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LUIS SIMARRO

DE LA PSICOLOGÍA CIENTÍFICA

AL COMPROMISO ÉTICO

LUIS SIMARRO

DE LA PSICOLOGÍA CIENTÍFICA

AL COMPROMISO ÉTICO

Helio Carpintero

UNIVERSITAT DE VALÈNCIA


Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

© Del texto: Helio Carpintero, 2014

© De esta edición: Universitat de València, 2014

Coordinación editorial: Maite Simón

Maquetación: Inmaculada Mesa

Cubierta:

Ilustración: Joaquín Sorolla, Una investigación, óleo sobre lienzo, 122 × 151 cm.

Firmado: J. Sorolla Bastida, 1897. Museo Sorolla, n.º inv. 417

Diseño: Celso Hernández de la Figuera

Corrección: Communico C. B.

ISBN: 978-84-370-9355-0

Edición digital

ÍNDICE

PRÓLOGO de Rubén Ardila

AGRADECIMIENTOS

1. LA FORMACIÓN DE UN REBELDE

Introducción

Estudiante y conferenciante

La conferencia sobre la ciencia de 1872

Hacia una medicina social

El entorno médico

2. EL DESPEGUE DE LAS TRAYECTORIAS

Su doctorado en Medicina

La memoria de tesis

Su contexto intelectual

Organismo y medio

El evolucionismo

El modelo de la piel

Los trabajos de un joven médico

La Institución Libre de Enseñanza

El Ateneo de Madrid

El científico Simarro. Sus primeras ideas sobre el sistema nervioso

3. LA SEGUNDA NAVEGACIÓN

Una estancia de estudios en París

Los nuevos maestros parisinos

De nuevo en Madrid

El Museo Pedagógico Nacional

Informando a los tribunales

Un intermedio sentimental

4. DE LA CÁTEDRA A LA POLÍTICA

I. DE LA CÁTEDRA…

Simarro y Cajal

El caso Ferrán. Polémicas sobre la vacuna

Catedrático de Psicología

Los temas psicológicos de su oposición

El curso del Ateneo

El curso de 1905 y los apuntes de Viqueira

Conclusión

II. … A LA POLÍTICA

Un científico en la sociedad

La ciencia y la sociedad. La conferencia de 1903

Las ideas de Simarro

Su visión de Estados Unidos

Conclusión

III.

Dialogando con Hispanoamérica

5. CIUDADANO CRÍTICO ANTE EL PROCESO FERRER

Introducción

El estudio del proceso Ferrer

Ferrer y la Semana Trágica

El contexto

El problema del proceso

El proyecto del intelectual europeísta comprometido

El trabajo de Simarro

El volumen editado

El libro que escribe Simarro

El tema político

El libro psicológico

Un modelo de acción

La trama conceptual

El sentido de la obra

Consecuencias

Liga para la Defensa de los Derechos del Hombre

La Junta para Ampliación de Estudios

Otras empresas culturales

Trabajos sobre locura y delincuencia. Manicomios. La Escuela de Criminología

Conclusión

7. LA OBRA DE MADUREZ

Prólogo a la obra de Ziehen

Los problemas de las localizaciones cerebrales

Algunas andanzas de un candidato a diputado

Las andanzas de la cátedra

Los colaboradores del profesor

8. AMIGOS Y DISCÍPULOS

Francisco Giner, amigo y maestro

La amistad con Joaquín Sorolla

La amistad con Juan Ramón Jiménez

9. EN LA RECTA FINAL

Apoyo a las reivindicaciones sociales

Simarro y la Rusia soviética (1919)

Un peritaje nobiliario

Relaciones con Unamuno. El apoyo en 1920

El declive vital

¿Quién era el doctor Simarro?

