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No obstante, quizá el resultado más importante derivado de este episodio, aparte de los daños y perjuicios que mi padre logró arrancar al médico, fue la amistad de por vida que surgió entre nosotros y la familia Whey. El señor Balfour Whey era un compañero más joven de la congregación de mi padre en Santiago el Menor de Todos, además de un abogado de reputación creciente y padre de dos muchachos, Simeon y Silas. Al mayor ya me he referido como el párroco de la localidad en la que resido. Silas, en cambio, murió en circunstancias muy perturbadoras que explicaré cuando llegue el momento; era media hora más joven que Simeon, y por eso se les solía considerar prácticamente gemelos.

Ambos eran jóvenes cristianos de mi edad, y cada uno de ellos tenía problemas con el habla; los dos estaban destinados a ser ordenados miembros de la Iglesia de Inglaterra. Lo que nos unió en ese punto tan difícil de nuestras vidas fue el curioso hecho de que, además de otros problemas, también ellos sufrían de tiña. Habían recibido, para su fortuna, un tratamiento adecuado y por lo tanto habían conservado todo el cabello. Su padre comprendió al momento que este detalle constituiría un testimonio incontestable contra el execrable médico que habíamos decidido denunciar.

El señor Balfour Whey ya había aceptado ser el representante legal de mi padre, con la condición de que si el caso fracasaba su cliente quedaría exento del pago de costas, mientras que si ganaban se repartirían los daños y perjuicios en términos previamente acordados y equitativos. Se contrató a un abogado escocés para su asistencia, en condiciones similares, y jamás olvidaré la noble determinación de los dos devotos y dedicados caballeros. Con la asistencia del escocés, si bien algo cara, necesaria teniendo en cuenta las circunstancias, el equipo demostró ser demasiado potente para el médico, un joven que no contaba con abogados, e incluso para el juez del condado, un personaje de aspecto siniestro y claro adicto al alcohol. No obstante, fue un combate difícil; la parcialidad del juez se hizo patente desde el primer día. Una y otra vez, cuando mi padre se levantaba de su asiento para protestar, el juez le ordenaba que guardase silencio en un tono de voz que ningún caballero debería utilizar para dirigirse a otro. En otra ocasión, cuando la tía de mi madre, la señora Emily Smith, y la tía que había permanecido con la madre de mi madre al pie de las escaleras, se levantaron al unísono para gritar: «¡Oh, impúdica mentira!» tras una falsa afirmación del médico, el juez llegó a amenazar con expulsarlas de la sala.

Tampoco fue educado con las ocho hermanas de mi madre, una serie de esforzadas jóvenes que se traían sus labores a la sala, llegando a decir que si seguían haciendo ruido con sus agujas de tejer, también mandaría echarlas. Mi padre se levantó al instante para objetar ante ese tratamiento de las damas, con un discurso apasionado y rebosante de dignidad. El juez, ese hombre prepotente y presuntuoso, se ocupó de cerrarle la boca no sin dificultad. Incluso con Simeon y Silas Whey, que cubrieron su Biblia de besos, se comportó de tal manera que los pobres muchachos perdieron la natural alegría que sentían al subir al estrado de los testigos. Pues aunque era cierto que sus problemas de habla se multiplicaron a causa de su nerviosismo, algo perfectamente normal, no solamente optó por considerar sus testimonios irrelevantes sino que también les comunicó que no entendía nada de lo que decían. Por un instante se quedaron mudos. Pero luego, como una sola mujer, las ocho hermanas de mi madre se pusieron en pie, igual que la señora de Balfour Whey, la señora Emily Smith, y la tía que había permanecido con la madre de mi madre al pie de la escalera. Guiadas por mi padre, clamaron: «¡Qué vergüenza!», haciendo temblar hasta el techo, mientras el abogado escocés, en un gesto que jamás he vuelto a ver, arrojó al suelo los papeles que había en su escritorio y se hundió, sin decir palabra, en su sillón.

Probablemente nadie de los presentes había sido testigo de algo parecido, e incluso el juez se quedó ligeramente sorprendido ante el volumen del resentimiento que había suscitado. Finalmente, alterado y con un nítido temblor en la voz, ordenó que prosiguiera el juicio. Y cuando yo, en tanto que último testigo de la acusación, presté juramento enfundado en mi gorrita de terciopelo, su tez cambió de color tan acusadamente que fue objeto de comentario generalizado por parte de los asistentes.

