupados y conocerían mejor que ellos mismos sus conveniencias y necesidades. ¿Qué podrían pensar de su prudencia, y qué de su impaciencia, cuando, en fin, no les faltaba nada? Además, todavía quedaban unos días de sol y podían libremente pasear, jugar al fútbol, descansar. ¿No era eso enteramente agradable antes de que se iniciaran las clases de idioma y de que comenzara el duro invierno? Más tarde, echarían de menos esa libertad.

Semanas después, vieron llegar a un joven melancólico, alto, desarreglado, con un saco de viaje en la espalda, que dijo ser un profesor. Hablaba español e inglés, y fue asediado a preguntas. Fue prácticamente forzado, esa misma tarde, a dar una clase de checo, pues ya nadie soportaba seguir viviendo en la aldea sin tener algún contacto con sus habitantes, sobre todo con las muchachas. El hombre enseñó como pudo una veintena de frases, que nadie consiguió pronunciar, pero no respondió adecuadamente a ninguna pregunta. Él mismo parecía no saber si estaría en condiciones de dictarles una próxima clase, el Ministerio no le había dado ninguna instrucción precisa a ese respecto. Tampoco sabía si vendrían otros profesores pronto, eso dependía de una sección especial a la cual él no tenía acceso. No pudo tampoco explicar nada sobre la aldea ni sobre las razones de su elección para albergarlos. Dijo que era la primera vez que pasaba por allí y que a lo más podía suponer que su nombre, Dobruška, podía significar “buenísima” o algo parecido. Numerosos muchachos, que pertenecían en sus países a organizaciones comunistas, le pidieron que los relacionara con el partido local, para ser de alguna manera útiles a la aldea, o para conocerse simplemente con los jóvenes, pero él afirmó no pertenecer al partido y explicó que, aun en el caso de haber pertenecido, no podría haberlo hecho sin una autorización especial de Praga, refrendada por el Ministerio. ¿No podía entonces promover personalmente una reunión, presentarlos, servir de intérprete en alguna conversación con los jóvenes de la aldea? No, él no estaba autorizado ni era conocido allí. Era mejor esperar alguna circunstancia propicia, que se diera espontáneamente.

4. Solo cuando quedó atrás la cordillera

Solo cuando quedó atrás la cordillera y comenzó el vuelo sobre la monótona pampa, su cabeza rubia, que habías estado observando de reojo mientras hojeabas una revista, se volvió hacia ti.

Jamás le habías visto y no había motivos para que él tuviera información sobre ti, a menos que Octavia le hubiera contado. ¿Contado qué? Siguiendo una absoluta objetividad, deberían haberse ignorado. Aun así ambos parecían estar conscientes de algún nexo que los relacionaba más allá de cualquiera formalidad, sin que sus expresiones hicieran de ello la menor alusión, pero delatando, de un modo solo perceptible para ambos, una curiosidad contenida y hostil, un resentimiento que parecía buscar cualquiera turbación en la mirada del otro.

En esos segundos ambos parecen buscar la respectiva significación que sus miradas dan de ella. Antes de volver los ojos sonríe, asiente, se vuelve hacia su propia revista. Tú también te vuelves, ignorándole. Cualquier figura sobre tu página se transfigura en Octavia, la una y la otra, la de hace un par de días, su indescifrable avidez de ti, la de hace unos momentos, la ambigua, la de una y otra vez, poseída e inasequible a la vez. ¿Cuál es la Octavia en la revista de él, si es que hay una en vez de las previsibles fotos de coches y modelos? ¿Es el mismo rostro, sus líneas, sus turgencias, sus sinuosidades? ¿Darán el mismo resultado, la misma persona, los ojos, fondo de arroyo de reflejos áureos, expresarán lo mismo? Percibida por otra piel, aspirada por otro olfato, deseada con otras asociaciones sensuales y de la memoria, ¿darán la misma Octavia, una que no fue conocida ni tocada por ti? Es la envidia por la posesión de esa desconocida lo que te hiere, lo que, si alguna vez volvieras a aquel lugar del que te alejas, te induciría a buscarla, a quebrar su olvido.