BIBLIOGRAFÍA

PRÓLOGO

El profesor Dr. Helio Carpintero ha escrito un libro que tendrá gran influencia en España, en Iberoamérica, en la historia de la psicología en el contexto internacional y en la historia de la cultura. Es un análisis de la vida, la obra, la época y el ambiente sociocultural de Luis Simarro (1851-1921), que fue el primer catedrático de Psicología en España. El presente libro, Luis Simarro. De la psicología científica al compromiso ético, es un trabajo muy bien documentado, con descripciones y análisis críticos que demuestran la gran erudición del profesor Helio Carpintero y su profundo conocimiento de Luis Simarro y de los orígenes de la psicología en España. El Dr. Carpintero había publicado otros trabajos sobre este destacado pionero de la psicología española y lo incluye en un lugar muy destacado en su obra sobre Historia de la Psicología en España (1994), como era de esperar.

Simarro fue un hombre que tuvo una vida muy variada y pintoresca. Hijo de un destacado pintor español, nació en Roma. Quedó huérfano de padre y madre a los tres años, y fue criado por un tío en España. Estudió Medicina en la Universidad de Valencia en 1868, en una época de grandes transformaciones políticas, cuando las ideas del evolucionismo (o «transformismo» como se decía en ese tiempo) estaban en el aire y causaban innumerables controversias con la Iglesia católica y con el estamento político. Simarro se alió con el nuevo espíritu de los tiempos; fue un joven rebelde, que se opuso al fundamentalismo religioso, político y social. Estas ideas progresistas, de avanzada y revolucionarias, eran muy mal recibidas en la España de las últimas décadas del siglo XIX. En esos tiempos de gran efervescencia intelectual, los temas de las relaciones entre religión y ciencia, entre mente y cerebro, la frenología, el problema de las localizaciones cerebrales, eran muy centrales entre los científicos españoles y los filósofos, e influían en la educación y en la política.

El joven Simarro tuvo serias polémicas conceptuales con uno de sus profesores de Medicina de la Universidad de Valencia; a consecuencia de ello tuvo que dejar la Facultad y viajó a Madrid para terminar su carrera. Se graduó en 1873 y se doctoró en 1875, especializándose en neuropsiquiatría y mostrando desde temprano un gran interés por la psicología experimental y la psicología fisiológica. En Madrid trabajó mucho, estudió de manera autodidacta, discutió, creó polémicas y tuvo una exitosa labor profesional. Los centros culturales más importantes de la época eran el Ateneo de Madrid, la Institución Libre de Enseñanza y, en el caso específico de la medicina, la Escuela Práctica Libre de Medicina y Cirugía. Simarro trabajó en varias instituciones y fue director del Manicomio Santa Isabel de Leganés de Madrid. Allí se repitió la historia de los conflictos que había tenido previamente en la Universidad de Valencia por asuntos científicos y religiosos y, tras desavenencias con las autoridades eclesiásticas de la institución, renunció en 1879.

España estaba en un periodo de ebullición intelectual muy importante, pero todavía se encontraba relativamente aislada del resto de Europa, y el joven Luis Simarro consideró que era importante viajar a la «Meca del conocimiento», a París, la Ciudad de la Luz, para seguir progresando en su instrucción. Sus conocimientos de histología, evolución y neuropsiquiatría habían avanzado mucho en este lustro, pero consideraba que tenía mucho que aprender.

Entre 1880 y 1885 residió en París, dedicado a leer, asistir a conferencias, tomar cursos, reunirse con algunos de los principales intelectuales de la gran ciudad –entre ellos varios destacados exilados españoles– y aprendiendo mucho. Escribió unos pocos trabajos, aunque, en general, no puede decirse que Luis Simarro fuera un escritor tan prolífico como podría esperarse. Era un joven muy crítico con sus conocimientos, muy exigente consigo mismo y muy deseoso de saber y de hacer aportaciones a la ciencia, en su caso a la neurofisiología. En París se vinculó con la Salpêtrière, conoció a Charcot y entró en contacto con los altos círculos de la ciencia médica de la época.

En Francia llegó a la conclusión, como lo había hecho anteriormente en España, de que los libros, las autopsias de cadáveres y demás procesos de la medicina, no bastaban para encontrar respuestas a los problemas de la investigación biomédica. Era preciso organizar laboratorios, gabinetes de experimentación, un poco en la dirección de la psicología experimental alemana que comenzaba a surgir en esa época con Wundt, Fechner, Weber, Helmholtz y otras «luminarias» de la ciencia.

