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Mahatmas y Chelas

Un Mahâtmâ es un personaje que mediante una preparación y educación especial, ha desarrollado aquellas facultades superiores y ha alcanzado aquel conocimiento espiritual que la humanidad común adquirirá después de pasar a través de innumerables series de reencarnaciones durante el proceso de evolución cósmica, siempre que, como es natural, no vaya durante ellas en contra de los fines de la Naturaleza y cause su propia aniquilación. Este proceso de autoevolución de los Mahâtmâs se extiende sobre un cierto número de “encarnaciones”, aunque, comparativamente hablando, son muy pocas. Pero, ¿qué es lo que encarna? La Doctrina Secreta, hasta donde ha sido revelada, muestra que los tres primeros principios mueren más o menos con la llamada muerte física. El cuarto principio, junto con las partes inferiores del quinto donde residen las tendencias animales, tiene a Kâma–loka por morada, donde sufre la agonía de la desintegración en forma proporcional a la intensidad de los deseos inferiores; mientras que es el Manas superior, el hombre puro, el que está asociado con los principios sexto y séptimo, quien entra en el Devachan para disfrutar ahí los efectos de su buen Karma, y reencarnar después en una individualidad superior. Ahora bien, una entidad que está pasando por la instrucción oculta en sus sucesivos nacimientos, en cada encarnación tiene gradualmente cada vez menos de ese Manas inferior, hasta que llega el momento en que todo su Manas, siendo de carácter totalmente elevado, está centrado en su individualidad superior, es entonces cuando puede decirse que tal persona se ha convertido en un Mahâtmâ. En el momento de su muerte física perecen los cuatro principios inferiores sin ningún sufrimiento, pues estos son para él, de hecho, como un adorno superficial que se quita o se pone a voluntad. El verdadero Mahâtmâ no es entonces su cuerpo físico, sino ese Manas superior que está inseparablemente unido a Âtmâ y a su vehículo (el sexto principio), una unión efectuada por él en un período comparativamente muy corto, debido a que sigue el proceso de autoevolución establecido por la Filosofía Oculta. Por eso, cuando la gente expresa el deseo de “ver a un Mahâtmâ”, realmente no parecen entender que es lo que piden.

¿Cómo pueden esperar ver con sus ojos físicos lo que trasciende a la vista? ¿Es el cuerpo —una mera cáscara o máscara— lo que imploran ver y tras lo que van? Y suponiendo que ven el cuerpo de un Mahâtmâ, ¿cómo pueden saber que tras esa máscara hay oculta una entidad elevada? ¿Bajo qué criterios van a juzgar si Mâyâ refleja ante ellos la imagen de un verdadero Mahâtmâ? ¿Y quién puede decir que lo físico no es Mâyâ? Las cosas elevadas pueden ser percibidas sólo mediante un sentido relacionado con esas cosas elevadas; por tanto, quien desee ver a un verdadero Mahâtmâ deberá usar entonces su vista intelectual. Deberá elevar su Manas de tal manera que su percepción sea clara y todas las neblinas creadas por Mâyâ sean dispersadas. Su visión será entonces brillante y podrá ver a los Mahâtmâs dondequiera que esté; pues estando fusionados el sexto y el séptimo principio que son ubicuos y omnipresentes, puede decirse que los Mahâtmâs están en todas partes. Esto sería como encontrarnos en la cima de una montaña y tener a nuestra vista toda la llanura, y con todo, no estar enterados de cada árbol o lugar particular, ya que desde esa elevada posición todo lo que está debajo es casi idéntico, y así como nuestra atención puede ser atraída hacia algo que sobresale o desentona del entorno, de esta misma manera, aunque toda la humanidad está dentro de la vista mental de los Mahâtmâs, no se puede esperar de ellos que tomen nota especial de cada ser humano, a menos que éste atraiga su particular atención por sus actos especiales. Su preocupación esencial es el mayor bien para la humanidad en conjunto, pues ellos mismos se han identificado con esa Alma Universal que traspasa la Humanidad, y el que quiera atraer su atención debe hacerlo de esa manera, a través de esa Alma que se extiende por doquier.

