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Sus deseos se habían cumplido; los concurrentes le subieron en brazos á la tribuna, y comenzó la Misa.

En aquel punto sonaban las doce en el reloj de la catedral.

Pasó el introito y el Evangelio y el ofertorio, y llegó el instante solemne en que el sacerdote, después de haberla consagrado, toma con la extremidad de sus dedos la Sagrada Forma y comienza á elevarla.

Una nube de incienso que se desenvolvía en ondas azuladas llenó el ámbito de la iglesia; las campanillas repicaron con un sonido vibrante, y maese Pérez puso sus crispadas manos sobre las teclas del órgano.

Las cien voces de sus tubos de metal resonaron en un acorde majestuoso y prolongado, que se perdió poco á poco, como si una ráfaga de aire hubiese arrebatado sus últimos ecos.

A este primer acorde, que parecía una voz que se elevaba desde la tierra al cielo, respondió otro lejano y suave que fué creciendo, creciendo, hasta convertirse en un torrente de atronadora armonía.

Era la voz de los ángeles, que atravesando los espacios, llegaba al mundo.

Después comenzaron á oirse como unos himnos distantes que entonaban las jerarquías de serafines; mil himnos á la vez, que al confundirse formaban uno solo, que, no obstante, era no más el acompañamiento de una extraña melodía, que parecía flotar sobre aquel océano de misteriosos ecos, como un girón de niebla sobre las olas del mar.

Luego fueron perdiéndose unos cantos, después otros; la combinación se simplificaba. Ya no eran más que dos voces, cuyos ecos se confundían entre sí; luego quedó una aislada, sosteniendo una nota brillante como un hilo de luz… El sacerdote inclinó la frente, y por encima de su cabeza cana y como á través de una gasa azul que fingía el humo del incienso, apareció la Hostia á los ojos de los fieles. En aquel instante la nota que maese Pérez sostenía trinando, se abrió, se abrió, y una explosión de armonía gigante estremeció la iglesia, en cuyos ángulos zumbaba el aire comprimido, y cuyos vidrios de colores se estremecían en sus angostos ajimeces.

De cada una de las notas que formaban aquel magnífico acorde, se desarrolló un tema; y unos cerca, otros lejos, éstos brillantes, aquéllos sordos, diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y las frondas, los hombres y los ángeles, la tierra y los cielos, cantaban cada cual en su idioma un himno al nacimiento del Salvador.

La multitud escuchaba atónita y suspendida. En todos los ojos había una lágrima, en todos los espíritus un profundo recogimiento.

El sacerdote que oficiaba sentía temblar sus manos, porque Aquél que levantaba en ellas, Aquél á quien saludaban hombres y arcángeles era su Dios, era su Dios, y le parecía haber visto abrirse los cielos y trasfigurarse la Hostia.

El órgano proseguía sonando; pero sus voces se apagaban gradualmente, como una voz que se pierde de eco en eco, y se aleja y se debilita al alejarse, cuando de pronto sonó un grito en la tribuna, un grito desgarrador, agudo, un grito de mujer.

El órgano exhaló un sonido discorde y extraño, semejante á un sollozo, y quedó mudo.

La multitud se agolpó á la escalera de la tribuna, hacia la que, arrancados de su éxtasis religioso, volvieron la mirada con ansiedad todos los fieles.

– ¿Qué ha sucedido? ¿qué pasa? – se decían unos á otros, y nadie sabía responder, y todos se empeñaban en adivinarlo, y crecía la confusión, y el alboroto comenzaba á subir de punto, amenazando turbar el orden y el recogimiento propios de la iglesia.

– ¿Qué ha sido eso? – preguntaban las damas al asistente, que, precedido de los ministriles, fué uno de los primeros á subir á la tribuna, y que, pálido y con muestras de profundo pesar, se dirigía al puesto en donde le esperaba el arzobispo, ansioso, como todos, por saber la causa de aquel desorden.

– ¿Qué hay?

– Que maese Pérez acaba de morir.

En efecto, cuando los primeros fieles, después de atropellarse por la escalera, llegaron á la tribuna, vieron al pobre organista caído de boca sobre las teclas de su viejo instrumento, que aún vibraba sordamente, mientras su hija, arrodillada á sus pies, le llamaba en vano entre suspiros y sollozos.

