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¿QUÉ ES UN COSMÓGRAFO?

La cosmología es una vasta rama de la astronomía que consiste en estudiar la estructura y la evolución del universo después del Big Bang. Para ello, los cosmólogos identifican las estructuras celestes presentes en el universo actual y determinan cómo interactúan dichos objetos. Esto les permite rastrear la cronología de la formación de esos cuerpos complejos desde la época en que el universo era muy joven y la materia estaba distribuida de manera mucho más homogénea. Los cosmólogos son en cierto modo los “historiadores geógrafos” del universo. Pueden tener especialidades muy diferentes, desde la teoría pura hasta la experimentación. Entre todas esas especialidades, la mía es la “cosmografía”, lo que significa que construyo mapas de nuestro universo. En particular, me dedico a determinar la posición y el movimiento de las galaxias cercanas a la nuestra, en lo que llamamos, en nuestra jerga de cosmólogos, el universo local. Es una cercanía curiosa, pues abarca ¡cientos de millones de años luz alrededor de nuestra Tierra! Cuando observamos esas galaxias locales, la luz que percibimos salió de ellas desde la era de los dinosauros, ¡o incluso antes! Nuestro uso del adjetivo local es oportuno, pues nuestros mapas más grandes no representan más que una millonésima parte del universo observable.


FIGURA 1.1. Algunos tipos morfológicos de galaxias (el nombre de cada una se encuentra entre paréntesis).

BREVE GLOSARIO DEL COSMÓLOGO EXPERTO

Para los cosmólogos, el objeto celeste “básico” es la galaxia. Las galaxias (del griego antiguo γαλαξἰας, que significa “círculos lechosos”) contienen estrellas, gas, polvo y materia invisible, llamada oscura, y todo el conjunto permanece unido bajo el efecto de la fuerza de gravedad. Las galaxias han sido clasificadas según su forma o tamaño. Así, se distinguen las galaxias espirales, elípticas, lenticulares, irregulares, enanas o gigantes. Nuestra galaxia, también llamada Vía Láctea, es relativamente grande: en su interior se hallan algunos cientos de miles de millones de estrellas. Es una galaxia espiral; tiene forma de disco con un bulbo central; el Sol está situado en la periferia, en una de las ramas de la espiral, conocida como “brazo de Orión”.

Dentro de las galaxias, hay estrellas. Una estrella es una “simple” bola de gas, muy caliente debido a las reacciones de fusión nuclear que se producen en su núcleo. La temperatura de la estrella está relacionada con su masa: las estrellas más masivas son las más calientes y también las que viven menos tiempo. Nuestro Sol es una estrella de tamaño mediano. Alrededor de las estrellas gravitan los planetas, pequeños cuerpos celestes que no tienen el calor suficiente, puesto que no tienen la masa suficiente, para emitir su propia luz visible. Ocho planetas orbitan alrededor del Sol, uno de los cuales es la Tierra. Hay satélites aún más pequeños que orbitan alrededor de ciertos planetas, como la Luna, el único satélite natural de la Tierra.

Las galaxias se agrupan en el universo por efecto de la gravedad. Nosotros habitamos en el Grupo Local, que no tiene más que tres grandes galaxias, una de las cuales es la Vía Láctea, y cerca de 50 galaxias enanas. En ocasiones, las galaxias pueden reunirse en un número mucho más grande, formando así lo que llamamos cúmulos. Así, nuestro Grupo Local es atraído por el cúmulo de Virgo, que contiene más de mil galaxias. Los cúmulos se posicionan a lo largo de filamentos en red para formar supercúmulos como Laniakea.

