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EL ENCUENTRO CON RIQUELME

Entré en esa cabaña a un lado de la carretera como si nunca antes hubiera estado allí, cauto y observando de reojo a las personas y el mobiliario. ¿No lo exigía así el propósito de mi cita? Por un momento me sentí transportado a las orillas de un bosque alemán y tuve la impresión de que las flores silvestres olían más durante las noches y que los ojos de un conejo pardo me observaban desde el umbral de su madriguera. Una cabaña a orillas del camino es la imagen más romántica y misteriosa que una imaginación pobre es capaz de crear. Ésta, sin embargo, era real; la cabaña, quiero decir, era real. Para un ex jugador de basquetbol mirar de reojo es el asunto más sencillo del mundo, cuando defiendes el área y la virginidad de tu canasta, miras el balón sin descuidar a ninguno de tus oponentes, “visión periférica” le llaman, pero sólo es la virtud de mantenerse atento cuando alguien te quiere joder, sea en el campo de juego o en un callejón oscuro y solitario.

La penumbra en la cabaña aumentaba con la desfalleciente luz que brotaba de una lámpara de neón y un aroma a tabaco rancio y a pantalón viejo me recibió apenas crucé la puerta. Si el mismo dios que puso a Elisa Miller en mi camino quisiera recompensarme, le pediría que nunca me permitiera cruzar una puerta más. Los problemas existen y son reales porque hay puertas que cruzar: eliminas las puertas y todos los problemas se reducen sólo a uno: habitar y esperar la muerte. En Hollywood están volando puertas todo el tiempo, puerta y automóviles vuelan a toda hora por los aires. Sin puertas que hacer explotar, Hollywood se iría a la quiebra. Los primitivos aborígenes sabrían de lo que estoy hablando: las puertas son la esencia de la civilización. Sin esas puertas, el mundo que sentimos probablemente sería puro y confortable, como la morfina que da tranquilidad al que está ya muerto y sólo espera que quienes lo rodean se percaten de su estado. Vivir estando muerto: a ese estado me ha reducido la suripanta Elisa Miller. Las mesas dentro de la cabaña habían sido fabricadas con la madera tomada de los pinos y abetos que rodeaban el villorrio más cercano, y las escasas cinco personas que se distribuían en esas rústicas mesas habían sido creadas con la materia común a todos los humanos: ¿escoria hormonal? ¿Lodo genético? Un barro poco resistente. Si miro a mi alrededor es porque el miedo me infunde un temor enorme, y no porque sea curioso, sino porque he fracasado en todos los negocios que he emprendido, excepto en uno; y si asumo una actitud mal encarada no es porque quiera intimidar a nadie, de ningún modo: lo que busco es que el miedo se concentre en el estómago y no en el rostro. Me siento tan libre cuando describo un lugar en vez de un carácter. Las cosas, aunque no sean cosas en sí, me dejan tranquilo. Continúo.

En la barra de pino dos mujeres maduras y tenebrosas charlaban en susurros, y en la mesa más lejana a la puerta principal de la cabaña se hallaba sentado el hombre que yo buscaba. Ya habrán adivinado de quién se trata: la persona que pondría en claro el asunto de los malos pasos de Elisa Miller y en cuyas manos había puesto mi futuro próximo: Riquelme, el famoso detective de pacotilla, el hombre que haría el reporte definitivo. El resto de la clientela, además de un hombre que hacía las veces de cantinero, mesero y trapeador de pisos, estaba formada por conductores de camiones de carga; no hay más nombre para ellos: conductores de camiones de carga, camioneros. Qué aire desangelado mostraban estos señores camioneros, una triste aureola que los acompañaba en su travesía de millones de metros enclaustrados dentro de la cabina de un tráiler. Sospechaban que, en la siguiente curva, serían extorsionados o robados y esta sospecha constante les impedía subir de peso: los infelices tenían los días contados y por eso eran flacos. Y a los escasos conductores obesos el placer de comer se les amargaba y echaba a perder cuando se imaginaban otra vez en las garitas donde la carga de su vehículo se vería sometida a una seria revisión y en donde serían acusados de exceder los límites de peso permitido o de llevar drogas en un contenedor dentro del cual ellos pensaban que había escritorios y lámparas. ¡O mapaches, pero no drogas! En consecuencia, los conductores gordos preferían tomar café oscuro y esperar hasta llegar a su hogar para saciar su hambre y no echar a perder antes sus alimentos.