III

– Buenas noches, mi señora doña Baltasara; ¿también usarced viene esta noche á la Misa del Gallo? Por mi parte tenía hecha intención de irla á oir á la parroquia; pero lo que sucede… ¿Dónde va Vicente? Donde va la gente. Y eso que, si he de decir la verdad, desde que murió maese Pérez, parece que me echan una losa sobre el corazón cuando entro en Santa Inés… ¡Pobrecito! ¡Era un santo!.. Yo de mí sé decir, que conservo un pedazo de su jubón como una reliquia, y lo merece… pues en Dios y en mi ánima, que si el señor arzobispo tomara mano en ello, es seguro que nuestros nietos le verían en los altares… Mas ¡cómo ha de ser!.. A muertos y á idos, no hay amigos… Ahora lo que priva es la novedad… ya me entiende usarced. ¡Qué! ¿No sabe nada de lo que pasa? Verdad que nosotras nos parecemos en eso: de nuestra casita á la iglesia, y de la iglesia á nuestra casita, sin cuidarnos de lo que se dice ó déjase de decir… sólo que yo, así… al vuelo… una palabra de acá, otra de acullá… sin ganas de enterarme siquiera, suelo estar al corriente de algunas novedades… Pues, sí, señor; parece cosa hecha que el organista de San Román, aquel bisojo, que siempre está echando pestes de los otros organistas; aquel perdulariote, que más parece jifero de la puerta de la Carne que maestro de solfa, va á tocar esta Noche-Buena en lugar de maese Pérez. Ya sabrá usarced, porque esto lo ha sabido todo el mundo y es cosa pública en Sevilla, que nadie quería comprometerse á hacerlo. Ni aun su hija, que es profesora, y después de la muerte de su padre entró en el convento de novicia. Y era natural: acostumbrados á oir aquellas maravillas, cualquiera otra cosa había de parecernos mala, por más que quisieran evitarse las comparaciones. Pues cuando ya la comunidad había decidido que, en honor del difunto y como muestra de respeto á su memoria, permanecería callado el órgano en esta noche, hete aquí que se presenta nuestro hombre, diciendo que él se atreve á tocarlo… No hay nada más atrevido que la ignorancia… Cierto que la culpa no es suya, sino de los que le consienten esta profanación… pero así va el mundo… y digo, no es cosa la gente que acude… cualquiera diría que nada ha cambiado desde un año á otro. Los mismos personajes, el mismo lujo, los mismos empellones en la puerta, la misma animación en el atrio, la misma multitud en el templo… ¡Ay, si levantara la cabeza el muerto! se volvía á morir por no oir su órgano tocado por manos semejantes. Lo que tiene que, si es verdad lo que me han dicho las gentes del barrio, le preparan una buena al intruso. Cuando llegue el momento de poner la mano sobre las teclas, va á comenzar una algarabía de sonajas, panderos y zambombas, que no haya más que oir… pero ¡calle! ya entra en la iglesia el héroe de la función. ¡Jesús, qué ropilla de colorines, qué gorguera de cañutos, qué aires de personaje! Vamos, vamos, que ya hace rato que llegó el arzobispo, y va á comenzar la misa… vamos, que me parece que esta noche va á darnos que contar para muchos días.

Esto diciendo la buena mujer, que ya conocen nuestros lectores por sus exabruptos de locuacidad, penetró en Santa Inés, abriéndose, según costumbre, un camino entre la multitud á fuerza de empellones y codazos.

Ya se había dado principio á la ceremonia.

El templo estaba tan brillante como el año anterior.

El nuevo organista, después de atravesar por en medio de los fieles que ocupaban las naves para ir á besar el anillo del prelado, había subido á la tribuna, donde tocaba unos tras otros los registros del órgano, con una gravedad tan afectada como ridícula.

Entre la gente menuda que se apiñaba á los pies de la iglesia, se oía un rumor sordo y confuso, cierto presagio de que la tempestad comenzaba á fraguarse y no tardaría mucho en dejarse sentir.

– Es un truhán, que por no hacer nada bien, ni aun mira á derechas – decían los unos.