Fijé la mirada en el juez, siguiendo el consejo de mis abogados, y permanecí erguido aunque no inconmovible, durante las observaciones preliminares de los mismos. «He aquí un muchacho», dijo con voz suave y vibrante del suplicante convencido y consumado, «el único muchacho, no, el único hijo, la esperanza solitaria de sus padres entregados. Con una salud delicada, demasiado como para asistir a la escuela hasta entonces —establecimiento de estudio al cual sus habilidades le tienen destinado— y que llevaba esperando ese momento con todo el fervor que Su Señoría puede ver grabado en su semblante, ese instante de formar parte de la academia del conocimiento, que debería haberse formalizado siete semanas antes del hecho. Pero, ¿qué sucede entonces? Su Señoría lo sabe. Su Señoría lo ha oído. Es el asunto que nos ocupa. Puesto que el tiempo es dinero, su carrera se ha visto mermada; pero no sólo eso, sino que se ha visto sujeto a una mutilación de su persona, cuyos efectos morales son imposibles de evaluar. Un día era un chico feliz, y podría añadirse sin retorcer indebidamente la verdad, feliz y atractivo, y al siguiente se ve reducido, bien por intenciones aviesas o por malévola negligencia, o incluso aún por falta de conocimientos, al espectáculo que el testigo ofrece a Su Señoría —si bien con todas las reticencias del mundo, que Su Señoría sabrá apreciar— para que inspeccione con detalle».

En este punto, una discreta oleada de compasión y horror recorrió al público presente; y quizá fue significativo el hecho, como el señor Whey hizo notar a mi padre, de que el juez no mandó callar a la concurrencia. Luego, tras unas breves preguntas, puesto que, como declaró mi abogado, no deseaba alargar mi tormento, me pidió que retirara mi gorrita y le mostrara a Su Señoría lo que había debajo. Fue un esfuerzo, pero lo logré, y el efecto sobre el juez fue instantáneo. A pesar de su palidez, hasta ese instante había conservado indicios de su grosero estilo de vida. Pero ahora, hasta el último vestigio de color le abandonó, e incluso pareció perder peso, contrajo las pupilas hasta que parecieron alfileres, fijándolas en mi cráneo con una mirada demacrada y aun así fascinada. Gotas de sudor brillaban en su frente. Luego, con una profunda exhalación como si fuera una rueda de bicicleta pinchada, se cubrió los ojos con la mano, y supe instintivamente, mientras volvía a ponerme la gorrita, que habíamos ganado el caso.

Por supuesto, hubo más debates e intercambios de información técnica, pero al público debieron parecerle una ristra de declaraciones sin la menor importancia. Pronto, mi padre y mis tías y tías abuelas me abrazaban, con la feliz conciencia de que había triunfado el bien. No terminó ahí la cosa. Pues gracias al dinero que recibimos por los daños y perjuicios, mi padre y yo pasamos un mes en Scarborough, mientras que una firma de crecepelos me pagó una notable suma por la copia de una fotografía de mi persona que mi padre, con buen tino, había tomado. Dos años más tarde, pagaron la misma suma por una fotografía de mi cabeza, ya cubierta de pelo, y reprodujeron ambas, con el nombre de otra persona y el intervalo de tiempo transcurrido menguado con objetivos comerciales, para ilustrar los efectos de una sustancia que, según tengo entendido, desde entonces se ha convertido en un producto de lo más rentable.

Capítulo V

Primeras experiencias en la escuela Hopkinson. Espero encontrar compañeros espirituales entre los maestros. No es así. Disculpas del señor Muglington. Me golpea una pelota de fútbol. Posterior disculpa del señor Beerthorpe. Hábitos degenerados de mis compañeros de escuela. Terrible descubrimiento y secuelas. Asombrosa ineptitud del señor Lorton. Asalto coordinado contra mi persona. Me rescata mi padre, que obtiene una disculpa pública.

