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ROMEO Y JULIETA

Para el amor no hay edad, ni religión, ni posición económica.

Más allá de mi carrera deportiva y la curiosidad que despierta mi profesión, que al principio era resistida, exótica y poco tradicional -aunque ahora esté aceptada y sea casi como una más-, lo que más llama y sigue llamando la atención, es nuestra historia de amor con Ramón.

Por la diferencia de edad, porque fue una relación entre profesor y alumna, porque yo era menor, y porque encima se dio en una provincia muy conservadora y machista, como la mayoría de las provincias de nuestro país.

Lo primero que voy a contar es que Ramón practicó boxeo en sus “años mozos”, y también jugaba al fútbol.

Es primo hermano de Raúl de la Cruz Chaparro, aquel futbolista que sobresalió en Instituto de Córdoba, Rosario Central, River, Tigre y San Lorenzo de Almagro, entre otros.

Pero en el boxeo incursionó como amateur e hizo alrededor de 30 peleas. Perdió algunas, pero llegó a representar a la provincia de Formosa en algún campeonato y lo practicó hasta los 24/25 años, en que se dio cuenta de que no era ésa su función dentro del boxeo.

Llegó a ir y a entrenar a Buenos Aires, en el club Nueva Chicago, y estuvo radicado varios meses allí, donde hizo contactos.

Cuando se retiró, luego de trabajar en distintas cosas, se contactó con Horacio Duglioli.

Horacio Duglioli no es otro que quien instaló el full contact en el país, y lo invitó a hacer un curso de instructor de 3 meses a Capital Federal, creo que, por Paternal, terminado el cual se volvió a Formosa y se puso el gimnasio en el Polideportivo La Paz, en la esquina de casa.

Allí, y de ese modo, arrancó nuestra historia, aunque hasta los 14 años todo era relación profesor-alumna. Buena, muy buena, pero sólo de profesor a alumna.

Sin embargo, cuando yo tenía 14 años, poco tiempo después de hacerme campeona sudamericana, comencé a fijarme en él. Me empezó a gustar la forma en que me trataba, su forma de ser, y calculo que inconscientemente habré intentado hacer algo para que se fije en mí.

Pero no.

No lo hacía.

Me ponía nerviosa esperando que se decidiera y me dijera algo, y así estuve unos meses, no sé cuánto, esperando, sin saber si a él le pasaría lo mismo que a mí, o no.

Nosotros nos juntábamos todos los viernes en la casa de alguien, como se dice allá, “a la canasta”, porque éramos pobres. Es decir, cada cual llevaba algo para comer o tomar, y así pasábamos el tiempo entreteniéndonos, charlando, escuchando música, o bailando.

Fue un día, en verano, después de un torneo en Paraguay en que fuimos a festejar como de costumbre, es decir, a tomar algo y bailar con el grupo. Bailábamos, nos divertíamos entre todos, y yo vi que él estaba muy cerca, bailaba mucho conmigo y me miraba más de lo normal. Distinto a otras veces.

Nos quedamos sentados de repente uno al lado del otro, y entonces él me empezó a hablar.

Yo lo miraba y no le decía nada. Sólo le sonreía. Pero en una mujer, no negarse y no rechazar, ya es demasiado. Es señal de aprobación, porque nunca vamos a decir que sí de entrada.

Y bueno, ya en el hotel, lejos de las miradas indiscretas, cuando todos se metieron a sus piezas, nos dimos el primer beso.

Antes de eso, disimuladamente, en la pista de baile yo sentía cómo él me rozaba y me pasaba su mejilla contra la mía, como preparando el terreno, como tanteando. Fue todo en la misma noche, y quedó como secreto mutuo por varios días, quizás un mes, tras el cual algunos comenzaron a darse cuenta.

El primero fue mi hermanito, que estaba siempre conmigo. Pero él era mi cómplice. Y no sólo no decía nada, sino que con su compañía a veces me ayudaba a disimular, en especial ante mis padres, que no sabían nada, y yo percibía que iban a oponerse.

Varios meses duró el secreto, aunque mi viejo sospechaba algo. Más que nada, porque le llamaba la atención que siempre me pasara a buscar con la moto para ir a distintos lados. Pero como junto a mí venía mi hermano, le costó convencerse.

Sin embargo, un día, yendo hacia el colegio -a donde también siempre nos llevaba- mi viejo nos cruzó con la moto. Se ve que nos estuvo siguiendo y quiso constatarlo con sus propios ojos. Cuando estuvo seguro, o con determinadas pruebas que no íbamos a poder refutar, nos encaró.