El hombre que yo buscaba, en cambio, mantenía una postura recta y paciente, como si su trabajo consistiera en esperar por noches enteras a que una hormiga pasara rodeando la punta de sus zapatos. Caminé en dirección a la mesa donde él me esperaba, aunque fingía no haberse percatado de mi llegada. Riquelme, como yo, resultó ser un maestro en mirar de reojo y en tomar whisky malo. No, Riquelme jamás jugó basquetbol y lo más parecido que llegó a practicar en su infancia fue un juego que se llamaba “burro castigado”. Sus escasas virtudes me animaban a seguir pagando por sus servicios y una de ellas tenía que ver con el desprecio que, sin hacerlo consciente, él tenía por sí mismo. Si se me ocurriera citarlo en el retrete de una gasolinera en medio del desierto iría sin quejarse ni hacer preguntas estúpidas. Después de recibir la orden de encontrarnos allí dejaría su cama, se vestiría sin el menor atisbo de dolor y antes de abandonar su departamento y encaminarse a la cita se diría a sí mismo: “Es mi obligación, cumpliré mis asuntos con la seriedad propia del caso”. Los hombres que saben que casi todas las preguntas sobran, son en realidad muy pocos en la Tierra. Uno hace preguntas con el propósito de saber lo que ya sabe, ¿quién necesita a un detective, a no ser un idiota como yo? ¿Con qué propósito deseo conocer de boca de un desconocido lo que ya sé con perfecta certeza?, pienso en todo ello cuando descubro la figura de Riquelme y en seguida me acomodo en la silla vacía que, también, me ha esperado a lo largo de varias horas. “Esa silla es mía , nada más”, susurro, y estoy a punto de reír como un loco.

–La situación es delicada y fuera de lo común, hasta el punto de que me hace sentir bastante desconcertado –me comenta Riquelme, y toca con sus dedos la pluma que sobresale de la bolsa de la camisa. Cuando habla conmigo elige palabras que, en su opinión, son precisas y elegantes. Riquelme dice estar “desconcertado”, en vez de “sacado de onda”. Me gusta que se exprese de esa manera, de lo contrario no le pagaría un solo dólar.

–Espiar es un acto ridículo –le digo a Riquelme y abro bien los ojos–. Me alegra que sea una misión “delicada”, como tú dices, así se justifica el dinero que estoy pagando por este asunto.

–He progresado porque no rechazo ningún trabajo, excepto si me lo pide un policía –Riquelme cree que ha progresado, este gusano.

–Es tu política, Riquelme. Si eso te da dinero no veo porque tengas que cambiar. ¿Y qué hay con los marinos?

–¿Los marinos? ¿Qué chingados tienen que ver aquí los marinos? –la mano huesuda e inquieta de Riquelme se palpaba el pecho. ¿Estaba a punto de tener un infarto? No, el infarto haría de Riquelme un hombre superior, los hombres como él no caen fulminados por infarto, sólo desaparecen, se desinflan, se acuestan en el cenicero y se hacen ceniza.

–Marinos, soldados, tampoco aceptas sus encargos, quiero decir –hablo sin sentido, ni siquiera me escucho a mí mismo. Observo la barbilla del señor Riquelme.

–No, nada de tratar con uniformes, tarde o temprano cuestionan mi autoridad –dijo Riquelme y bebió. ¡Cómo bebía ese hombre! Daba sorbos pequeños y su cara ovalada se tornaba azul. A cada sorbo, un azul diferente se manifestaba entre las sombras de la cabaña. De sorbo en sorbo Riquelme acabaría con el Mar Negro.

