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Читать книгу: «Asegurado en Cristo», страница 2

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Entonces, para allá nos dirigimos. No sé exactamente por qué elegiste este libro y lo comenzaste a leer, pero supongo que es porque quieres tener un sentido de confianza profundo y robusto en que las bendiciones de la salvación en Cristo de verdad son tuyas. Quizás no estás luchando con una crisis de dudas en particular. Si eso es cierto, espero que este libro te anime a volver a enfocarte en las promesas del Dios Trino, que te ayude a regocijarte aún más en Su bondad para contigo y que te incentive a seguir creciendo en amor y buenas obras.

Sin embargo, quizá en tu caso la elección de este libro tuvo tintes de urgencia. Después de todo, una cosa es leer un libro sobre la seguridad de la salvación cuando te sientes bien asentado en la fe, y es otra totalmente distinta cuando el corazón está lleno de dudas y temores. Amigo, si es así como te sientes, quiero que me entiendas con claridad desde el principio: este libro es para ti. Estoy convencido de que nuestro bondadoso y amoroso Señor no desea que vivamos esta vida cristiana en un sentir perpetuo de preocupación y miedo, sino más bien con gozo, amor y la determinación piadosa de correr bien la carrera, y, a fin de cuentas, con una confianza deleitosa en que lo que nos espera en la meta es Su fuerte abrazo. Mi esperanza es que de aquí a que terminemos de considerar este tema juntos, habrá una nueva chispa de esperanza, certeza, confianza y seguridad ardiendo en tu corazón, una chispa encendida por un nuevo aprecio por las promesas de Dios en el evangelio y un renovado enfoque en ellas. Espero que también estés mejor equipado para cuidar tu propio sentido de seguridad de forma bíblica y fiel, reconociendo las mentiras que más tienden a minar tu confianza y aprendiendo a usar la evaluación de tu vida y tus obras para animarte en la fe.

«Estas cosas os he escrito», dice Juan, «para que sepáis que tenéis vida eterna» (1 Juan 5:13). Ese es el objetivo. ¡Ahora, comencemos!

2FUENTES IMPULSORASDE LA SEGURIDAD: El evangelio de Jesucristo

TENGO un hijo adolescente que juega básquetbol. Hasta ahora, no es un chico muy grande, pero ha desarrollado suficiente habilidad en el juego para, generalmente, poder contribuir a su equipo de manera considerable. Aun así, incluso un «jugador habilidoso», como se autodenomina, se vería beneficiado de no tener oponentes de una altura mucho mayor a la suya. ¡Solo es posible regatear y pasar la pelota entre las piernas de un jugador más alto una cierta cantidad de veces antes de que se acostumbre al truco!

Hace poco, el entrenador de mi hijo le recomendó que empezara a ir al gimnasio y levantara pesas ligeras. Por eso, en ocasiones me ha acompañado al gimnasio del que soy miembro para hacer ejercicio conmigo. El asunto es este: mi hijo no es miembro del gimnasio. Cuando nos acercamos al mesón, yo soy el que muestra el teléfono con los datos de membresía y hace que ingresemos. Cuando lo hago, apunto a mi hijo y explico que viene conmigo, entonces el asistente asiente con la cabeza y nos hace señales indicándonos que entremos. Sin embargo, una vez que ocurre eso, mi hijo tiene la libertad de hacer todo lo que yo puedo hacer en el gimnasio. Todas las máquinas que yo estoy autorizado a usar por la membresía que pagué, él puede usarlas porque está ahí conmigo. Todos los privilegios que tengo ―el derecho a usar el vestuario, la piscina, las pesas, la cancha de básquetbol― él también los tiene porque está conmigo. Yo tengo acceso al gimnasio por el derecho que me otorga mi membresía pagada; él tiene acceso a todo, pero no por derecho alguno, sino en virtud de su relación conmigo. ¿Ves? El derecho de mi hijo a estar presente en el gimnasio y aprovechar sus recursos no es menos real o menos válido que el mío. Simplemente está cimentado en un fundamento diferente: no en el pago de su propia membresía, sino en el de la de su padre.