Esta percepción del Manas puede ser denominada “fe”, que no debe ser confundida con “creencia ciega”. Ésta es una expresión usada a menudo para indicar la creencia sin percepción o comprensión; mientras que la verdadera percepción de Manas es esa creencia inteligente, que es el verdadero significado de la palabra “fe”. Esta creencia debe estar, al mismo tiempo, acompañada por el conocimiento, es decir, por la experiencia, pues “el verdadero conocimiento lleva consigo la fe”. La fe es la percepción del Manas (el quinto principio), mientras que el conocimiento, en el verdadero sentido de la palabra, es la capacidad del Intelecto, es decir, es percepción espiritual. En resumen, la individualidad superior del hombre, compuesta por su Manas superior, el sexto principio y el séptimo, debe trabajar como una unidad, y sólo entonces se puede obtener “la sabiduría divina”, pues las cosas divinas sólo pueden ser percibidas mediante facultades divinas. Así, el deseo que debe mover a alguien a pedir ser aceptado como Chela, es el comprender las funciones de la Ley de Evolución Cósmica para poder trabajar en armonioso acuerdo con la Naturaleza, en vez de ir en contra de sus fines por ignorancia.

¿Son los Chelas “médiums”?

Según la última edición del The Imperial Dictionary, de John Ogilvie, Doctor en Leyes:

“Un médium es una persona a través de la cual se dice que se manifiesta y transmite por magnetismo animal la acción de otro ser; o una persona a través de la cual se afirma que se realizan manifestaciones espirituales; especialmente alguien de quien se dice que es capaz de mantener relaciones con los espíritus de los muertos”.

Como los ocultistas no creen en comunicación alguna con los “espíritus de los difuntos” en la acepción ordinaria del término, por la sencilla razón de que saben que los espíritus de los “difuntos” no pueden descender y comunicarse con nosotros, ni lo hacen; y, como la expresión arriba utilizada, “por magnetismo animal”, probablemente habría sido modificada si el editor del The Imperial Dictionary hubiera sido un ocultista, sólo nos ocupamos de la primera parte de la definición de la palabra “médium”, que dice: “un médium es una persona a través de la cual se dice que se manifiesta y transmite la acción de otro ser”; y nos gustaría que se nos permitiera añadir: “tanto por la voluntad activa consciente como por la inconsciente de ese otro ser”.

Sería extremadamente difícil encontrar un ser humano en la Tierra que no pueda ser influenciado más o menos por el “magnetismo animal”, o por la voluntad activa de quien manda ese “magnetismo”. Si un general, admirado y querido, cabalga a lo largo del frente, los soldados se convierten todos en “médiums”. Se llenan de entusiasmo, le siguen sin miedo y toman por asalto la batería mortífera. Un impulso común impregna a todos; cada uno se convierte en un médium de otro, el cobarde se llena de heroísmo y sólo aquel que no es en absoluto médium, y por ello insensible a las epidémicas o endémicas influencias morales, será la excepción, afirmará su independencia y saldrá corriendo.

El “predicador evangelista” se levantará en su púlpito y aunque diga el disparate más incongruente, si sus acciones y el tono de lamento de su voz son lo suficientemente impresionantes conseguirá “un cambio en el corazón”, por lo menos en la parte femenina de su congregación, y si es un hombre poderoso, incluso los escépticos que venían a mofarse, se quedarán a rezar. La gente va al teatro y vierte lágrimas o se “desternilla” de risa según el carácter de la función, de acuerdo a si es una pantomima, una tragedia o una farsa. No hay hombre alguno, a excepción de los genuinos zopencos, cuyas emociones, y consecuentemente acciones, no puedan ser influenciadas en un sentido u otro, y por ello se manifiesta y transmita a través de él la acción de otro ser. Por eso, todos los hombres, todas las mujeres y niños son médiums, y la persona que no lo sea, es un monstruo, un aborto de la naturaleza; porque queda fuera de los límites de la humanidad.

