Читать книгу: «El oso y el colibrí», страница 2

Шрифт:

LA CIVILIZACIÓN CONTEMPORÁNEA

El hombre moderno está adquiriendo el dominio de la naturaleza y simultáneamente está perdiendo el dominio de sí mismo. La civilización tiene en sus manos el mundo de la materia, y la cultura está dejando esfumar los valores del espíritu. Lo económico y lo espiritual están jugando la suerte del mundo.

Las desavenencias políticas internacionales han tenido su origen en el conocido dilema: “Ser para el cuerpo o ser para el espíritu, para el mundo o para los valores”. La incógnita de la vida contemporánea ha de ser esclarecida o por las revoluciones del pueblo soviético o por las potencias occidentales; es decir, de un lado la dictadura económica y de otro el progreso y la libertad.

La dignidad humana juega papel preponderante en esta lucha mundial. Rusia negando al hombre sus derechos individuales y el resto del mundo haciendo la exaltación de los mismos. Mensaje triste el que envía el pueblo materialista de Rusia a los pueblos libres de Occidente.

Qué destino tan trágico le espera a la nación comunista, imponiendo al hombre la renuncia de sus derechos naturales, coartando su libertad y su pensamiento. Estos postulados negativos de toda posibilidad de progreso humano causaron en el mundo civilizado profunda reacción y cayó sobre Rusia el anatema universal como una tempestad de rayos. El materialismo histórico y filosófico está acabando con las fuerzas más vitales de ese pueblo. Dios, la cultura, la religión, los valores, el progreso y la dignidad humana han pasado a ocupar un puesto secundario en la lucha de la vida. Un pueblo en tales circunstancias no tiene derecho a formar parte en la colectividad humana en el concierto del pensamiento universal.

En su concepto la religión es el opio de las naciones, pero escapa a su criterio positivista el hecho de que la creencia en los valores eternos es la base de nuestro progreso cultural y material. Qué ignorancia histórica tan lamentable de los que esto afirman: yo quisiera que emprendieran la reconquista de los tiempos pretéritos, para que juzgasen la frase de San Agustín en el desenvolvimiento de la vida humana, cuando dijo: “Es más fácil edificar una ciudad en el aire, que encontrar un pueblo sin religión y sin Dios”. Más deplorable es aún la capacidad psicológica de los hombres tristemente célebres de Rusia por el poco conocimiento del corazón humano: porque el hombre, a la vez que animal económico y político, es ante todo un animal religioso y espiritual que funda su existencia en la esperanza de bienes ultraterrenos. Yo tengo la convicción de que cada hombre de cultura occidental o americana haría su renunciamiento voluntario al derecho de vivir antes de perder su libertad individual, ya que sin esta el hombre deja de ser hombre digno para descender en la escala zoológica. Es una ley de consentimiento universal que el objetivo de la vida humana no es la materia sino que por delante hay una más vasta realidad que es el espíritu, cuya base son los valores que forman las columnas de la existencia.

Los postulados materialistas reviven en esencia las doctrinas de Epicuro, cuya práctica causa el desenfreno de las pasiones humanas: riqueza, lujo, concupiscencia. Roma, que se orientó en un tiempo por estas doctrinas epicureístas, después de haber volado tan alto como su águila, escalando las más empinadas cimas del progreso, se desmoronó en una forma sin precedentes en la historia de su imperio. El poeta Virgilio decía: “Auri sacra fames” (execrable sed de oro).

Lo mismo ocurre hoy con el materialismo contemporáneo en su aspecto religioso y social: no deja en el espíritu humano la vivencia afectiva que dejan los valores. Por eso decía el filósofo que la vida humana era una sombra que fijaba su rumbo sobre la tierra según la constelación perenne de los valores, porque el hombre, antropológicamente hablando, pudiéramos decir que es lo que proyecta para su espíritu: es decir, el hombre es su personalidad. Señores materialistas: otra es la lección que nos han dado los valores humanos. Digamos religiosamente: ¿qué le importa al hombre ganarse el mundo, si pierde su alma?

