Читать книгу: «Firma con mi nombre», страница 3

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Doña Josefina los vio pasar con el pelo cepillado y doblar hacia «La avenida de los aromos». Los niños aguzaron los oídos frente al portón de la casa, no escuchando ninguna señal, salvo la respiración de la nada. Cruzaron los rieles condenados a unirse en el espejismo de la distancia y entraron por primera vez al pueblo más imaginado que visto, del que solo conocían su orilla y la cúpula de la iglesia. Manuel se lo imaginaba invadido por las ranas en la noche y abrigaba la esperanza de encontrarse con Silvestre en alguna de sus calles. El camino los llevó a una alameda frondosa, desde donde se veía la estación desierta custodiada por un alcornoque, árbol extraño para crecer en ese sitio, zaherido por el polvo de los trenes y las manos vandálicas. Manuel miró hacia atrás y fijó la estación en su memoria, la que recordaría tal como la vio ese día cuando se quemó. Siguieron por una calle empedrada por la cual circuló alguna vez un tranvía de sangre real o imaginario. Doblaron hacia la izquierda. La calle se ensanchó con casas muy altas para ser de un piso, pegadas unas a otras, por ambos lados de la calle, mirándose entre sí, de puertas cerradas, cien metros más se encontraron con la iglesia bañada por el sol, con su campanario, el que solían ver desde la distancia. Por la puerta abierta del templo entraba la canícula de rodillas.

—Entremos, mamá.

Cruzaron la puerta.

—La iglesia está vacía como las calles, mamá.

Agustina no alcanzó a responder. El sonido de un órgano tocado por alguien invisible llenó el vacío. Después de haber echado una mirada a la iglesia, salieron con la música en sus oídos. La calle ahora se estrechó para encauzar multitudes que aún no llegaban cuando todavía no veían a nadie. Los habitantes del pueblo parecían haber huído ante una amenaza, pero, primero, aseguraron bien las puertas para encontrar sus casas como las habían dejado. Caminaron con esa duda en mente. Llegaron a una bocacalle recalentada por el sol, doblaron hacia la derecha. El viento les trajo ese rumor inconfundible de presencia humana y corrieron casi a su encuentro, apareciendo frente a ellos una plaza en torno a la cual circulaba la gente quizás a la espera de un gran acontecimiento. La noticia también había llegado a las raíces de los árboles porque estaban saliéndose de la tierra.

—Mamá, demos una vuelta, para ser unos igual a ellos.

—Ya —respondió Agustina— y después compramos el hilo y los botones.

El viaje de vuelta lo hicieron con la sensación de que no habían llegado a un pueblo fantasma. Ya sabían dónde encontrar a la gente, pero les faltaba averiguar por qué se juntaban en la plaza a girar como polillas a su alrededor. Lucinda se detuvo al cruzar la vía férrea en dirección a su casa y miró hacia atrás. El pueblo no era como se lo había imaginado, si pudiera lo habría hecho de nuevo, pero como ya estaba hecho, tendría que acostumbrarse a él como estaba.

—A ti, Manuel, ¿qué te pareció.

—Le falta un río que pase por el medio.

Esta respuesta Lucinda no la olvidaría, ni tampoco la expresión de Manuel tal como la vio el día en que vieron por primera vez el pueblo que sería la referencia de sus vidas para entenderse, para orientarse cuando se sintieran perdidos, para ver, sentir, oler, para mirarse en los ojos de otra gente.

«Los niños encontraron al pueblo un poco feo», pensó Agustina, «pero lo llegarán a querer como a un padre y para un hijo no hay padres feos». Aguzó el oído. No escuchó nada. Deberían estar cerca del canal a la sombra de los sauces. Decían que el pueblo era caluroso en verano y helado en invierno, enhebró la aguja con hilo nuevo y cosió siguiendo una ruta invisible en la tela.

Manuel y Lucinda, recostados debajo de los sauces, sumergidos plenamente en ellos, fuera de todo y, al mismo tiempo, siendo el centro de ese todo, escucharon de repente el típico sonido de un bulto al caer al agua, que los hizo levantarse, intrigados, hacia el canal, para saber su origen, viendo una cámara de un neumático enorme atascada en las ramas de los sauces, de la cual emergió un personaje echando agua por la boca, mientras sostenía un par de zapatos en la mano derecha como si fuera un trofeo recién encontrado en el fondo del canal. A su lado, otro sobreviviente de este naufragio, se sostenía afirmado en algo parecido a un remo.

