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El campo comunal de Horsell

Encontré un grupo de unas veinte personas que rodeaba el enorme pozo en el cual reposaba el cilindro. Ya he descrito el aspecto de aquel cuerpo colosal sepultado en el suelo. El césped y la tierra que lo rodeaban parecían chamuscados como por una explosión súbita. Sin duda alguna se había producido una llamarada por la fuerza del impacto. Henderson y Ogilvy no estaban allí. Creo que se dieron cuenta de que no se podía hacer nada por el momento y fueron a desayunar a casa del primero.

Había cuatro o cinco muchachos sentados sobre el borde del pozo y todos ellos se divertían arrojando piedras a la gigantesca masa. Puse punto final a esa diversión, y después de explicarles de qué se trataba, se pusieron a jugar a la mancha corriendo entre los curiosos.

En el grupo de personas mayores había un par de ciclistas, un jardinero que solía trabajar en casa, una niña con un bebé en brazos, el carnicero Gregg y su hijito y dos o tres holgazanes que tenían la costumbre de vagabundear por la estación. Se hablaba poco. En aquellos días el pueblo inglés poseía conocimientos muy vagos sobre astronomía. Casi todos ellos miraban en silencio el extremo chato del cilindro, el cual estaba aún tal como lo dejaran Ogilvy y Hender son. Me figuro que se sentían desengañados al no ver una pila de cadáveres chamuscados.

Algunos se fueron mientras me hallaba yo allí y también llegaron otros. Entré en el pozo y me pareció oír vagos movimientos a mis pies. Era evidente que la tapa había dejado de rotar.

Sólo entonces, cuando me acerqué tanto al objeto, me di cuenta de lo extraño que era. A primera vista, no resultaba más interesante que un carro tumbado o un árbol derribado a través del camino. Ni siquiera eso. Más que nada parecía un tambor de gas oxidado y semienterrado. Era necesario poseer cierta medida de educación científica para percibir que las escamas grises que cubrían el objeto no eran de óxido común, y que el metal amarillo blancuzco que relucía en la abertura de la tapa tenía un matiz poco familiar. El término “extraterrestre” no tenía significado alguno para la mayoría de los mirones.

Al mismo tiempo me hice cargo perfectamente de que el objeto había llegado desde el planeta Marte, pero creí improbable que contuviera seres vivos. Pensé que la tapa se desenroscaba automáticamente. A pesar de las afirmaciones de Ogilvy, era partidario de la teoría de que había habitantes en Marte. Comencé a pensar en la posibilidad de que el cilindro contuviera algún manuscrito, y enseguida imaginé lo difícil que resultaría su traducción, para preguntarme luego si no habría dentro monedas y modelos u otras cosas por el estilo. No obstante, me dije que era demasiado grande para tales propósitos y sentí impaciencia por verlo abierto.

Alrededor de las nueve, al ver que no ocurría nada, regresé a mi casa de Maybury, pero me fue muy difícil ponerme a trabajar en mis investigaciones abstractas.

En la tarde había cambiado mucho el aspecto del campo comunal. Las primeras ediciones de los diarios vespertinos habían sorprendido a Londres con enormes titulares, como el que sigue:

“Se recibe un mensaje de Marte”

Extraordinaria noticia de Woking.

Además, el telegrama enviado por Ogilvy a la Sociedad Astronómica había despertado la atención de todos los observatorios del reino.

Había más de media docena de coches de la estación de Woking parados en el camino cerca de los arenales, un sulky procedente de Chobham y un carruaje de aspecto majestuoso. Además, vi un gran número de bicicletas. Y a pesar del calor reinante, gran cantidad de personas debía haberse trasladado a pie desde Woking y Chettsey, de modo que encontré allí una multitud considerable.

Hacía mucho calor, no se veía una sola nube en el cielo, no soplaba la más leve brisa y la única sombra proyectada en el suelo era la de los escasos pinos. Se había extinguido el fuego en los brezos, pero el terreno llano que se extendía hacia Ottershaw estaba ennegrecido en todo lo que alcanzaba a divisar la vista, y del mismo se elevaba todavía el humo en pequeñas volutas.

Un comerciante emprendedor había enviado a su hijo con una carretilla llena de manzanas y botellas de gaseosas.