– Es un ignorantón, que después de haber puesto el órgano de su parroquia peor que una carraca, viene á profanar el de maese Pérez – decían los otros.

Y mientras éste se desembarazaba del capote para prepararse á darle de firme á su pandero, y aquél apercibía sus sonajas, y todos se disponían á hacer bulla á más y mejor, sólo alguno que otro se aventuraba á defender tibiamente al extraño personaje, cuyo porte orgulloso y pedantesco hacía tan notable contraposición con la modesta apariencia y la afable bondad del difundo maese Pérez.

Al fin llegó el esperado momento, el momento solemne en que el sacerdote, después de inclinarse y murmurar algunas palabras santas, tomó la Hostia en sus manos… Las campanillas repicaron, semejando su repique una lluvia de notas de cristal; se elevaron las diáfanas ondas de incienso, y sonó el órgano.

Una estruendosa algarabía llenó los ámbitos de la iglesia en aquel instante y ahogó su primer acorde.

Zampoñas, gaitas, sonajas, panderos, todos los instrumentos del populacho, alzaron sus discordantes voces á la vez; pero la confusión y el estrépito sólo duró algunos segundos. Todos á la vez, como habían comenzado, enmudecieron de pronto.

El segundo acorde, amplio, valiente, magnífico, se sostenía aún brotando de los tubos de metal del órgano, como una cascada de armonía inagotable y sonora.

Cantos celestes como los que acarician los oídos en los momentos de éxtasis; cantos que percibe el espíritu y no los puede repetir el labio; notas sueltas de una melodía lejana, que suenan á intervalos, traídas en las ráfagas del viento; rumor de hojas que se besan en los árboles con un murmullo semejante al de la lluvia; trinos de alondras que se levantan gorjeando de entre las flores como una saeta despedida á las nubes; estruendo sin nombre, imponente como los rugidos de una tempestad; coro de serafines sin ritmos ni cadencia, ignota música del cielo que sólo la imaginación comprende; himnos alados, que parecían remontarse al trono del Señor como una tromba de luz y de sonidos… todo lo expresaban las cien voces del órgano, con más pujanza, con más misteriosa poesía, con más fantástico color que lo habían expresado nunca.

Cuando el organista bajó de la tribuna, la muchedumbre que se agolpó á la escalera fué tanta, y tanto su afán por verle y admirarle, que el asistente temiendo, no sin razón, que le ahogaran entre todos, mandó á algunos de sus ministriles para que, vara en mano, le fueran abriendo camino hasta llegar al altar mayor, donde el prelado le esperaba.

– Ya veis – le dijo este último cuando le trajeron á su presencia; – vengo desde mi palacio aquí sólo por escucharos. ¿Seréis tan cruel como maese Pérez, que nunca quiso excusarme el viaje, tocando la Noche-Buena en la Misa de la catedral?

– El año que viene – respondió el organista, – prometo daros gusto, pues por todo el oro de la tierra no volvería á tocar este órgano.

– ¿Y por qué? – interrumpió el prelado.

– Porque… – añadió el organista, procurando dominar la emoción que se revelaba en la palidez de su rostro; – porque es viejo y malo, y no puede expresar todo lo que se quiere.

El arzobispo se retiró, seguido de sus familiares. Unas tras otras, las literas de los señores fueron desfilando y perdiéndose en las revueltas de las calles vecinas; los grupos del atrio se disolvieron, dispersándose los fieles en distintas direcciones; y ya la demandadera se disponía á cerrar las puertas de la entrada del atrio, cuando se divisaban aún dos mujeres que, después de persignarse y murmurar una oración ante el retablo del arco de San Felipe, prosiguieron su camino, internándose en el callejón de las Dueñas.

