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Ali Ben Hamiar

Macababa de abrir la página social y mirar los grandes titulares, «Pretendiente Árabe, Hijo de Magnate Petrolero, Visitará a Luz Esperanza Primera», cuando su teléfono timbró. El coronel levantó el auricular.

—Agencia Rescate para servir a usted.

—¿Quién personalmente? —inquirió una voz vibrante con acento costeño.

—El coronel M a la orden.

—Mucho gujto, coronel. Le habla Jóvito Marcolfo. ¿Ya sabe quién soy? —dijo la voz emocionada.

—Claro, claro, señor Marcolfo, naturalmente, desde luego… —respondió M tratando de recordar.

—Bueno, ejte, ejte, coronel M, yo quisiera una entrevijta urgente con usté.

—Estoy a sus órdenes. Puedo recibirlo en este momento.

Mientras Jóvito Marcolfo aparecía, M seguía tratando de recordar, Marcolfo… Marcolfo… era el apellido de la señorita Colombia, de Luz Esperanza Primera… y M volvió sus ojos sobre la noticia:

New York (UPI) El príncipe Alí Ben Hamiar, magnate petrolero, sus esposas Zamarkanda y Zoraida y su primogénito Ahmed, de veinticinco años, pasarán cuatro días en esta ciudad procedentes de El Katar y con destino a Cali, Colombia, Sur América. El príncipe Ben Hamiar, de cuarenta y cinco años, jovial y robusto, declaró a los periodistas, durante rueda de prensa en el Hotel Waldorf, que se propone acompañar a su hijo Ahmed quien visitará a Luz Esperanza Marcolfo en la ciudad latinoamericana mencionada.

El joven Ahmed y Luz Esperanza se conocieron el otoño pasado en Londres, durante la elección de Miss Universo. Luz Esperanza, belleza de piel mate y ojos y cabellos negros, representó a su país donde había ganado el título de «Señorita Colombia» ese mismo año.

Aunque el príncipe Ben Hamiar viaja únicamente con dos esposas, las distinguidas damas Zamarkanda y Zoraida, su harem es uno de los más provistos del Medio y Lejano Oriente. Cuenta con ochenta y seis muchachas de todas las razas, desde árabes y negras senegalesas, hasta una francesa, una inglesa y dos italianas.

M cerró el diario: Jóvito Marcolfo, Jóvito Marcolfo… —pues era nada menos que el padre de Luz Esperanza, si su memoria no fallaba.

Llamaron a la puerta de la oficina.

—¿Quién es?

—Soy yo, Jóvito, con quien hablajte hace unoj minuto —gritó alguien desde el otro lado.

El coronel metió al cajón del escritorio dos enormes panes franceses que estaban encima y con una amplia sonrisa ordenó a la secretaria hacerlo pasar. Jóvito Marcolfo tenía una cara rosada de gran señor, la cabeza blanca de canas y el paso atlético. Usaba esclava con cadena en la muñeca y guayabera cubana.

—¡Hola chico! —dijo sin ningún respeto.

—Siéntese, siéntese, don Jóvito, ¿cómo está Luz Esperanza, su esposa, toda su familia? Su hija no ganó en Londres por pura política. Merecía el título pero los ingleses querían cepillar al gobierno de Bolivia.

—Bueno si, ejte, tú tiene razón, pero ya, qué vamo a hacé. Mira, sucede que un millonario árabe se ha enamorado locamente de mi hija, tú sabej, talvez leíjte el diario. Y bueno, viene pacá con su padre, don Alí Ben Hamiar. Y claro, yo quiero atendé al viejo como lo merece, ej que tu comprendej, el viejo mangonea todo el petróleo de Oriente. Bueno, anda, el viejo me ha escrito y yo ejtoy preparando todo pa recibirlo. Ante todo, M, no te preocupe por el dinero, mira, aquí tengo el primé cheque, —Jóvito extrajo de su guayabera un cheque contra el Chase Manhattan Bank con una firma de puntitos y garabatos —mira M, yo quiero un guardaejpalda pal viejo, poique tú comprendej, ese hombre tan rico corre peligro aquí en Cali. Y yo a mi consuegro lo protejo a toda cojta, óyeme bien: ¡¡sin ejcatimá ejfuerzo!! —terminó Jóvito muy excitado, levantando los brazos.