El de los zapatos, lo primero que hizo fue depositarlos en tierra y, apartándose el pelo de la frente, dijo:

—¿Se asustaron? —y continuó sin inmutarse—. Somos exploradores, queremos saber con Romerito hasta dónde llega el canal —El otro asintió con la cabeza, dando saltos para sacarse el agua de los oídos. Viendo que sus interlocutores seguían con la boca abierta, se presentó.

—Benavides —dijo como si no necesitara otro nombre fuera de ese para identificarse. ¿Quieren venir con nosotros?

Manuel dijo sí de inmediato. Lucinda guardó silencio, pero igual lo ayudó a subirse a esa extraña embarcación surgida de una mente loca o visionaria, deseando que la expedición encallara unos metros más allá, pero no fue así, la corriente se la llevó, dejándola pensativa.

Los expedicionarios, embriagados por la corriente y la frescura de los sauces, no se dieron cuenta cuando el canal se unió al estero en su parte más torrentosa. Manuel recordó tarde que no sabía nadar.

—¡Nos vamos al mar! —gritó Benavides.

—¡Nos vamos al mar! —gritó de nuevo Benavides, excitado por el peligro, mientras comprobaba si llevaba sus zapatos atados al cuello.

Entonces chocaron contra las raíces de unos árboles. Manuel cayó al agua, dio unos manotazos y de puro susto aprendió a nadar o creyó que lo hacía.

La expedición llegó hasta ahí. Ordenaron los aparejos de la extraña embarcación y se la echaron al hombro. Romerito dio unos saltos por el aire demostrando sus condiciones atléticas que lo llevarían lejos en el futuro. Benavides se apartó el pelo de la frente, orientándose por dónde podrían volver, cuando acababan de conocer juntos el peligro y no lo olvidarían.

—Allí se ve una senda, alcancémosla —dijo Benavides y se echó a andar.

A pocos pasos de ahí, se encontraron con una carreta tirada por bueyes a paso lento. Venancio, uno de los inquilinos de Cantarrana, la conducía y un mocetón llamado Segundino, les ofreció la mano para subir. Los animales, ajenos a todos, no podían saber que llevaban a un grupo humano cuyas historias se cruzarían en el futuro.

—¿De dónde vienen? —preguntó Venancio.

—Del estero —contestó Benavides.

—Más de alguno perdió la vida allí —dijo Venancio—, pero no contaban con algo como eso —e indicó la embarcación destripada que llevaban al hombro.

Manuel no dijo nada, aunque por unos segundos, creyó haber estado a punto de ahogarse, pero no lo contaría, menos a Lucinda, que lo estaría esperando intranquila.

—¿Quién es tu padre? —preguntó Venancio a Benavides.

—Mi padre es policía, le dicen el Pancora, por lo colorado.

Su color se debía a su afición por el trago, pero eso lo calló.

«El Pancora Benavides, conocido por lo mañoso y malas pulgas cuando usaba uniforme, pero de civil, manso como cordero», pensó Venancio.

—¿Por qué llevas los zapatos atados al cuello? —siguió preguntando.

—Si los pierdo, mi papá me mata.

—Ya te he visto antes en el camino —dijo Venancio a Manuel—. Eres el hijo del caballerizo, ¿no?

Al rato, Segundino se bajó de la carreta, dijo vivir en el otro extremo de Cantarrana y que no le gustaba pasar por el frente de la casa patronal.

Venancio los condujo hasta las cercanías de las bodegas de Cantarrana. Años después, Benavides recordaría con Venancio esta escena asociada a sus zapatos comprados por su padre dos números más grande para que le durasen una eternidad. Apenas puso pie en tierra firme, invitó a Manuel a visitarlo en su casa.

—Para que conozcas mi cuaderno de tapas azules —dijo, entusiasmándolo.

—Es de palabras secretas —apuntó Romerito, compartiendo una mirada cómplice con su amigo.

—Se nos acaba el verano —dijo Lucinda, con las manos detrás de la nuca, mirando en dirección al camino—. Vamos a despedirlo, viendo pasar los trenes.

La puerta del haras acababa de ser regada. La humedad dibujaba un mapa con islas frescas y misteriosas que irían desapareciendo en un mar de tierra a medida que el sol las calentara. Por alguna razón desconocida, no las pisaron y las saltaron. Ya en el cruce, el paso de un tren y su lenta desaparición en el horizonte, los dejó sumidos en una sensación parecida al abandono que la borró la presencia del automóvil negro detenido al otro lado de la vía. Cuando se levantó la barrera, el coche pasó delante de ellos a la vuelta de la rueda. Aparte del chofer, sus pasajeros no podían ser otros que Cristiancito y Adela.

—Al fin los vimos de cerca. No eran marcianos —sentenció Lucinda, irónica.

—Pero también iba otra persona y no tenía cara de extraterrestre —replicó Manuel.