–¿Nada de uniformes? ¿Quieres decir que no aceptarías el encargo de un bombero?

–Bueno, una azafata o un cartero sí, no soy un pendejo, lo que quiero decir es que no acepto encargos de personas que portan armas.

Cuando fui un niño, el temor de crecer se apropiaba de mí, y ahora conozco las razones: los niños no saben de razones y por eso tienen miedo. Es la crueldad animal que nos acecha, ésa es la causa, miedo a la oscuridad nocturna y a los colmillos de las bestias que nos devorarán cuando reencarnemos en venados, temor de los hermanos y de los inviernos crueles, temor heredado y puntual, temor de aquellos tiempos cuando la única luz provenía de las estrellas. El mesero, escoba en mano, se aproximó a nosotros y, sin abrir la boca, me escudriñó como si fuera yo la sombra de un objeto de contorno desconocido. Quería cerciorarse de que fumábamos y así no perderse la oportunidad de prohibir el humo dentro de su caverna macilenta. Pero en cuanto divisó al detective Riquelme con el cigarro en la mano, se arrepintió de sus intenciones. Me alegré de contar con los servicios de un detective capaz de causar miedo a la gente. Mañana mismo le aumentaría el sueldo unos pocos dólares más. La oscuridad ocultaba los detalles de mi rostro y el mesero debió creer que era yo un segundo Riquelme. Con el dedo índice señalé el vaso de mi compañero de mesa, “igual”, dije, y entonces el hombre de la escoba fue hacia la barra dispuesto a realizar su trabajo.

–Tienes que acabar con esto lo antes posible –Riquelme se puso algo solemne–. No se puede ir con la soga al cuello, así como tú vas, tarde o temprano vas a encontrar un árbol donde colgarte. Yo soy un detective, no un… los problemas de la mente, yo no sé nada al respecto. Mi trabajo es otro. Mi labor es ser un cobarde profesional, como tú me dijiste.

–¿Te llamé cobarde? Lo siento, Riquelme. En ocasiones llego a creer fervientemente en mi sentido del humor. Quiero hacerte una pregunta: ¿los dólares con que te pago son falsos?

–No, al contrario, son una bendición. Cada dólar es para mí como un pelo de Cristo.

La voz de un detective debe ser sobria, y su retórica ausente de figuras, un detective, un hombre extraño a quien le confiaba la memoria reciente de mi vida. Su edad se ubicaba más allá de los cuarenta años, es decir, en ninguna parte más allá de esa línea: un enigma. Y ahora este hombre había aludido justamente a los árboles cuando el olor de los pinos mezclado con el aroma a tabaco añejo y gasolina le daba cuerpo a la noche dentro de la cabaña. Riquelme se refería a mis amigos, los árboles, como a cosas que uno podía utilizar para suicidarse. Qué extraña y escandinava resultaba esa noche al imaginar un grupo de árboles flacos tendiendo sus brazos tensos y deshojados para invitarte al suicidio. Todo comenzaba mal. Una noche que no me pertenecía y me empujaba a un lado de sus horas negras. Tuve intenciones de regresar a mi automóvil y continuar el camino a la ciudad. ¿Cuántos pinos en el camino me separaban de mi casa, la casa que Elisa Miller había abandonado? Las mujeres se van aunque se queden, lo sé, pero ésta se fue doblemente, se marchó y se marchó.