M adoptó un semblante grave.

—Debe ser un guardaespaldas muy efectivo, experimentado… un hombre muy especial… m… m…

Hizo sonar el timbre y acudió la señorita Zamudio. M pidió las tarjetas del personal.

Jóvito no reparó en que M las miraba al revés y que desde el primer instante había pasado atrás la que enseñaba un rostro de cachetes redondos e inflados, síntoma de crueldad, y un bigotito mosca característica de audacia.

M se inclinó hacia Jóvito y le dijo bajando la voz:

—Nuestro hombre, don Jóvito, es 008…

—Bueno, el que tú diga, pero envíalo rápido al aeropueito que el príncipe ese llega por Braniff a las ocho y cuarenta y cinco.

• • •

La gente se agolpaba frente a la oficina de la aduana del pequeño aeropuerto internacional. Detrás del edificio descansaba el enorme Boeing a propulsión y el aire tibio de la noche caleña hacía la felicidad de todo el mundo.

—¡Aquí llega!

—¡Llegó!

—¡Ahmed es un lulo! —gritaba una muchacha sacudiendo la mano derecha.

008 no había podido colarse dentro de la oficina de la aduana porque la estatura de los curiosos le había impedido enseñar su carnet a los guardias. Detrás de él, toda la familia de Luz Esperanza Primera estiraba el cuello sonriente y tenía los ojos sobre la puerta de la oficina. Don Jóvito, con una guayabera recién lavada y planchada, se aproximó a 008.

—Oye, Ocho, mucho ojo con laj joya de doña Zamarkanda y de misiá Zoraida, ¡que esoj gamine hijueputa no se dejcuidan un momento!

—Tranquilo don Jóvito —respondió el detective.

Llevaba su chaqueta grande a cuadros verdes, un sombrerito del mismo color y pantalones negros. Sus ojos escrutadores pasaban de la puerta de la oficina de aduana al trasero de una niñera que tenía un infante en brazos.

Luz Esperanza Primera era una verdadera belleza: con los ojos enormes, alta y de piel mate claro, el cabello negro, largo y abundante. Usaba sandalias romanas y un traje ligero color azul cielo. Un collar de perlas además.

Un pariente de don Jóvito le había prestado su Buick cincuenta y seis, un auto pesado y sin parales, de aspecto majestuoso. Hasta un mes antes, don Jóvito había tenido su propio coche, pero la Agencia de Viajes Mundo Nuevo, la joyería Diamantes del Rey Salomón y el dueño de la casa que ocupaba con su familia en el Barrio Granada, se lo habían repartido equitativamente.

Un griterío de mujeres anunció la salida de Ahmed. Las puertas de la oficina de aduana se habían abierto y un joven alto, moreno, de ojos fosforescentes y largos, nariz arqueada, cejas negras y muy tupidas, con traje gris de dacrón tropical y un caftán que ondulaba por la brisa, avanzó serio.

Luz Esperanza Primera, algo pálida, salió a su encuentro seguida por don Jóvito, su madre y dos tías.

Detrás de Ahmed caminada el magnate. Pequeño y ancho de espaldas, fuerte, con traje semejante al del hijo pero con corbata roja, Alí Ben Hamiar venía con una amplia sonrisa adornada por un negro y gran bigote de guías levantadas. Detrás, con los rostros cubiertos por velos, misiá Zamarkanda y doña Zoraida, eran custodiadas por una vieja de traje hasta los tobillos, rostro arrugado descubierto y vistosas joyas.

—¡Aquí ejtá tu carro, Alí! ¡El Buick negro ej tu carro! —gritaba don Jóvito extendiendo las manos y corriendo de aquí para allá —¡Laj maleta! Mucho ojo, agente, mucho ojo —seguía gritando mientras su esposa y Luz Esperanza caminaban hasta el Buick con el magnate y su séquito.