Estábamos mi hermano y yo con Ramón, y nos quiso llevar a ambos. Pero yo no quise.

“A él te lo podés llevar -le dijo Ramón, refiriéndose a mi hermano-, pero a ella no, porque ella está conmigo”.

Fue un momento tenso. Pero mi viejo nos vio tan decididos, que prefirió llevarse a mi hermano y dejarme a mí junto a Ramón, porque se dio cuenta de que yo no quería separarme de él.

Fue entonces que mi viejo fue a hacer la denuncia a la comisaría, una especie de denuncia de rapto. Y como nosotros sabíamos que iba a hacerla, nos fuimos a la casa de un amigo de Ramón, que también era de la policía, y que nos cobijó.

Era más que nada para que nos permitiera escondernos ahí y pasar la noche, aunque más no sea. Yo ya a mi casa sabía que no iba a volver más.

Ramón, que estaba separado ya de su ex mujer –con quien tengo y tuve siempre muy buena relación- y que iba allí solamente a dormir, tampoco podía regresar a su vivienda conmigo, así que tampoco tenía ya dónde ir a vivir él, por lo cual pasamos a ser en un instante dos desamparados, sin techo, sin nada, porque el plan de parar en lo de su amigo era muy provisorio.

La cosa duró poco, porque se ve que al amigo de Ramón lo apretaron, lo habrán presionado sabiendo que eran amigos y que podía estar ayudándonos, y se ve que cantó.

La cuestión fue que al otro día vino la policía nomás. Todo un operativo policial para buscarnos a nosotros dos, que estábamos solos, como dos chorlitos, como si fuéramos dos delincuentes.

Me agarraron a mí y me quisieron llevar a mi casa, y yo les decía: “no, a mi casa no voy”. Y ellos me respondían: “a tu casa, o al Instituto de Menores”.

- “Al Instituto de Menores”, les respondía yo.

Me llevaron a la comisaría, y en la comisaría lo mismo: “A tu casa, o al Instituto de menores”.

- “Al Instituto de Menores”, les repetía sin vacilaciones.

-Bueno, no se hable más –dijeron-. Al Instituto de Menores.

Y ahí fui a parar.

Claro, qué sabía yo lo que era el Instituto de Menores…

Fue la peor época de mi vida.

Yo pensaba que sería algo así como un colegio, un hospedaje, un lugar con chicos como yo que solamente no tenían familia. Pero no. Era algo más bien parecido a una cárcel.

Sí, era una cárcel. Estábamos todos juntos, en cuchetas, y privados de la libertad. Nos hacían trabajar, nos tenían prohibido ir a la terraza, porque por allí se escapaban los internos. Y nos trataban mal, muy mal.

Yo lloraba todo el tiempo…

Al otro día Ramón vino a verme, haciéndose pasar por mi papá, y lo dejaron pasar, pero al día siguiente ya se avivaron y le prohibieron la entrada.

Entonces se contactó con un abogado, para ver cómo podía hacer para sacarme de allí, y el abogado comenzó a interceder, aunque en realidad, digamos que lo estafó, porque a modo de pago le cobró la moto, y en realidad lo que él hizo era algo que podía hacer cualquiera, que no se necesitaba plata, porque no era ningún trámite. Más que nada lo que nos ofreció fue contención y consejos. Pero ya está.

Era el único que parecía estar de nuestro lado, y cuando uno no sabe, o está desesperado, se aferra a cualquier balsa.

En realidad, cualquiera podía sacarme de allí, menos Ramón, porque yo no había hecho nada. No era delincuente. De última era la víctima. Si venía mi viejo me sacaba, el problema era que yo no quería irme con él, y menos a casa.

Así estuve una semana. Me venía a ver el abogado, mientras yo relojeaba todos los días a ver cómo podía llegar a la terraza para escaparme.

Pero finalmente salí en forma legal, porque el abogado no sé cómo hizo, si dijo que se hacía cargo de mí por 24 horas, no sé, lo cierto es que un día me llamaron y me retiraron por la puerta principal.

Ahí entonces el abogado me avivó. Me dijo que la próxima vez que me agarraran y me preguntaran dónde quería ir, me convenía irme a mi casa, porque de allí si quería me podía escapar con mucha más facilidad que del Instituto.

Y así fue. Volví a casa, y al otro día, me volví a escapar.

Yo me iba a ir a la noche y Ramón me estaba esperando a la vuelta de casa, pero se volvió, porque mi vieja se ve que algo intuyó y se vino a dormir a mi pieza esa noche, con lo cual me embromó. No pude fugarme.