“Una situación delicada”, había juzgado así mi situación el detective Riquelme. Y tenía razón, si el suelo se mueve hay motivos para alarmarse; uno está de pie en la tierra firme y cuando la tierra se ondula o brinca de forma violenta me abordan deseos de vomitar. Por ello es que mis últimos encuentros con Elisa Miller estuvieron acompañados de constantes sensaciones de vómito. Ella, Elisa, significaba para mí la tierra firme, sólida, y los recientes movimientos telúricos que su ausencia había provocado me tiraron de culo al suelo. Habría sido grato vomitar sus zapatos y terminar de una vez con la obsesión de su belleza, pero no, en caso de vomitar sería Elisa misma la que saldría de mis entrañas y de mi estómago como un espárrago no digerido e intacto. Su cuerpo espigado llegaba al grado de causarme una excitación contradictoria, quería tenerlo atenazado y poder así roerlo con mis dos poderosos dientes frontales: lo imaginaba también como una tenia pálida, emergida de un culo muerto, que buscaba nuevos cuerpos para proveerse de más vida. Espárragos, tenias, culos muertos, qué montón de materia orgánica había dejado esta maldita marrana en el piso antes de marcharse y enviarme al armario de los objetos prescindibles.

El detective Riquelme, ordinario en su persona y en el monto de sus honorarios, aunque avezado y profesional, metió la mano al bolsillo y me extendió una cámara digital en cuya pantalla desfilaban varias imágenes reveladoras. ¿Una cámara digital? ¿No le había dado instrucciones a este pendejo de que usara una cámara vieja? En las imágenes se distinguían humanos fornicando, empalmados, uno sobre otro, babeantes, y si me concentraba podía oler el coño de una mujer cuyo contorno me resultaba totalmente conocido. “Puedo olerla… carajo, si no puedo reconocer su olor.” Dije sin voz. Riquelme se concentró en mis ojos en espera de una reacción, pero el neón de la cabaña no era suficiente para poner mis sentimientos en evidencia o descubrir rasgos dramáticos en mi rostro de por sí solemne. Me detuve en otra imagen y la ausculté en todos sus detalles, la escalera de madera, las pantorrillas desnudas, el vientre orinado, la cadera que rozaba la pared casi al punto de sangrar, ¿hasta dónde había ido Riquelme? ¿Lo había yo autorizado para llegar a tales extremos? Entrar de manera imprevista en la intimidad de dos seres que se aparean es un acto horrendo y sucio. Sin importar si lo que buscas es… la verdad. ¿A dónde había llegado yo con tal de saber lo que ya sabía?

–Si no hubiera estado yo mismo en ese lugar no habría reconocido a ninguno de los dos –mi comentario fue hecho en voz casi apagada, sólo dirigida a mi conciencia beata y atolondrada. Riquelme dijo:

–No ha pasado más de una semana desde entonces. Es una situación delicada. ¿Quieres que continúe? No es sencillo para mí este caso, es absurdo, no sabría cómo llamarlo.

–Llámalo dinero; no tengo alternativa, debo saberlo todo, ¿me escuchaste, Riquelme? Todo.

–A mí no me importa, es tu dinero. ¿Por qué me sigues pagando en dólares? Comienzo a creer que en verdad son falsos.

–En mi casa tengo una caja llena de dólares, los habíamos ahorrado Elisa y yo para marcharnos del país. Queríamos envejecer lo más lejos posible de las pirámides y de la sangre que escurre de ellas.

–Yo, en mi siguiente vida, iré a Nueva York y no me moveré más de allí –dijo él, no sé por qué.

–Te pediré algo más, Riquelme, no quiero imágenes digitales, quiero fotografías en papel, mis ojos conocen bien el papel y no hay manera de engañarlos. Máquina de escribir y una vieja cámara fotográfica.

Riquelme tomó un sorbo de whisky y se levantó, su cuerpo tenía la forma indeterminada de una papa, pero sus pies grandes mantenían a la papa ágil y en equilibrio.

–Utiliza algunos de tus dólares para pagar la cuenta –añadí–. Tengo que volver a casa y dormir. El regreso es lo más pesado, volver de nuevo a la ciudad cuando puedes largarte en sentido contrario. Es la gravedad que Newton no descubrió.

–Es la gravedad –dijo Riquelme, pensativo, y se marchó.