“La vida humana, dijo Víctor Hugo, tiene una cima: el ideal, porque cuán estéril es una existencia que no esté alimentada por la savia de un fin superior”. Los ideales de la vida son el amor y la esperanza para rebatir la tesis existencialista de Sartre que dice que el hombre debe vivir para la nada. Esta teoría unida a las doctrinas materialistas niega al hombre toda posibilidad de embellecer y engrandecer la vida. El ímpetu del materialismo contemporáneo ha ido desvaneciendo con velocidad vertiginosa los ideales puros de la vida, ha hecho del hombre ese cómplice de su propia perdición, haciéndolo víctima de sí mismo, porque en lugar de acentuar ese ritmo intrínseco de dignidad de la vida humana, le está absorbiendo su savia más vital: los valores se hunden en el cataclismo de las revoluciones económicas; ha perdido el control de su actividad en la búsqueda de su destino, aflojando las riendas de la moralidad cristiana a las de la concupiscencia; ha perdido finalmente a Dios que es su brújula espiritual.

La vida así interpretada pierde su valor de ser, o por lo menos su valor de ser humana, porque la riqueza del hombre no es propiamente el oro, sino los valores y su mina es el espíritu. Con el oro no compra la felicidad y sí su perdición eterna; con los valores alcanza el objetivo de su vida formando su personalidad, la cual lanza rayos luminosos para la historia, como el Sol que ilumina la tierra por medio de la Luna.

El materialismo por lo esencial de sus principios no muestra sino símbolos de efímera existencia y de agonía, pues lleva en su seno el tóxico mortal de la degeneración. Su destino en la historia va a correr la misma suerte que corrió Alemania al proclamar su doctrina de superioridad racial y de extirpación de los débiles. Los filósofos alemanes consideraron a su nación invencible y pronto fue vencida.

La razón no es del más fuerte, sino del que esté de parte de la justicia. Por eso veo cerca la derrota del poderío soviético; pues desde el momento en que concibió la posibilidad de solucionar la incógnita del hombre por los medios económicos, empezó a decaer su filosofía. Esta tendencia de sustituir los bienes del espíritu por los bienes materiales augura para Rusia un futuro desastroso. “Lo que mueve al mundo no son las locomotoras, son las ideas”, dijo Víctor Hugo.

El materialismo con sus reacciones económico-sociales tiende a la negación y a la mecanización del espíritu y esta es la causa de la desintegración cultural y moral del mundo. El filósofo inglés Herbert Spencer dijo en su época que: “El intelectualismo era el mayor mal de los tiempos”.

Esta concepción sociológica no tiene su aplicación histórica, porque la inquietud espiritual del hombre ha sido siempre por su personalidad, la cual, según William James, se proyecta después de la muerte, como la luz del Sol a través de la Luna. Sin embargo yo diría que el mal de nuestro siglo es el monstruo materialista y sus caóticas doctrinas que mecanizan el espíritu y enceguecen la visión del porvenir sacrificando la felicidad humana a la comodidad imperceptible de vivir sin objeto.

Colombianos: las doctrinas de Cristo han dado a la humanidad muchos valores. Iluminad cada uno con la llama interior de vuestro entusiasmo el sendero por donde Colombia ha de marchar para que libremos las batallas del porvenir. Salvemos nuestra generación de la morfología materialista, con inteligencia y con fe en los destinos humanos; o como dice Nietzsche: con sangre, que es la mayor expresión del espíritu.

Letras Universitarias, Medellín, núm. 17, agosto, 1949.

EL ESTUDIANTE Y LA PATRIA

Son estos dos conceptos que marchan al unísono en la cultura de un pueblo; son las partes que, conjugadas, dan un todo bellamente armonizado; son alma y cuerpo, cerebro y médula de la civilización y la cultura.

Es tan íntima su unión obrando y actuando en el florecimiento y progreso de un pueblo que si separadamente los consideramos, su existencia sería paradójica.

Es como la plegaria y el Creador, sin plegaria Dios no escucha, sin estudiantes, las súplicas de la patria son vanas agitaciones.

Las ciencias biológicas enseñan que el organismo es el compuesto armonioso de la pluralidad de células vivientes, sin las cuales la materia organizada dejaría de ser tal para pasar al mundo de lo inorgánico.