Lo hice al otro día. Esperé el horario del colegio, y Ramón, que sabía todos mis pasos y horarios, sin necesidad de decirnos una sola palabra me estaba esperando.

Ahí mi viejo se rindió. Entendió que era inútil, y dejó de seguirme. El problema era que no teníamos dónde ir, y nos sentíamos todo el tiempo perseguidos, porque, mal que mal, estábamos prófugos. Y yo era menor.

La solución provisoria fue irnos a la casa de otro amigo de Ramón, que nos prestó una habitación donde pudimos estar ambos, casi sin nada.

Era un amigo de donde él trabajaba en ese momento, que era Obras Sanitarias.

Estábamos todo el tiempo juntos, si mal no recuerdo con una muda de ropa en la mochila, nada más, lavándola a cada rato para ponerme la otra e irlas cambiando.

Pero lo peor es que sabíamos, o pensábamos, que en cualquier momento vendrían por nosotros porque mi viejo nos iba a seguir denunciándonos y buscándonos. Lo sentíamos. Y ya se había convertido en una paranoia.

Él se iba a la mañana a su trabajo y yo me quedaba adentro, escondida. Sufriendo hasta que él volviera.

Hasta que entonces se nos ocurrió una idea, que hoy a la distancia lo veo como una locura, con una leve sonrisa. Un pensamiento lleno de romanticismo, un dramatismo tal vez exagerado, pero que, en aquel entonces, como estaban las cosas, mientras estábamos viviendo la película de nuestras vidas sin saber cómo iba a terminar, era algo que nos parecía la mejor salida:

Ramón se compró un revólver. Un revólver con dos proyectiles. Dos balas explosivas. Una para él, y otra para mí. E hicimos un pacto: o estábamos juntos, o no estábamos con nadie.

Así que en cuanto vinieran por nosotros, ya sea que nos golpearan la puerta, que fueran al trabajo suyo, que los veamos cerca merodear por la casa, o donde sea, ni bien viéramos a la policía cerca, que nos detengan, o quieran llevarme nuevamente… el primero que estuviera en esa situación, se mataba. Y después, se mataba el otro.

Y si estábamos juntos, lo mismo. Uno de los dos, quien primero se animara, o quien primero agarrara el arma, mataba al otro y se suicidaba. Hasta habíamos dejado una carta, que la habíamos escrito juntos.


Esta carta es para decirles:Que hemos tomado esta drástica decisión por ver que nuestras familias no entienden “nuestro amor”.Y dejar en claro en claro que si no podemos estar juntos, es mejor no vivir.Perdón si lastimamos a alguien, pero así lo decidimos…Amamos nuestras familias, pero más nos amamos nosotros… (SIC)

Ramón y Marcela

Tuvimos suerte de que en ese momento la policía ni apareció por ningún lugar, ni siquiera por error, ni para hacer una multa, nada, porque nuestra paranoia era tan grande, que si los hubiésemos visto cerca hubiésemos pensado que era por nosotros y hubiésemos cumplido el pacto.

Pero no. Por suerte no se dio. Dios estuvo con nosotros una vez más.

Así vivimos unos meses, casi sin nada. Hasta que de pronto, sucedió la noticia salvadora: quedé embarazada.

Y al quedar embarazada, el abogado le dijo a Ramón que ya no era necesario ni siquiera escondernos, porque si él se hacía cargo ya no era más un raptor, ya era el padre de la criatura, mi pareja, concubino, lo que fuera, pero ya no había más necesidad de andar escapando.

Tampoco me podían obligar a ir a casa estando embarazada, y menos al Instituto de Menores. Entonces a partir de allí salíamos a todos lados sin temor y dejamos de escondernos. Fue una liberación.

Así que eso resolvió nuestra vida, al menos con la sociedad, hacia el afuera.

En mi casa, con mi familia, todo seguía igual, aunque mi madre, ni bien se enteró de que estaba embarazada, aceptó todo con naturalidad, y mi relación con ella fue la de siempre.

Aceptó a Ramón como mi pareja, y yo podía ir a casa de vez en cuando, aunque sin saludar a mi viejo, por supuesto, ya que él no aflojaba ni quería saber nada. Parece mentira: mi viejo fue quien me llevó al gimnasio de Ramón y el que indirectamente me lo presentó.

Mi viejo, sin darse cuenta, me puso el futuro delante de mis narices, mi profesión, mi vida, mi marido, el padre de mis hijos, y después renegaba de eso, sin motivo alguno, sólo egoístamente. Cómo es la vida…

A Ramón también le hacían la vida imposible la mayoría de su familia.