—La señora Josefina sabe todo lo que sucede en Cantarrana. Vamos a verla, ella nos dirá quién es.

Josefina los recibió llenando frascos de mermelada.

—Son para los Pérez-Azaña —explicó, mostrándoles con orgullo uno de los frascos cerrados sobre la mesa—. Mis mermeladas son conocidas hasta por las amistades de la señora Fernanda.

—¿Fue a ella a quien vimos en el auto negro?

—No, chiquilla, ella es la señorita Winter, la institutriz de los niños. Es seca como palo viejo —dijo, alejando un moscardón con su mano.

—Necesito ayuda —añadió luego, mientras depositaba sus mermeladas en un canastillo—. Son para la familia y las amistades de la señora Fernanda. Mañana se van. ¿Me ayudan con un canastillo cada uno?

Lucinda miró su vestido, sus rodillas peladas y bajó su vista por el hueso dibujado debajo de la piel tostada hasta los pies.

—Nunca hemos entrada a esa casa… —dijo insegura.

Doña Josefina se vio en Lucinda como fue décadas atrás.

—¿Tienes vergüenza? —inquirió—. Mira, el verano te ha dado los mejores colores, no importa que seas flaquita. Además, iremos a la puerta de servicio. Casi no se ve por la madreselva.

Manuel y Lucinda cogieron sendos canastillos y avanzaron detrás de la voluminosa mujer. Josefina tiró de la campanilla y le abrió la doncella. A Lucinda la atrapó la luz que caía desde una ventana oval.

—¡No te quedes parada, deja el canastillo en el piso! —la conminó Josefina.

—¡Uf, eso fue todo! —exclamó Lucinda con las manos vacías y lanzó un suspiro.

Manuel, por su lado, echó de menos por un segundo la tierra y la pisó con fuerza.

Ese día domingo se inició lentamente traído por las campanas, llamando a misa.

—Vamos a acortar el día, Manuelín —anunció Lucinda.

—Hacía tiempo que no me llamabas así.

—Debe ser porque me siento rara. ¿No te pasa lo mismo?

Manuel no supo qué contestarle. Su vista la detuvo en el techo de la casa de los Pérez-Azaña marcado por las sombras de las torres. «¿Qué cosas se esconderían dentro de ellas? Tantas como las que hay dentro de un reloj», pensó, comparación surgida por su naciente aficción a las cosas mecánicas desde que vio la trilladora de don Pantaleón.

—Te quedaste con la boca abierta, mirando la casa —le reprochó Lucinda—, cuando sus moradores son fantasmas: se habla de ellos, pero nunca se les ve. ¿Cómo teniendo una casa tan grande no dan señales de vida? —preguntó enseguida.

Doña Josefina era la única que los nombraba con sus nombres. Juan, su padre, ni siquiera los aludía, con razón, cuando su mundo era don Olaberry y los caballos. Habría seguido meditabunda, si la puerta de hierro no se hubiera abierto lentamente. Dado su ánimo tristón, le pareció que todas las cosas ese día se iban a desarrollar en cámara lenta. El automóvil negro salió sin hacer ruido desde el interior de la propiedad, llevando sobre el portamaleta los canastillos con las mermeladas de doña Josefina. El vehículo aceleró y algunas piedrecillas saltaron hacia los lados. A través de los cristales, se distinguían unas siluetas: correspondían a Adela, a la señorita Winter -tocada por un sombrero- y a Cristiancito.

—Digámosles adiós como a los pasajeros del tren —dijo Manuel y saludó con la mano.

—Sí, como nadie ha salido a despedirlos…

Los dos agitaron las manos, revolviendo el aire de un día domingo donde unos se iban, otros se quedaban. Lo hicieron con la esperanza de que alguno de los pasajeros les respondiera el saludo de la misma manera, pero no fue así.

—No nos vieron —concluyó Lucinda, un poco desilusionada.

El auto se detuvo al llegar al cruce y, luego, dio un pequeño salto al cruzar la vía férrea. Y se perdió de vista. La puerta de hierro se cerró con un pesado sonido a metal. El eco se enredó en la rama de los aromos que guardarían la luz del verano con la esperanza de florecer con los colores del oro en la próxima primavera.

III

La campanilla de la puerta sonó con tal fuerza que sacó al gato de su molicie e hizo apurar el paso de la doncella. Era el cartero que insistía tirando del llamador de la puerta como si pidiera auxilio. La doncella recibió el telegrama y se lo llevó a la señorita Bárbara y esperó mientras lo leía, con las manos cruzadas en la falda, balanceándose levemente sobre sus pies.

—Sí, señorita —asintió luego de recibir sus instrucciones, con una breve inclinación de cabeza.