¿Qué relación tiene todo esto con la seguridad de la salvación? Toda la relación del mundo. Mira lo que dice Hebreos 10:19–22:

Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura.

Este pasaje se trata del acceso a la presencia de Dios; es decir, del derecho a estar de pie ante Él. De esta manera, el autor de Hebreos escribe que nosotros los cristianos debemos «tener libertad» para ingresar a la presencia de Dios, y que debemos «acercarnos» a Él, no con «mala conciencia» ―es decir, con miedo de estar fuera de nuestro lugar o de ser echados fuera―, sino «en plena certidumbre de fe». Ese es el objetivo: estar de pie en la presencia de Dios y gozar Sus bendiciones con plena seguridad y confianza de que ese es nuestro lugar.

Pero ¿viste cómo se crea esa clase de seguridad y confianza? Habría sido muy fácil que el autor escribiera: «Nos acercamos en la confianza de una membresía pagada, con la plena seguridad de haber hecho lo necesario para ganar el acceso a la presencia de Dios». Sin embargo, no fue eso lo que escribió. De hecho, el autor menciona tres razones, una tras otra, por las que podemos tener esta clase de seguridad confiada que nos permite estar de pie en la presencia de Dios sin miedo. Primero, tenemos esta confianza «por la sangre de Jesucristo»; segundo, «por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo», y tercero, porque tenemos «un gran sacerdote sobre la casa de Dios». Estas tres razones para tener confianza ―la sangre de Cristo, el velo rasgado del templo y el rol de Cristo como Sumo Sacerdote― tienen que ver con la muerte de Jesús en lugar de Su pueblo. ¿Ves la idea que el autor de Hebreos está buscando transmitir? Nuestra confianza y seguridad de poder entrar a la presencia de Dios, de realmente poder estar en pie ante Él sin miedo a ser echados fuera, en verdad se genera cuando reconocemos que nuestro acceso a Él no se basa en lo más mínimo en nada que haya en nosotros o que tenga que ver con nosotros, sino más bien en la obra de Jesucristo por nosotros.

Este es un punto crítico que debemos entender en nuestra lucha en pos de la seguridad. La mayoría de los cristianos afirmarían sin reparos que nuestro derecho a entrar a la presencia de Dios, a acercarnos a Él, fue ganado para nosotros por Cristo en Su vida, muerte y resurrección. No es esa la razón de nuestros problemas. Nuestros problemas empiezan cuando preguntamos: «Bueno, está bien, pero ¿cómo puedo acercarme a Dios con libertad, en plena certidumbre?». Lo que nos ocurre a muchos es que en el fondo de la mente comienza a acecharnos la respuesta de que aun si Jesús nos ha llevado a la presencia de Dios, no podemos atrevernos a disfrutar estar ahí, a tener certeza de que es apropiado que estemos ahí ni a tener la sensación de que es correcto y seguro que estemos ahí, a no ser que ahora nos ganemos esos privilegios nosotros mismos. Puede que Jesús nos haya traído aquí», pensamos, «pero necesitamos demostrar que este es nuestro lugar.