Se distanció de casi todos. Y la que más contra le hacía era su madre, Guillermina Jara, que no aceptaba su nueva vida. No me aceptaba a mí, y que dejara a su primera familia con hijos. Lo aceptaba su ex, pero su madre no… También él la pasó fea.

Pero lo cómico era que con su esposa estaba todo bien. Ella conmigo hablaba, nos apoyaba. ¡Su propia ex esposa…! Su madre no. Increíble. Muy conservadora y chapada a la antigua.

Una de sus hermanas era la que más estaba a su lado, que para mí era mi verdadera suegra. Se llamaba Teodora, pero le decíamos Yiyila. Es que los nombres más raros, en el interior tienen apodos sencillos que, si uno se fija, nada tienen que ver con nada.

UNA NUEVA ETAPA

Las dos razones de mi vida: mis dos hijos, Maxi y Josué.

El embarazo de alguna manera nos abrió una nueva vida, ya sin esa culpa que arrastrábamos como si fuéramos fugitivos de la Justicia, así que nos quedamos un poco más en lo de su amigo hasta que Ramón cobró, y nos fuimos a alquilar una piecita a otro lado.

Ya lo habíamos estado comprometiendo por demás al muchacho. Por eso ni bien vimos que pudimos y no corríamos riesgo, nos fuimos.

Lo que pasa es que ahí, en que nos teníamos que arreglar por la nuestra, si bien nos sentíamos libres, fue donde más padecimos la pobreza y la escasez.

Porque por falta de recursos lo que podíamos alquilar era bien precario: una pieza para ambos y poner todo ahí, con baño compartido y techo de chapa, donde con el frío del invierno la chapa transpiraba por la condensación del aire ambiental y goteaba como si estuviera lloviendo, y cuando hacía calor te cocinabas. Más con esos calores de Formosa y con su humedad, que aumentaba la sensación térmica en ambos climas.

Poca ropa, poca comida, sin agua fresca, nuestro único confort era saber que estábamos juntos y que esperaba a un hijo. Lo demás no nos importaba, pero eso no quiere decir que no lo sufriéramos.

Por suerte teníamos buenos vecinos, que a veces nos prestaban la heladera para llenar botellitas de agua y transformarlas en hielo, porque a veces ni plata para bolsitas de hielo teníamos.

Incluso la ropa me la prestaban. Toda la ropa del embarazo me la prestaron los vecinos, porque si comprábamos ropa, no comíamos, o no pagábamos el alquiler.

La comida tradicional era fideos. Blancos, sin nada. Si alguna vez podíamos ponerle huevo, que era la parte de la proteína, bueno, eso era una bendición. Y otras veces, a la noche, si hacía mucho calor, comíamos una ensalada de tomate y huevo. Rico. Sano. Pero poco.

A veces pienso en esas épocas y hago un salto al presente para entender que uno a veces tiene que tocar fondo, conocer el fondo del mar, para después saber de dónde se viene, dónde se estuvo parado, y no perder la cabeza ni la humildad. Tener la sensibilidad y la comprensión de que las realidades de la gente difieren en mucho de las de uno cuando no pasa hambre, ni pobreza. Y yo le conocí las caras de todas las formas posibles antes de ser quien terminé siendo, antes del triunfo personal, ya sea deportivo, social, familiar, o económico.

Lo bueno que nos pasaba era que al menos yo todos los días me iba a acompañar a Ramón a su oficina de Obras Sanitarias –después Aguas Argentinas, cuando se privatizó-, y ahí estaba todo el día con él.

Los compañeros me dejaban sentar en su escritorio, más que nada por estar embarazada, y el tiempo pasaba algo más rápidamente que cuando me quedaba encerrada sin asomar las narices mientras estaba en aquella otra pieza de un amigo, escapando de la policía, dispuesta a quitarme la vida si veía que volvían a venir por mí.

Así nos mantuvimos unos meses, hasta que a los 7 de embarazo, un amigo que tenía un departamento y se iba a Europa, nos lo dejó para que se lo cuidáramos.

Sólo nos pedía eso, que se lo mantengamos arreglado, y que se lo ocupáramos para que no se le meta nadie, como a veces sucede. Pero no nos cobraba nada, ni alquiler, ni expensas, ni impuestos, nada.

Era un departamentito dentro de un conjunto de monoblocks, algo así como Fuerte Apache, pero para nosotros fue como pasar de estar bajo el puente, a ir a vivir en un palacio. Increíble. Baño privado, luz, heladera, todo.

También allí me siguieron prestando o regalando ropa para el embarazo los vecinos. Nunca me voy a olvidar.