—¡No, no, no, no! —gritó Teófilo, dando un puñetazo sobre la mesa, y los vasos saltaron, las gentes de las otras mesas interrumpieron sus propios gritos y quedaron a la expectativa de lo que iba a pasar—. En la pintura no hay poesía, en la música no hay poesía, cómo se atreve a decirme tales tonterías en la cara. La poesía pertenece a las palabras y solamente a las palabras. Sin palabras y, por lo tanto, sin pensamiento, no hay poesía, ¡cómo puede decirme a mí, a mí, semejantes burradas!

El tipo interrumpido en alguna observación trivial trata, desconcertadamente, de explicarse, pero Teófilo no deja espacio para ninguna otra voz, ahora que se encuentra posesionado por ese estado de indignación vengadora que le ha sustraído de su embotamiento. Ahora que, desde el fondo de la sala, alguna aparición terrible, desde un nimbo celestial, como en las pinturas mitológicas, parece aprobar, para él solo, su defensa exaltada. Todo lo que pueda hacer confundir sentidos y pensamiento, lo que intente disociar verbo y poesía, lo que pretenda asumir poderes creadores solo posibles al lenguaje, es maldecido y vituperado con una furia que ninguna otra suerte de injusticia podría hacer tan sublime.

Como para compensar el espacio desalojado por las palabras, se echa un vaso repleto de vino, de color casi azul, en la garganta, y los amigos que están a su lado lo palmotean, con ganas de tranquilizarle y de volver a hacer trivial esa conversación.

Desde las otras mesas, unos le aplauden y otros aprovechan de venir a brindar con él, aunque a nadie le importa demasiado eso que acaba de decir, sino como un buen estímulo para discrepar y hacer más ruido. Justamente esa es la situación de mayor júbilo en el Club Social Pinochet-Lebrun, cuando las vociferaciones y la euforia impiden escuchar a su vecino, y cuando todo acontecimiento ruidoso —una pelea, la caída de una mesa o de un cuerpo, un canto o un discurso— no son sino una buenas ocasiones para celebrar y pedir más botellas que estimulen nuevas manifestaciones. Teófilo percibió distantemente esos ¡bravo, Teófilo!, ¡buena, negro!, ¡putas, Teófilo!, ¡salud, poeta! y sonrió con extrañamiento hacia las voces, sin poder tornar sus ojos y reconocer la proximidad de ese mundo bullente. De todos modos, clavando sus uñas en la mesa, hizo un intento por poner su peso de pie y por decir algo, que parecían versos de Mallarmé, o de Breton, que ya otros ruidos cubrieron; le pareció tener que ir hacia otra parte, pero el impulso que se dio no fue suficiente para poner todo su cuerpo en equilibrio y recayó simplemente en su silla, donde volvió a quedarse quieto, rechinando los dientes, como para adormecerse. De tiempo en tiempo, en el resto de la noche, reabrió los ojos, blancos, exorbitados, fijos, pero solo para visualizar mejor, en las tablas amarillentas del cielo, sus primeras revelaciones poéticas en las calles desiertas y sin destino de Temuco.

5. Ya en otro tiempo te dijiste

Ya en otro tiempo te dijiste quizá pase el tiempo y recuerde todo esto sin la misma emoción, sin que todo mi organismo —y te referías especialmente a esa perplejidad del cuerpo separado del cuerpo amado— se subleve, y recordaste tus diferentes grados de recuerdo a medida que el tiempo había ido pasando, y reconociste que en ninguno de ellos se alcanzaba la sensación prevista por el anterior —un mayor desprendimiento emocional—, sino que, por el contrario, transfiriéndose a la totalidad de la vida, se desarrollaba una violenta nostalgia del estado exaltado y doloroso que se había querido olvidar al comienzo, una nostalgia de lo irrepetible.

La puerta de la torre se encontraba cerrada.