París era el centro mundial de la cultura, de la ciencia y de todas las manifestaciones del intelecto humano. No solo Charcot, sino también Victor Hugo, los principales pintores, escritores, científicos, brillaban con luz propia en la Ciudad de la Luz. Luis Simarro pasó en ese ambiente intelectual un importante periodo de su vida, entre los 30 y los 35 años de edad. Regresó a Madrid con nuevos conocimientos, nuevos planes y nuevas incógnitas por resolver.

En Madrid se estableció y tuvo éxito como médico, psiquiatra e investigador. En su casa fundó un laboratorio y reunió una enorme biblioteca con temas de ciencia, filosofía, cultura y política que compartía con amigos, colegas y estudiantes. Se convirtió en un centro de irradiación cultural para médicos, científicos y filósofos. En 1887, a los 36 años de edad, se casó, a una edad que resultaba un poco tardía para la época. Su matrimonio terminó cuando murió su esposa, en 1903, lo cual fue un trauma de gran intensidad para Simarro.

Las actividades políticas ocuparon gran parte de sus energías y de su tiempo. Se involucró en las luchas sociales, en la defensa de los derechos, en la Institución Libre de Enseñanza, que tenía una orientación claramente europeizante, y en el reformismo social.

El llamado «Proceso Ferrer Guardia» fue uno de los asuntos en los que más se involucró y dio origen a su único libro publicado, El proceso Ferrer y la opinión europea. Luis Simarro escribió poco, solamente una docena de artículos científicos y este libro de carácter político. Su obra escrita es bastante magra, como señala Helio Carpintero. Sus alumnos afirman que hablaba mucho, pero escribía muy poco, y su gran influencia se produjo a través de sus conferencias universitarias, sus intervenciones de carácter político, social, de justicia y reivindicación, en una época turbulenta tanto en España como en otras naciones europeas.

Simarro perteneció a la masonería, que había sido un movimiento importante en el pensamiento liberal desde el siglo XVIII y que propugnaba la hermandad entre sus miembros. A esta pertenecieron también destacadas figuras del mundo político y social. En la masonería Luis Simarro alcanzó el grado 33 y fue el Gran Maestre y Presidente del Gran Consejo de la Orden hasta su muerte, acaecida en el año 1921.

Su trabajo científico continuó al lado de figuras destacadas de la ciencia de la época, entre ellas Santiago Ramón y Cajal, a quien mostró el método Golgi, de gran importancia en histología. Simarro defendió el darwinismo y el evolucionismo y estuvo de acuerdo con la afirmación de que «Toda acción del sistema nervioso puede considerarse como una suma de actos reflejos simples». La psicología tenía un claro sustrato fisiológico, de arcos reflejos, sinapsis y uniones neuronales (en la dirección de Cajal). Las polémicas con la Iglesia católica continuaron a lo largo de toda su vida y lo mismo su acción política y su preocupación europeísta.

La Cátedra de Psicología Experimental la obtuvo por oposición en 1902, en la Facultad de Ciencias de la Universidad Central de Madrid. Fue la primera cátedra propiamente de Psicología que se organizaba en España. Una preocupación de Simarro fue organizar un laboratorio de psicología experimental, labor que encontró muchos obstáculos, tardó muchos años y tuvo un éxito limitado. El laboratorio que tenía en su casa cumplió esta función durante mucho tiempo. En la cátedra de Psicología Experimental, Simarro utilizó el libro de Wundt Compendio de psicología, traducido al español, y más tarde el libro Compendio de psicología fisiológica de Ziehen. A este último le escribió un prólogo.

Simarro trabajó como perito forense y se preocupó por la psicología jurídica, implicándose en complicados procesos. Siempre defendió la perspectiva científica, la justicia social, los derechos humanos, las ideas modernas («europeizantes») y la educación progresista. Fue amigo de Miguel de Unamuno, Juan Ramón Jiménez, los principales científicos españoles de la época, admirador de Estados Unidos (y también de la Rusia soviética…) y colaborador de varios pensadores hispanoamericanos.