Acercándome al borde del pozo, lo vi ocupado por un grupo constituido por media docena de hombres. Estaban allí Henderson, Ogilvy y un individuo alto y rubio que —según supe después— era Stent, astrónomo del Observatorio Real, con varios obreros que blandían palas y picos. Stent daba órdenes con voz clara y aguda. Se hallaba de pie sobre el cilindro, el cual parecía estar ya mucho más frío; su rostro se mostraba enrojecido y lleno de transpiración, y algo parecía irritarle.

Una gran parte del cilindro estaba ya al descubierto, aunque su extremo inferior se encontraba todavía sepultado. Tan pronto como me vio Ogilvy entre los curiosos, me invitó a bajar y me preguntó si tendría inconveniente en ir a ver a lord Hilton, el señor del castillo.

Agregó que la multitud, y en especial los muchachos, dificultaban los trabajos de excavación. Deseaban colocar una barandilla para que la gente se mantuviera a distancia. Me dijo que de cuando en cuando se oía un ruido procedente del interior del casco, pero que los obreros no habían podido destornillar la tapa, ya que esta no presentaba protuberancia ni asidero alguno. Las paredes del cilindro parecían ser extraordinariamente gruesas y era posible que los leves sonidos que oían fueran en realidad gritos y golpes muy fuertes procedentes del interior.

Me alegré de hacerle el favor que me pedía, ganando así el derecho de ser uno de los espectadores privilegiados que serían admitidos dentro del recinto proyectado. No hallé a lord Hilton en su casa; pero me informaron que lo esperaban en el tren que llegaría de Londres a las seis. Como aún eran las cinco y cuarto me fui a casa a tomar el té y eché luego a andar hacia la estación para recibirlo.

Se abre el cilindro

Se ponía ya el sol cuando volví al campo comunal. Varios grupos diseminados llegaban apresuradamente desde Woking, y una o dos personas regresaban a sus hogares. La multitud que rodeaba el pozo se había acrecentado y se recortaba contra el cielo amarillento. Eran quizá unas doscientas personas. Oí voces y me pareció notar movimientos como de lucha alrededor de la excavación. Esto hizo que imaginara cosas raras.

Al acercarme más oí la voz de Stent:

—¡Atrás! ¡Atrás!

Un muchacho se adelantó corriendo hacia mí.

—Se está moviendo —me dijo al pasar—. Se desenrosca. No me gusta y me voy a casa.

Seguí avanzando hacia la multitud. Tuve la impresión de que había doscientas o trescientas personas dándose codazos y empujándose unas a otras, y entre ellas no eran las mujeres las menos activas.

—¡Se ha caído al pozo! —gritó alguien.

—¡Atrás! —exclamaron varios.

La muchedumbre se apartó un tanto y aproveché la oportunidad para abrirme paso a codazos. Todos parecían muy excitados y oí un zumbido procedente del pozo.

—¡Oiga! —exclamó Ogilvy en ese momento—. Ayúdenos a mantener a raya a estos idiotas. Todavía no sabemos lo que hay dentro de este condenado casco.

Vi a un joven dependiente de una tienda de Woking que se hallaba parado sobre el cilindro y trataba de salir del pozo. El gentío le había hecho caer con sus empujones.

Desde el interior del casco estaban desenroscando la tapa y ya se veían unos cincuenta centímetros de la reluciente rosca. Alguien se tropezó conmigo y estuve a punto de caer sobre la tapa. Me volví, y al hacerlo debió haberse terminado de efectuar la abertura y la tapa cayó a tierra con un sonoro golpe. Di un codazo a la persona que estaba detrás de mí y volví de nuevo la cabeza hacia el objeto. Por un momento me pareció que la cavidad circular era completamente negra. Tenía entonces el sol frente a los ojos.

Creo que todos esperaban ver salir a un hombre, quizá algo diferente de los terrestres, pero, en esencia, un ser como los humanos. Estoy seguro de que tal fue mi idea, pero mientras miraba vi algo que se movía entre las sombras. Era de color gris y se movía sinuosamente, y después percibí dos discos luminosos parecidos a ojos. Un momento más tarde se proyectó en el aire y hacia mí algo que se asemejaba a una serpiente gris no más gruesa que un bastón. A ese primer tentáculo siguió inmediatamente otro.