Debido a los retrasos sucesivos causados por mi mala salud, el ataque contra mi persona de Desmond O’Flaherty, la repentina invasión de tiña y la desnudez craneal que trajo consigo la pomada, tenía casi catorce años cuando por fin pude ir a la escuela. Incluso entonces, cabían dudas sobre si mi padre debió haber tomado aquella decisión. Pues aunque en ese tiempo mi salud era algo menos precaria, las penosas experiencias que había tenido que sufrir me habían elevado, de forma natural y prácticamente en todos los aspectos, por encima de la mayoría de mis contemporáneos. Y aunque era verdad, claro está, que Simeon y Silas Whey terminarían por convertirse en caros y estimados compañeros de mis aventuras, mi edad mental y espiritual era mucho más elevada que la de las personas que se habían cruzado en mi camino hasta entonces. Pensé que solamente entre los maestros y educadores de la escuela podría albergar la esperanza razonable de encontrar compañeros apropiados y a mi altura.

Por eso desde el principio decidí fomentar en mis tutores la percepción de que yo sería una conexión firme y valiosa, no sin poner mis servicios igualmente a disposición de mis compañeros de estudio. Durante los primeros días no fue tarea fácil, debido a la natural confusión que el incidente de mi entrada en la escuela había causado, y solamente después de proferir algunas observaciones informativas, logré difundir mis propósitos.

Por ejemplo, cuando nuestro tutor, el señor Muglington, me preguntó si sabía cuál era la capital de Bélgica, le respondí que pese a que no había tenido la fortuna de disfrutar de una visita en persona a dicha ciudad, me habían informado con cierta verosimilitud de que la urbe recibía el nombre de Bruselas, tan indisolublemente asociada con la conocida brassica.5 Aunque se trataba de un hombre de aspecto más bien repulsivo, adornado con un bigote de color jengibre, yo había acompañado mis palabras con una sonrisa amistosa. Pero él se limitó a mirarme fijamente, debo confesarlo, con expresión singularmente ruda y ofensiva.

—Veamos —dijo—. Creo que su nombre es Carp.

—Augustus Carp —repliqué— de Angela Gardens.

—Entonces tenga la bondad de recordar —respondió— que en el futuro debe limitarse a contestar la información que se requiera de usted, y nada más.

Se trataba, por supuesto, de la declaración de un hombre vengativo y de mente peculiarmente estrecha, hasta ahora instalado por azar en una posición de autoridad que evidentemente había alimentado sus inclinaciones más perniciosas. Pero como yo aún ignoraba hasta qué punto era un ejemplo deplorablemente típico de la clase a la que pertenecía, pasó una cantidad de tiempo considerable hasta que pude contener los sollozos que sus infamantes palabras habían causado en mi ánimo. Por supuesto, no perdió un momento y se aprovechó vilmente de mis emociones.

—Quizá —observó, con una burlona y malvada expresión— cuando haya terminado de meditar mi respuesta, será tan amable de enumerar las principales exportaciones de Finlandia.

Me alegra decir que, más tarde, gracias a la inmediata e imperativa exigencia de mi padre, se vio obligado a pedirme perdón en presencia de mi progenitor y del director de la escuela, el señor Septimus Lorton. Sin embargo, al instante comprendí que no era una disculpa basada en un arrepentimiento real y de corazón, y aunque le aseguré que en lo que a mí respectaba el incidente estaba cerrado, quedó claro que jamás podría concederle el privilegio de mi amistad.

Tampoco estaba en mi destino recibir una respuesta más satisfactoria a los siguientes avances que consideré mi deber emprender. Estaba excusado, por razones morales, del estudio del francés por petición expresa de mi padre, y en lugar de eso se me permitió recibir lecciones adicionales de alemán, impartidas por el señor Beerthorpe. Era un hombre de complexión fornida y muy miope; para corregir ese defecto, llevaba unas gafas excepcionalmente gruesas. Al principio, su amistad me atrajo, pero pronto descubrí que su carácter no era más que espuria amabilidad. También me resultó embarazoso descubrir que casi todo el mundo se refería a él por la primera sílaba de su apellido, añadiéndole un apéndice vocal que le confería el mote de «El Cervezas».6

Si el interfecto lo sabía o no, eso yo lo ignoraba. Pero opté por distanciarme de dicha práctica a la menor oportunidad, como un acto de bondad y justicia hacia mi persona. Así, un día en que actuaba de árbitro de un partido de fútbol, me acerqué y posé mi mano en su codo, diciéndole que me gustaría intercambiar algunas palabras con él.