Para este destacado español, sus intereses investigativos y sus compromisos políticos (la llamada «cosa pública») entraron en conflicto en lo que se refiere a tiempo y energías. Fue un verdadero «testigo de su tiempo», un hombre de ciencia, gran investigador, gran pensador y profundamente involucrado en la España de las últimas décadas del siglo XIX y primeras del siglo XX, época de enormes transformaciones en la sociedad, la política, la ciencia y la psicología.

El presente libro es el análisis de la obra de un gran científico y un hombre comprometido con su tiempo. Es también la descripción crítica de una época de gran importancia en la historia de Europa, la sociedad española, la descripción de los orígenes de la nueva ciencia psicológica y su inserción en ese país: los avatares del evolucionismo de Darwin, Haeckel y Spencer, las polémicas acerca de las localizaciones cerebrales de las funciones psicológicas y, como telón de fondo, una civilización que cambiaba a grandes saltos y que iba a producir enormes conflagraciones en el nuevo siglo.

Todo esto va narrado con la pluma magistral de Helio Carpintero, lo cual hace que el libro sea un placer de leer.

RUBÉN ARDILA

Universidad Nacional de Colombia

AGRADECIMIENTOS

Este libro es el resultado de una larga serie de estudios precedentes en los que he venido trabajando ya desde hace años. Debe mucho a algunos colegas, varios de ellos compañeros míos en la Sociedad Española de Historia de la Psicología, en cuyas reuniones ciertos temas fueron presentados, y se enriquecieron con las críticas de aquellos.

En particular, debo mencionar a Javier Campos, que ha venido cuidando del legado de Simarro en la Universidad Complutense de Madrid. Junto con él y con Javier Bandrés dediqué muchas horas a preparar una exposición consagrada a la obra y la persona de Simarro, en 2002, celebrada en la Universidad Complutense primero y luego en la Universitat de València.

También ha sido muy enriquecedora para mí la colaboración con Emilio García, con quien edité la tesis de Simarro y publiqué algunos artículos, también en 2002, en la Revista de Psicología General y Aplicada, así como en la Revista de Historia de la Psicología. Estos me han servido de base para las consideraciones que dedico al tema aquí.

Mi gratitud también a Antonio Heredia, de la Universidad de Salamanca, y a Consuelo Luca de Tena, directora del Museo Sorolla de Madrid, a los que debo el haber podido disponer de las correspondencias con Unamuno y con Sorolla, al tiempo que he de agradecer muy de veras a Javier Fernández, director de la Biblioteca de la Facultad de Psicología de la Universidad Complutense, las facilidades que me proporcionó para acceder a la documentación de Simarro que allí se guarda. Y no debo dejar de mencionar a Pablo Ramírez, director de la Biblioteca de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas de Madrid, por sus muchas gestiones para facilitar mi conocimiento de artículos y obras de difícil localización.

Mi agradecimiento, en fin, a la Universitat de València, y su Servei de Publicacions, que ha querido incorporar este libro a su catálogo. Mi deuda con esta universidad y sus miembros no ha dejado de crecer desde que llegué a ella como profesor en 1971, y a la que, desde la distancia, he seguido vinculado con la memoria y el afecto.

Madrid, diciembre de 2013

Capítulo 1
LA FORMACIÓN DE UN REBELDE
INTRODUCCIÓN

Don Luis Simarro Lacabra, como luego sería conocido, vino al mundo en Roma, el 6 de noviembre de 1851, cuando el siglo iniciaba la andadura de su segunda mitad.

Eran tiempos revueltos. La revolución de 1848 puso en cuestión los gobiernos liberales europeos. Las barricadas revolucionarias levantadas con gran violencia en París dieron al traste con la monarquía de Luis Felipe, mientras corrían vientos de socialismo revolucionario por el mundo europeo. En aquellos días, dos jóvenes alemanes que iban a tener una larga influencia en la historia, Karl Marx y Friedrich Engels, dieron expresión a los nuevos sentimientos, al tiempo que lo dejaban claro en las primeras líneas de su Manifiesto comunista. Decían allí: «Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo. Todas las potencias de la vieja Europa se han unido en una santa alianza para acorralar a ese fantasma…». Al tiempo que se extendía por el mundo occidental aquel dichoso fantasma, que aspiraba a promover un gran movimiento internacional, surgieron también vientos de nacionalismo impulsados por otros grupos, sobre todo en Italia y Alemania, que buscaban establecer como naciones unos países fragmentados que aspiraban a unificarse con todas sus energías.