Me estremecí súbitamente. Una de las mujeres que estaban más atrás lanzó un grito agudo. Me volví a medias, sin apartar los ojos del cilindro, del cual se proyectaban otros tentáculos más, y comencé a empujar a la gente para alejarme del borde del pozo. Vi que el terror reemplazaba al asombro en los rostros de los que me rodeaban. Oí exclamaciones inarticuladas procedentes de todas las gargantas y hubo un movimiento general hacia atrás. El dependiente seguía esforzándose por salir del agujero. Me encontré solo y noté que la gente del lado opuesto del pozo echaba a correr. Entre ellos iba Stent. Miré de nuevo hacia el cilindro y me dominó un temor incontrolable, que me obligó a quedarme inmóvil y con los ojos fijos en el proyectil que llegara de Marte.

Un bulto redondeado, grisáceo y del tamaño aproximado al de un oso se levantaba con lentitud y gran dificultad saliendo del cilindro.

Al salir y ser iluminado por la luz relució como el cuero mojado. Dos grandes ojos oscuros me miraban con tremenda fijeza. Era redondo y podría decirse que tenía cara. Había una boca bajo los ojos: la abertura temblaba, abriéndose y cerrándose convulsivamente mientras babeaba. El cuerpo palpitaba de manera violenta. Un delgado apéndice tentacular se aferró al borde del cilindro; otro se agitó en el aire.

Los que nunca han visto un marciano vivo no pueden imaginar lo horroroso de su aspecto. La extraña boca en forma de uva, con su labio superior en punta; la ausencia de frente; la carencia de barbilla debajo del labio inferior, parecido a una cuña; el incesante palpitar de esa boca; los tentáculos, que le dan el aspecto de una gorgona; el laborioso funcionamiento de sus pulmones en nuestra atmósfera; la evidente pesadez de sus movimientos, debido a la mayor fuerza de gravedad de nuestro planeta, y en especial la extraordinaria intensidad con que miran sus ojos inmensos... Todo ello produce un efecto muy parecido al de la náusea.

Hay algo profundamente desagradable en su piel olivácea, y algo terrible en la torpe lentitud de sus tediosos movimientos. Aun en aquel primer encuentro, y a la primera mirada, me sentí dominado por la repugnancia y el terror.

Súbitamente desapareció el monstruo. Había rebasado el borde del cilindro cayendo a tierra con un golpe sordo, como el que podría producir una gran masa de cuero al dar con fuerza en el suelo. Le oí lanzar un grito ronco, y de inmediato apareció otra de las criaturas en la sombra profunda de la boca del cilindro.

Ante eso me sentí liberado de mi inmovilidad, giré sobre mis talones y eché a correr desesperadamente hacia el primer grupo de árboles, que se hallaba a unos cien metros de distancia; pero corrí a tropezones y medio de costado, pues me fue imposible dejar de mirar a los monstruos.

Una vez entre los pinos y matorrales me detuve jadeante y aguardé el desarrollo de los acontecimientos. El campo comunal alrededor de los arenales estaba salpicado de gente que, como yo, miraba con terror y fascinación a esas criaturas, o mejor dicho, al montón de tierra levantado al borde del pozo en el cual se hallaban, Y luego, con renovado terror, vi un objeto redondo y negro que sobresalía del pozo. Era la cabeza del dependiente, que cayera en él. De pronto logró levantarse y apoyar una rodilla en el borde, pero volvió a deslizarse hacia abajo hasta que sólo quedó visible su cabeza.

Súbitamente desapareció y me pareció oír un grito lejano. Tuve el impulso momentáneo de correr a prestarle ayuda, pero fue más fuerte mi pánico que mi voluntad.

Luego no se vio nada más que los montones de arena proyectados hacia afuera por la caída del cilindro. Cualquiera que llegara desde Chobham o Woking se habría asombrado ante el espectáculo: una multitud de unas cien o más personas paradas en un amplio círculo irregular, en zanjas, detrás de matorrales, portones y setos, hablando poco y mirando con fijeza hacia unos cuantos montones de arena. La carretilla de gaseosas se destacaba contra el cielo carmesí y en los arenales había una hilera de vehículos cuyos caballos pateaban el suelo o comían tranquilamente el grano de los morrales pendientes de sus cabezas.