– ¿Que quiere usarced? mi señora doña Baltasara – decía la una, – yo soy de este genial. Cada loco con su tema… Me lo habían de asegurar capuchinos descalzos y no lo creería del todo… Ese hombre no puede haber tocado lo que acabamos de escuchar… Si yo lo he oído mil veces en San Bartolomé, que era su parroquia, y de donde tuvo que echarle el señor cura por malo, y era cosa de taparse los oídos con algodones… Y luego, si no hay más que mirarle al rostro, que según dicen, es el espejo del alma… Yo me acuerdo, pobrecito, como si le estuviera viendo, me acuerdo de la cara de maese Pérez, cuando en semejante noche como esta bajaba de la tribuna, después de haber suspendido al auditorio con sus primores… ¡Qué sonrisa tan bondadosa, qué color tan animado!.. Era viejo y parecía un ángel… no que este ha bajado las escaleras á trompicones, como si le ladrase un perro en la meseta, y con un color de difunto y unas… Vamos, mi señora doña Baltasara, créame usarced, y créame con todas veras… yo sospecho que aquí hay busilis…

Comentando las últimas palabras, las dos mujeres doblaban la esquina del callejón y desaparecían.

Creemos inútil decir á nuestros lectores quién era una de ellas.

IV

Había transcurrido un año más. La abadesa del convento de Santa Inés y la hija de maese Pérez hablaban en voz baja, medio ocultas entre las sombras del coro de la iglesia. El esquilón llamaba á voz herida á los fieles desde la torre, y alguna que otra rara persona atravesaba el atrio silencioso y desierto esta vez, y después de tomar el agua bendita en la puerta, escogía un puesto en un rincón de las naves, donde unos cuantos vecinos del barrio esperaban tranquilamente que comenzara la Misa del Gallo.

– Ya lo veis – decía la superiora, – vuestro temor es sobremanera pueril; nadie hay en el templo; toda Sevilla acude en tropel á la catedral esta noche. Tocad vos el órgano y tocadle sin desconfianza de ninguna clase; estaremos en comunidad… pero… proseguís callando sin que cesen vuestros suspiros. ¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis?

– Tengo… miedo – exclamó la joven con un acento profundamente conmovido.

– ¡Miedo! ¿de qué?

– No sé… de una cosa sobrenatural… Anoche, mirad, yo os había oído decir que teníais empeño en que tocase el órgano en la Misa, y ufana con esta distinción pensé arreglar sus registros y templarle, á fin de que hoy os sorprendiese… Vine al coro… sola… abrí la puerta que conduce á la tribuna… En el reloj de la catedral sonaba en aquel momento una hora… no sé cuál… Pero las campanadas eran tristísimas y muchas… muchas… estuvieron sonando todo el tiempo que yo permanecí como clavada en el dintel, y aquel tiempo me pareció un siglo.

La iglesia estaba desierta y oscura… Allá lejos, en el fondo, brillaba como una estrella perdida en el cielo de la noche, una luz moribunda… la luz de la lámpara que arde en el altar mayor… A sus reflejos debilísimos, que sólo contribuían á hacer más visible todo el profundo horror de las sombras, vi… le vi, madre, no lo dudéis, vi un hombre que en silencio y vuelto de espaldas hacia el sitio en que yo estaba recorría con una mano las teclas del órgano, mientras tocaba con la otra á sus registros… y el órgano sonaba; pero sonaba de una manera indescriptible. Cada una de sus notas parecía un sollozo ahogado dentro del tubo de metal, que vibraba con el aire comprimido en su hueco, y reproducía el tono sordo, casi imperceptible, pero justo.

Y el reloj de la catedral continuaba dando la hora, y el hombre aquel proseguía recorriendo las teclas. Yo oía hasta su respiración.

El horror había helado la sangre de mis venas; sentía en mi cuerpo como un frío glacial, y en mis sienes fuego… Entonces quise gritar, pero no pude. El hombre aquel había vuelto la cara y me había mirado… digo mal, no me había mirado, porque era ciego… ¡Era mi padre!

– ¡Bah! hermana, desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura turbar las imaginaciones débiles… Rezad un Pater nóster y un Ave María al arcángel San Miguel, jefe de las milicias celestiales, para que os asista contra los malos espíritus. Llevad al cuello un escapulario tocado en la reliquia de San Pacomio, abogado contra las tentaciones, y marchad, marchad á ocupar la tribuna del órgano; la Misa va á comenzar, y ya esperan con impaciencia los fieles… Vuestro padre está en el cielo, y desde allí, antes que á daros sustos, bajará á inspirar á su hija en esta ceremonia solemne, para el objeto de tan especial devoción.