Por ello, la expresión arriba mencionada apenas puede considerarse suficiente para expresar el significado de la palabra “médium” en la acepción popular del término, a menos que añadamos unas pocas palabras y digamos: “un médium es una persona a través de la cual se dice que se manifiesta y transmite la acción de otro ser en medida anormal, mediante la voluntad activa consciente o inconsciente de ese otro ser”. Esto reduce el número de “médiums” en el mundo hasta un límite proporcional al espacio alrededor del cual trazamos la línea entre lo normal y lo anormal, y será tan difícil determinar quién es un médium y quién no, como decir dónde termina la cordura y dónde empieza la locura. Todo hombre tiene su pequeña “debilidad” y todo hombre tiene también algo de “médium”; es decir, algún punto vulnerable por el cual puede ser cogido de improviso. Por tanto, el uno no puede ser considerado realmente loco; ni el otro puede ser llamado médium. Las opiniones sobre si un hombre es demente o no, frecuentemente discrepan y así pueden también diferir en cuanto a su mediumnismo. Ahora bien, en la vida diaria puede un hombre ser muy excéntrico, pero no es considerado loco mientras su locura no alcance tal grado que ya no sepa lo que está haciendo y sea por ello incapaz de cuidar de sí mismo y de sus asuntos.

Podemos aplicar la misma línea de razonamiento a los médiums y decir que sólo deben ser consideradas médiums las personas que permitan a otros seres influirlos en la manera arriba descrita, hasta tal punto que pierden su autocontrol y ya no tengan más poder o voluntad para regular sus propias acciones. Ahora bien, tal abandono del autocontrol puede ser activo o pasivo, consciente o inconsciente, voluntario o involuntario, y difiere según la naturaleza de los seres que ejercen la mencionada influencia activa sobre el médium.

Una persona puede consciente y voluntariamente someter su voluntad a la de otro ser y convertirse en su esclavo. Este otro ser puede ser un ser humano y el médium será entonces su obediente servidor y puede ser utilizado por él para fines buenos o malos. Este otro “ser” puede ser una idea, tal como el amor, la codicia, el odio, la envidia, la avaricia o alguna otra pasión, y el efecto sobre el médium será proporcional a la fuerza de la idea y al grado de autocontrol que quede en el médium. Este “otro ser” puede ser un elementario o un elemental y el pobre médium se convierte en un epiléptico, un maníaco o un criminal. Este “otro ser” puede ser el propio principio superior del hombre, tanto solo como puesto en concordancia con un rayo distinto del principio colectivo universal espiritual, y el médium será entonces un gran genio, un escritor, un poeta, un artista, un músico, un inventor, etc. Este “otro ser” puede ser uno de aquellos seres elevados llamados Mahâtmâs, y el médium consciente y voluntario será llamado entonces su Chela.

Por otra parte, una persona puede no haber oído nunca en su vida la palabra “médium” y, sin embargo, ser un enérgico médium, aunque completamente inconsciente de ese hecho. Sus acciones pueden estar más o menos influenciadas inconscientemente por su entorno visible o invisible. Puede convertirse en víctima de los elementarios o elementales, aun sin conocer el significado de estas palabras, y, en consecuencia, puede transformarse en un ladrón, asesino, violador, borracho o estrangulador; ya ha sido suficientemente probado que los crímenes con frecuencia llegan a convertirse en epidemias; y otras veces, ciertas influencias invisibles pueden hacer que lleve a cabo actos que no concuerdan en absoluto con su carácter, tal como se lo conocía previamente. Puede ser un gran mentiroso, pero ser inducido por alguna influencia oculta a decir por una vez la verdad; puede ser normalmente muy miedoso, pero cometer en alguna gran ocasión, por el estimulo del momento, un acto de heroísmo; puede ser un ladrón y vagabundo, pero repentinamente realizar un acto de generosidad, etc.