Cuando visito escuelas primarias, secundarias y preparatorias para explicar en qué consiste mi profesión, los chicos nunca me preguntan “por qué” cartografiamos el universo, sino más bien “cómo”. Y es cierto que eso es lo que importa, pues la respuesta al “por qué” parece evidente: ¡necesitamos un mapa para saber dónde estamos! ¿Acaso no es esencial saberlo, aunque sea para saber a dónde vamos? Y también para saber de dónde venimos, es decir, para responder en parte la pregunta “¿quiénes somos?” La respuesta al “cómo” es mucho más compleja y suscita muchas otras preguntas. ¿Cómo trabaja un astrofísico hoy en día? ¿Todavía pega el ojo al telescopio como hizo Galileo —el primero en hacerlo— hace 400 años? ¿Debe recorrer todas las montañas del mundo para recolectar nuevos datos, los cuales, una vez analizados, se confrontarán a los modelos y quizá permitirán sobrepasar los límites de nuestros conocimientos? De manera más específica, ¿en qué consiste mi labor como profesora de universidad? ¿Debo conciliar la enseñanza diurna con las observación nocturna? Entonces les describo mi vida cotidiana, en la que el uso de herramientas informáticas tiene un papel muy importante, entre otras cosas para recolectar y procesar los datos. Responder al “cómo” también implica explicar los métodos que utilizo: la elección de la zona de la bóveda celeste, esa superficie cóncava de dos dimensiones, hacia la cual habré de apuntar mi telescopio, y luego la estimación de la lejanía de la galaxia que me interesa, para así acceder a la tercera dimensión. Cómo enseguida deduzco su velocidad, gracias a diversas estratagemas, para al fin fabricar esos nuevos mapas en movimiento —que llamamos mapas “dinámicos”— del espacio que nos rodea. Al terminar los alumnos a menudo confiesan: “¡No imaginaba para nada que tu profesión fuera así!”


FIGURA 1.2. Del sistema solar al universo observable: tú estás aquí.

LA COTIDIANIDAD DE LA INVESTIGACIÓN FUNDAMENTAL

Agradezco a los jóvenes por preguntarme “cómo” se cartografía el universo, pero admito la legitimidad del “por qué”, que más a menudo recibo de los adultos. A fin de cuentas, es una pregunta más pragmática, ¡motivada por el hecho de que ellos son quienes financian la investigación pública! Todos somos mecenas de esta actividad cuyo impacto en la vida cotidiana no necesariamente medimos. Sin embargo, la mayoría de los objetos que utilizamos proviene de la investigación, aplicada o fundamental. Pueden ser objeto de una transferencia tecnológica ligada al descubrimiento de un nuevo fenómeno físico. En este sentido, por ejemplo, el foco eléctrico se derivó de la comprensión de los fenómenos de propagación de la electricidad y de las pérdidas energéticas que la acompañan. Pero los objetos cotidianos también pueden ser resultado de la invención y la fabricación de nuevas herramientas necesarias para quien hace investigación fundamental. Por ejemplo, la tecnología del vidrio de la puerta de un horno de cocina tiene un vínculo directo con la investigación que se desarrolló para la construcción de los espejos de los telescopios muy grandes. De hecho, para fabricar espejos de varios metros de diámetro ¡hay que fundir cientos de toneladas de silicio! Enseguida hay que enfriar el bloque, que tiene un espesor de alrededor de un metro, sin que la diferencia entre el fondo y la superficie cree imperfecciones en el vidrio. La enorme estabilidad térmica que se requiere condujo al desarrollo de nuevos vidrios. ¡Y así la tecnología de los telescopios se encuentra en nuestras cocinas y ya nadie se quema los dedos con la puerta del horno!

LA LUZ VISTA COMO UNA ONDA

Al igual que el sonido o las olas, la luz presenta todas las propiedades de una onda: puede reflejarse, refractarse, difractarse… tantas que los astrónomos explotan estas propiedades para recabarla con sus telescopios.