La priora fué á ocupar su sillón en el coro en medio de la comunidad. La hija de maese Pérez abrió con mano temblorosa la puerta de la tribuna para sentarse en el banquillo del órgano, y comenzó la Misa.

Comenzó la Misa y prosiguió sin que ocurriese nada de notable hasta que llegó la consagración. En aquel momento sonó el órgano, y al mismo tiempo que el órgano un grito de la hija de maese Pérez…

La superiora, las monjas y algunos de los fieles corrieron á la tribuna.

– ¡Miradle, miradle! – decía la joven fijando sus desencajados ojos en el banquillo, de donde se había levantado asombrada para agarrarse con sus manos convulsas al barandal de la tribuna.

Todo el mundo fijó sus miradas en aquel punto. El órgano estaba solo, y no obstante, el órgano seguía sonando… sonando como sólo los arcángeles podrían imitarlo en sus raptos de místico alborozo.

– ¡No os lo dije yo una y mil veces, mi señora doña Baltasara, no os lo dije yo!.. ¡Aquí hay busilis!.. Oidlo; qué, ¿no estuvisteis anoche en la Misa del Gallo? Pero, en fin, ya sabréis lo que pasó. En toda Sevilla no se habla de otra cosa… El señor arzobispo está hecho, y con razón, una furia… Haber dejado de asistir á Santa Inés; no haber podido presenciar el portento… ¿y para qué? para oir una cencerrada; porque personas que lo oyeron dicen que lo que hizo el dichoso organista de San Bartolomé en la catedral, no fué otra cosa… Si lo decía yo. Eso no puede haberlo tocado el bisojo, mentira… aquí hay busilis, y el busilis, era, en efecto, el alma de maese Pérez.

LOS OJOS VERDES

Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título.

Hoy, que se me ha presentado ocasión lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado á capricho volar la pluma.

Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tales cuales ellos eran, luminosos, trasparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día.

I

– Herido va el ciervo… herido va; no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas… Nuestro joven señor comienza por donde otros acaban… en cuarenta años de montero no he visto mejor golpe… ¡Pero por San Saturio, patrón de Soria! cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundidle á los corceles una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la fuente de los Álamos, y si la salva antes de morir podemos darle por perdido?

Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir de la jauría desencadenada y las voces de los pajes resonaron con nueva furia, y el confuso tropel de hombres, caballos y perros se dirigió al punto que Iñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el más á propósito para cortarle el paso á la res.

Pero todo fué inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó á las carrascas jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo, rápido como una saeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía á la fuente.

– ¡Alto!.. ¡Alto todo el mundo! – gritó Iñigo entonces; – estaba de Dios que había de marcharse.

Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron refunfuñando la pista á la voz de los cazadores.

En aquel momento se reunía á la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.

– ¿Qué haces? – exclamó dirigiéndose á su montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos. – ¿Qué haces, imbécil? ¡Ves que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya á morir en el fondo del bosque! ¿Crees acaso que he venido á matar ciervos para festines de lobos?

– Señor – murmuró Iñigo entre dientes, – es imposible pasar de este punto.

– ¡Imposible! ¿y por qué?

– Porque esa trocha – prosiguió el montero, – conduce á la fuente de los Álamos; la fuente de los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente, paga caro su atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes; ¿cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un tributo. Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa, pieza perdida.

– ¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de cazador… ¿Lo ves?.. ¿lo ves?.. Aún se distingue á intervalos desde aquí… las piernas le faltan, su carrera se acorta; déjame… déjame… suelta esa brida, ó te revuelco en el polvo… ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue á la fuente? y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus! ¡Relámpago! ¡sus, caballo mío! si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu serreta de oro.

Caballo y jinete partieron como un huracán.

Iñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles y consternados.

El montero exclamó al fin:

– Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto á morir entre los pies de su caballo por detenerle. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí adelante, que pruebe á pasar el capellán con su hisopo.

II

– Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío; ¿qué os sucede? Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis á la fuente de los Álamos en pos de la res herida, diríase que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos.

Ya no vais á los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta sus ecos. Solo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros á la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?

Mientras Iñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su escaño de ébano con el cuchillo de monte.

Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalarse sobre la pulimentada madera, el joven exclamó dirigiéndose á su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:

– Iñigo, tú que eres viejo; tú que conoces todas las guaridas del Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo á las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste más de una vez á su cumbre, dime: ¿has encontrado por acaso una mujer que vive entre sus rocas?

– ¡Una mujer! – exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.

– Sí – dijo el joven; – es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña… Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero no es ya posible; rebosa en mi corazón y asoma á mi semblante. Voy, pues, á revelártelo… Tú me ayudarás á desvanecer el misterio que envuelve á esa criatura, que al parecer sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede darme razón de ella.

El montero sin desplegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarle junto al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos. Este, después de coordinar sus ideas, prosiguió así:

– Desde el día en que á pesar de tus funestas predicciones llegué á la fuente de los Álamos, y atravesando sus aguas recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo de la soledad.

Tú no conoces aquel sitio. Mira, la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae resbalándose gota á gota por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas que al desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un instrumento, se reunen entre los céspedes, y susurrando, susurrando, con un ruido semejante al de las abejas que zumban en torno de las flores, se alejan por entre las arenas, y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen á su camino, y se repliegan sobre sí mismas y saltan, y huyen, y corren, unas veces con risa, otras con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco, á cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa para estancarse en una balsa profunda, cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde.

Todo es allí grande. La soledad con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parece que nos hablan los invisibles espíritus de la naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre.

Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fué nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba á sentarme al borde de la fuente, á buscar en sus ondas… no sé qué, ¡una locura! El día en que salté sobre ella con mi Relámpago, creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña… muy extraña… los ojos de una mujer.

Tal vez sería un rayo de sol que serpeó fugitivo entre su espuma; tal vez una de esas flores que flotan entre las algas de su seno, y cuyos cálices parecen esmeraldas… no sé: yo creí ver una mirada que se clavó en la mía; una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojos como aquellos.

En su busca fuí un día y otro á aquel sitio.

Por último, una tarde… yo me creí juguete de un sueño… pero no, es verdad; la he hablado ya muchas veces, como te hablo á ti ahora… una tarde encontré sentada en mi puesto, y vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto… sí; porque los ojos de aquella mujer, eran los ojos que yo tenía clavados en la mente; unos ojos de un color imposible; unos ojos…

– ¡Verdes! – exclamó Iñigo con un acento de profundo terror, é incorporándose de un salto en su asiento.

Fernando le miró á su vez como asombrado de que concluyese lo que iba á decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:

– ¿La conoces?

– ¡Oh, no! – dijo el montero. – ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar hasta esos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio ó mujer que habita en sus aguas, tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro, por lo que más améis en la tierra, á no volver á la fuente de los Álamos. Un día ú otro os alcanzará su venganza, y expiaréis muriendo el delito de haber encenagado sus ondas.

– ¡Por lo que más amo!.. – murmuró el joven con una triste sonrisa.

– Sí – prosiguió el anciano; – por vuestros padres, por vuestros deudos, por las lágrimas de la que el cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor que os ha visto nacer…

– ¿Sabes tú lo que más amo en este mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre, los besos de la que me dió la vida, y todo el cariño que puedan atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos… ¡Cómo podré yo dejar de buscarlos!

Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los párpados de Iñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con acento sombrío: – ¡Cúmplase la voluntad del cielo!

III

– ¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae á estos lugares, ni á los servidores que conducen tu litera. Rompe de una vez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche profunda. Yo te amo, y, noble ó villana, seré tuyo, tuyo siempre…

El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban á grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco á poco de la superficie del lago, comenzaba á envolver las rocas de su margen.

Sobre una de estas rocas, sobre una que parecía próxima á desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba temblando, el primogénito de Almenar, de rodillas á los pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.

Ella era hermosa, hermosa y pálida, como una estatua de alabastro. Uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo, como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas, como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.

Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar algunas palabras; pero sólo exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los juncos.

– ¡No me respondes! – exclamó Fernando, al ver burlada su esperanza; – ¿querrás que dé crédito á lo que de ti me han dicho? ¡Oh! No… Háblame: yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer…

– Ó un demonio… ¿Y si lo fuese?

El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebato de amor:

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
25 июня 2017
Объем:
340 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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