6. Andaban en grupos o solitarios

Andaban en grupos o solitarios rondando la aldea, ociosos, con caras de avidez o fastidio. Se encontraban entre sí una y otra vez, en la plaza, bajo los portales, frente a las únicas dos o tres vitrinas, o en los interiores de esas mismas tiendas, comprando objetos inútiles, solo para poder acercarse a las vendedoras; sobre todo se encontraban en la confitería o en la cervecería, e incluso en los caminos que conducían al bosque, al riachuelo, a otros posibles pueblos, se saludaban y se hacían bromas en una mezcla pueril y complicada de idiomas, y de algún modo, en cada nuevo y repetido encuentro se transmitían la sensación de hallarse en el culo del mundo. A pesar de la insistencia con que pasaban frente a las mismas puertas y a la avidez con que miraban hacia el interior de los hogares, ninguno de ellos, ni siquiera los argentinos, que ayudaban a recoger remolachas, había sido invitados a entrar por los aldeanos. En esa situación ellos reconocían los límites de sus vagabundajes y, también, los límites de la medida curiosidad y tolerancia de los habitantes. Solo se acercaban espontáneamente a ellos, en la calle, algunos estudiantes del gimnasio que les pedían fotografías de Elvis Presley que nadie tenía y envases de cigarrillos extranjeros; les saludaban los camareros y las dependientas y, en la plaza, se les juntaban un par de muchachas granujientas y descoloridas, de ascendencia gitana, que unos mexicanos y ecuatorianos habían obtenido como mascotas. Así, para no sentirse desamparados, los jóvenes hacían ruido y, sobre todo, cantaban. En la plaza y en la cervecería cantaban canciones de la revolución cubana; al atardecer, en la puerta del kolej, guarachas, mambos y boleros, y después de comida, en sus cuartos, tangos y otros cantos humorísticos. Los aldeanos les observaban pensativos, entre corteses y chocados, con esa simpatía bien educada que inspiran los temperamentos y los ritos de los pueblos exóticos.

Sonrió melancólicamente al recordarse imaginando la vida excitante y plena de sentido que iba a llevar allí. No estaba seguro de sentir piedad por su ignorancia o burla por su ingenuidad. Una beca para estudiar cine en Praga. Se había echado de bruces en la oportunidad, la única de viajar al continente que en toda su propia historia de amistades y literatura era el centro de la cultura. Y el cine, encima, el medio perfecto para fundir literatura, arte, las experiencias y sueños de la propia vida y las ajenas enlazadas. Y hete aquí en una aldea más tediosa que las del propio país, donde no habría aguantado dos horas, y el idioma, cuya existencia, lo mismo que la mayoría de los muchachos, había ignorado. Y el socialismo. Esos rebeldes remanentes de convicciones políticas agonizantes. ¿No había pensado que quizá, a pesar de todo lo dicho y escrito en contra, algo hubiera sobrevivido? ¿La amistad entre los pueblos? ¿La solidaridad? ¿Los jóvenes del mundo danzando entrelazados en rondas de afirmación en el triunfo final? Los demás muchachos —él ya no era uno— no tenían historias, eran adaptables y parecían conformes con la perspectiva de pasar un año allí, felices de la oportunidad de adquirir profesiones asequibles en sus países solo a las clases altas.

Las gordas de caras rojas apaleaban las alfombras lo mismo que el día anterior, en los balcones del colectivo de enfrente; los ciruelos demarcaban un monótono camino, detrás suyo; el cielo anunciaba un cielo exactamente igual, velado, para el día siguiente; la carnicería exhibía unos huesos y un par de pollos, el pequeño mercado nada de color, unas acelgas, nabos y otros curiosos tubérculos terrosos; la tienda de comestibles oxidadas conservas rusas y vinos con aspectos de medicamentos; la farmacia, al menos, tenía unas pinturas alegres.

—¿Por qué me llamas?

—Por nada. Para preguntarte cómo estás.

Ella se quedó en silencio en el teléfono, esperando qué de tu memoria, deseando qué, en su secreto.

—¿Dónde estabas?

—Lejos. Llegué hace un mes. Hace tiempo.

—¿Qué hiciste?

—Estudié. Estuve olvidándote.