Sin embargo, ¿ves cómo estos versículos de Hebreos 10 se oponen con firmeza a esa clase de pensamientos? La sangre de Jesús no solo nos introduce furtivamente a la presencia de Dios, sino que de hecho nos da todo el derecho del universo a estar allí, y a estar allí con confianza y gozo. Por lo tanto, la obra de Cristo en favor nuestro en verdad crea confianza y seguridad; es una fuente de seguridad. Mientras más la entendamos, nos aferremos a ella y la amemos, mayor será nuestra sensación de confianza y seguridad. La realidad es que nuestras mentes y corazones siempre van a buscar una manera de hallar confianza en nosotros mismos. Más que cualquier otra cosa, estamos desesperados por justificar nuestra presencia ante el trono de Dios, por mostrarle al universo, y tal vez hasta a Dios mismo, que incluso si somos salvos por gracia, en el fondo Dios tomó una buena decisión. Queremos que primero quede claro que ese es nuestro lugar para después entrar a la presencia de Dios con confianza. No obstante, el autor de Hebreos claramente condena esa clase de pensamientos. Debemos estar en la presencia de Dios con confianza y seguridad, dice él, pero no porque hayamos pagado nuestras propias deudas ni demostrado de qué estamos hechos. Estamos allí con confianza solamente por lo que Jesús hizo por nosotros. Nuestra confianza de que ese es nuestro lugar, la presencia de Dios, no es confianza en nosotros mismos; es confianza en Cristo.

De hecho, el tono de todo el mensaje del evangelio está diseñado para minar y destruir la confianza en nosotros mismos. Pablo apunta a esto mismo en Romanos 3:27, cuando pregunta: «¿Dónde, pues, está la jactancia?». Su respuesta es: «Queda excluida». La jactancia es el fruto natural y esperable de la confianza en nosotros mismos. Si creemos que estamos en la presencia de Dios por derecho propio, es totalmente natural que nos demos con una piedra en el pecho y digamos: «¡Yo hice esto!» Pero según Pablo, el evangelio, en su mismísima raíz, es hostil a esa clase de confianza en nosotros mismos.

A decir verdad, el evangelio es tan hostil para la confianza en nosotros mismos que cada uno de los componentes de su mensaje combaten contra ella. Primero considera esto: uno de los aspectos más importantes que hay que entender respecto al evangelio es que es un mensaje. Si traduces la palabra griega que significa «evangelio», euangelion, el resultado literal es «buenas noticias», un mensaje que trae gozo. ¿Y cuál es ese mensaje? Es que a pesar de que somos pecadores ante el Dios que nos creó, Él ha actuado en amor al enviar a Su Hijo a vivir, morir y resucitar en nuestro lugar para que, si ponemos nuestra fe y confianza en Él, nosotros también resucitemos junto a Él, primero para andar en novedad de vida y finalmente para la vida eterna. Entonces, el evangelio es una noticia. Es un mensaje, y cada una de las partes de ese mensaje es un ataque directo contra la confianza en nosotros mismos. Veamos cómo.

Cómo nuestro pecado contra el Dios que nos creó ataca la confianza en nosotros mismos

El primer componente del evangelio es su declaración de que somos pecadores delante de Dios. Obviamente, esa no es una buena noticia, pero sitúa el contexto oscuro que las buenas nuevas vienen a contrastar. Este es el asunto: el hecho de que seamos pecadores se opone fuertemente a todas nuestras tendencias a confiar en nosotros mismos, pero no veremos esta realidad hasta que en verdad entendamos qué es realmente el pecado y qué tan profunda es su ofensa contra Dios. Uno de los mayores malentendidos frecuentes entre los cristianos es que no comprenden qué tan horrible en verdad es el pecado. Irónicamente, resulta que la comprensión inadecuada del pecado ―el no poder ver cuán catastrófica y enteramente hedemos ante Dios― termina haciendo que nuestro sentido de seguridad se corroa y debilite.