Cuatro maleteros empujaban sendas carretas de manos con torres de equipaje. Los visitantes varones con Luz Esperanza Primera, su madre y 008, ocuparon el Buick. Don Jóvito se asomó al interior del vehículo e informó al oído a Alí quién era 008.

El magnate miró al agente con una sonrisa y un gesto aprobatorio. El detective cerró los ojos con dignidad.

Don Jóvito tuvo que contratar otro taxi para el séquito del magnate, la cuñada y hermana de él, y otros tres únicamente para el equipaje.

En la portería del Hotel Alférez se agolpaban más de trescientos curiosos, a la entrada, 008 tuvo su primera dificultad. Una pandilla de gamines se había mezclado hábilmente entre los curiosos.

Ben Hamiar, Luz Esperanza y Ahmed entraron primero, y cuando la vieja, doña Zamarkanda, misiá Zoraida y las tías de la reina de belleza pasaban la puerta, tres gamines saltaron a la vez y arrebataron los pequeños y brillantes bolsos de las esposas de Hamiar y un prendedor de oro a la vieja. Las tres mujeres lanzaron horribles gritos y los curiosos iniciaron una desordenada cacería de los gamines. Estos se pasaban las joyas de uno a otro y se escurrían bajo las piernas de los curiosos. Un policía alto, con un aviso en el brazo que rezaba TURISMO, intervino con su bolillo para colaborar en la cacería.

Alí Ben Hamiar, sorprendido, agarró a 008 del brazo.

Los gamines se movían en rápido zig-zag, el policía de turismo comenzó a corretearlos y mandar tremendos bolillazos. Los gamines comenzaron a meter zancadillas a sus perseguidores y tres cayeron al suelo. Se dejó oír un impresionante ¡plof! y un hombre se fue al suelo. El agente de Turismo se detuvo aterrado. La víctima era un señor de unos cincuenta años, modestamente vestido. El garrotazo le había inmovilizado del todo. La cacería se detuvo en el acto, mientras los gamines desaparecían hacia todas direcciones con increíble ligereza.

—¡Asesino! —gritó un curioso.

El policía lo miró pálido, con los ojos extraviados.

—¡¡Abajo el gobierno!! —se escuchó.

—¡¡Bruto!!

—¡¡Animal!!

—Lo mató.

Comenzaron a levantar las manos y a abalanzarse contra el agente. Este empezó a retroceder hacia el hotel.

—¡¡Hijueputa!!

—¡¡Viva Fidel Castro!!

—¡¡Paredón!! —gritó riendo un grupo de emboladores.

El golpeado comenzó a dar señales de vida. A poco se sentó y comenzó a rascarse la cabeza.

—¡No lo dejen ir!

—¡Vuelvan a golpearlo! —gritó alguien.

Un coro de carcajadas hizo eco.

El policía siguió retrocediendo hasta que tuvo que colarse dentro del hotel, sin gorra y sin un solo botón en la chaqueta. Los porteros lograron detener a la gente que quería entrar y con ayuda de los ascensoristas cerraron la puerta.

—¡¡Lambones!! —les gritaba la turba.

Más carcajadas.

—¡¡Vendidos!! —gritó otro.

El ciudadano del garrotazo se sobaba su chichón de tamaño considerable. Se levantó al fin y le pasaron un vaso de agua.

—¡¡No lo dejen ir!! —volvieron a gritar y se produjeron más carcajadas.

Pronto se escuchó la sirena de una radio-patrulla, en el momento en que un estudiante barbudo se subía ayudado de lazos, a un balcón del edificio de la Colombiana de Tabaco. La radio-patrulla se detuvo con un frenazo, y cuando descendían los agentes de la ley armados de bolillos, el estudiante ya instalado en el balcón, levantaba la mano y comenzaba en tono solemne:

—Proletarios de América, ¡ha llegado la hora!

Pero todo el mundo se había escapado. Echó un vistazo abajo y los únicos que podían escucharle eran los policías. Además, el lazo estaba en el suelo y de momento no se veía la manera de bajar de allí. El estudiante fue bajando el dedo lentamente. Los policías comenzaron a meterse de nuevo a la radio-patrulla y entonces el estudiante se alarmó.

—Oiga agente, mire, ¡vea! —gritó.