RUMBO A CASA DE ELENA BRETÓN EN LAS LOMAS

De vuelta a la Ciudad de México, adherido a un volante frío y avanzando sin obstáculos en el escaso tráfico de aquellos lares, recordé el suave calor que se desprendía de las piernas de Elisa, un calor constante que podría proteger en invierno a una camada de cachorros bóxer abandonados por su madre. Los chihuahueños morirían con ese calor. Y los deseos de llorar volvieron. Aceleré en las curvas de forma imprudente y me dije: “Nunca más”. Tal vez una pelea a puño limpio me devolvería los ánimos o me dejaría de una vez por todas a orillas del camino; tan efímero y sencillo es el silbido que te abre la piel con una navaja. ¿Pero dónde y cómo elegir a un contrincante? He allí un problema que resolver. Podría dirigirme a un restaurante en Polanco y decidir entre pegarme con un mesero por no tratarme como a un “señor”, o con uno de sus clientes borrachos que balan como niños llorones, o con un hombre que habla de negocios a gritos, pelear y no descansar hasta hacer trizas sus costillas o perder el conocimiento: cuánto petimetre mamón merecía probar un buen puñetazo. Miré en el retrovisor y divisé mi pasado en llamas y vuelto escombros. También vi a Magic Johnson avanzar botando la pelota y discerniendo si el pase iría a Cooper o a Byron Scott. ¡No, Magic, tira de media distancia y haz que el balón duerma en el aire! Y en tanto el balón avanza en silencio hacia la canasta, el Magic voltea a las gradas, avanza hacia mi butaca y sonríe.

–Si en lugar de leer a Bergson o a Schopenhauer, hubieras dedicado más tiempo a domar el tiro desde las bandas no habrías desperdiciado tu oportunidad. Tenías la gran ventaja de ser rápido y los defensas temían acercarse mucho a ti. Te concedían justo la distancia que necesitas para ser mortífero. Podrías haber sido un Byron Scott.

–Me esforcé, Magic, si tú supieras; después de los entrenamientos me quedaba una hora más a practicar. No tienes la menor idea del esfuerzo que hice para convertirme en un tirador respetable.

–No lo dudo, pero sospecho que tardaste mucho tiempo en cambiar tu técnica, enderezar el brazo y no torcerlo. Veinte puntos por partido no es nada malo, pero fallabas bastante. Debiste corregir lo que aprendiste de niño: es posible que seas un conservador.

–Lo intenté hacer, pero demasiado tarde, ya esos vicios formaban parte de mí. Además veía jugar a Jamaal Wilkes que encestaba todas las canastas a pesar de que su técnica no era bella ni ortodoxa. Y me dije: yo formo parte de su equipo, del equipo de los torcidos. Él comenzó en los Guerreros de Golden State y se convirtió al Islam, igual que Kareem Abdul Jabbar.

–¡Qué buenos tiempos! Yo jugué al lado de ambos, el vestidor se volvió una mezquita; pero retornando a nuestro asunto, tú estás torcido, debes buscar la tranquilidad, practícala. Ve a la cancha y vuelve a comenzar.

–Lo intento.

–A mí el sida me hizo volver a pensar, ya ves, dejé de perseguir mujeres y me concentré en una vida nueva. Despide a ese detective, vuelve a la cancha y pon orden en tu vida.

–Lo intentaré, Magic, pero antes debo resolver algunas dudas.

Escuché el bello sonido de la pelota marcando dos puntos más para Los Angeles Lakers, vi la amplia y generosa sonrisa de Magic y su andar desgarbado, se divertía, nadie como él paseaba en la duela; “el basquetbol es una buena broma si esta broma la cuenta Magic Johnson”, me dije y oprimí el acelerador. Las fotografías que me acababa de mostrar Riquelme habían causado el efecto previsto en mi ánimo. Tuve la impresión de que Riquelme me seguía en su auto viejo e invisible patinando por las curvas de Santa Fe, y la sospecha de su persecución despertó en mí una timidez barata que culminó en miedo y deseo de protección. Iría directo a mi casa y orinaría a borbotones encima de los calzones de Elisa Miller. Líquidos que entran y salen, se concentran o expanden, ¿a eso nos conduce el amor en su caída sin límite, estoy en camino? Es posible que después de este acto liberador, orinar los calzones de la Miller, la serenidad estoica tomara de nuevo un lugar junto a mi cama. Elisa me había abandonado, pero en el clóset aún podía encontrar más de cinco pares de zapatos y decenas de pantaletas pequeñas y sonrientes sobre las que podía orinar y escupir y llenar de semen. Aceleré y un rostro distinto al de Elisa Miller apareció como el faro de una bicicleta en mi mente, aceleré y el futuro se volvió más claro que la oscuridad, entonces tomé camino en dirección a Las Lomas.