De esa agitación no se libró la ciudad de Roma, que era entonces el centro de los Estados Pontificios. Allí, el papa Pio IX tenía su reino temporal, además de su trono espiritual. Italia se hallaba dividida en pequeños estados fuertemente controlados por el emperador de Austria, mientras se iba dejando sentir la pasión por unificar el país. Un sardo, el rey Carlos Alberto de Sicilia, diría con confianza: «Italia fará da se» –‘Italia sabrá cuidarse sola’–, y tras él, su hijo, Victor Manuel II, llegaría unos años después a coronarse como rey de Italia, derrotando al Imperio y al Papado, y culminando el proceso de integración.

Con todo, hacia 1850 Roma era el centro espiritual de Italia, y en gran medida también lo era del arte de la época. Tras el imperio del rigor neoclásico, habían surgido nuevos fervores románticos. Frente al intento napoleónico de un imperio universal, crecieron los deseos de escapar a la uniformidad y exaltar la propia tierra, las tradiciones locales, los cuadros de historia, los paisajes llenos de sentimiento y pasión por la naturaleza, y el cultivo del retrato personal.

Ramón Simarro, un valenciano atraído como muchos otros por la fama artística del mundo romano, se había trasladado allí para ampliar estudios de pintura. Al parecer, iba becado para enriquecer la iconografía valenciana pintando los retratos de los dos papas Borja, o Borgia, nacidos en Xàtiva –patria también del propio pintor–: Calixto III, o Alonso de Borja, y Alejandro VI, o Rodrigo de Borja, dos figuras centrales de la historia del siglo XVI. En su estancia en aquel centro mundial del arte se encontró con artistas e hizo amistades, entre otras con uno de los hijos del notable pintor neoclásico José de Madrazo. Se trataba de Luis, pintor, que era hermano de Federico; este último llegaría a ser el gran retratista del reinado de Isabel II.

Ramón ha dejado dibujos en los que traza con finura los retratos de su mujer, también valenciana, Cecilia Lacabra, y de su hijo Luis. Ella posa con el peinado de rodetes típicamente valenciano, sentada, envuelta en un chal y con un abanico en la mano; el hijo, que aún no ha cumplido un año, se cubre con un gorro la cabeza y mira tranquilo hacia uno de los lados. Así que, junto a la pintura oficial histórica, cultivaba sin duda otra centrada en los apuntes del natural, ágiles y precisos, con los cuales reflejaba el mundo afectivo que le rodeaba. Con los pinceles debió de lograr cierta aceptación y reconocimiento. Se sabe que algún cuadro religioso suyo figuraba en la iglesia parroquial de Enguera (Valencia), junto a algún otro de Vicente López (Tormo, 1923: 217), y también fueron suyos los techos del Teatro Principal de Valencia, luego destruidos durante la Guerra Civil española (Vidal, 2007: 21).

El Romanticismo, se dijo, no era sino el liberalismo en poesía. Los artistas, como Ramón, nacidos hacia 1820 sentían sin duda la llamada del Romanticismo. Sin embargo, en un país como España, en el que Fernando VII gobernaba con mano dura, se ponían trabas a toda expresión de libertad. En tales circunstancias, muchos pensaron que era preferible atenerse a la pintura histórica para no tener problemas, y hubo que esperar a la muerte del rey para que los nuevos temas comenzaran a circular. Pero en el caso de Ramón el drama vino de otro lado, vino de su mala salud.