El último agente levantó la vista.

—¡Tíreme ese lazo agente en un momentico!

El agente vaciló. Un teniente se bajó de la radio-patrulla:

—¿Y usted que está haciendo allí? —dijo alzando la vista.

—Iba a tomar una foto —respondió el estudiante.

—Tírele el lazo —dijo el teniente al agente y volvió a entrar.

• • •

Ben Hamiar solicitó la suite presidencial para él y su séquito. El señor Utrillo se negó al principio, pues su deber era reservarla, a lo que Ben Hamiar se molestó, comenzó a levantar los brazos y a decir:

—¡Vosté no digas no, simplemente cobras y yo pagos!

Don Jóvito llamó aparte al señor Utrillo y le dijo algo al oído. El resto de la familia Marcolfo se había retirado a sus casas.

El señor Utrillo accedió finalmente cuando Ben Hamiar tiró sobre la recepción varios billetes de cien dólares. Ben Hamiar tomó un aposento de la suite para él solo, otro para Ahmed y el tercero para sus esposas y la vieja. Las tres mujeres estaban furiosas por el robo. Misiá Zamarkanda llegó a exhibir una pequeña daga arqueada con empuñadura de rubíes, y a blandirla ante los ojos de los botones, tal vez como advertencia.

008 no abandonaba a su protegido y caminaba siempre detrás de él, manteniendo a la mano la nueva Beretta que le había suministrado la Agencia Rescate. Don Jóvito iba adelante del magnate, caminado ágilmente, vigilando con gritos a la entrada de las maletas y reconviniendo a los botones porque no trataban con más cuidado las cajas que estaban marcadas «Delicado».

—Mira ceru ceru, yo vine acombañar este bobo de Ahmed que está enamorado, bero yo quiero tener mis vagacioncitas, tú combrendes, yo trabajas mucho en mi baís con ese betróleo y tú combrendes, los casados debemos echar una canita al aire de vez en cuendo —y Ben Hamiar soltó una risa sonora como la de un negro.

—Estoy para servirlo, don Ali —dijo 008 bajando los ojos.

—Entonces mira, yo voy a decir a don Jóvito que estar muy cansado, muy cansado, y luego tú y yo ir conocer vida nocturna, tú combrendes —y apretó el brazo derecho de 008, quien sintió como si lo hubieran agarrado con tenazas.

Don Jóvito entraba en ese momento discutiendo con un botones porque en los baños de la suite presidencial no había dentífrico ni lociones perfumadas.

—Mira combadre Jóvito, yo francamente muy agradecido con vos y hasta mañana, vos combrendes, yo muy cansado combadre, yo voy dormir y mañana vos vienes y hablamos de ese negocio que vos dices.

—Anda, claro Ben, no te preocupej, ej natural que quieraj dormir, mañana noj veremoj, tú dice a qué hora… —y se quedó con las manos abiertas esperando que el magnate respondiera.

—Hombre combadre… buede ser las nueve, o buede ser las diez, yo te llamo a tu casa combadre…

—Como tú diga, hombre —y se volvió a 008 —agente, mucho ojo, mucho ojo, tú y yo tenemo que rejpondé poi la seguridá del príncipe. Loj cuatro ojo de loj do no son suficiente para lo que merece Ben. ¡Cuídamelo como si fuera mi padre! —exclamó don Jóvito.

El agente asintió gravemente.

Don Jóvito se despidió, no sin antes presentar sus respetos a misiá Zamarkanda, doña Zoraida y su dama de compañía. Eran las nueve y cuarenta y cinco de la noche. El magnate guiñó un ojo a 008.

—Ceru, ceru, vamos a comer tú y yo bara tener fuerzas para la vida nocturna, ja, ja, ja! —volvió a apretar el brazo del agente.

Se despidió en árabe del ama de compañía y abandonó la «suite» con el agente.

—Ahmed ha sido invitado a casa de su novia —explicó.

Ya en los comedores, Alí Ben Hamiar recibió la carta ceremoniosamente de manos del mozo. Todos los comensales le miraban.