Según su amplitud de onda, es decir, la distancia entre dos crestas de la onda, la luz puede tomar todos los colores del arcoíris. Por ejemplo, una luz azulvioleta presenta una longitud de onda de 4×10–7 m, dos veces más corta que una luz roja, que mide 8×10–7 m. En otras longitudes de onda, la luz puede incluso ser invisible para el ojo humano. De este modo, la radiación infrarroja, las microondas y las ondas de radio tienen longitudes de onda más grandes que el rojo, mientras que la radiación ultravioleta, los rayos X y los rayos gamma tienen longitudes de onda más cortas que el violeta. Todas estas ondas, visibles o invisibles para el ojo, forman el espectro electromagnético. Para obtener el espectro de luz de un objeto celeste, los astrónomos colocan un espectrógrafo en el telescopio. Un espectrógrafo está constituido principalmente por prismas o rejillas de difracción, instrumentos que separan en sus diferentes colores la luz emitida por un objeto. Aunque los colores son diferentes, todas las ondas electro-magnéticas, desde los rayos gamma hasta las ondas de radio, viajan a la misma velocidad en el vacío, una velocidad tan elevada que en todo el universo nada se mueve más rápido: en un segundo, la luz recorre 300 mil kilómetros.

La atmósfera terrestre no absorbe todas las ondas electromagnéticas de la misma manera. Deja pasar la luz visible —y qué bueno, porque sin ella no podríamos ver— que los astrónomos llaman dominio óptico. La atmósfera también transmite una parte del dominio de las ondas de radio, aquellas con longitudes de onda entre los 10 cm y los 10 m, aproximadamente. Los telescopios terrestres pueden recabar estos dos tipos de ondas, ópticas y de radio. Todas las demás ondas electromagnéticas (rayos X, ultravioleta, infrarrojo…) son absorbidas por la atmósfera, ¡y su detección requiere telescopios espaciales!

Más allá de las ventajas tecnológicas a las que lleva, la investigación teórica es necesaria porque responde a la necesidad imperiosa de adquirir nuevos conocimientos. En un inicio, la necesidad de cartografiar fue impuesta al hombre por la necesidad de encontrar fuentes de alimento en función de las diferentes estaciones del año. Hoy en día, mucho después de ese nomadismo gobernado por el instinto de supervivencia, el hombre continúa su exploración, lo que le permite acrecentar sus riquezas y conocimientos. Hacer mapas más grandes es un ejemplo entre muchos otros de lo que la investigación teórica puede ofrecer a la sociedad, ya que el conocimiento científico forma parte integral de la cultura. Con su trabajo, los investigadores contribuyen a la educación, ya que hacen frente a la violencia y al oscurantismo. La labor de los investigadores es más bien la de encontrar. A menudo les digo a los alumnos que me reciben que somos exploradores. Esta definición está en sintonía con la realidad de mi profesión: los exploradores avanzan sin miedo en lo desconocido. Les gusta todo lo que aún no conocen. Transforman materia amorfa o energía impalpable en conocimiento organizado y lo transmiten de inmediato al resto de la sociedad. Una vez que cumplen su misión, ¡ahí van otra vez en busca de nuevas aventuras!


FIGURA 1.3. El espectro de ondas electromagnéticas.

VER EL CIELO EN RELIEVE: LA TERCERA DIMENSIÓN

Seguramente alguna vez jugaste al “cartógrafo del universo” aficionado cuando, tras alzar la vista al cielo estrellado de una cálida noche de verano, trataste de explicarle a la persona a tu lado dónde se encontraba el objeto celeste que más llamaba tu atención. En una situación como ésa, la dificultad principal es guiar a nuestro interlocutor hacia la estrella correcta, ese puntito brillante perdido entre cientos de otros puntos perceptibles a simple vista en la noche. La magia del instante puede disolverse muy pronto en un torrente de explicaciones confusas. Entonces quizá lamentaste no ser un astrónomo experto, para quien la tarea sería mucho más fácil, pues podrías nombrar la región del cielo a la cual pertenece “tu” estrella. Sin duda, muchos otros seres humanos hallaron las mismas dificultades antes que tú y comprendieron el interés de dividir la bóveda celeste en regiones fáciles de identificar: las constelaciones. La bóveda celeste es esa porción de esfera cóncava centrada en la Tierra, de un radio indefinido, y de la cual parecen colgar todos los objetos luminosos del universo. Las constelaciones son conjuntos de estrellas cercanas unas a otras en la bóveda, que unimos de manera arbitraria para dibujar formas evocativas. Por cierto, las constelaciones no son las mismas de una civilización a otra, a pesar de que la Unión Astronómica Internacional haya dividido oficialmente la esfera celeste en 88 constelaciones, de modo que cada uno de los puntos de la bóveda pertenezca a una sola de entre ellas. Para ser aún más precisos, los astrónomos profesionales cuadriculan la esfera celeste, primero con grandes círculos imaginarios que pasan por los dos polos celestes y luego con círculos paralelos al ecuador, igual que la cuadrícula de los meridianos y paralelos de la superficie convexa de nuestra Tierra. Después, localizan cada punto por sus coordenadas en la cuadrícula. De este modo, en el sistema de coordenadas llamadas ecuatoriales la dirección de un astro está dada por dos ángulos: su declinación, que corresponde a la latitud de un punto en la Tierra, y su ascensión recta, que corresponde a la longitud de un punto en la Tierra.