La doncella abandonó el recinto, perdiéndose en una galería. Se detuvo frente a una puerta entreabierta. La habitación estaba vacía, desde su interior emanaba un intenso olor a transpiración de alguien que marcaba su territorio con ella. Después se dirigió al garaje.

—Jacinto, te llegó trabajo —dijo sin verlo.

—No te oigo, Bruni, acércate —salió una voz desde debajo del coche.

Brunilda dio un paso, indecisa.

—Los patrones llegan a las cuatro, debes ir a buscarlos —dijo.

—¿Cierto?… Oye, Bruni, no hay piernas más hermosas que las tuyas. Tienen una línea morena hasta la rodilla, allí hace una curva y se pierde arriba en la oscuridad. ¿Qué habrá en esa oscuridad, Bruni?

Desde el suelo intentó atraparla con su mano. La joven dio un salto hacia atrás.

—Será para el que se case conmigo —afirmó y se fue.

No hacía mucho que Jacinto era el chofer de la casa, un trabajo que le exigía estar a disposición las veinticuatro horas del día para ir al banco, a la iglesia, al médico, a buscar o dejar a alguien a la estación, o esperar largo rato mientras la señorita Bárbara hacía una diligencia. Muy a menudo no tenía mucho que hacer, horas de ocio que llenaba, manteniendo impecable el único Cadillac de la región.

Se puso su uniforme: chaqueta y pantalón gris, botas negras. El cordón dorado de la gorra lo hacía parecer un cadete militar. A ello contribuía también su porte, juventud y buen humor. A las tres en punto se presentó en la cocina, anunciándose con un sonar de botas.

—Señorita Brunilda, ¿a quiénes deberé traer?

—A los niños.

—Nunca he visto niño alguno en mi breve tiempo en esta casa.

Irguió su cuerpo, acomodándose en su uniforme.

—La necesito para identificarlos —dijo luego—. Tendrá que acompañarme. Capaz que llegue con niños ajenos, ¿se imagina?

—Ya no son niños, pero aquí lo son mientras no se casen. Los reconocerá de inmediato. Y, además, ellos conocen el uniforme.

—Pero no a mí. Míreme, estoy listo para que salgamos de paseo, solitos, en el auto.

Brunilda esbozó una sonrisa, sin contestarle.

—No será mi culpa si llego con mocosos equivocados, se lo advierto —dijo, despidiéndose con un andar de torero, desafiando al toro con sus espaldas.

Jacinto aparcó bajo un árbol e hizo el resto del trayecto a pie a la estación. Un campesino, confundido quizás por su uniforme, lo saludó militarmente. La campana anunció el tren al poco rato. No pasaron cinco minutos y la locomotora hizo su aparición, primero con su mole negra y humeante, seguida por el vagón de la correspondencia con la puerta ya abierta, lista para dar paso a las sacas del correo junto con la prensa del día. Se detuvo rechinando sus ruedas envueltas en una nube de vapor. Solo una dama descendió del coche salón. Era alta, apenas puso pie en tierra, se obstinó en vigilar el descenso de una jovencita ayudada por un gentil joven, después contó las maletas depositadas por el auxiliar en el andén. «Ellos son», dedujo Jacinto. La estirpe de los Pérez-Azaña se les notaba a una legua de distancia.

—Soy el chofer de Cantarrana, a su servicio —dijo, sacándose la gorra.

La dama le indicó el equipaje con su quitasol.

—Sea cuidadoso —agregó.

Jacinto cogió dos maletas, pero se arrepintió cuando descubrió que cada una pesaba como cincuenta kilos. No obstante, su amor propio era grande y las llevó como pudo hasta el auto.

«Aquí reventaron mis riñones», se dijo y, apoyado en el portamaletas, tomó aliento, quitándose la gorra. La cajuela se repletó rápidamente con el equipaje.

—Su lugar es atrás, Cristian, no al lado del chofer —advirtió la dama al joven.

—Miss, estoy muy bien —respondió el aludido, sin moverse.

Jacinto, detrás del volante, los repasó por el espejo. La muchachita estiraba el cuello, quizás por un tic o para verse más alta. La llamada «miss» estaba ya pasadita por los años y su cutis color marmóreo no lo podía ocultar el maquillaje. Sus ojos, cruzados por rayas rojas, eran señal segura de que pateaba el suelo si algo le disgustaba. Cuando iba a estudiar al joven, la miss le dijo:

—¿Qué espera?

—Que me lo ordenara, señorita —y se puso en marcha.

Observó a la miss inspeccionándose cada poro de su cutis con la punta de sus dedos. «Todo está en su lugar, señorita, aunque algo averiado por la edad y el viaje», pensó riendo e hizo el trayecto a la vuelta de la rueda.