¿Cómo es eso? Es que, si no entendemos lo irremediablemente perverso y generalizado que es nuestro pecado, comenzaremos a pensar que podemos repararlo, curarlo, limpiarlo de la superficie de nuestras vidas y presentarle a Dios algo de lo que sentirnos orgullosos. Sin embargo, la Biblia enseña todo lo contrario. El pecado no es algo superficial, sino algo horrible. No es algo fácil de reparar, sino algo que nos mancha hasta los tuétanos y pide a gritos que se ejecute la justicia eterna. Con frecuencia, la forma en que pensamos sobre el pecado es totalmente distinta a la manera en que la Biblia habla de él. Pensamos que podemos curar el pecado; la Escritura dice que es una llaga incurable. Pensamos que con un paño podemos limpiar el pecado de la superficie de nuestras vidas; la Escritura dice que penetra hasta llegar a nuestros corazones. Pensamos que nuestro pecado es solo un error, que «no le dimos al blanco»; la Escritura dice que es rebelión altiva contra Dios. Pensamos que podemos esforzarnos un poco más y limpiarnos lo suficiente para lograr colarnos en la fiesta de Dios; la Escritura dice que por naturaleza somos hijos de ira y que merecemos ser arrojados de Su presencia para siempre.

Pero este es el resultado de todo ese razonamiento: dado que tenemos una noción tan barata, benigna, inofensiva y falsa del pecado, terminamos convenciéndonos de que en verdad puede ser posible que nos salvemos a nosotros mismos y nos aseguremos a nosotros mismos. Sin embargo, es precisamente esa falsa esperanza de salvarnos a nosotros mismos la que termina destruyendo nuestra seguridad.

Así es cómo lo hace: si pensamos que nuestro pecado es algo que existe a un nivel más o menos superficial en nuestras vidas, algo que podemos limpiar con relativa facilidad si tenemos suficiente fuerza de voluntad, entereza moral y determinación justa, nos veremos muy tentados a darle una oportunidad a la confianza en nosotros mismos. Nos convenceremos de que, si solo hacemos un poquito más de esto y un poquito menos de eso, finalmente llegaremos a un nivel de rectitud moral que justifique nuestra presencia en el tribunal de Dios. Sin embargo y desde luego, el error fatal de esta clase de pensamientos radica en que ese gran salto de confianza en nosotros mismos sale mal una y otra vez porque el pecado no es solamente un errorcito que podemos limpiar y borrar de nuestras vidas que, de otra manera, serían bastante buenas. Es rebelión contra Dios ―es quebrantamiento, corrupción y culpa que penetra hasta los tuétanos―, y merece el infierno. Así que una y otra vez nos encontramos dando el gran salto de la confianza en nosotros mismos, pero nos caemos porque chocamos con la realidad de nuestro propio pecado insuperable que nos hace merecedores del infierno. Y cuando alzamos la mirada desde el polvo, nuestro pecado está con los ojos fijos en nuestro rostro y una malévola sonrisa que dice «te lo dije»; entonces volvemos a caer en la duda y el temor de si en verdad tenemos el derecho a estar en la presencia de Dios. Nuestros intentos de alcanzar la confianza en nosotros mismos nos fallan, así que nos encontramos sin seguridad en absoluto.

Pero considera qué es lo que ocurre cuando pensamos sobre el pecado como lo plasma la Biblia: no como un problema menor que podemos resolver con algo de esfuerzo extra, sino como un fiasco catastrófico que nunca podremos solucionar. Entonces, si miramos nuestro pecado sin considerar a Cristo y Su evangelio, lo que sentiremos no será una determinación moral esperanzadora, sino más bien una desesperación total y absoluta. «La paga del pecado es muerte», escribe Pablo en Romanos 6:23. «Vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios», escribe Isaías en Isaías 59:2. «El alma que pecare», escribe Ezequiel, «morirá» (Ezequiel 18:20).

Un panorama bastante sombrío. Sin embargo, la gloriosa ironía del evangelio es que precisamente de este fundamento, esta clase de desesperación, brota la esperanza y, a fin de cuentas, la seguridad. Cuando nos damos cuenta de que es imposible salvarnos a nosotros mismos y de que confiar en nosotros mismos no es una opción, entonces comenzamos a buscar a un Salvador. Y cuando hallamos a ese Salvador en Jesús, nunca más saltamos perdidamente al vacío intentando llegar a una planicie moral de aceptación que nunca lograremos alcanzar. No haremos más intentos fracasados por demostrar que somos dignos de estar en la presencia de Dios. En cambio, nos aferraremos a Jesús. Oiremos Su promesa de que tenemos entrada plena a Dios, pero solo por Su sangre, y hallaremos que Su promesa (a diferencia de lo que nos promete la confianza en nosotros mismos) nunca falla. Por lo tanto, descansaremos.