La patria, organismo viviente e impulsador del progreso por excelencia, está estructurada por inmensa multiplicidad de células, las cuales, en mutua relación, forman el organismo nacional, tan adusto, vivo y vigoroso, como sus células: los estudiantes. De aquí que su espíritu de superación y supervivencia depende de la intensidad que emplee en la nutrición de sus hijos, alimento que se fructificará fecundamente si se le da en copioso desprendimiento. La patria debe poner el núcleo esencial de sus preocupaciones en dar pan espiritual a todo viajero del espíritu que aspire a enriquecer su inteligencia con los conocimientos humanos. Por lo menos así lo entendemos quienes estamos al margen de las pasiones políticas, ambicionando para la patria solamente prosperidad y grandeza.

Es axiomático el hecho de que el progreso de un pueblo depende en su totalidad de la orientación que se dé a sus destinos. Si la educación se programa como meta e ideal rector, el progreso y la prosperidad se derivarán como natural consecuencia.

Pero mientras los gobiernos descuiden este medio capital para alcanzar el fin propuesto, todo esfuerzo será infructuoso y toda aspiración utópica.

Vemos a través de la civilización, las naciones que aceleran su paso en pos del bienestar material, por la desmedida carrera y por olvidar que lo que el hombre tiene de más preciado es el espíritu, caen al más leve tropiezo, sin ánimo y abúlicas.

Las generaciones que crecen a la sombra de tan absurdos emblemas se ven ensombrecidas por la oscuridad de tan inicuos programas; por eso, la nación que esté sometida por este influjo negativo debe emprender la conquista de ideales que estén al alcance del hombre, cuyo linaje divino solo es digno de los dioses.

La historia misma de las naciones muestra como evidente el hecho de que la cultura es la brújula que marca rumbo hacia el progreso y decide la placidez del porvenir, como también es cierto que cuando la abandonamos caemos en el deshonor y la anarquía.

México, república hermana, puso sus miras en el progreso material, siendo así desleal a su tradición de pueblo culto y católico y olvidándose de que no solo de pan vive el hombre fue entrando paulatinamente en la creencia de falsas doctrinas materialistas hasta tronchar la trayectoria luminosa, que con sublime gesto revolucionario hubiera de trazar el “Cura de Dolores”.

Idéntica cosa sucedió en luctuosa fecha a nuestra amada patria en momentos en que un pueblo ignorante tenía que manifestarse como tal, no dejo de considerar que obraron en esta tragedia nacional factores psicológicos cuyos efectos son deshonra de nuestra tradición democrática.

El alma individual, aunque culta, es absorbida por la colectiva. “El hombre en multitud, nos dice Le Bon, es un grano de arena, junto a otros granos de arena, a quienes el viento mueve caprichosamente”.

Pero es verdad, según el fruto de mi observación, que una multitud integrada por elementos cultos reconoce un límite, sabe que contra todo se puede físicamente atentar, menos contra lo más sagrado de nuestras tradiciones y como prueba comprobatoria está todo el pueblo colombiano que está dispuesto afirmar que no fueron los médicos, maestros, profesionales y la gente medianamente culta, la que componía las huestes bárbaras de abril. Sí aquí que la multitud ignorante y estimulada por los licores traspasó todo límite y quedó debiendo a Colombia cien años de vida gloriosa.

¿Sobre quién recaen los efectos de la fecha infausta? Sobre la patria. La muerte del gran penalista fue para la gente culta la desaparición de un gran valor humano; y para evitar objeciones, los elementos que figuraron como intelectuales al frente del siniestro movimiento, no son en efecto sino ambiciosos soñadores quiméricos, tan ignorantes y desprovistos de integridad moral como los primeros.

Luego, como deducción lógica resulta que, mientras se embrutece y envilece al pueblo y no se le forma con disciplinas espirituales, ningún buen comportamiento debemos esperar de él y en cambio sí uno extremadamente malo.

Declarándome portavoz de la generación actual digo a los que tienen en sus manos el futuro de Colombia, que si no ponen sus miradas en la educación, mañana, para decir con el poeta: “Tendrán que llorar como mujeres lo que no supieron hacer como hombres”. Así que, si nuestras exigencias no pasan de ser justas reclamaciones no llevadas a la realidad, el mañana de Colombia será indigno de la patria que nos legó el genio inmortal de Bolívar.

Si la patria finca en los estudiantes sus esperanzas, nuestros corazones que palpitan de amor por ella deben también tenerlas. Nuestras aspiraciones para hacer patria grande no dormitan; nuestros desvelos no son estáticos, nuestra actividad no es pasiva. Si queremos de vuestra parte un poco de ayuda para mitigar nuestras inquietudes espirituales, es porque queremos la perennidad en la profecía de Rubén Darío, cuando dijo que “Colombia sería siempre la sorpresa de la historia humana”.