—¿Lo conseguiste?

—Sí.

—¿Y así lo demuestras?

—Sí.

Un escalofrío. ¿Qué más preguntas, entre los muros inconvenientes de tu oficina? Sabías que ella se detendría allí, sin sobrepasarse en una palabra más, en nada que la comprometiera o definiera.

Su silencio y su imagen tras el rumor del teléfono, e inmediatamente la idea de la desesperación que podrás sentir más tarde si ahora no entras en la trampa. ¿Con qué objeto abstenerse? ¿Para salvar qué?

—¿Quieres que nos veamos?

—¿Quieres tú?

Un poco más gruesa, el pelo más corto y menos dorado, la piel menos viva y tostada, pero siempre la misma Octavia, sus juegos al caminar y mover la cabeza, movimientos de Arlequín o Colombina en la Comedia del Arte para disimular lo que realmente quiere o piensa, la imposición inmediata, transmutante, del deseo en todo tu cuerpo, en tu memoria, ella cerró la puerta tras de sí con prisa, como para evitar que alguien la alcanzara a coger desde fuera, y apoyó su espalda en ella, el tiempo de escuchar algo detrás o de calmar su respiración; luego, recobrándose, se quitó el pañuelo de la cabeza y sonrió, excusándose de no saber cuál expresión mostrarte después de ese tiempo sin verse.

—Has engordado.

—Un poco. Tú también. ¿Más viejo?

Una simple sonrisa de su cara sonriente equivale a la risa, descubriendo sus encías, los mismos colores de su intimidad, los grandes huesos que tensan su piel.

Tus manos traicionan todo el orden de un proceso que debería tal vez motivarse en otro plano y conducir con otros medios —¿con palabras, con encuentros provocadores de su memoria y la tuya?— a ese reencuentro físico que es el único capaz de crear su real presencia. Tus manos la acarician, con esa torpeza del desacostumbramiento, y tu cuerpo percute incoherentemente el suyo, sin correspondencia a tu reticencia de unos segundos antes.

—No, no vine por esto.

Abrazándola, tu memoria reconoce su desolación. El poder de convicción de ese deseo, que nace de ella, y que se sirve de la avidez que despierta en ti para satisfacer la suya sin expresarlo. Sin prisa, interrumpiéndose, como para evitarlo todavía, ella se desviste, ella se corporiza lentamente, en la medida en que la tocas, como antes, el mismo prodigio; como antes, los mismos procedimientos, repetidos con la misma fe, producen los mismos resultados. Sin embargo, momentos después apenas crees en todo eso, como apenas se cree en un prodigio que ya no tiene un sentido sagrado. El tiempo transcurrido sin su goce, el olvido y su paciente trabajo te reprochan una especie de infidelidad.

—¿Te acordaste de mí? —poniéndose de pie, sacudiendo su melena, se pasea.

—Todo el tiempo. ¿Por qué te fuiste?

—Tú eras tan raro.

—¿Qué querías tú?

—Y tú, ¿qué querías?

Ella vuelve a anudar el pañuelo en la cabeza, las axilas rubias, los brazos en el aire, los dedos entrelazados atando el pañuelo, podrías fijarla definitivamente en ese instante.

—¿Has tenido otro amante?

Recoge sus ropas del suelo. Te mira a los ojos, desafiante y burlona.

—¿Pensaste alguna vez que habríamos podido vivir juntos, casarnos?

—¿Cómo podía pensar? Para ti era natural tener una cierta vida, ciertas cosas, y yo no tenía dónde caerme muerto. Eras menor de edad, tus padres me detestaban, no tenía con qué pagarme un divorcio.

—Pero, ¿pensaste?

Habrías tenido que olvidar todo lo que creías ser, renunciar a todo lo que querías tener, que no era más que sueños, quimeras, vivir para eso, para ella y su mundo, un mundo cuyo esplendor estaba solo quizá en tu imaginación. Borrar todo, rendirse, pactar con la ciudad y sus normas.

—No, no pude pensar. No supe.

—Y, ¿ahora?