Sin importar si somos muy precisos y utilizamos las coordenadas, o no tanto, al utilizar las constelaciones, hay una pregunta decisiva en nuestro afán por localizar algo: ¿dos astros cercanos en la bóveda celeste —por ejemplo, dos estrellas que pertenecen a la misma constelación— están a poca distancia física el uno del otro en el universo? A priori, ¡para nada! El obstáculo que debemos superar es casi insuperable: el paso de una localización en dos dimensiones —en la superficie de la esfera celeste— a una localización en tres dimensiones, en la que la tercera dimensión es la profundidad, o sea la distancia que nos separa del astro observado. En nuestro entorno, no tenemos dificultades para percibir la lejanía de un objeto familiar, pues nuestro cerebro controla de manera automática la noción de profundidad. Esta tarea es fácil por dos razones: antes que nada, porque conocemos el tamaño real del objeto y sabemos que la estimación de su tamaño aparente nos indica de inmediato su lejanía. Después, puesto que la lejanía de un objeto es del mismo orden de magnitud que la distancia entre nuestros dos ojos, nuestro cerebro capta al mismo tiempo dos puntos de vista distintos —con cada uno de nuestros ojos— de un mismo espacio de vida y evalúa la distancia del objeto próximo sobre un fondo fijo: es el principio de triangulación.


FIGURA 1.4. Vistas de la constelación de Orión en la bóveda celeste y en 3d.

¡Pero evaluar la lejanía de los objetos luminosos “colgados” de la esfera celeste es otra historia! De hecho, el tamaño real del astro a menudo es desconocido para nosotros: existen planetas, estrellas y galaxias de todas dimensiones y es difícil atribuir a cada objeto un tamaño estándar. De cualquier modo, esos objetos están tan alejados que a menudo nos parecen meros puntos, tanto que, incluso si pusiéramos dos telescopios —los ojos— a cada lado de la Tierra, nuestro planeta es demasiado pequeño en relación con las distancias “astronómicas” que nos separan de los objetos lejanos como para aplicar el método de triangulación. En consecuencia, los cartógrafos del universo deben mostrar mucho ingenio para sortear este obstáculo y acceder a la tercera dimensión: la profundidad. Según la escala del mapa con el que trabajen, el método utilizado será distinto y la precisión de la distancia obtenida también. En general, cuanto mayor es la distancia, mayor es la importancia de la incertidumbre de medición. ¡Así queda clara la magnitud del reto que los cosmógrafos debemos superar!