De nosotros solo se debe esperar como recompensa lo que nos dan, pues nadie da lo que no tiene: si interesan en fecundizar los terrenos de la educación haciéndola patrimonio nacional, tendrán patria digna de libertadores y de todos los que con sangre y pensamiento la han engrandecido. Si la savia ha de ser impura, entonces comprenderemos que todo ha sido una estafa a la posteridad y una traición a la patria.

Los estudiantes y conductores debemos unirnos en íntima fusión y actuar tesoneramente en los campos respectivos, a fin de que, los unos con el estudio y los otros con la legislación, demos a la patria amplios horizontes para el porvenir.

Los del gobierno no deben ignorar que somos peregrinos en los campos del espíritu, que hoy pasamos y mañana nos suceden. Para esas futuras generaciones queremos gérmenes lozanos para fertilizar el surco de la educación, a fin de que mañana fructifiquen más y más estos ideales.

Si colaboran en labrar nuestro destino histórico con esa ayuda espiritual, ávidos como estamos de victorias, labraremos el porvenir de la patria. Dejemos sentado el principio: nación que no finque en los estudiantes su porvenir, por mucho que se mueva, se agita en vano. Pues no basta para la grandeza de la patria la explotación de sus riquezas naturales, sino que es necesaria también la formación de valores espirituales, que sepan regir sus destinos en hora necesaria.

Digámoslo sin ningún prejuicio: el estudiante es lo más preciado, es como una imagen que unida al himno y a la bandera simboliza la grandeza de patria. El himno y la bandera como emblemas de valor y gloria; el estudiante como mediador en la búsqueda de esa grandeza.

¡Estudiantes!: nuestra consigna es procurar que haya siempre vida espiritual en Colombia a fin de que sea siempre grande, progresista y cristiana.

Vosotros que dais con vuestra labor contextura cívica y moral a nuestra amada patria, no añoréis esfuerzo para engrandecerla ante el concierto del pensamiento universal.

Letras Universitarias, Medellín, núm. 18, octubre, 1949.

RODÓ, EXPRESIÓN ESTÉTICA DEL IDEALISMO

Si en las corrientes estéticas que han agitado el espíritu de América Rubén Darío es el abanderado en la poesía moderna, en la no menos admirable prosa modernista José Enrique Rodó representa el descubrimiento maravilloso de una modalidad estética.

Aquella prosa escultórica y olímpica que se depura y perfecciona en el siglo de oro de la península, con un Lope, un Quevedo, un Cervantes, se rejuvenece con la misma gracia y donosura en las manos clásicas de José Enrique Rodó, el profeta laico de América, encarnación de los ideales más puros y más nobles que hayan pasado en cerebro de hombre americano.

Pero antes de hacer algunas consideraciones y de bosquejar someramente el panorama literario de Rodó, es del todo imposible aislar su personalidad de patriota y de humanista, ya que toda su obra es la proyección sentimental de un espíritu que agota energías individuales y recursos estéticos, para plasmar en obra lo que concebía en pensamiento.

El vislumbre de la deslatinización de América con la pérdida de sus tradiciones e ideales, para mirar aquella conducta práctica y utilitarista de los yankees, era algo que laceraba el espíritu delicado de Rodó. Él fustigaba implacable aquel comportamiento del norte que tiene por meta la civilización exclusiva y el poderío material por su más alta inspiración.

El porvenir de América y de la juventud eran el norte de su acción; canta sus glorias con una perfección de estilo y con una unción casi mística. Él es la misma encarnación de “El que vendrá”, el héroe que inicia la batalla por los fueros del espíritu, vilipendiados y pervertidos por las inmigraciones malsanas del pensamiento europeo. Pero seríamos injustos si hiciéramos a Rodó apóstol exclusivo de esta causa moralizadora y doctrinaria.