Además, un médium puede conocer las fuentes de las que procede la influencia, —en términos más explícitos, “la naturaleza del ser, cuya acción es transmitida a través de él”—, o puede no conocerlas. Puede estar bajo la influencia de su propio séptimo principio e imaginar estar en comunicación con Jesucristo en persona o con un santo; puede estar en concordancia con el rayo “intelectual” de Shakespeare y escribir poesía shakespeariana e imaginar al mismo tiempo que el espíritu personal de Shakespeare está escribiendo a través de él, y el simple hecho de creer esto o aquello, no hará que su poesía sea ni mejor ni peor. Puede estar influenciado por algún Adepto para escribir una gran obra científica y desconocer enteramente la fuente de su inspiración, o imaginar quizás, que fue el “espíritu” de Faraday o de Lord Bacon el que escribía a través de él, mientras que todo el tiempo estuvo actuando como un Chela, aunque ignorante del hecho.

De todo esto se sigue que el ejercicio del mediumnismo consiste en la mayor o menor entrega del autocontrol, y que este ejercicio sea bueno o malo depende completamente del uso que se haga de él y del fin para el que se hace. Esto nuevamente depende del grado de conocimiento que posee la persona médium con respecto a la naturaleza del ser a cuyo cuidado abandona durante un tiempo voluntaria o involuntariamente, la custodia de sus poderes físicos o intelectuales. Una persona que confía esas facultades indiscriminadamente a la influencia de cualquier poder desconocido es, sin duda, un “chiflado”, y no puede ser considerada menos demente que la que confía su dinero y sus objetos de valor al primer extraño o vagabundo que se lo pidiera. Ocasionalmente encontramos a tales personas, aunque son comparativamente raros, y generalmente son conocidos por su mirada idiota y por el fanatismo con que se adhieren a su ignorancia. Tales personas deberían ser compadecidas en lugar de culpadas y, si fuera posible, deberían ser instruidas con respecto al peligro en que incurren; pero el que un Chela, que conscientemente y con buena voluntad entrega sus facultades mentales durante un tiempo a un ser superior, a quien él conoce y en cuya pureza de fines, honestidad de propósito, inteligencia, sabiduría y poder tiene plena confianza, pueda ser considerado un médium, en la acepción vulgar del término, es una cuestión que ha de dejarse para que el lector, después de una debida consideración de lo mencionado, decida por sí mismo.

El adepto y el médium

El adepto puede estimular en animales y plantas la acción de las fuerzas biológicas hasta más allá de los límites que ordinariamente llamamos naturales, sin por ello contrariar a la Naturaleza, sino favorecerla con la intensificación del Principio Vital.

El adepto es capaz de alterar la condicionalidad sensorial y emotiva del cuerpo astral de quien no sea adepto; puede valerse a su albedrío de las entidades elementales o espíritus de la Naturaleza; pero de ningún modo le cabe dominar al Espíritu de hombre alguno ni encarnado ni desencarnado, porque todo Espíritu es Chispa Divina no sujeta a externas influencias.

Hay dos modalidades de clarividencia: psíquica y espiritual. La clarividencia de los modernos sujetos hipnotizados difiere de las antiguas pitonisas tan sólo en los medios de producir el estado lúcido y de la mayor o menor agudeza de los sentidos astrales; pero ni unas ni otros llegan mucho a la perfecta y omnisciente clarividencia espiritual, sino que sólo pueden vislumbrar la Verdad a través del velo de la naturaleza física.