El rayo calórico

Después que hube visto a los marcianos salir del cilindro en el que llegaran a la Tierra, una especie de fascinación paralizó por completo mi cuerpo. Me quedé parado entre los brezos con la vista fija en el montículo que los ocultaba. En mi alma se libraba una batalla entre el miedo y la curiosidad.

No me atrevía a volver hacia el pozo, pero sentía un extraordinario deseo de observar su interior. Por esta causa comencé a caminar describiendo una amplia curva en busca de algún punto ventajoso y mirando continuamente hacia los montones de arena tras los cuales se ocultaban los recién llegados. En cierta oportunidad vi el movimiento de una serie de apéndices delgados y negros, parecidos a los tentáculos de un pulpo, que de inmediato desaparecieron. Después se elevó una delgada vara articulada que tenía en su parte superior un disco, el cual giraba con un movimiento bamboleante. ¿Qué estarían haciendo?

La mayoría de los espectadores había formado dos grupos: uno de ellos se hallaba en dirección a Woking y el otro hacia Chobham. Evidentemente, estaban pasando por el mismo conflicto mental que yo. Había algunos cerca de mí y me acerqué a un vecino mío cuyo nombre ignoro.

—¡Qué bestias horribles! —me dijo—. ¡Dios mío! ¡Qué bestias horribles! Y volvió a repetir esto una y otra vez.

—¿Vio al hombre que cayó al pozo? —le pregunté.

Mas no me respondió. Nos quedamos en silencio observando los arenales y me figuro que ambos encontrábamos cierto consuelo en la compañía mutua.

Después me desvié hacia una pequeña elevación de tierra, que tendría un metro o más de altura, y cuando le busqué con la vista vi que se iba camino de Woking.

Comenzó a oscurecer antes que ocurriera nada más. El grupo situado a la izquierda, en dirección a Woking, parecía haber crecido en número y oí murmullos procedentes de ese lugar. El que se encontraba hacia Chobham se dispersó. En el pozo no había movimiento alguno.

Fue esto lo que dio coraje a la gente. También supongo que los que acababan de llegar desde Woking ayudaron a todos a recobrar su confianza. Sea como fuere, al comenzar a oscurecer se inició un movimiento lento e intermitente en los arenales. Este movimiento pareció cobrar fuerza a medida que continuaba el silencio y la calma en los alrededores del cilindro. Avanzaban grupitos de dos o tres, se detenían, observaban y volvían a avanzar, dispersándose al mismo tiempo en un semicírculo irregular que prometía encerrar el pozo entre sus dos extremos. Por mi parte, yo también comencé a marchar hacia el cilindro.

Vi entonces algunos cocheros y otras personas que habían entrado sin miedo en los arenales y oí ruido de cascos y ruedas. Avisté de pronto a un muchacho que se iba con la carretilla de manzanas y gaseosas. Y luego descubrí un grupito de hombres que avanzaban desde la dirección en que se hallaba Horsell. Se encontraban ya a unos treinta metros del pozo y el primero de ellos agitaba una bandera blanca.

Era la delegación. Se había efectuado una apresurada consulta, y como los marcianos eran, sin duda alguna, inteligentes, a pesar de su aspecto repulsivo, se resolvió tratar de comunicarse con ellos y demostrarles así que también nosotros poseíamos facultades razonadoras.

La bandera se agitaba de derecha a izquierda. Yo me encontraba demasiado lejos para reconocer a ninguno de los componentes del grupo; pero después supe que Ogilvy, Stent y Henderson estaban entre ellos. La delegación había arrastrado tras de sí en su avance a la circunferencia del que era ahora un círculo casi completo de curiosos, y un número de figuras negras la seguían a distancia prudente.

Súbitamente se vio un resplandor de luz y del pozo salió una cantidad de humo verde y luminoso en tres bocanadas claramente visibles. Estas bocanadas se elevaron una tras otra hacia lo alto de la atmósfera.

El humo (llama sería quizá la palabra correcta) era tan brillante que el cielo y los alrededores parecieron oscurecerse momentáneamente y quedar luego más negros al desaparecer la luz. Al mismo tiempo se oyó un sonido sibilante.