—¿Eh? ¿Qué? —dijo—. ¡Falta!

Y soltó un pitido tremendo con un diminuto silbato. Me pilló desprevenido y no pude evitar sobresaltarme, tapándome los oídos.

—Bueno, ¿qué pasa? ¿Cuál es el problema? —preguntó.

—Quizá podríamos buscar un lugar más tranquilo para hablar.

—Pero bueno, ¿qué pasa? —exclamó y añadió—: ¡Cuidado!

Se apartó bruscamente para dejar pasar un balón. Al perder el muro de contención del señor Beerthorpe, yo no fui tan afortunado y recibí el impacto del proyectil aéreo en la parte superior de mi cuello y mi oreja izquierda. Durante unos instantes fui incapaz de seguir hablando. Si la pelota hubiera tenido una forma más cónica, parecida a un huevo, de esas que tan habitualmente se utilizan para el mismo tipo de celebraciones bárbaras, el golpe habría tenido consecuencias más graves e incluso fatales. Cuando hube recuperado la capacidad de hablar, sentí una ligera decepción al ver que el señor Beerthorpe seguía soplando cruelmente con su silbato, en una lejana esquina del campo de deportes. En esas circunstancias, cualquier otro muchacho habría abandonado su propósito. Pero a pesar de lo que después siguió, siempre me enorgulleceré de no haberme dejado arredrar por el desafortunado principio de mi tarea. Acercándome por segunda vez, volví a tocarle el codo.

—Por el amor de Dios, ¿sigue ahí? —exclamó.

Naturalmente, parpadeé un poco ante su interjección, y le recordé que seguía pendiente mi comunicación.

—Está bien, está bien. Venga, vamos.

Le entregó el silbato a un muchacho que andaba cerca.

—Bueno, ¿qué pasa? —preguntó.

Entramos en un aula vacía.

—Primero, me agradaría que aceptara esto —dije yo, entregándole una caja de media libra de chocolates, adornada con muy buen gusto con un lazo de color amarillo. Proseguí—: Es una pequeña muestra, aunque espero que aceptable, de mi deseo de inaugurar relaciones amistosas con su persona.

Se quedó mirándome con la boca abierta durante un instante, y luego se oyó un sonido gutural en la parte posterior de su garganta.

—Pero bueno, muchacho. ¿No pretenderá decirme que ha interrumpido un partido de fútbol para traerme aquí y darme media libra de chocolatinas, verdad?

—No del todo —dije—. No era esa mi intención primordial, aunque debo confesarle que me siento herido por el tono de su voz. También deseaba informarle de que es usted objeto de una continuada indignidad, con la que personalmente disiento sobremanera.

—¡Por el amor de Dios! ¿Qué demonios quiere decir?

Volví a sobresaltarme por segunda vez, y en esta ocasión bajé mi voz.

—Pensé que debía saber que el resto de los alumnos se refieren a usted —confío en que sin la menor justificación— con el apodo de «El Cervezas».

Durante lo que quizá fueron doce o trece segundos, el silencio solamente se rompía cuando los jugadores del partido que seguía en marcha gritaban. Pero observé que las mejillas del señor Beerthorpe se teñían, arreboladas, y que sus ojos miopes parecían salirse de sus órbitas. Era un espectáculo verdaderamente repulsivo, y entonces su verdadero carácter salió a relucir, igual que pasó con el señor Muglington. Igualmente embriagado con la mezquina autoridad que su posición le confería, su conducta general al igual que sus palabras, fueron aún más duras y viles.

—Mire, joven Como-se-llame, no me importa su apellido ni tampoco quiero saberlo. Pero si vuelve a soltarme una impertinencia como esa, informaré de su comportamiento al director. Y ahora, váyase de aquí, y llévese esas chocolatinas.

A pesar del terrible golpe que suponían sus palabras, y de las lágrimas que mojaban mis mejllas, reuní valor para levantar la mano.