Por cierto, este entendimiento bíblico de la real maldad e incurabilidad del pecado me muestra con claridad lo falsa que es la idea de que un cristiano verdadero puede perder la salvación. Por supuesto, ¡no es lo único que me convence de eso! La Biblia está llena de pasajes que dejan claro que Jesús nunca perderá a los que vienen a Él en fe. Aun así, a esto es a lo que me refiero: si piensas que puedes cometer un pecado tan malo que te haría perder la salvación, quiero saber por qué crees que aún no lo has cometido. Quiero saber por qué piensas que no lo estás cometiendo ahora mismo. De hecho, quiero saber por qué piensas que el pecado que cometes cada minuto de cada hora del día no es lo suficientemente malo como para minar por completo y aplastar tu salvación. ¿Ves a lo que me refiero? Si piensas que puedes perder la salvación si pecas, y si piensas que no la estás perdiendo en este mismo momento, entonces tu entendimiento del pecado que ahora mismo te está manchando hasta los tuétanos es errada e inadecuada. ¿Por qué? Porque la Biblia enseña que nuestro pecado está tan extendido, es tan profundo y tan horrible, Que si pudiéramos perder la salvación a causa de éste, entonces la perderíamos cada minuto del día.

Espero que puedas ver la profunda ironía de todo esto. Nuestra forma normal de pensar nos dice que si solo lográramos convencernos de que el pecado no es tan malo, de que podemos hacer cosas para excusarlo y repararlo, entonces tendríamos una razón para sentirnos seguros, entonces tendríamos la esperanza de poder vencerlo, de ganar. Sin embargo, lo que la Biblia realmente enseña es que la verdadera seguridad surge de la miserable conciencia de nuestro desespero. ¿Por qué? Porque ese desespero nos lleva a Jesús, que es infinitamente confiable y, por lo tanto, un fundamento sólido para la seguridad. Mientras pensemos que el pecado es un desafío difícil, pero a fin de cuentas superable, seguiremos tratando una y otra vez sin poder llegar al punto en que nos sintamos lo suficientemente dignos de estar en la presencia de Dios. Es solo cuando nos damos cuenta de que esos esfuerzos son inútiles ―de que estamos muertos en delitos y pecados, no solo un poco enfermos― que corremos a Jesús y hallamos la única forma legítima de acercarnos a Dios. De esta manera, sólo por Su sangre, es que podremos tener gozo y seguridad confiada.

Cómo la obra de Cristo por nosotros ataca la confianza en nosotros mismos

En la última sección, dijimos que la profundidad y la maldad de nuestro pecado, nuestra rebelión contra Dios, corta las raíces de la confianza en nosotros mismos. Sin embargo, es probable que hayas notado que no es la maldad del pecado contemplada por sí sola la que crea confianza y plena certidumbre de fe. Es que la horrible maldad de nuestro pecado y la absoluta impotencia de nuestra situación nos llevan a Jesús, en Cuya sangre finalmente hallamos confianza y seguridad duraderas.

Por supuesto, la misma naturaleza de la obra de Cristo en nuestro lugar le propina un nuevo ataque a la tendencia a confiar en nosotros mismos. ¿Por qué? Porque la obra que Él hizo para sacarnos de nuestro aprieto no fue realizada junto a nosotros. No fue una cooperación 50% – 50% entre Él y nosotros, ni siquiera 90% – 10%. Lo que Él hizo por nosotros, lo hizo por nosotros, sin nuestra ayuda, opinión, ni contribución. Recuerda esa verdad, descansa en ella, y seguirás cortando la raíz de la confianza en ti mismo; también comenzarás a cultivar en tu corazón la «plena certidumbre de fe».