—Mira, mira, hombre, yo no quero ver carta ninguna, yo vos digo lo que ceru ceru y yo vamos a comer: un blato de cebollas crudas, un cordero endero asado, ban, bastante ban, un blato de tajine, un frasco de bebinos en vinagre, dátiles, queso de cabra, miel y una cafetera llena de café bien fuerte y caliente. Sírvanos todo esu ligero que el agente y yo tenemos afán —y el magnate se frotó las manos.

El mozo lo miraba consternado.

—Señor Ben Hamiar… lamento decirle que… no tenemos esos platos en el menú. Pero sírvase mirar la carta. Hay una langosta a la thermidor especialidad del día que le recomiendo y puede acompañarla con un vino chileno espumoso cosecha de 1950…

El magnate lo miró sorprendido:

—No seas bendejo, ¿cómo crees vos que yo no sé lo que voy comer? ¿Y bor qué dice la brobaganda que este hotel tiene comida mundial? Bendejo, si no hay nada, ¡vos decíme de una vez y nosotros vamos boscar comida a otra barte!

—Lo lamento mucho señor Ben Hamiar… realmente no hay lo que usted pide…

El señor Utrillo había oído el intercambio de palabras y vino solícito a tratar de atender al magnate.

—Míra, ¡yo no queru balabras y más balabras sino comida! ¿Vos combrendes? —dijo al administrador, se levantó tumbando la silla y tomó a 008 del brazo.

No se había cambiado del traje ni despojado del caftán, así que los dos hombres fueron seguidos por una turba de curiosos. El magnate miraba pasar las muchachas con ojos chispeantes.

—¡Míra, míra, qué gulos tienen las muchachas aquí! ¡¡Qué bonitas, muy bonitas todas, tienen unos gulos lindos, qué gulos tan lindos, bendito sea el Brofeta!!

Seguían avanzando y Alí nunca miraba adelante por observar las mujeres, 008 tenía que detenerlo cuando iba a atravesársele a un carro. 008 condujo al magnate al café de los Turcos, único sitio para comer algo parecido a lo deseado por el príncipe. Los clientes se quedaron mirando a los dos hombres. Ben Hamiar pidió siete chuzos, una docena de panes árabes, tajine, un plato de cebollas, yogurt y tres tazas de café árabe. 008 pidió tamales y aguardiente.

No había tamales y tuvo que contentarse con carne asada, pero sí había licor. Mientras comía, los ojos de Ben Hamiar se iban tras las minifaldas y las robustas piernas de las chicas que pasaban sin cesar por el andén.

—Bendito sea Alá, ceru ceru, tenemos que invitar cuatro o cinco muchachas venir con nosotros. Yo nunca haber visto tanta belleza por el Brofeta combadre, ¡¡yo creo que en ninguna otra ciudad del mundo se pueden ver gulos y ojos como estos!!

Cuando terminaban de comer, un zarrapastroso pasó en gran carrera seguido de lejos por siete u ocho personas que gritaban «cójanlo, cójanlo, cójanlo», a poco apareció muy agitada, con la mano en el pecho y los ojos asustados una dama gorda y elegante, «Mi collar Dios mío, mi collar», exclamaba.

—En El Katar pasaba lo mismo antes bero ahora los bobres ladrones no tienen manos —dijo el magnate sonriendo y siguó bebiendo café.

Alí propuso que tomaran un taxi y dieran vueltas hasta encontrar cuatro o cinco muchachas dispuestas a irse con ellos. Iniciaron la ejecución del plan y Ben Hamiar ordenaba parar cada vez que avistaba minifaldas. Asomaba luego su cabeza cubierta con el caftán y con los ojos salidos y una enorme sonrisa adornada por su gran bigote.

—¡Boenas noches mochachas, nosotros invitamos vostedes dar vueltitas y comer bocaditos! —les decía.

Las muchachas miraban sorprendidas. Unas reían y otras no respondían. Dos niñas que no pasaban de catorce años y que salían del Instituto Colombo-Británico, fueron interceptadas por Ben Hamiar y cuando el taxi se hubo detenido al pie de las chicas y el magnate sacó la cabeza y empezó a hablar, las chiquillas prorrumpieron en gritos espantosos. Los transeúntes se detuvieron, las chiquillas pedían socorro con las manos sobre las aterrorizadas caras y Ben Hamiar, súbitamente serio ante la reacción, ordenó al chofer seguir.