—Un momento, señor —interrumpí—. Ha habido un malentendido, y quizá ha sido una estupidez por mi parte pensar que podría haber sido de otro modo. Pero debo aclararle, por mi bien y por el de la escuela a la que ambos pertenecemos, que seré yo quien me veré obligado a informar del lenguaje y las formas con que me ha tratado hoy usted.

Rojo hasta un punto que jamás he vuelto a presenciar, abrió su boca una o dos veces en silencio. Luego se limpió la frente con el dorso de la mano y dijo:

—Más bien diría que le he contestado con la mayor contención, teniendo en cuenta lo que me ha dicho.

—Al contrario —objeté—. Me veo en la obligación de recordarle que ha mentado por dos veces a Nuestro Señor.

—¡Por los clavos de Cristo! —balbuceó.

Abrí la puerta y declaré:

—Esa la tercera vez. Tendrá noticias mías.

Había logrado conservar mi autocontrol, pero supuso un esfuerzo tan grande, que quedé físicamente debilitado y destrozado, sufriendo una gastritis posterior que me privó de varios minutos de sueño, así como la mayoría de mis cenas. Sin embargo, gracias a una segunda y más tajante entrevista entre mi padre y el señor Lorton, durante la que se reveló que el señor Beerthorpe era el padre de cinco desafortunados hijos, él también se vio obligado a presentar sus excusas a mí y a mi padre, así como a jurar que dominaría su tendencia a la blasfemia. Tanto mi padre como yo estuvimos de acuerdo en que había proferido su disculpa con la mayor de las reticencias y, desde luego, no albergaba la menor esperanza de alcanzar la feliz comunión de mentes y espíritus entre el señor Beerthorpe y yo, que una vez había deseado con tanta ilusión.

Mientras tanto, no había desdeñado el cultivo de la camaradería con mis compañeros, por mucho que me resultaran insípidos, y más de una vez ofrecí mis servicios espirituales a algún alumno despistado o falto de experiencia. No sabría decir si mis ofrecimientos cayeron en saco roto. Pero no sería sorprendente, teniendo en cuenta el comportamiento estándar del profesorado, que el estado moral de los pupilos dejara mucho que desear. Por ejemplo, diariamente se violaba la regla que prohibía la ingesta de dulces durante las horas dedicadas al estudio, y no solamente la infringían los más jóvenes, sino muchos alumnos mayores que yo. Las exhibiciones de violencia eran de lo más común en la hora del patio, e incluso oía numerosas veces a los que se tenían por hijos de caballeros proferir la palabra «maldito».7

No fue hasta mitad del semestre, sin embargo, y en presencia del señor Lorton, a la hora más sagrada de la semana escolástica, cuando comprendí que existía un espíritu malvado, y ese instante de lucidez me dejó completamente paralizado. El señor Lorton, más dotado para la organización que para la erudición, más dueño que profesor, limitaba sus actividades pedagógicas a las lecturas y exposición de las Sagradas Escrituras. A tal efecto, visitaba cada clase una vez a la semana, en rotación, y empleaba como manual de texto la Biblia Escolar Lorton, publicada por su hermano, el señor Chrysostom Lorton. Recuerdo que habíamos estudiado el Segundo Libro de los Reyes y reflexionado acerca del malvado reinado de Pecajías, cuando el señor Lorton repentinamente le preguntó al delegado de la clase si podía decirle el nombre de su sucesor.

Era Pecaj, hijo de Remaliah, claro está. Yo estaba familiarizado con ambos desde hacía muchos años. Pero por desgracia, mi posición en el centro de la clase me impidió dar una respuesta inmediata. Sin embargo, me di cuenta al ver cómo, uno tras otro, todos los chicos revelaban con su silencio las simas de su ignorancia, de que probablemente la gracia de la Providencia me había escogido para ser el instrumento de su ilustración. Cuál fue mi horror cuando ese hermoso día de otoño, con el sol de noviembre entrando por la ventana, observé a Harold Harper, el chico que estaba a mi izquierda, y a Henry Hancock, a mi derecha, estudiando con ahínco el Segundo Libro de los Reyes bajo la protección que les conferían sus pupitres. A pesar de que conocía bien la calaña de aquellos chicos, jamás los habría imaginado capaces de tal felonía. Cuando Henry Hancock se puso en pie y sin vacilar dijo: «Pecaj, hijo de Remaliah», fue como si cada sílaba fuera un puñal clavado en lo más hondo de mis órganos vitales. Pálido de ira, me levanté de un salto.