Si recorremos los horizontes de los países hispanoamericanos notaremos con sorpresa ejemplares que sobrepasan y superan el pensamiento y el sentimiento comunes de sus contemporáneos. Sociólogos y pensadores, artistas y científicos, dan también sus cantos para conformar en estructura marmórea y eterna, aquella epopeya que enlaza Rodó con hilos dorados en las páginas inmortales de su Ariel. En el arielismo la América empieza a tener conciencia de sí misma, de su yoidad y su destino; Rodó entroniza entonces como el portaestandarte del idealismo grecolatino; antes de él, la América no tenía basamentos para fundar una filosofía de la vida americana, seria y constructiva; Rodó hace el milagro de unificar y sistematizar los elementos dispersos, como lo hiciera el ciego de la Hélade, al unir con su númen poderoso los cantos épicos en dos vastas epopeyas, que sintetizan las glorias y grandezas de un pueblo y una raza.

Se destacan con relieves continentales: JOSÉ MARTÍ, héroe de la acción y pensamiento, canta en estertores románticos el amor a la libertad y el bien de la justicia, fustiga con sus ideas taladrantes la opresión y la ignominia y se convierte a la vez en víctima de sus ideales, en libertador de su patria. “Escritos de un patriota”, son el reflejo fiel de un alma entregada al bien de sus semejantes y al amor de la libertad. José Martí murió por defender lo único que justifica la razón de existir, pero en Cuba y en América yace en actitud olímpica sobre el pedestal de la gloria.

EUGENIO MARÍA DE Hostos, sociólogo y profundo pensador, consagra lo más vivo de sus energías al porvenir de las nuevas sociedades. Moral social brota de su pluma y cae en el firmamento de América como luz irradiadora de manantial inextinguible. Es en sí el evangelio que adoctrina al gobernante en su conducta dirigente. Hostos se extingue también en la culminación de sus propósitos, pero Puerto Rico y América le esculpen un mármol consagratorio, que venza las ondas del tiempo, ese en que se basó Heráclito, el filósofo antiguo, para decir que todo pasa.

JUAN MONTALVO, el bravío polemista, sufre la persecución y el destierro y en él, en lugar de dedicarse al ocio enervante de la contemplación y a las amarguras del exilio, se dedica a esculpir Los siete tratados, y los lega a América libre, su eterna ilusión, como patrimonio del hijo que sufre las inconsecuencias de la suerte por defender sus derechos y glorias más puras. Por eso el Ecuador y la América lo estrechan con abrazo amoroso de eternidad.

FAUSTINO SARMIENTO, pensador profundo, refleja en su Facundo el amor de patriota y las excelsitudes de filósofos, visión clara del porvenir, le da a la América leyes para adquirir conciencia de sí misma. Argentina y la América le tienen siempre como un símbolo de todo lo noble que agita el espíritu del hombre; por eso, aunque pasen los años y las sociedades se sucedan, Sarmiento perdurará en el tiempo y en el espacio, los supremos reformadores de las cosas.

Y tantos otros patriotas y geniales escritores, que pasaron por el cielo tiranizados por la patria, pero que al menos la vieron nacer para la gloria y para la libertad; a esos también dedicó el sentimiento americano, una oración consagratoria.

Y JOSÉ ENRIQUE RODÓ, el súper-hombre de América, mas no la inhumana concepción nietzscheana de la superación del fuerte por la destrucción del débil; más bien en la interpretación trascendente del hombre, que busca siempre lo superior en las jerarquías del espíritu; en la interpretación racional del hombre, que quiere encontrarse a sí mismo y que para culminar esta profesión de “ser hombre”, que predica como evangelio a los cuatro horizontes de América, quiere buscar en la acción la capacidad transformadora y la norma de vida.

Por eso es para mí el superhombre o arquetipo americano, por la amplitud de concepciones, por sus sentimientos de universalizar la patria, que para él no es un suelo circunscrito por los horizontes uruguayos, pues él no era ciudadano de Montevideo, sino de lo que llamaba con noble sentido “La Magna Patria”, Hispanoamérica; porque él no concebía fronteras en esta comunidad de países, cuyos límites no eran sino artificiosas divisiones o una simple expresión geográfica. La magna patria es la que encierra los sentimientos espirituales y políticos de un pueblo, y en tal sentido, Hispanoamérica es hija de una sola espada libertadora que le dio estructura política y de una sola madre que le dio la herencia espiritual y religiosa de su raza.

Su obsesión permanente era infundir el hálito de espiritualidad a aquella juventud en quien veía la única tabla de salvación y a la cual predica su evangelio generoso en las noches […] de Ariel, la biblia del porvenir americano.