Ella sonríe, dice eso sin esperar precisamente una respuesta, como pensando en otra cosa. De todos modos, sales de la cama, desnudo, impulsado por una violenta emoción. Acaricias su pómulo ceñido, ardiente. Levantas su barbilla, mirándola a los ojos, resuelto a todo. De inmediato, algo se opone en tu voz:

—¿Sabes lo que vale un kilo de carne, sabes cómo se hace una comida? ¿Conoces un verano en la ciudad? Con lo que yo gano a los quince días regresarías donde tus padres, o bien ellos tendrían que mantenernos. ¿Sí?

¿Por qué, por qué, sin embargo? ¿Qué voluntad secreta te dicta las palabras contrarias a tu propia emoción, las más disparatadas?

7. Cuando se detuvo frente al kolej

Cuando se detuvo frente al kolej el Tatra negro y reluciente que condujo al camarada Smrticˇek y, cuando, con una simultaneidad casi perfecta, llegó por tren el cuerpo de profesores, la noticia se extendió de un modo dramático por todos los lugares donde los extranjeros vagabundeaban. Nadie exactamente dio la orden de reunirse, pero, informándose unos a otros, se encontraron todos a las cuatro de la tarde en la sala de actos, descubriéndose a sí mismos una presentación física que habían descuidado paulatinamente. Allí nadie pudo explicarse en qué momento la sala había sido tan decorada con banderas y flores y cintas de papel que viva el socialismo, que viva nuestra eterna amistad con la urss; quizá todo eso, y el semicírculo de sillas para los profesores, y la botella de agua, eran preparados cada día por el mayordomo, en prevención del acontecimiento. Smrticˇek habló a los estudiantes en francés. Eva tradujo:

—Mis amigos, sean bienvenidos a esta tierra del corazón de Europa, donde, guiados por los héroes soviéticos, construimos el socialismo, y déjenme felicitarlos por ese impulso de perfeccionamiento que los ha traído hasta aquí, desde países lejanos, de nombres exóticos, para transformarse en hombres capaces de servir a la causa de sus propios pueblos.

—Merde, alors —dijo un árabe barbudo, al lado de Héctor.

—En adelante, ustedes y nosotros, sus maestros, nos trataremos de camaradas, de acuerdo al uso de nuestra sociedad socialista.

¿Y si Octavia lo hubiera dicho en serio, detrás de esa sonrisa que parecía únicamente querer jugar con el efecto de sus palabras? ¿Y si entonces hubiera buscado realmente decidir vuestro destino? Con lo que yo gano, dijiste con una voz ajena, de ventrílocuo, no podríamos vivir. ¿Tú sabes lo que vale un kilo de carne? No sabrías vivir sin una empleada doméstica. ¿Has ido alguna vez de compras al mercado? ¿Sabes de qué se compone una comida? Estás acostumbrada a llegar a tu casa y a comer sin saber de qué y cómo está hecho lo que comes, con mi sueldo viviríamos quince días y luego volverías a tu casa… Ta… ta… ta…

¿Es que no tienes dentro de ti un amigo, un aliado para elegir la felicidad?

—C’est un drôle de type —sigue diciendo el árabe, en voz baja, rascándose la barba—. D’abord, il s’en fou du temps que nous avons crevé ici avant sa bienvenue, et puis, personne chez nous ne songerai a l’appeler son frère, même selon l’usage de notre société islamique.

—Ustedes han atravesado los océanos —siguió traduciendo la colombiana, subdividiendo las frases de acuerdo a un ritmo que marcaban sus caderas—, los continentes, porque tienen la vocación de ser útiles a sus pueblos, porque tienen la confianza de volver un día, con las herramientas que les permitan librarse del subdesarrollo, del yugo del imperialismo.

—Cha cha, cha, ta gueule.

—Por eso, nuestra vida aquí, será de disciplina, de estudio, de esfuerzo…

—Ah, didons, on commence à nous emmerder, et pas doucement.