Tocó la bocina al llegar ante el portón. El jardinero, don Elías, abrió la pesada puerta. Tres personas formaban el comité de recepción: Meche, Brunilda y Bárbara.

—¡Cristiancito, cómo ha crecido! —dijo Meche, la cocinera, con sus ojos húmedos—. Y usted, Adelita linda, ya es toda una dama.

—Suban las maletas —ordenó Bárbara.

Jacinto luchó de nuevo con su peso, secundado por Elías, quien poseía fuerzas increíbles. Después, Jacinto fue a la cocina, desplomándose en una silla con las piernas estiradas.

—Ya se acabaron tus fuerzas, Jacinto —dijo Meche, abriendo una caja de chocolate.

El aludido se irguió para mirar los caramelos. «Son de los buenos, envueltos en papel plateado», pensó.

—Es un regalo de Cristiancito —explicó ella—, nunca me olvida… Pruébalos, con confianza.

Jacinto masticaba el segundo chocolate cuando entró Brunilda.

—Me lo comeré lentamente —dijo, acariciándola con la vista.

Brunilda cogió un chocolate con su mano morena. Todo era hermoso en ella, hasta su modo inconsciente de ser bella.

—Me tocó uno de licor, de los que me gustan —afirmó con una sonrisa.

—El mío también, Bruni, tenemos los mismos gustos —respondió presto el chofer.

—Habla por ti no más —replicó Brunilda.

—Podríamos conocer nuestros gustos, si lo consiente…

—¿Oyó, Meche? —preguntó la joven.

Meche, con la lengua adherida al chocolate, movió apenas la cabeza.

—¿Conoce algún remedio para curar los males de Jacinto?

Meche se pasó el índice por la boca, limpiándose sus labios.

—Que se dé un baño de agua fría y se saque ese olor insoportable a sobaco.

Jacinto se defendió:

—Fueron las maletas. ¿Traían piedras, acaso? ¿Quién es esa señorita Guinter con cara de monja arrepentida? —gesticuló, expandiéndose su tufo a sudor.

—Hombre, es la institutriz —contestó Meche—. Lleva mucho tiempo con ellos. Es inglesa. Alta, huesuda y sin carne… ¿No le encuentras un parecido con los caballos de don Olaberry?

—No me gustan las mujeres así —refunfuñó él—. Prefiero a las que son como Brunilda, morenas, con esas caderitas y esa cintura hechas para mí. Y no sigo más arriba o abajo por respeto a usted, doña Meche.

—Anda a meter la cabeza debajo de agua helada —replicó Brunilda, yéndose de la cocina.

Jacinto partió a su cuarto, mirando hacia las ventanas del segundo piso. Primera vez que veía tantas luces allí.