Riquelme parecía no perder el camino. ¿Cómo es que su auto no se desplomaba cuando aceleraba con la misma intensidad que el mío? Según mi anacrónico prejuicio, los detectives son todos ellos expertos mecánicos y cultivan la rara habilidad de abrir el cofre de su máquina y mover las herramientas en el motor como si fueran cubiertos encima de la mesa. ¿Habría Riquelme metido sus herramientas al motor hasta convertirlo en una máquina súper poderosa? ¿Y si no se trataba en realidad de Riquelme? La imagen del detective cazándome se multiplicaba en todas las direcciones posibles. Los dólares. ¿Quería acaso aprovecharse de mi dolor y robar mis dólares? Había sido una clara equivocación comentarle que tenía guardado ese dinero. Tal vez, mientras él se hallaba siguiéndome, sus compinches robarían los supuestos dólares que yo ocultaba en mi casa, ¿cómo no se me había ocurrido que algo semejante podía suceder? La mirada periférica de la que presumimos los basquetbolistas no ha sido un recurso suficiente para alertarme de los malévolos planes de Riquelme. Un detalle me devolvió la tranquilidad. Sus compinches no encontrarían ningunos dólares porque antes deberían destruir la mitad de la casa. Soy experto en esconder cosas y ni siquiera Elisa sabe dónde se hallan los paquetes de dinero verde ahorrados durante años, consecuencia de mis inversiones en un modesto negocio que mantendré en el anonimato. Hacer negocios, ganar dinero, comprar una casa, pintar una pared, escarbar como un perro en el jardín, encontrar una piedra en vez de un hueso, y otra piedra. Yo escarbo la tierra, a solas, fuera de la vista del amo, y así se meten mis huesos en las honduras para terminar con las garras sucias y sangrientas.

Y ahora Elisa, mis ahorros en divisas extranjeras y mi negocio están a punto de desvanecerse en los brazos de una voluntad que se mofa de los deseos de vencerla y maquillarla con razones y conceptos. Me he encontrado de pronto sobre una roca en medio de un desierto llamado sexo femenino y mirando en lontananza el avanzar de un ejército derrotado. ¿Cómo se puede lograr la tranquilidad y comenzar de nuevo? Estoy torcido, Magic. Tú al menos eres millonario y el sida no te ha cargado. El dolor de la ausencia de Miller se trocaba en un agudo dolor de testículos que recorría mi cuerpo excepto, precisamente, en los meros testículos. “Todo querer surge de la necesidad, de la carencia y el sufrimiento.” Y una vez que se obtiene lo que se quiere, su duración es muy poca cosa y tan efímera. Que Schopenhauer haya creído tan profundamente en esto me ha convencido, al menos, de una cosa: el sexo está vacío a toda hora y siempre hay que llenarlo, pero el sexo es como el cazo sin fondo que las danaides intentaban colmar con el propósito de purgar la pena que les había sido impuesta por haber asesinado a sus esposos. Allá van las danaides infieles cargando ollas repletas de un líquido espeso que se derrama y pierde en el camino a casa. Y vuelven otra vez a llenar el cazo, y así hasta la eternidad. Putas danaides, ¿qué más podían hacer que asesinar a sus idiotas maridos? El mismo sendero sigue mi deseo, el querer que me causa la necesidad de la Miller. Sí, el hombre nacido en Danzig tenía razón, mucha razón.