En realidad, no es muy complicado acceder a esa tercera dimensión para los astros más cercanos a nosotros. Por ello, el orden de magnitud de los tamaños y las distancias de la Luna y el Sol se estimó desde la antigua Grecia. Ya en el siglo III a. C., Aristarco de Samos utilizaba relaciones geométricas bastante simples para evaluar nuestra distancia a la Luna: era igual a 40 radios terrestres (en realidad, el valor correcto es 60) y nuestra distancia al Sol, 20 veces más grande que la de la Luna (en realidad, el valor correcto es 400). Su error se debe sobre todo a la imprecisión de las mediciones angulares de esa época, pero los fundamentos del método son correctos. En la actualidad, la distancia entre la Tierra y la Luna es la distancia astronómica que se conoce con mayor precisión, pues desde la década de 1970 los astronautas de las misiones Apolo instalaron pequeños espejos en la Luna. Si alguna vez vas a Grasse, en la meseta de Calern en Francia, quizá logres observar un láser verde en el cielo, que se emite desde una de las cúpulas de los telescopios del observatorio de la Costa Azul. Pero, ¿para qué apuntan los astrónomos con un láser a la Luna? ¿Acaso decidieron exterminar alguna amenaza extraterrestre? No, descuida: en la Luna sólo hay grandes desiertos de roca, arena, finos polvos abrasivos y esos reflectores, de menos de un metro de diámetro. El láser envía pequeños rayos de luz a intervalos regulares desde el observatorio hasta la Luna, en un haz muy delgado, al menos cuando sale de la Tierra. La luz se refleja en los espejos y rebota desde la Luna hasta el observatorio. Regresa a la Tierra dos segundos y medio después de haber salido. Al medir con mucha precisión el tiempo que le toma a la luz ir y venir, se puede evaluar la distancia entre nuestro planeta y su único satélite natural ¡casi con una precisión de centímetros!


FIGURA 1.5. Ilustración del método de paralaje según Bessel.

PRIMERAS MEDICIONES DE DISTANCIAS

El método de triangulación —con dos telescopios muy alejados en la Tierra— fue aplicado con éxito en 1672 por Jean-Dominique Cassini (1625-1712) y Jean Richer (1630-1696) para determinar qué tan lejos está Marte y observar al mismo tiempo la posición del planeta rojo en el fondo fijo estrellado desde dos lugares diferentes del planeta: los observatorios de París (medida de Cassini) y Cayena (medida de Richer). Sin embargo, algo que es posible con Marte, un planeta cercano a la Tierra, se vuelve irrealizable al querer medir la distancia de astros más lejanos, como las estrellas. De hecho, la distancia entre dos telescopios colocados en la Tierra, incluso en lugares diametralmente opuestos, nunca será suficiente en relación con la lejanía de la estrella para ver una diferencia entre los dos puntos de vista. En 1838, el alemán Friedrich Bessel halló una forma de separar lo suficiente ambos telescopios. ¡Sólo hay que dejar que la Tierra se mueva! Bessel localizó una estrella de la constelación del Cisne, a 11 años luz de la Tierra —¡él no conocía la distancia antes de hacer el experimento!—, luego esperó seis meses, hasta que la Tierra recorrió la mitad de su vuelta anual alrededor del Sol. Entonces localizó de nuevo la estrella, que se había desplazado en el fondo fijo constituido por estrellas mucho más alejadas. Comparó los dos puntos de vista con medidas de ángulos apropiadas y ¡listo! Y todo con un solo telescopio. He ahí el advenimiento del método de paralaje anual. Sólo se necesita una buena dosis de paciencia y cuidado a los detalles, pues la distancia que separa ambas posiciones de observación, de unos 300 millones de kilómetros —el doble de la distancia entre la Tierra y el Sol, que es lo que conocemos como “unidad astronómica” (UA)—, sigue siendo un millón de veces más pequeña que la distancia entre la Tierra y la estrella: el ángulo que permitiría calcular la distancia no mide ni un milésimo de grado.

Hoy en día todavía usamos este método de paralaje, pero éste se limita a las estrellas cercanas. Con este método se ha podido determinar la distancia de miles de estrellas sólo con telescopios terrestres. En la década de 1990, hubo un auge en el número de distancias conocidas gracias a las medidas efectuadas por el satélite Hipparcos, lanzado por la Agencia Espacial Europea (ESA, por las siglas de European Space Agency) en 1989, el cual superaba las perturbaciones atmosféricas: se midieron más de 100 mil estrellas con muy buena precisión. Un nuevo programa aún más competitivo, Gaia, está en curso. A pesar de todo, ¡sigue siendo una proporción ínfima con respecto a los cientos de miles de millones de estrellas que tiene nuestra galaxia! Y lo peor es que no podemos aspirar a medir distancias extragalácticas con el método de paralaje. Pero entonces, ¿cómo hicimos para saber que ciertos objetos luminosos estaban tan alejados que ya ni siquiera pertenecen a nuestra galaxia?