Voy a vestirme, había dicho Octavia, pronunciando así esa misma sentencia desoladora de otros tiempos, por milésima vez, y por milésima vez habías sentido ese translatido de tu corazón, que no indicaba sino tu aflicción ante la vuelta inminente al estado habitual, tras ese paréntesis prodigioso y fortuito de su desnudez. Porque, ya una vez vestida, no te pertenecía, sus emociones no dependían de ti, sus palabras y sus gestos no reconocían tu reciente, efímero dominio; pertenecía otra vez a la ciudad y a lo contingente, a los lugares inimaginables hacia donde corría, y a otras personas, y a otras emociones irrenunciables.

La colombiana prefirió sintetizar:

—Compañeros, el camarada director ha dicho que las clases comenzarán mañana, a las ocho y media. Debemos levantarnos a las siete, para hacer nuestro aseo personal y salir a desayunar a la cantina. Ocuparemos la tarde en tareas y estudio personal, hasta las cinco. Comeremos entre seis y media y siete. El kolej cerrará sus puertas a las ocho y media. En estos días llegará un televisor. Los sábados habrá cine. Los domingos se organizarán partidos de fútbol y paseos a los alrededores. Dentro de poco se obtendrá que seamos invitados a conocer las fábricas cercanas. Otras noticias se comunicarán por la pizarra.

—Ca ne vous emmerde pas? On a bien gàché mon enfance déjà une fois. Je m’appele Ramadán. Et vous?

—Héctor.

—Vous n’êtes pas juif, j’éspère.

Entonces, voy a ver lo que vale cada cosa, voy a observar lo que se hace en la cocina, voy a sacar cuentas, y tú… No dejaba de sonreír, ya vestida, desasida, no sabías si de lo que estaba diciendo o si de oírse decir esas cosas mientras pensaba en la persona que la estaría esperando, o simplemente porque la disposición de sus músculos la disponía a sonreír. Imposible con ella salirse de una relación que no pareciera un juego, una provocación. Imposible no representar, aunque se estuviera diciendo la verdad. Desde la comisura de sus labios, hasta los bordes de los ojos, tiene marcadas esas dos líneas de la sonrisa. En su rostro no existe ninguna línea más. De tal manera que los músculos de su cara no tienen la posibilidad de encaminar las expresiones sino por esos cauces, que solo en la medida de su profundidad sugieren a veces, difícilmente, la preocupación, el temor, la tristeza. Cuando se trata de algún matiz, no puedes discernirlo en su sonrisa, hace tiempo que no sabes. Sería tan inútil como antes preguntárselo. Ya has perdido la aflicción por conocer sus móviles, por descomponer sus movimientos. Voy a llamarte, dice, con el abrigo puesto, con la cabeza y las mejillas ceñidas por el pañuelo de seda, con todas las huellas de la intimidad compartida contigo absolutamente borradas, y apenas oyes que ha cerrado la puerta, te sientas desnudo en esa cama revuelta donde hasta hace un momento tú y ella eran dos, donde tu memoria no sabe repoblar su espacio abandonado, donde nadie, fuera de ti, podría presumir que hubo dos, enciendes tu cigarrillo, es cierto, ya sin melancolía o, más bien, con una cierta melancolía fatigada, como si todo aquello que fue la prolongada y álgida obsesión de querer apropiártela, de aprisionarla, arrebatándosela a la ciudad, se hubiera transformado en una pura mitología, en la pura idealización de un deseo ya extraño. No, ese traspié de tu corazón es solo el reflejo amable de un antiguo sufrimiento, tu verdadera emoción ya está exhausta, ahora lo único que conviene es rehacer la cama, pensar en la comida, un bife, es lo más rápido, después caminarás hasta adquirir el cansancio suficiente para dormir a tiempo, para llegar a tiempo y sin demasiado pesar a tu oficina, las estufas de gas, el diario de la mañana que da cuenta de la realidad en la que no estuviste y, a medida que avance el día, la idea inconfrontable de que transcurre un día y de que él podría contener alguna señal destinada a ti.

399
671,30 ₽
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0+
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251 стр. 3 иллюстрации
ISBN:
9789562892346
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
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