—¡Señor! Henry Hancock le engaña. Ha leído la respuesta del libro abierto de las Escrituras.

Hubo una pausa mortal.

—Y no sólo eso: ¡Harold Harper estaba a punto de hacer lo mismo!

El señor Lorton se quitó las gafas.

—Hancock y Harper, en pie.

Así lo hicieron, con la mayor de las reticencias.

—Hancock y Harper, ¿es verdad eso? —exigió.

Guardaban silencio, pero sus rostros les traicionaron, igual que la indiscreta Biblia de Harper, que cayó al suelo con un golpe seco.

—Hancock y Harper —dijo el señor Lorton—. Me avergüenzo de vosotros. Copiaréis una frase de castigo cincuenta veces.

—¡Señor Lorton! —exclamé, destrozado—. ¡En nombre de la justicia para con mi persona, que sí conocía la respuesta correcta sin necesidad de mentir ni cometer sacrílega trampa, y también para con mis compañeros de estudio, por no decir nada de las propias Sagradas Escrituras, estos dos tramposos deberían recibir un castigo menos trivial y más severo!

El señor Lorton se puso las gafas, volvió a quitárselas y empezó a limpiar los lentes.

—Hanper y Harcock —dijo—. Quiero decir, Harcock y Hanper, tal y como Carp acaba de recordarnos, habéis cometido un grave pecado. Pero espero que la denuncia, em, pública de vuestra desfachatez, dejará honda huella en vuestros ánimos.

—Señor Lorton, ¡eso son sólo palabras! —protesté, cada vez más frustado.

—Pero muy serias, de lo más serias —aseguró—. Además, escribirán las cincuenta líneas de castigo. Y ahora, quizá Smith Major quiera decirnos quién era Argob.

Me quedé petrificado ante la levedad con la que el propio dueño de la escuela pudo soportar una denuncia tan clarificadora. Permanecí en pie varios segundos, totalmente incapaz de pronunciar ni una sílaba. Y cuando por fin me dejé caer en mi banco, asombrado y solo, fue como si me hubieran arrancado de una vez por todas de la niñez (y en efecto, así fue). Porque la cosa no acabó ahí. Cuando salimos a jugar al patio, me vi rodeado de una masa acosadora, evidentemente sobornada por Harper y Hancock, que se proponían atacarme y propinarme una paliza. A empujones, de un lado a otro, me arrancaron el cuello de la camisa, me dieron un puñado de bofetones y solamente gracias al ejercicio desaforado del poder de mis pulmones pude atraer la atención de un adulto. Incluso estoy casi seguro de que el señor Muglington y el señor Beerthorpe observaban la escena pasivamente tras una cortina, y no fue sino mi propio padre el que me apartó del camino de la tragedia.

Por pura casualidad, estaba visitando a un cliente a un par de calles de distancia, y al momento reconoció mis chillidos como oriundos de la carne de su carne, y abandonándolo todo corrió a ayudarme, justo cuando el señor Lorton también hacía su entrada en el patio. Pero mi padre llegó primero, y jamás olvidaré el trueno estentóreo de sus gritos. Tomó a cada uno de mis agresores de la mano y los sacudió como si fueran campanillas al viento, mientras emitía interjecciones con un falsetto que hacía de contrapunto a mis notas más alarmadas. Un pequeño grupo de maestros, pálidos y demudados, permanecía arrebujado contra el muro de la institución, mientras un caudal cada vez mayor de vecinos y comerciantes locales empezaban a ocupar todo el asfalto frente a la escuela. Luego, con una imprecación final y suprema, arrojó a los dos rufianes en medio de sus compañeros, y me estrechó contra su pecho, abriéndose paso entre la multitud que le vitoreaba. Quizá fue el momento más importante de su carrera, pero, como yo, tuvo que pagar por él. Durante las dos semanas siguientes vivimos confinados en habitaciones adyacentes, con mi madre cuidándonos día y noche. Después, a pesar de lo alterado que aún estaba, mantuvo una tercera entrevista con el señor Lorton, en la que insistió en unas disculpas en público como única alternativa a una demanda judicial.

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