El principio mental llamado Favâtma por los yoguis indos es el medianero entre los elementos espirituales y materiales del hombre, pues por una parte domina y por otra está sujeto al cerebro físico. La claridad y exactitud de las percepciones espirituales de la mente dependen, mientras está ligada al cuerpo material, de su grado de relación con el Principio Superior, y cuando ésta relación le permite actuar independientemente de los principios inferiores y unida al Superior, entonces percibe la Verdad sin mezcla de error alguno. Este es el estado que los indos llaman Samádhi, o sea, la más elevada condición espiritual asequible para el hombre en la Tierra.

Los vocablos sánscritos Prânâyâma, Pratyâhâra y Dhâranâ expresan otros tantos estados psíquicos.

En el de Dhârânâ queda el cuerpo físico completamente cataléptico y la percepción del Alma liberada es subjetiva y clarividente; pero como no deja de funcionar el principio senciente del cerebro físico, las percepciones mentales estarán entremezcladas con las percepciones objetivas del mecanismo cerebral, y por ello se le representarán la memoria y la fantasía en vez de la visión perfecta. Pero el Adepto sabe cómo suspender el funcionalismo mecánico del cerebro y así sus visiones son claras, puras, verdaderas e inalterables. Al paso que mientras el vidente, incapaz de anular las vibraciones astrales, sólo percibe imágenes más o menos incompletas por medio del cerebro, el clarividente sujeta a su Voluntad todas sus potencias psíquicas y facultades físicas; y no puede tomar las sombras por realidades porque su percepción es directamente espiritual, sin que el Yo superior o subjetivo esté eclipsado por el Yo inferior u objetivo. Tal es la genuina clarividencia espiritual que, según dice Platón, eleva el Alma más allá de los dioses menores hasta identificarla con el simple, puro, inmutable e inmaterial Nous. Tal es el estado que Plotino y Apolonio llamaron de unión con Dios, los antiguos yoguis, Ishvara y los modernos, Samâdhi. Sin embargo, la clarividencia espiritual es tan distinta de la videncia psíquica como una estrella de una luciérnaga.

Ammonio Saccas, el Teodidaktos (enseñado por Dios), dice que la memoria es la única potencia que directamente se opone al don de profecía y previsión.

El médium no puede subyugar voluntariamente sus cuerpos mental y físico, sino que necesita para ello la ajena intervención de una entidad desencarnada, de un hipnotizador terreno, o bien, de algún medio que artificiosamente le ponga en trance, mientras que a los adeptos y fakires les basta para ello un breve rato de concentración y ensimismamiento.

Entre los medios artificiales de los que se valían los antiguos para determinar el estado de trance, citaremos las columnas de bronce del templo de Salomón, las campanillas y granadas de oro de Aarón y sumos pontífices hebreos, las sonoras campanas que pendían alrededor de la estatua de Júpiter Capitolino, las tazas de bronce que se empleaban en los Misterios durante el Kora, y las copas de bronce pendientes en círculo de un doble aro de doscientas granadas que servían de chapaletas en el hueco de las columnas. Las sacerdotisas que en el norte de la antigua Germania actuaban bajo la dirección de los Hierofantes, sólo podían profetizar entre el tumulto de las olas del mar o mirando de hito en hito la rápida corriente de un río. Las sacerdotisas de Dodona se situaban al mismo efecto bajo el roble de Zeus y quedaban hipnotizadas al murmullo de las hojas del árbol o del arroyuelo que regaba sus raíces.

Pero el adepto no necesita valerse de estos artificiosos medios, pues le basta con la simple acción de su potencia volitiva. Según el Atharva–Veda, la actualización de la potencia volitiva es la forma superior de la oración, que entonces obtiene inmediata respuesta. Del grado de intensidad del anhelo depende su realización, y ésta a su vez de la pureza interior.

Las entidades que se valen de la materia astral del cuerpo del médium, o de las auras de los circunstantes son, por lo general, los elementarios, o las entidades no purificadas todavía, porque los espíritus puros no quieren ni pueden manifestarse objetivamente.

¡Desgraciado del médium que cae en poder de las entidades astrales!