El apóstol Pablo trata este mismo asunto en Romanos 5. Esto es lo que escribe:

Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo; por quien también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios… Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos. Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguno osara morir por el bueno. Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros (v. 1–2, 6–8).

¿Notaste que la idea de la entrada aparece otra vez aquí? Esta vez, es una entrada «a esta gracia en la cual estamos firmes», pero la noción es la misma de Hebreos 10. Estamos firmes en la presencia de Dios, somos justificados y recibidos, y tenemos acceso completo a todas las bendiciones de Su presencia y de la eternidad, y derecho a gozar de ellas. Pero nota nuevamente lo que Pablo dice sobre cómo hemos obtenido esta entrada a la gracia. No es por nuestros propios esfuerzos o nuestras propias victorias morales. Es «por él»; es decir, «por nuestro Señor Jesucristo».

Entonces, ¿cómo exactamente ha ocurrido esto? Ha ocurrido porque «Cristo murió». Ahora, por supuesto, todos nosotros, que somos cristianos, sabemos eso; es el corazón del evangelio. Pero observa cómo Pablo describe a aquellos por los que Cristo murió. Su lenguaje es brutal, ni más ni menos. Son «débiles», «impíos» y «pecadores». Para empeorar las cosas, incluso los contrasta con una persona hipotética que es «justa» y «buena». Observa lo que Pablo está diciendo aquí. Los débiles, los impíos, los injustos, los pecadores que no son buenos, esas son las personas por las que Cristo murió. Esto significa que si eres cristiano, ese eres . Este no es precisamente un suelo fértil para que crezca la confianza en ti mismo, ¿o sí? Una vez que entendemos lo que la Biblia dice que éramos antes de Cristo, comenzamos a perder toda esperanza de llegar alguna vez a demostrar que somos dignos de Su amor o que por algún motivo merecemos Su obra en favor nuestro, y eso es gozoso y glorioso.

Sin embargo, el problema es que no es fácil que pensemos así acerca de nosotros mismos. Por sobre todas las cosas, queremos pensar que contribuimos algo, aunque sea poco, a todo lo que tenemos. Así pues, la «plena certidumbre de fe» que surge al confiar completamente en Cristo y ni en lo más mínimo en nosotros mismos requiere algo de esfuerzo para convencer a nuestros propios corazones de la absoluta soledad de la obra de Cristo por nosotros: nosotros no contribuimos a ella ni cooperamos con ella. De hecho, no tuvimos ni la menor participación en ella.

A decir verdad, aquí se encuentra el corazón del evangelio: cuando una persona cree en Cristo, ocurre un glorioso intercambio entre ese creyente y Jesús. Nuestra vida pecaminosa, injusta, débil e impía Le es transferida y acreditada a Él, Quien murió por causa de ella. Al mismo tiempo, Su vida perfecta e inmaculada de justicia constante nos es transferida y acreditada a nosotros, y vivimos por causa de ella. Martín Lutero en una ocasión describió este trueque entre Cristo y el creyente como un «glorioso intercambio»:

Gracias a un intercambio maravilloso, nuestros pecados ya no son más nuestros, sino de Cristo, y la justicia de Cristo ya no es de Cristo, sino nuestra. Él se ha despojado de Su justicia para poder vestirnos con ella y llenarnos de ella. Además, ha tomado nuestras maldades sobre Sí mismo para poder librarnos de ellas.2