Genoveva escuchó el tren de las cuatro, cerrando el álbum. Sus ojos ya no le servían ni siquiera con la lupa para ver las fotos de sus nietos, si eso se llamaba ver. Su cuerpo le dice: «no te queda mucho tiempo». Y ella, para no engañarse, se ha dado un año o dos de vida. La muerte se ha ido apoderando, silenciosamente, de sus manos y, para no verlas, se las cubre con unos guantes de seda fina. Tiene un año o dos para saber si el río guardó su retrato y como rueda vieja que es rodará hasta el camino madre desde donde nacen todos, entonces quiere estar sola para no herir a nadie si se le escapa un nombre, si le dice adiós, llamándolo, en presencia de alguna persona. La muerte es muy franca, no miente. ¿Desde cuándo tiene ese nombre en su boca? ¿Había guerra en el Viejo Mundo? Se pregunta. Es un nombre asociado al origen mismo del haras. Tiembla al pensar en ello. La vida no es más que un temblor y cuando deja de hacerlo, muere. Ahora lo sabe. Qué cosas le salen por la boca, cosas que nunca pensó podría decirlas. Estaba sola, recuerda, -sus padres ausentes por negocios-, en la habitación de su madre, vestida con uno de sus trajes, -le gustaba probárselos y verse con ellos frente al espejo-, cuando lo vio luchando en el picadero con un animal arisco, con sus venas a flor de piel, el hocico lleno de espuma, luchaban hombre y animal no lejos de la ventana, tan cerca que con el aleteo de sus pestañas podría haberlos tocado. A veces alentaba al animal en su lucha, a veces a él, a veces era ella quien luchaba contra el jinete, uno sin nombre, solo con el de una visión creciente frente a sus ojos. El tren ha reiniciado la marcha, su sonido se acerca y lo escucha alejarse hacia el sur. Su corazón se agita. Pronto llegarán sus nietos a verla. El roce de su mano con la colcha la conduce de nuevo al picadero. La lucha no había terminado entre el jinete y el animal. Continuó delante de ella hasta cuando el potrillo entregó su oreja y se dejó conducir, entonces el jinete se desmontó mirando hacia donde se encontraba. ¿La había descubierto o fue un movimiento casual? Al otro día, lo recuerda muy bien, el sol alumbró el techo de las caballerizas. La mañana se llenó de voces, las de los peones, pero de todas, escuchaba una, la que daba instrucciones, la que a veces le hablaba a los animales, mientras acariciaba sus quijadas con la mano. ¿Qué hizo después? La pregunta la recorre entera en busca de respuesta. Ordenó ensillar su caballo predilecto, sabía que si cabalgaba se encontraría con los jinetes de vuelta de su paseo diario por el camino, la saludarían casi con vergüenza, la mirarían con miradas furtivas, bajando la vista. Se subió al caballo y cabalgó al encuentro de la pequeña tropilla y, cuando se encontró con ella, taconeó al animal, este dio un brinco e hizo como que perdía el control del corcel. El jinete, veloz, acudió a su auxilio. Ella se excusó. «Mejor me regreso, parece que hoy mi caballo no está de humor», dijo, regresando junto a él, así inauguró un camino nuevo sobre el viejo. Al otro día, uno más radiante que el anterior, cabalgó hasta el límite de Cantarrana señalado por los altos y añosos eucaliptus, envuelta en su fragancia, puso pie en tierra, respiró aire puro, dejó sus huellas marcadas en el pasto con el peso de sentimientos nuevos, desconocidos. De vuelta, por la tarde, se dejó llevar por la brisa vespertina hasta las puertas del haras. Allí encontró al jinete en su puesto, el de encargado del haras de Cantarrana, la joya de los Pérez-Azaña. Su presencia a esa hora le causó sorpresa, la tomó, seguramente, como capricho de la hija del patrón. Ella no quería ser vista así, sino simplemente como Genoveva. Ya dentro del haras, se apoyó en una de las vallas del picadero, desde donde contempló la casa firmemente asentada desde un ángulo distinto. Divisó el dormitorio de su madre y se vio mirando por su ventana… El sonido de un motor la distrae. ¡Ya vienen! Escucha cómo se abre el pesado portón. Su oído es lo único bueno que le queda… Ella miraba hacia la ventana y él también lo hizo en la misma dirección. Ella calló, recuerda. Ambos callaron. Quizás la había descubierto observándolo desde allí. Sintió vergüenza. Llena de confusiones, dio unos pasos sin dirección.

—¿A dónde va? Ese no es el camino, señorita.

Escuchó, sin atreverse a mirar atrás. Atravesó el jardín de vuelta, pisando sus propios huesos, no las piedrecillas del sendero. ¿Dónde estaba, Genovita? Ya me estaba preocupando. Era Meche quien preguntaba, no la de ahora, sino su madre, porque su deber era cuidarla. Eso decía siempre con mucho orgullo. Lo dijo también antes de morir, dejándole de herencia a su hija con su mismo nombre para que la siguiera cuidando. Es ella, quien, ahora encarnada en su hija, le da la bienvenida a los niños, mientras se seca los ojos humedecidos con la punta de su delantal de eterna cocinera. ¡Oh, la vida no es más que una rueda que gira en torno al mismo centro! Ahora lo ve cuando ya no le quedan ojos. Escuchó abrirse una puerta a lo lejos. Es Elías, el jardinero, seguido de Jacinto. Voces presurosas suben la escalera, las de Bárbara, Adela, también la de él, que viene cuando no puede ofrecerle más que un cuerpo reducido a un mapa de estrías, manos escondidas debajo de guantes de seda, viene ahora a su encuentro, cuando es pura levedad, una que solo soporta recuerdos y sin poder controlarse pronuncia su nombre:

—¡Franciscooo!

—Madre, es Cristian —dijo Bárbara, encendiendo las luces.

Genoveva, apoyada en los almohadones, estiró sus manos para aferrar el vacío. Su pelo plateado resalta sobre los almohadones y los arabescos de la colcha de damasco se enredan en sus manos, haciéndola parte de una estampa que representa la vejez, una sin miedo ni desesperación, aclarada, aclarándose.

—Soy Cristian, abuela —dijo un joven con la altura de la adolescencia.

—Oh, Cristian, has cambiado la voz…me recuerda a una persona.

—Abuela, ya está con sus confusiones —y la besó.

—Te has convertido en un hombrecito, hasta con barba incipiente —rió, pasándole sus manos por las mejillas.

Cristian, rojo, dijo:

—Soy el mismo, abuela.