Enfermó, como tantos otros artistas de la época, de tuberculosis. Entonces, su mujer y su hijo retornaron a España para recibir el apoyo protector de la familia con que hacer frente a la nueva situación. Algún tiempo después se reunió con ellos el padre. Pero aquello no duró. En mayo de 1855, antes de que el niño tuviera cuatro años, el padre, a los treinta y tres años de edad, falleció a resultas de su enfermedad. Lo que luego sucedió lo discuten los biógrafos, pero, según varias de las fuentes que se conocen, parece que la madre, al día siguiente de la muerte del marido, envolvió al niño en su chal, y con él en los brazos, se lanzó al vacio por un balcón de su casa, deseosa de reunirse con el marido en el otro mundo. Ella tal vez lo logró, pues falleció a consecuencia del golpe. Por su parte, el niño quedó vivo aunque maltrecho, y desde aquel momento vino a tener una leve cojera que le acompañó de por vida. Así lo cuenta, entre otros, Juan Vicente Viqueira, uno de sus discípulos próximos, que dejó de él interesantes recuerdos (Viqueira, 1930: 52) y que confirma el suceso.

De este modo, en 1855, quedó convertido en un huérfano solitario. Los apoyos familiares fueron limitados. Habría de aprender a valerse por sí mismo y a aceptar las ayudas de los demás, aunque su orgullo personal sufriera con ello.

Tuvo primero que vivir con unos tíos en la ciudad de Xàtiva. Llena de historia, con castillo y una noble colegiata, antiguas iglesias y palacios, Xàtiva era cuna de papas, y también de artistas grandes, como Jusepe de Ribera, el Españoleto, el que fuera, según Lafuente Ferrari, «el verdadero orientador de la pintura española del siglo XVII» (Lafuente Ferrari, 1953: 255). Durante el siglo XVIII la ciudad vio cambiado su nombre por el de San Felipe, como consecuencia de su derrota en la Guerra de Sucesión tras la muerte de Carlos II, pero en las Cortes de Cádiz pudo recuperar el antiguo de Xàtiva. Rica en agua, con numerosas fuentes, una con veinticinco caños, cultivaba y regaba una espléndida huerta, base de su economía.

Allí, el niño hubo de recibir su primera formación. Al parecer, ingresó en el Colegio de Damas Nobles, que mantenía una actividad educadora, donde pronto dio muestras de unas excepcionales condiciones para el estudio y atrajo la atención de sus maestros.

Los estudios secundarios los realizó en Valencia. Allí ingresó, en 1866, en un nuevo internado, el Colegio de San Pablo, que había sido vinculado al Instituto General y Técnico, creado pocos años antes en la capital e instalado luego en los locales de lo que antes había sido colegio jesuítico, siendo por aquellos días su director Vicente Boix, quien se convirtió en su nuevo protector.

Boix (1813-1880) era espíritu inquieto, escritor y erudito, y estaba muy interesado por la cultura y la política. Procedía de una familia modesta. Había sido escolapio, pero luego, cuando se suprimieron las órdenes religiosas, y entre ellas la suya (1836), orientó su vida hacia el periodismo y la enseñanza. Le inspiraba un fuerte radicalismo político, y dedicó gran parte de su esfuerzo a la historia valenciana, al estudio de sus fueros y a su literatura, impulsando el naciente valencianismo romántico, que animó y dio vida al renacimiento cultural o Renaixença. Firmaba sus escritos como «lo Trobador del Turia» (‘el trovador del Turia’), y publicó notables estudios de historia, así como novelas también de tema histórico. Este interés por la historia y la cultura dejó probablemente una huella consistente en el espíritu de su joven discípulo.

No fueron pacíficos estos cambios. En la España isabelina, al tiempo que crecía la economía, había una fuerte inestabilidad social y política, y a las tensiones entre moderados y progresistas se vino luego a unir el naciente conflicto en el norte de África, donde fueron atacadas las plazas de soberanía española allí establecidas –Tetuán, Ceuta, Melilla…–, conflicto que iba a tener largas consecuencias en el tiempo posterior. Se fue agudizando la crisis en la que Valle-Inclán llamara «la corte de los milagros», donde la monja Sor Patrocinio y el confesor de la reina, San Antonio M. Claret, ejercían una profunda influencia sobre la reina. En 1868 se produjo la Revolución de Septiembre, o «septembrina», que puso término al reinado. Isabel II abandonó el país.