Esta verdad ―que Cristo no murió por los piadosos o aceptables, ni siquiera por los apenas tolerables, sino por los impíos― ataca nuestro deseo innato de saltar a la confianza en nosotros mismos. Eso es bueno, pues la tendencia de nuestros corazones orgullosos siempre es tratar de volvernos dignos de lo que Cristo ha hecho por nosotros, mostrarle que tomó una buena decisión al tomar acción para salvarnos y que la rentabilidad de Su inversión será espectacular, o al menos no vergonzosa. Sin embargo, el problema es que simplemente nunca llegaremos a ese nivel. Por lo tanto, cada vez que lo intentemos, vamos a quedarnos cortos y terminaremos escabullidos en un rincón preguntándonos si Jesús lamenta haber hecho el esfuerzo. Pero una vez que aceptamos que Cristo murió por nosotros siendo aún pecadores, cuando lisa y llanamente éramos impíos, podemos descansar en el conocimiento de que nuestro acceso a Dios no depende de nosotros en absoluto. Nuestra recepción en el salón real del cielo no se debe ni en lo más mínimo a nada que haya en nosotros o tenga que ver con nosotros. Se debe a Jesús, completa y totalmente, sin salvedades ni excepciones. A través de Él hemos obtenido la entrada a esta gracia en la cual estamos firmes.

¿Qué significa esto para ti si tu sentido de confianza y seguridad de salvación es débil? Bien, al menos parte del problema puede deberse a que estás intentando ―y en vano― de demostrarte a ti mismo, y tal vez incluso a Dios, que eres digno de la salvación que Jesús te ha dado. Cada vez que tu esfuerzo se frustra (¡o sea, todas las veces!), caes en un espiral de desesperación que te hace pensar: «Pues bien, si no soy digno de ella, entonces no debe ser mía». Pero, amigo, ¿acaso no ves que tu vil, irreparable y asombrosa indignidad es justamente la cuestión del evangelio? Por definición, la gracia es inmerecida, no la pagamos, no la ameritamos y no nos corresponde. Así que piensa un poco en esto. Quizá parte de lo que necesitas es dejar de esforzarte tanto por merecer la gracia y, en cambio, comenzar a enfocarte en Aquel que actuó en amor para salvarte aun cuando eras ―y eres― una fatal miseria de pecador impío. Él lo sabe todo, querido amigo, y aun así te ama y actuó para salvarte.

Sin embargo, tal vez tu situación sea un poco diferente. Tal vez el problema no es tanto que no logres aparentar hacer lo suficiente para sentirte digno de la salvación, sino que tienes miedo de estar descalificado para la salvación, de que tu pasado esté tan lleno de basura que Dios nunca pueda perdonarte. Quizás estás paralizado por la culpa. Bien, considera esto: ¿sabes lo que le da el poder a la culpa? Es el miedo y la vergüenza, el deseo que el culpable siente de correr y esconderse de lo que hizo. Entonces, ¿sabes cómo puedes quitarle las armas a la culpa en tu vida?, ¿sabes cómo hallar descanso y confianza en Jesús incluso cuando tu pecado te observa con rostro severo? La solución es irónica, pero cierta: ¡deja de ocultarte de él! Deja de tratar de evitar sus acusaciones y, en cambio, míralo a la cara y concuerda con todo lo que dice sobre lo horrible que eres. Cuando Satanás u otra persona, incluso tu propia mente, te acuse de pecado y te diga lo horrible que eres y lo indigno que eres del amor de Dios, ¡no disputes! No digas: «No, por favor no menciones eso. No puedo tolerar pensar en ello». Tampoco te defiendas. No digas: «Bueno, había circunstancias mitigadoras cuando hice eso y estaba muy cansado ese día; además, todas estas buenas acciones que tengo aquí lo compensan». Sobre todo, no digas: «De acuerdo, de acuerdo, tienes razón. Pero dame tiempo, y lo arreglaré. ¡Permíteme intentarlo de nuevo y esta vez lo haré mejor!» En cambio, simplemente concuerda con el acusador y di: «Sí, hice todo eso; Soy todo eso. Soy un pecador injusto, débil e impío totalmente indigno del amor y la gracia de Dios. ¡Pero, aun así, Cristo murió por los impíos! Cristo murió por el impío que soy yo».