—Don Alí, lo que sucede es que a un taxi nunca se suben las muchachas. Si anduviéramos en automóvil particular, sería diferente —008 dijo a su custodiado.

El magnate lo miró.

—¡Maldita sea hombre y bensar que el El Katar tengo siete Cadillacs, dos Mercedes Benz y un Rolls-Royce! Bero eso no es broblema hombre —metió la mano a sus bolsillos y extrajo dos manojos de billetes de a cien y quinientos dólares.

—¿Dónde venden carros aquí cerca, ceru ceru?

008 se quedó perplejo, era un problema inesperado.

—A esta hora, don Alí, ni modo de comprar un carro… —dijo 008 con un poco de vergüenza por su imposibilidad de ofrecer soluciones.

El magnate lo miró con el ceño fruncido, levantó las manos.

—¿Bero cómo es bosible hombre que no bodemos encontrar muchachas que vengan con nosotros? ¿Es que en esta ciudad ni con dinero se boeden conseguir mujeres? ¡Mira lo que tengo bara las muchachas que quieran venir! —y el magnate sacudió sus manos llenas de dólares.

008 no supo contestar. Miró mudo al chofer, quien se había vuelto y sonreía. Miró luego la calle y al fin se atrevió.

—Si don Alí quiere, vamos a una casa de mujeres…

—¿No seas bendejo, claro que vamos, acaso no son mujeres lo que nosotros buscas?

La entrada de Ben Hamiar y 008 a la casa de Fidelino hizo sensación. Era una edificación de una sola planta, con muebles metálicos, macetas con palmas, litografías y almanaques de mujeres desnudas.

Se encontraban más de cuarenta muchachas de todos los colores, desde el rubio pálido hasta la negra africana, pasando por la morena de ojos negros y la piel canela con ojos verdes. Desde los quince años hasta los veintiocho, flacas, chiquitas, grandes, gordas, caderonas, pequeñas, altas, delgadas. Todas con minifaldas y tacones. El magnate entró con ojos escrutadores y comenzó a estudiar el terreno con miradas inquietas y ardientes.

Ben Hamiar y 008 tomaron asiento en un sofá grande y en segundos fueron rodeados de muchachas.

—¿Usté de dónde es?

—¿No ves que ese vestido es árabe, tonta?

—Qué va, es un disfraz.

—¿Ese vestido de dónde es, mijo? —inquirió una muchacha cobriza, de ojos oblicuos y piernas larguísimas de robustos y juntos muslos.

—Ese vestido, chiquita, es de Arabia Saudita.

—¿Usté es árabe?

—Sí, chiquilina —contestó Ben Hamiar acariciándole la barbilla y arrastrándola de una mano hacia él.

Con el brazo izquierdo mientras tanto, rodeó a una rubia pálida de acento antioqueño.

—¿Usté es árabe mijo?

—Sí reinita, sí —contestó Ben Hamiar con una sonrisa luciferina y dos hilos de saliva.

—¿Y qué negocio tiene allá, mi amor?

—Yo, chiquilina, tengo un surtidor de gasolina bara automóviles y vendo betróleo en botellas —dijo Ben Hamiar sonriendo con los ojos adormecidos, mientras acariciaba las manos a la amarilla de piernas largas —Vos tienes unas biernas hermosas, hermosas, hermosas. ¿Se bueden dar besos a las biernas de las mochachas aquí?

—No, mi amor, es prohibido —dijo la chica y todas soltaron la risa.

—Entonces vamos a hacer cosas brohibidas —dijo el magnate e inclinándose besó un muslo a la muchacha.

Otra carcajada general.

—¿Qué quiere tomar don Alí? —inquirió 008.

Frente a ellos estaba un mozo de mandíbula y labio inferior sobresalientes, ojos soñadores y pantalones muy estrechos de ancha hebilla.