En ese contexto, estando en ese departamento, nació Maxi, mi primer hijo. Y al tiempo, cuando este hombre volvió de su viaje, sin apuro, con tiempo, nos fuimos a alquilar otra pieza, pero ya con baño privado, un poco más grande. Ya habíamos ahorrado algo, apenas. Pero al menos llegábamos bien a fin de mes.

Al poco tiempo, cuando quedé embarazada de Josué, a Ramón en el trabajo le habían dado una Comisión en El Potrillo, una localidad donde había todas comunidades aborígenes, más dos policías, un maestro, dos médicos y nada más. En una Planta Potabilizadora. Y Ramón trabajaba ahí, potabilizando el agua.

Ahí le pagaban doble. Ahí sí ahorramos lindo. Vivíamos en una especie de casa rodante, bien humilde, pero con un bañito de construcción, fuera de la casa rodante, pero para nosotros solos. Únicamente para nosotros que trabajábamos ahí en la planta.

Lo único que gastábamos era en la comida, que yo como no sabía cocinar al principio quemaba todo, con las brasas era un desastre. Hasta que descubrimos que una señora cocinaba unas especies de viandas, riquísimo. Todo lo que caminaba la señora lo mandaba al asador y hacía comidas riquísimas, así que le pagábamos a ella por unas viandas diarias, y así resolvimos el tema de la comida.

Hoy soy una especialista de la cocina. Con poco hago de todo, sano, y me encanta cocinar. A veces no tengo tiempo, pero los fines de semana, cuando estamos en casa me hago unas recetas espectaculares. Agarro alguna que tengo y la adapto a lo que a mí y a los chicos les gusta. Me gusta inventar, crear, con lo que tengo o lo que me gusta. Esa faceta mía mucho no se conoce…

Después que volvimos de la Comisión esa de El Portillo, y que nació Josué, yo ya volví a entrenar. Y volvimos a alquilar, pero ya algo mejor. Con cocina aparte -lo que hoy se llama mono ambiente-, con bañito privado, aunque algunas habitaciones lo compartían, en fin. Pero siempre el techo de chapa, que te cocinás en verano y te morís de frío en invierno. Siempre la gotera de la humedad que se condensa, pero bueno, al menos estábamos más cómodos.

Era un predio con muchas habitaciones alrededor, que salís y te ves con el vecino, para que se den una idea. Con un patio en común. Tipo conventillo, pero más humilde de los que veo yo por acá.

Mi entrenamiento empezó de a poco en lo de Ramón, que seguía adelante con el gimnasio, aunque cada vez cobraba menos, la gente entraba gratis porque él estaba en política. Siempre estuvo en la política, y por beneficencia, porque la gente no podía, o por lo que sea, eran más los que iban sin pagar que los que pagaban.

Hasta que vino la privatización de Obras Sanitarias en la época de Menem, que se transformó en Aguas Argentinas, y a Ramón lo echaron e indemnizaron. Fue allá por 1995.

Con esa plata nos compramos la primera casita en Formosa, en un barrio humilde llamado República Argentina, al otro lado del barrio Juan Domingo Perón, que estaba dividido por una avenida nomás. Era a 10 o 15 km de la ciudad.

Ya para entonces Ramón tenía su motito de nuevo, teníamos heladera, varias cositas. Y retomé con fuerza el entrenamiento, el full contact, y la segunda parte de mi carrera, donde al reaparecer gané todas las peleas por nocaut.

El problema era que Ramón ya se había quedado sin trabajo. Le habían prometido que lo iban a volver a tomar y no le cumplieron, aunque después fue a hablar con el gobernador de ese momento, y le consiguieron trabajo en la Legislatura.

Se portó bien. Una muy buena persona. Aunque Igual eran cosas provisorias que sólo nos iban tapando los agujeros del momento.

Yo creo que si hubiese estado él cuando comencé a boxear, hubiese tenido mucho más apoyo del que tuve.

La verdad fue que el haber estado tan en el fondo del mar, al borde del suicidio, en situación desesperante, con una mano atrás y otra adelante, escapando de todos lados sin contar con la ayuda prácticamente de nadie, nos hizo fuertes para lo que vendría, que fue igual o peor.

Fue la etapa en que vinimos a Buenos Aires para intentar conseguir que se reglamentara el boxeo femenino y poder dedicarnos a esto profesionalmente.


En Formosa, La Tigresa, con Ramón y sus dos chiquitos, Maxi y Josué (rubión), con su inseparable motito. Eran los primeros tiempos, cuando aún estaba todo por venir.

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9789874788702
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