Ariel, es el título de la obra más idealista de la literatura hispanoamericana, encarna la conquista del hombre en los terrenos del espíritu. Sus personajes son evocados de La tempestad de Shakespeare, pero Ariel se personaliza humanamente en Rodó, lo mismo que su contrapuesto Calibán; son personajes corpóreos que viven en la realidad.

En la concepción shakespereana, Ariel es un genio del aire, que a una invocación de Próspero y por un poder sobrenatural se transforma para hacerle el bien, ya en tempestad, ya en ninfa del agua, ora en aspectos multiformes según las circunstancias. Calibán es símbolo de torpeza, de esclavitud y sensualismo en la misma concepción, pero siempre circunscrita a invocaciones y conjuros.

En Rodó los personajes son humanos, viven en la realidad, son los arquetipos de la especie. Más semejante los encuentro en caracteres, cuando los comparo con la magistral obra de Cervantes, en esa intuición de la realidad que encarnan en Don Quijote y en Sancho. Aunque los caracteres llegan a identificarse: espiritualidad en Ariel y Don Quijote, materialidad en Calibán y en Sancho, el fin que se proponen es distinto: en Rodó obedece a un motivo de idealizar la América sobre los vestigios de Calibán. En Cervantes el motivo es literario, aunque se vale de los mismos recursos; desea depurar la novela de caballería fustigando lo innoble y despreciable que la afean, para seleccionar lo bueno y superarlo. Lo fantástico e irreal campea en sus antecesores, son el motivo de reacción del Manco de Lepanto, que supera con su concepción cósmica todo lo que del género anda disperso en el ambiente. Ahí está la gloria del Quijote, en la humanización de los personajes y los caracteres; ese es el baluarte de Ariel, llegando a superar el motivo de La tempestad.

Ariel es la preocupación por los nobles y altos problemas del espíritu, por sus valores más altos, es el dinamismo, es el obsesionado ante el vislumbre de la personalidad. Ariel es como un Goethe americano, siempre ambicioso de mayor luz y mayor superación.

En América se consagra Ariel como majestad deslumbrante y olímpica en el panteón de Montevideo. Rodó en su vestal más entusiasta. Para mí, Ariel es la encarnación de Rodó pasado a vivir en sus ideas para adoctrinar la juventud. Calibán es el espíritu de la época y de la circunstancia histórica, materialista y despreocupada, que agota la vitalidad decreciente de la América.

Pero estudiemos la obra de Rodó con fidelidad cronológica: en la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales, fundada por él en asociación de Víctor Pérez Petit, su mejor biógrafo y otros compañeros, refleja ya las inquietudes de su espíritu y empieza a cultivar los laureles que le prodigara con justo criterio la crítica continental, como una figura de relieves universales.

Vislumbraba ya el ocaso del siglo XIX, era el año de 1897, las sombras del crepúsculo se confundían con el nuevo despertar. En este año publica El que vendrá, como una réplica a eso que llamaba con sabor nostálgico “La soledad del alma”. Refleja el libro nítidamente una profunda erudición literaria y artística, es una obra plena de ensayos críticos y originales, donde se nota un tinte inconfundible de americanismo, al exaltar los nuevos valores que en los campos del espíritu se habían sustraído felizmente a las circunstancias enervantes del ambiente, desierto de idealidad y plano de materialismo. Rodó es en la América de las más altas expresiones de crítica literaria; su afán por valorar los sentimientos estéticos de América lo consagra al estudio de la nueva generación: comentario y prólogos, ensayos críticos sobre obras americanas, constituyen el fondo de este libro. Taine le emocionaba con su “filosofía del arte” y fue en el Nuevo Continente su digno sucesor.

Tenía solo veinticinco años, si se tiene en cuenta el tiempo con su criterio matemático, pero la preocupación del porvenir americano le había ya envejecido. La América entera recibió con asombro estas primicias de su ingenio, que solo eran un intento esquivo de su espíritu antes de fulminar el pensamiento americano con la gestación propicia de su Ariel; que aparecería en 1900 llevándolo al pináculo de la gloria.