LAS UNIDADES DE LONGITUD EN ASTRONOMÍA

Desde la Revolución francesa, la unidad de longitud del Sistema Internacional de Unidades es el metro, el cual no es adecuado para medir la longitud en astronomía. Cuando uno se interesa en las distancias de los sistemas estelares, utiliza la unidad astronómica (UA), que es la distancia entre la Tierra y el Sol, es decir, alrededor de 150 millones de kilómetros. Pero la unidad que más usan los astrónomos es más bien el pársec (pc), contracción de paralaje-segundo. Un pársec es la distancia a la que se encuentra un objeto para el cual se mide, con el método de Bessel, un paralaje de un segundo de arco, es decir 0.000278°. ¡Un pársec equivale a alrededor de 30 mil billones de metros! El diámetro de la Vía Láctea, nuestra galaxia, es de cerca de 30 kilopársecs, o sea casi un millón de billones de kilómetros. En esta obra, preferí expresar las distancias en años luz (al), unidad de distancia cercana al pársec (cerca de tres veces más pequeña) y más elocuente. La luz recorre más o menos 300 mil kilómetros en un segundo; es casi la distancia entre la Tierra y la Luna (que, para ser precisos, es de 384 mil kilómetros en promedio). Por lo tanto, a la luz que proyecta la Luna le toma poco más de un segundo llegar a la Tierra, y viceversa. Se dice que la Luna está situada a un segundo luz de la Tierra. Hay 60 segundos en un minuto, 60 minutos en una hora, 24 horas en un día y cerca de 365 días en un año. La Luna está a casi 40 mil millonésimas partes de un año luz de nosotros. Visto así, ¡es poquito! En realidad, el año luz es una unidad muy grande. Del mismo modo, una división rápida de la distancia entre la velocidad nos permitiría darnos cuenta de que la luz que emite el Sol, localizado a 150 millones de kilómetros de nosotros, tarda unos 8 minutos en llegar a la Tierra. El Sol está a 8 minutos luz de la Tierra, es decir, cerca de 15 millonésimas partes de un año luz. En la escala siguiente, cuando salimos de los sistemas estelares, el año luz se vuelve una unidad muy adecuada. Así, la estrella más cercana a nuestro sistema solar, Próxima Centauri, se encuentra a 4.3 años luz de la Tierra. Entre las 6 mil estrellas perceptibles a simple vista, muchas son relativamente cercanas, situadas a algunas decenas de años luz. Cuando miras una estrella en el cielo, la luz que reciben tus ojos viajó a través del espacio por decenas de años. Si la Vía Láctea tiene un diámetro de cerca de 100 mil años luz, una partícula de luz tardará 100 mil años en recorrerla de un extremo a otro. Y la luz que proviene de las demás galaxias alrededor de la nuestra es todavía más antigua (la figura 1.6 muestra algunas distancias extragalácticas en al).

Cuanto más lejos observamos, ¡más nos remontamos en el pasado! Las primeras emisiones de partículas de luz, en el caldo primigenio que constituía el universo, datan de hace 13800 millones de años. Los objetos que las emitieron se alejaron mucho de nosotros en todo ese tiempo y ahora se sitúan, debido a la expansión del universo (véase el recuadro sobre este tema), a unos 50 mil millones de años luz de nosotros. Esto implica que nuestros telescopios no pueden recibir luz que provenga de objetos situados más allá de 50 mil millones de años luz, ¡pues esa luz todavía no nos llega! El tamaño del universo observable es de 46 mil millones de años luz.


FIGURA 1.6. Algunas distancias en el universo.

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