Más allá del pozo estaba el grupito de personas con la bandera blanca a la cabeza. Ante el extraño fenómeno todos se detuvieron. Al elevarse el humo verde, sus rostros se mostraron fugazmente a mi vista con un matiz pálido verdoso y volvieron a desaparecer al apagarse el resplandor.

El sonido sibilante se fue convirtiendo en un zumbido agudo y luego en un ruido prolongado y quejumbroso. Lentamente se levantó del pozo una forma extraña y de ella pareció emerger un rayo de luz.

De inmediato saltaron del grupo de hombres grandes llamaradas, que fueron de uno a otro. Era como si un chorro de fuego invisible los tocara y estallase en una blanca llama. Era como si cada hombre se hubiera convertido súbitamente en una tea.

Luego, a la luz misma que los destruía, los vi tambalearse y caer, mientras que los que estaban cerca se volvían para huir.

Me quedé mirando la escena sin comprender aún que era la muerte lo que saltaba de un hombre a otro en aquel gentío lejano. Todo lo que sentí entonces era que se trataba de algo raro. Un silencioso rayo de luz cegadora y los hombres caían para quedarse inmóviles, y al pasar sobre los pinos la invisible ola de calor, estos estallaban en llamas y cada seto y matorral se convertía en una hoguera. Y hacia la dirección de Knaphill vi el resplandor de los árboles y edificios de madera que ardían violentamente.

Esa muerte ardiente, esa inevitable ola de calor, se extendía en los alrededores con rapidez. La noté acercarse hacia mí por los matorrales que tocaba y encendía y me quedé demasiado aturdido para moverme. Oí el crujir del fuego en los arenales y el súbito chillido de un caballo, que murió instantáneamente. Después fue como si un dedo invisible y ardiente pasara por los brezos entre el lugar en que me encontraba y el sitio ocupado por los marcianos, y a lo largo de la curva trazada más allá de los arenales comenzó a humear y resquebrajarse el terreno. Algo cayó con un ruido estrepitoso en el lugar en que el camino de la estación de Woking llega al campo comunal. Luego cesó el zumbido, y el objeto negro, parecido a una cúpula, se hundió dentro del pozo perdiéndose de vista.

Todo esto había ocurrido con tal rapidez, que estuve allí inmóvil y atontado por los relámpagos de luz sin saber qué hacer. De haber descrito el rayo un círculo completo es seguro que me hubiera alcanzado por sorpresa. Pero pasó sin tocarme y dejó los terrenos de mi alrededor ennegrecidos y casi irreconocibles.

El campo parecía ahora completamente negro, excepto donde sus caminos se destacaban como franjas grises bajo la luz débil reflejada desde el cielo por los últimos resplandores del sol. En lo alto comenzaban a brillar las estrellas y hacia el oeste se veían aún los destellos del día moribundo.

Las copas de los pinos y los techos de Horsell se destacaron claramente contra esos últimos resplandores en occidente. Los marcianos y sus aparatos eran ya completamente invisibles, excepción hecha del delgado mástil, en cuyo extremo continuaba girando el espejo.

Aquí y allá se veían setos y árboles que humeaban todavía, y desde las casas de Woking se elevaban grandes llamaradas hacia lo alto del cielo.

Con excepción de esto y el tremendo asombro que me embargaba, nada había cambiado. El grupito de puntos negros con su bandera blanca había sido exterminado sin que se turbara mucho la paz del anochecer.

Hasta entonces no comprendí que me encontraba allí indefenso y solo. Súbitamente, como algo que me cayera de encima, me asaltó el miedo.

Con un gran esfuerzo me volví y comencé a correr a tropezones por entre los brezos.

El miedo que me dominaba no era un miedo racional, sino un terror pánico, no sólo a causa de los marcianos, sino también debido a la tranquilidad y el silencio que me rodeaban. Tal fue su efecto, que corrí llorando como un niño. Cuando hube emprendido la carrera ni una sola vez me atreví a volver la cabeza.

Recuerdo que tuve la impresión de que estaban jugando conmigo y que en pocos minutos, cuando estuviera a punto de salvarme, esa muerte misteriosa, tan rápida como el paso de la luz, saltaría tras de mí para matarme.

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ISBN:
9786074573329
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