—Licor del baís, bara ver a qué sabe…

Los ojos de 008 despidieron chispitas de satisfacción. Pidió dos botellas de aguardiente y una bandeja de naranja en casquitos. Media docena de muchachas habían rodeado al magnate. El príncipe las autorizó pedir lo que quisieran. Ordenaron una botella de whisky y otra de brandy. El primer trago de aguardiente hizo cerrar los ojos al príncipe. El segundo sólo le produjo un chasquido de lengua. Y el tercero un gemido de satisfacción. Siguió bebiendo aguardiente y las muchachas brandy tras brandy, whisky tras whisky. Ben Hamiar alargaba sus robustos brazos y sus manos inquietas, fuertes y peludas, tocaban cabezas, muslos, barbillas, brazos, nalgas. 008, con aire circunspecto, sin librarse de su sombrero, libaba el dulce néctar de la caña. En cuestión de minutos los dos hombres dieron cuenta de la primera botella. Ben Hamiar tenía el rostro sudoroso ahora y había formado un verdadero nudo con la mestiza de las piernas largas, la rubia antioqueña y una morena que se le había sentado a los pies. Con palabras poéticas y pintorescas ensalzaba la belleza de cada una mientras iba acariciando la zona correspondiente a la alabanza. En otro cuarto de hora, habían terminado con la segunda botella. Los ojos de Ben Hamiar comenzaron a dilatarse.

La morena que estaba en el suelo con los brazos sobre las piernas del magnate, comenzó a reírse a carcajadas. La rubia quiso saber de qué reía y la morena se lo dijo en secreto. Las dos muchachas reían en coro. Pronto la mestiza quiso enterarse también, y la rubia le participó la noticia. Ahora eran las tres quienes reían. En pocos instantes las seis muchachas estuvieron riendo con gritos destemplados. 008 se inquietó y trató de averiguar lo ocurrido. Ninguna se lo quería comunicar, pero por las señales de una de las chicas, las miradas de otra y las alusiones de una tercera, 008 se decidió a mirar hacia el centro de interés de las muchachas, que era la entrepierna del magnate. Y 008 comprobó con sorpresa que en esa zona del cuerpo de su protegido se había levantado un bulto de proporciones desusadas, que presionaba con violencia la ropa del príncipe. Ben Hamiar tenía ahora los ojos desorbitados y se le había torcido el bigote.

—Vos vienes conmigo y vos también vienes conmigo y también vos —invitó a las tres que tenía más cercanas, agarrándolas de los brazos.

Las muchachas se cuchicheaban asustadas y miraban con temor el inesperado y descomunal bulto en la entrepierna del petrolero.

—Vos vienes todas que yo pagas bien, mira que yo pagas muy bien —y Ben Hamiar trató de meterse la mano al bolsillo para sacar dólares, pero la fuerte presión a que estaban sometidos sus pantalones se lo impedía.

La juguetona que tenía echada a los pies decidió comprobar lo que sospechaban todas, y poniendo su menuda manecita sobre el montón del petrolero, comenzó a apretarlo, a moverlo, a lo cual el bulto empezó a dar sacudidas intermitentes hacia arriba. De pronto saltaron botones y ante los ojos sorprendidos de las muchachas un pipí de dos cuartas, grueso como un salami y color violeta oscuro, apareció a través de la bragueta del magnate, levantado y energúmeno.

Un grito de horror salió de la garganta de las seis muchachas que se levantaron como movidas por un resorte y dejaron a Ben Hamiar sentado. Del susto inicial pasaron a salvajes y chillonas carcajadas y, Ben Hamiar momentáneamente desconcertado, trató de meter su pipí, nuevamente a casa. 008 se levantó presuroso a cubrirlo con su cuerpo mientras las manos de Ben Hamiar trataban de doblar el órgano. Pero era inútil. El irritado pipí con una cabeza como tachuela gigantesca, se negaba a obedecer y a doblegarse, lo cual producía carcajadas aún mayores a las chicas.