—Y yo, Adelita —se adelantó su nieta girando sobre sus talones.

—Déjame besarte, preciosa.

—Ya, es suficiente por ahora, mañana tienen todo el día para conversar —dijo Bárbara y apagó las luces, menos la del velador.

La suave luz de la lámpara acarició su rostro como si fuera una mano, sensación que le trajo ciertas palabras de Francisco: «El amor deja una cicatriz». Ella había replicado: «Es una herida, entonces». Y él agregó: «Pero la más hermosa de todas». ¿La herida o la cicatriz? No se lo preguntó. Al día siguiente cabalgó hasta el final de sus dominios. Regresó galopando como si las espaldas de Francisco fueran la meta de su carrera. El caballo sudaba; ella también. Cuando llegó subió a su cuarto. Ordenó agua caliente. Con la bañera a punto se sumergió en ella, sintió cómo el agua la cubría bajo un mar de espuma, siendo invadida por una sensación de abandono, mientras su cuerpo se hacía pez, con su propia vida, escapándose y, antes de que se fuera, dejándola con la añoranza de su existencia, emergió del agua, atrapándolo con la toalla, aprisionó su calor, recompuso sus latidos, poniéndose de pie, de nuevo entera, hecha una, frente al espejo empañado por el vapor del agua, trazó en él, inconsciente, la cruz sobre su superficie, sacrificó su cara a su signo, signo que se transformó en barrotes de una celda, viéndose prisionera, bajo la mirada de los retratos de sus antepasados, severos, rígidos, imponiendo autoridad, temor, poder, conceptos que su padre quiso representar en la casaquilla de los jinetes de Cantarrana, pero las ranas se impusieron como los símbolos para ser paseados victoriosos por los pura sangre en los hipódromos. Borró la cruz y en su lugar se encontró con los ojos de alguien hablándole desde las aguas del azogue: «¡ve a verle!» La toalla cayó al piso, de sus pies nació su propia escultura puesta allí para ser contemplada, joven, naciente hacia el futuro. «Ve a verle», insistió su otro yo, con su piel brillante, pelo húmedo, mejillas tersas, encendidas, recto el tabique nasal, ojos grandes. Así fue. Esa imagen conserva. «¡Oh, Dios, qué cosas tenía guardadas!». Las puertas se cierran. Ya no hay signos de vida en la casa. Los niños dormirían cansados después del largo viaje. Meche se habría ido a la cama, dichas sus oraciones. El chofer estaría por ahí, inquieto, fumando quizás antes de acostarse. La casa duerme; ella recuerda. ¿Qué hora sería? Solamente el pitazo de los trenes, el relincho de los caballos le recuerda el paso del tiempo. Esa misma noche, una distinta a todas, con el pelo recién lavado, con olor a jabón, esencias en el cuerpo, bajó al jardín, cruzó sus senderos en dirección al haras. Salía luz por el despacho de Francisco. Allí lo vio absorto. Dos líneas recorrían su frente limpia y amplia. Sus manos reposaban sobre la madera del escritorio. ¿Qué pretendía ella? ¿Buscaba lo inesperado por si desde él nacía lo nuevo?

—¡Señorita! —exclamó él al verla de pronto surgir casi de la nada.