Es común que en todo relato se presente una casa. Una casa que regularmente tiene puertas. Y esa casa se torna extraordinaria si es habitada solamente por mujeres. Creo que a ellas, a estas mujeres, les despierta una grave curiosidad el vivir dentro de un vientre que no es natural: una casa. Un vientre que no es el suyo. Se ríen de las imperfecciones de los vientres artificiales, de la calefacción de una habitación que trata de suplantar la placidez y serenidad que habita en el líquido amniótico. La casa en que convivían Elena Bretón, su hermana menor y el perro se hallaba ubicada en la avenida Monte Líbano, en Lomas de Chapultepec, la antigua ciudad jardín en donde hoy escasean los parques, y abundan las barrancas, colinas y casas de ricos. El perro tenía un mote y se llamaba también Bretón. No me pregunté abiertamente qué pretendía yo al realizar aquella visita no anunciada. Mis impulsos conocen de sobra sus razones: son como rifles que se detonan solos. Mi semen dormitaba en la superficie congelada de una piscina. Y de pronto despertaba, quería entrar a un habitación cálida, a un clóset hospitalario. Ya no tengo dieciocho años, cuando aún era capaz de tirar a la canasta durante toda una tarde: contener el balón, rodarlo entre las palmas de las manos y después arrojarlo al aire sujeto a su propia suerte. He venido aquí, a casa de Elena Bretón, para desterrar de mi mente a la traidora de Elisa Miller y olvidar lo bien que yo me acomodaba en sus cavidades. He venido aquí porque así lo manda… una biblia. Se culpa a Dios y no a las biblias, es lo común. Yo me inclinaré esta vez por culpar a las biblias, a los malditos libros. Descendí de mi incómodo asiento de conductor y usé mi propia llave para franquear la puerta de madera. ¡Estaba en el jardín de una ostentosa residencia y nadie me apuntaba con un arma! Lo consideré una buena señal.

El hombre que nació en Danzig se resistió a seguir la carrera de comerciante, tal como ordenaba su padre, comerciante a la vez, y la consecuencia de este peso autoritario fue que el joven Arthur comenzó a encorvarse. Ay, el peso de la autoridad otra vez. Había que sentarse derecho y rígido y no dar la impresión de ser un molusco aturdido por los consejos del padre. El padre aconsejaba a Arthur: “Pídele a cualquiera que esté contigo que te dé una bofetada cuando te descuides en tan importante asunto”; un consejo timorato, creo yo, pues, ¿no intuía el padre que quien se convertiría en el filósofo más arrogante de la historia no podría haberle sugerido a nadie que lo abofeteara? Imagino a Schopenhauer decir: “Herr Goethe, ¿me podría usted propinar una bofetada por encorvarme y no haber comprendido su Teoría de los colores?” Impensable algo así. Yo fui obligado por mi padre a seguir la carrera de ingeniería y también me encorvé un poco, física e intelectualmente durante mi crecimiento, y cuando andaba por la calle no hacía más que mirar al suelo y avanzar: el famoso “gusano bípedo” del que no se cansaba de hablar el hombre que nació en Danzig. No hubo entrenador que corrigiera mi pésima técnica en el tiro de media distancia, ni ser humano que modificara mi hábito de caminar con la vista en el piso. Pero eso sí: las bofetadas no me las perdí. Elisa Miller se encargaría de propinarme serias bofetadas morales y de mantenerme tieso y despierto: ella sí que completaría mi educación. Los padres tienen por costumbre heredar a los hijos alguna clase de joroba, sea diminuta o colosal, abstracta o concreta, y es así como tornan este mundo un lugar poblado de numerosas manadas de dromedarios humanos. Es verdad lo que digo y si fuera necesario le ordenaría a Riquelme investigar este caso de las jorobas; sin embargo, ahora él se encuentra ocupado en un caso mucho más importante.

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9786078667918
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