Pronto se había conocido la noticia en toda la casa y acudieron muchachas desde el bar, de las piezas vecinas y algunas hasta bajaron de la segunda planta dejando a sus clientes solos, a contemplar el pipí. Un círculo de muchachas en estado de risa permanente se hizo en torno a Ben Hamiar sin ningún respeto ni consideración por la apurada situación del príncipe. Hasta el cantinero del establecimiento, el joven de la mandíbula y labio inferior prominentes, vino a mirar. Algunos varones se aproximaron a mirarlo de cerca y se retiraron sonriendo, tal vez para disimular su envidia.

Fatigado por los esfuerzos para controlar su notable órgano, Ben Hamiar se inmovilizó. Sus ojos recorrieron a la concurrencia que seguía riendo muy divertida. Entonces salió en ayuda del príncipe su experiencia de hombre de gran mundo, contempló seriamente a su rebelde pipí y luego prorrumpió en alegres carcajadas y se unió a la diversión de todos los presentes. Las muchachas rieron todavía con más ganas para acompañarlo y volvieron a sentarse a sus lados, ahora aumentando su número a una docena. El magnate bajaba sus ojos hasta su extraordinario miembro y los subía luego hacia las muchachas y soltaba risotadas sonoras en coro con las chillonas y escandalosas de las damiselas. El aguardiente se había terminado y las botellas de brandy y whisky estaban próximas a su fin.

—¡¡Yo invitas todas y todos!! —exclamó el príncipe y tomando del centro a su órgano comenzó a golpear con él la mesa produciendo gran estrépito y haciendo saltar vasos, botellas y ceniceros.

Otro coro de salvajes risas acompañaron al original llamado del magnate. El cantinero acudió presuroso y Ben Hamiar ordenó botellas de los tres licores y pidió que le cargaran a la cuenta los envases y vasos rotos.

En la calle se habían agolpado los curiosos tratando de mirar por la ventana aunque sin éxito, pues las cortinillas lo impedían. Porque la noticia del novedoso pipí ya se había extendido por la cuadra. Entre las muchachas que habían aumentado el grupo de admiradoras de Alí, se encontraba una jovencita alta, blanca, de cabello negro corto, nariz respingona, muslos robustos y juntos y pantorrillas torneadas. La super-minifalda dejaba admirar unos pantaloncitos de nylon blanco, diminutos y metidos en la profunda raya que separaba las firmes y levantadas nalgas. La encantadora rapaza observaba desternillada de risa, mientras el magnate trataba con otro serio esfuerzo de esconder su pipí. Entonces la muchacha decidió ayudarle y puso su manecita derecha sobre la enorme cabeza en forma de tachuela y trató de empujar con la otra hacia la bragueta que estaba sin botones y abierta. El resultado fue que el rebelde órgano comenzó a dar fuertes tirones hacia adelante y hacia arriba, a congestionarse y terminó irguiéndose aún más, en forma que hizo perder cualquier esperanza. La muchacha loca de risa se dejó caer sobre el sofá de espaldas, se dejó escurrir luego, se le subió la super-mini que descubrió a través de los pantaloncitos, un protuberante monte de Venus cubierto por extensa sombra oscura.

En ese momento llamaron a la puerta y el propio Fidelino la abrió. Entraron tres individuos con sombreros de ala agachada, dos de ellos de alta estatura y el otro pequeño y gordo. 008 les echó un vistazo y conceptuó para sí que los sombreros para el clima de Cali, y más aún si tienen el ala caída, no son propios de gente sana. Así es que de reojo y muy disimuladamente, chequeó las actitudes de los tres clientes, quienes se habían sentado en otro sofá, frente al ocupado por él, Ben Hamiar y las muchachas. 008 comprobó segundos más tarde que los tres sujetos echaban miradas de soslayo hacia el príncipe. Pero no reían ni se levantaban a admirar de cerca el pipí más grande de la historia de la casa. Luego curiosidad no era. 008 decidió que los tres individuos que rechazaron a las muchachas y pidieron whisky, eran decididamente sospechosos.

Se levantó y dijo en alta voz al magnate.

—Compañero, voy a llamar a aquellos.

Como era lógico Ben Hamiar no entendió absolutamente nada, pero de todos modos no se preocupó y siguió bromeando con las chicas. Más aún, volvió a tomar su popular órgano y volvió a pedir con él golpeando la mesa, una bandeja de casquitos de naranja.

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