Ella no supo si avanzar o darse vuelta, si dijo algo, lo dijo con los ojos. Escuchó el tren cruzar la noche en su punto culminante, cuando las ruedas detenidas por los frenos, hierro contra hierro, revientan en una lluvia de chispas. Dio media vuelta y regresó asustada. Las primeras voces le llegan por la mañana. La de Juan, uno de los caballerizos; la voz inconfundible de Eugene; la de Bruno. El relincho vital de los potrillos da comienzo a la jornada. Meche, lejos, abre grifos, llena con agua su tetera gigante. Escucha los pasos tenues de Brunilda, sabe que tocará la puerta suavemente y dirá: «soy yo, señora». ¿Cuántos años lleva Brunilda con ella? Toda su vida. Si nació prácticamente en esta casa. ¿Quién es su padre? ¿Qué fue lo que dijo Zuni cuando mostró su embarazo? Que un afuerino la había dejado con «encargo». Afuerinos eran aquellos hombres que trabajaban días, semanas, meses y se iban, dejando tras sí un hijo en el camino; Brunilda fue uno de ellos, o, a veces un muerto con arma blanca. Brunilda preparó su baño. La espuma volvió a borrar su cuerpo menudo, ya no se iba como antaño en busca del mar, reducido a nada, pero aún así, le hacía falta, porque solo bajo su escasa sombra, podía dormir y sacar de su pozo casi seco la última agua para mojar las palabras que le quedan por decir, entonces, cuando esté completamente seco, ella se diluirá como sal en otra agua que no conoce. Ya limpia, perfumada, se creyó joven como Brunilda, pero al mirarse a sus manos, volvió a lo que era. Pronto vendrán los niños a saludarla. «¿Dónde se ubicará la memoria?», se pregunta. «¿Debajo de los párpados, por lo visto; debajo de la piel, por las caricias o en la saliva, por las palabras dichas?». Esa mañana al despertar creyó haber soñado, solamente en sueños podía escabullirse de la servidumbre sin ser descubierta. Se miró en el espejo. Era la misma, pero con otra mirada. Se dijo: «ensillaré de nuevo mi caballo para ir a su encuentro». No pudo ser. Sus padres regresaron. Volvió a su habitación lejos del picadero. Recibió muchos regalos: trajes nuevos, zapatos, sombreros y su padre anunciaba una fiesta para celebrar su arribo a Cantarrana. Con su madre tenían un rito. De frente, ambas de pie, se tocaban con las yemas de los dedos, extendiendo sus brazos. Las dos eran una copia cortada por la misma tijera. Daban unos pasos en una especie de ballet, al ritmo de la respiración de ambas; cuando perdían el contacto, se abrazaban. Ese día se demoró en dejarla partir de sus brazos, susurrándole al oído: «cuando lleguen nuestros invitados, serás la jovencita más hermosa». Lo que sucedió en las horas siguientes la aturdió. Fueron muchas cosas, unas tras otras. La presencia de su padre, grande, imponente, con sus mejillas rojas, siempre agitado, colmaba los espacios, dando órdenes y contraórdenes, para caer desplomado y dormirse y despertar preguntando por ella, con amor y un dejo de tristeza en la voz. ¿Por qué? Más tarde lo entendió. Los Pérez-Azaña terminaban con ella. Ella debió haber sido hombre para prolongar el apellido. Su alegría más grande era verla vestida de amazona arriba de un corcel. Ni las pesadas cortinas ni las alfombras pudieron ahogar los pasos de la familia Urruztía cuando hicieron su ingreso a la residencia, encabezada por doña Alonsa, de piel blanca, nariz aguileña, pesado collar de oro en torno al cuello, una cinta de color verde le subía el pecho de matrona y a su lado su marido, detrás venían su hija Carlota y Pablo, su hijo, que había suavizado la forma de la nariz de su madre. La vieja Meche los encontró divinos y se lo confidenció como buena observadora de cada detalle concerniente a su persona cuando se vestía para la cena con la cual su padre se celebraba a sí mismo rodeado de «su gente», así llamaba a sus amigos y no tantos a los que invitaba a su mesa para deslumbrarlos con alguna sorpresa solo conocida por él. Su corazón latía de un modo distinto en la mesa, rodeada de las familias más tradicionales de Cantarrana. Pablo se ubicaba a su lado; al frente doña Alonsa, celebrando cada salida del anfitrión con risas y comentarios. A los Urruztía se les conocía por su calidad de comerciantes. A ellos, los Pérez-Azaña y a los Vegochea, las dos ramas de la familia, por el lado paterno y materno, no se le hacía este tipo de preguntas. Todos sabían que la fortuna de los Pérez-Azaña provenía de los buenos tiempos de la agricultura y la minería, invertidos en papeles, propiedades y dueños de la mejor tierra. Todos habían estudiado internados en colegios religiosos, con profesores, tutores privados; no necesitaban más, el resto se aprendía conociendo y el dinero, por alguna ley vinculada con la ley de los imanes, siempre atraía al dinero y lo multiplicaba. «Cuando se nace con cuchara de oro en la boca, ya no se puede usar otra», se solía decir en las cenas. Ella misma era un buen ejemplo: estudió con las monjas y su pasión por los pura sangre venía de antaño y en cuanto a la ópera, se la inculcó su padre quien la descubrió en Buenos Aires, en su único viaje al extranjero. El sonido de la cuchara contra el cristal detuvo la conversación en la mesa. Su padre pidió silencio para retirar el velo de un objeto a sus espaldas. Era su última adquisición. El más moderno de los gramófonos visto hasta entonces en Cantarrana. Uno de los Benavente preguntó, ingenuo o por hacerse el gracioso, si era un instrumento para hacer longanizas, indicando con el dedo la bocina del instrumento, pero se arrepintió cuando vio el ceño duro de su padre, quien, con gesto propio de mago, colocó el disco sobre la plataforma y la aguja buscó el surco. Cuando parecía que no funcionaba, una voz maravillosa inundó el recinto.

286,32 ₽
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0+
Объем:
421 стр. 3 иллюстрации
ISBN:
9789568675905
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

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