Escucha, tu acceso a Dios no depende de que tú lo merezcas ni tampoco de que hagas algo para ganarlo. Tu acceso a Dios está abierto, garantizado por la obra clemente e inmerecida que Cristo hizo en tu lugar, y eso es todo. Así que abandona el deseo imposible de hacer que la muerte de Cristo por ti valga la pena. Cuando lo hagas, empezarás a disfrutar la profunda y reconfortante seguridad de saber que en realidad jamás podrías valer la pena, pero aun así Él murió por ti.

Cómo la naturaleza de la fe ataca la confianza en nosotros mismos

Si es cierto que somos rebeldes encarnecidos e indefensos contra Dios, y si es cierto que Jesús ha hecho todo lo necesario para ganar nuestra salvación, entonces ¿cuál es la respuesta que se requiere de nosotros? La mayoría de los cristianos sabe la respuesta de esa pregunta. Es la fe. La fe, o el creer, es una de esas palabras incrustadas en el corazón del cristianismo. Los teólogos dicen que nuestra justificación ante Dios es por la sola fe, y Pablo escribe que la justica de Dios viene «por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él» (Romanos 3:22). En la porción de Romanos 5 que acabamos de considerar, escribe que «tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes» (v. 2, énfasis añadido).

"Así que, el instrumento mediante el cual nos apropiamos de la salvación que Cristo ganó por su vida y Palabra, es la fe (la respuesta correcta al evangelio). Ahora, los cristianos solemos dar esta realidad por sentada. Nos parece obvia, y nos resulta difícil imaginar que el medio para aferrarnos a la salvación pudiera haber sido diferente. Pero ¿por qué no podría haber sido diferente? ¿Por qué Dios no podría haber dicho que la salvación iba a ser solamente por otra cosa? Tal vez por el solo amor o la sola bondad o las solas buenas obras. Habiendo tantas virtudes que Dios podría haber elegido para que fueran el instrumento de la salvación, ¿por qué eligió la fe?

La respuesta a esa pregunta es fascinante, y además perpetra un nuevo ataque contra nuestra tendencia a confiar en nosotros mismos. Para decirlo de forma simple, ¡la razón por la que Dios eligió que la fe fuera el instrumento de nuestra salvación y no otra virtud, es que la fe no es una virtud en absoluto!

Meditemos un momento en la naturaleza de la fe. La definición que el diccionario ofrece de la palabra es «completa confianza o seguridad en alguien o algo»,3 pero una manera más simple de definir el concepto usando una sola palabra podría ser «dependencia». Tener fe es, esencialmente, depender de algo que creemos confiable. Ahora, si eso es cierto, luego, por definición, la fe no puede incluir en sí misma ninguna cualidad virtuosa. No puede existir por sí sola; de hecho, solo llega a existir cuando se apoya o descansa en otra cosa. Si la consideramos por sí sola, es fundamentalmente vacía.

Quizás podremos entender mejor este concepto si usamos una metáfora. La fe es como una mano: toma otras cosas si confía en ellas y depende de ellas, ya sean personas, cuentas bancarias, supersticiones o incluso Cristo. Cuando tenemos fe en algo, estamos extendiendo la mano y tomándolo con confianza. Sin embargo, lo que se infiere de esta ilustración es que la fe, al igual que la mano, está vacía hasta que toma otra cosa. La realidad es que no hay nada inherentemente bueno o malo, virtuoso o reprochable en la sola acción de que la mano tome algo; que dicha acción sea buena o mala depende totalmente del objeto que se tome. ¡Si te estás cayendo, es bueno tomar un pasamanos, pero no es bueno tomar una estufa encendida! Bien, de la misma manera, tampoco hay nada bueno ni malo en el solo hecho de confiar; depende por completo en el objeto de nuestra confianza. Entonces, esta es la realidad fundamental: la fe no es buena ni mala hasta que toma otra cosa.

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