De la misma forma que el médium en estado cataléptico proyecta espectralmente un brazo, una mano o una cabeza, es posible que proyecte todo su vehículo astral y aparezca el espectro de cuerpo entero. A veces esta proyección es efecto de la voluntad del Yo superior del médium, sin que de ello tenga conciencia el yo inferior; pero generalmente la voluntad del médium queda paralizada por la influencia de las entidades elementarias que se apoderan del cuerpo astral del médium y lo proyectan por efecto de una acción análoga a la del hipnotizador respecto al sujeto.

Tiene razón Fairfield al afirmar que casi todos los médiums están aquejados de alguna enfermedad orgánica o desequilibrio psíquico, y en algunos casos transmiten estas dolencias a sus hijos. En cambio, se equivoca completamente al atribuir todos los fenómenos psíquicos a las morbosas condiciones fisiológicas del médium, pues los adeptos de la Magia Superior gozan constantemente de robusta salud mental y física, y precisamente sólo ellos son capaces de producir a su libre voluntad fenómenos psíquicos.

El Adepto tiene perfecta conciencia de su actuación y no está sujeto como los médiums a los cambios de temperatura de la sangre, ni a los síntomas morbosos, ni exige condiciones previamente establecidas, sino que opera los fenómenos en todo tiempo y lugar, y en vez de sujetarse a influencias ajenas, rige y domina las fuerzas psíquicas con su férrea voluntad.

En el adepto actúan armónicamente cuerpo, alma y espíritu, al paso que en el médium el cuerpo es una masa de materia cataléptica y el alma y el espíritu se ausentan casi siempre mientras dura aquel estado para prestar sus vehículos inferiores a las entidades psíquicas. Los adeptos no sólo pueden proyectar espectralmente a voluntad una parte, sino todo su cuerpo astral.

En cambio, el médium no actualiza fuerza de voluntad alguna, pues basta para la producción del fenómeno que antes de caer en trance sepa lo que de él esperan los investigadores. Cuando el Ego del médium no esté entorpecido por influencias ajenas, actuará fuera de la conciencia física con tanta seguridad como en los casos de sonambulismo, y sus percepciones objetivas y subjetivas serán de agudeza igual a las del sonámbulo, porque cuanto más sutil es el vehículo en que actúa el Ego, tanto más delicadas y agudas son sus percepciones.

Es fama que el órfico Epiménides estuvo dotado de santas y maravillosas facultades, entre ellas la de desprenderse de su cuerpo físico siempre y durante el tiempo que quería. Muchos otros filósofos antiguos tuvieron la misma facultad. Apolonio de Tyana podía dejar conscientemente su cuerpo físico en cualquier instante y operaba fenómenos prodigiosos a la luz del día; como por ejemplo, cuando en presencia del emperador Domiciano y de multitud de circunstantes se desvaneció de repente para aparecer al cabo de una hora en la gruta de Puteoli. Tampoco necesitó de nadie el taumaturgo pitagórico Empédocles de Agrigento para resucitar a una mujer, ni exigió condiciones preestablecidas para desviar una tromba de agua que amenazaba caer sobre la ciudad. Estos teurgos eran magos, y por esto podían obrar a voluntad semejantes prodigios que no hubieran alcanzado si tan sólo fueran médiums.

De igual manera, no le era necesario a Simón el Mago ponerse en trance para elevarse por los aires en presencia de multitud de testigos, entre los que se hallaban los Apóstoles. Como dice Paracelso:

No requieren estas obras conjuros ni ceremonias, ni formación de círculos ni quemas de incienso. Es tal la alteza del Espíritu humano que no acierta a expresarse con palabras. Si comprendiéramos debidamente hasta dónde alcanza su poder, nada nos sería imposible en la Tierra. Inmutable y eterno es como Dios el Espíritu del hombre. La imaginación se educe y robustece por la confianza en nuestra voluntad. La confianza debe confirmar la imaginación, porque establece la Voluntad.

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