Se desataron con fuerza los vientos republicanos de reforma, libertad y democracia. «¡Viva la libertad! ¡Viva la soberanía nacional! ¡Abajo los Borbones!». Con tales gritos termina la proclama que dirigió la Junta revolucionaria superior de la provincia al pueblo de Valencia, y que fue publicada el 29 de septiembre de 1868 (Bozal, 1968: 87). Los revolucionarios, entre otras cosas, cerraron el Colegio de San Pablo y expulsaron a los internos, sin duda como medida democratizante. Simarro había terminado su bachillerato en 1867 y se encontró ahora en la calle. Hubo de acogerse a la generosidad, primero del conserje del centro, y luego de un caballero, Jaime Banús Castellví, que le ofreció su casa y después le buscó un colegio donde dar unas clases y empezar a ganar algún dinero. El joven bachiller se vio así envuelto en el vendaval del cambio de régimen hacia una democracia, por el que habían trabajado muchos espíritus radicales y soñadores.

La Junta revolucionaria, encabezada por Josep Peris i Valero (1821-1877), recibió en la ciudad al general Prim a principios de octubre de ese año. Mientras muchos buscaban una nueva monarquía democrática que ocupara el trono vacante, otros procuraban favorecer la llegada de una república que pusiera fin a los abusos y corruptelas que habían abundado en la vida de la corte. La agitación no cesó. En septiembre de 1869, un año después de la caída de los Borbones, el Gobierno provisional del general Serrano trató de disolver las Milicias Nacionales a fin de consolidar el poder central. Las Milicias habían llegado a reunir un poder considerable y en muchos lugares se sublevaron buscando su permanencia.

En Valencia, las calles de la ciudad se vieron envueltas en una batalla campal entre milicianos republicanos que pretendían forzar el cambio y las tropas del ejército, que buscaba imponer el orden de acuerdo con el Gobierno. Simarro aparece como uno de los jóvenes dirigentes de la juventud republicana, y debió de participar muy activamente en todo el episodio de agitación ciudadana. Con clases y conferencias animó la actividad popular de las gentes republicanas. Eduardo Pérez Pujol, rector de la Universidad y una de las figuras que luego se integraría desde su creación en 1876 en el amplio grupo de impulsores de la Institución Libre de Enseñanza, le nombró tesorero de la Junta revolucionaria. Desde esta época se fueron consolidando las convicciones políticas de republicanismo y democracia que luego le caracterizarían, al tiempo que su personalidad se afirmaba y distinguía con un perfil propio.

La construcción de un nuevo régimen no gozó de la calma que hubiera posibilitado la edificación de un nuevo marco político sólido. Un gobierno provisional, con figuras como Práxedes Sagasta, Manuel Ruiz Zorrilla y Laureano Figuerola, reunió Cortes y buscó entre personalidades de las dinastías europeas de la época a un rey que pudiera venir a ocupar el trono hispano vacante. Creyeron hallarlo en el príncipe italiano don Amadeo de Saboya (1845-1890), hijo segundo del rey de Italia, Victor Manuel II. Su nombre obtuvo el apoyo mayoritario de las Cortes, que votaron entre los distintos candidatos. El nuevo monarca iba a tener en contra a los republicanos, federales y no federales, a los alfonsinos, partidarios de don Alfonso, el hijo de Isabel II, a los partidarios del duque de Montpensier y a los que estaban a favor de darle la corona al general Espartero, y en fin, a los carlistas, que rechazaban la decisión de las Cortes. Mientras venía, fue nombrado regente el duque de la Torre y presidente del Consejo de Ministros el general Prim. Pero cuando don Amadeo llegó a España a ocupar el trono que se le había ofrecido, se encontró con que su principal valedor, don Juan Prim, había caído asesinado en diciembre de 1870. Había estallado la guerra en Cuba, donde los grupos influyentes buscaban la independencia; la internacional socialista buscaba penetrar en la sociedad y los carlistas se sublevaban iniciando la Segunda Guerra Carlista y forzando la represión militar. Todos esos factores terminaron por impulsarle a renunciar al trono y abandonar el país. Así se llegó a la creación de la Primera República, en sesión de Cortes de 11 de febrero de 1873.

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