La expectativa del cercano florecer del siglo XX impresionaba su númen de profeta; el ocaso del siglo XIX lo llenaba de delectación melancólica porque había transcurrido sin que el hombre americano tuviera conciencia de sus propios valores. La civilización inundaba inmisericorde los campos del espíritu; la filosofía de Comte y de Spencer trajeron las consecuencias fatales de un positivismo fatal y disolvente; el utilitarismo se tenía como norma y disciplina de la vida; James lo complementa con su pragmática en estructura sistémica, y los sustentan Schiller en Inglaterra con el nombre de humanismo y Nietzsche en Alemania, y que para colmo de los ideales superiores del espíritu descartaba la autonomía del pensamiento, para circunscribirla a lo que era útil y estimulador de la vida. Falsas todas estas disciplinas del pensamiento filosófico, que trajeron como consecuencia natural una crisis total de valores filosóficos. Sin embargo, en América pocos se daban a estas especulaciones y menos podían hacer por rebatir sus inconsecuencias.

En Rodó anidaba la convicción de que quizá el amanecer del siglo XX era el despertar de un nuevo espíritu. Se justifica esta razón por sus variadas modalidades psicológicas; Rodó se levanta en reacción con su prosa marmórea y eterna y clama por los fueros del espíritu, en esa obra que se llama Ariel, que todos recibimos con veneración y asombro y que parece ser una reflexión de la América sobre sí misma.

Ya Ariel es un paso decisivo, aunque no definitivo en la vida literaria de Rodó; significa en su […], el eslabón que lo une a la inmortalidad y el primer peldaño que escala en su ascensión a la gloria.

En Ariel plantea la incógnita del porvenir americano y no pasa indiferente ante el enigma, porque él antes que inteligencia privilegiada del arte, es un patriota que hace frente a sus problemas con las virtudes de su acción y de su pensamiento.

Ariel es ya, no una incógnita ante el desconocimiento de la incógnita, sino una solución ante el conocimiento de la incógnita. Plantea el dilema al continente: o sea acepta Ariel como encarnación de los ideales puros de América; o se acepta a Calibán representación del espíritu mediocre, irracional y despreocupado. Ariel es el hombre, el dinamismo de la conciencia en la solución de sus problemas, la reflexión ante la visión de su destino humano y sobrenatural, es el hombre en que tanto soñó Sócrates, el creador de la cultura occidental, al fundar la vida humana sobre el “conócete a ti mismo”. Ariel, pudiéramos decir, es la voluntad en la acción humana; y Calibán es el instinto siempre persistente e inmodificable. Ariel representa en la América la luz que ilumina los derroteros del porvenir; y Calibán, la oscuridad que proyecta su maléfica sombra. Ariel es en la circunstancia histórica de 1900, la promesa del siglo que empezaba. Calibán era el pasado, un pasado lleno de desolación y de miseria.

Este es el contenido espiritual de Ariel: la réplica estética del idealismo a los arcanos profundos de aquellos sistemas filosóficos. En este ideal de espiritualización americana propuesta por Rodó, yo noto una clara reminiscencia de aquella intención filosófica de Platón, al querer transformar la vida helénica por las influencias divinas del arte.

La expresión formal de Ariel es digna de encomio y de la más sincera exaltación, como realmente lo hicieron un Menéndez y Pelayo y un Leopoldo Alas (Clarín), representaciones autorizadas en crítica literaria, para los cuales no pasó inadvertido este descubrimiento maravilloso de la prosa de Ariel, que tiene la unción de un místico pagano, por la pulcritud y diafanidad de su espíritu y por la orientación moralista de su pensamiento. En esta obra, ensayo por la denominación de la crítica, la prosa es bella y depurada, el estilo perfecto y sostenido, el pensamiento alto y profundo, todo subido en grado máximo. Ella tiene la profundidad y elevación de Hostos, la poética entonación de Darío y el discurrir oratorio de los académicos. Él pulula su prosa con la majestad del pincel de Miguel Ángel, y esgrime radiante su estilo con el colorido de la paleta de Leonardo y deja en el espíritu una constelación de ondas sonoras; yo me represento esta sonoridad comparándole a un verso en Goethe en las manos sutilísimas de Schubert. En Rodó se unieron en armonía indisoluble la perfección formal de Flaubert y el sentido profundo de Guyau, Renán y Anatole France, sus ídolos franceses. Su prosa es como una red de telaraña, en que un hilo representa la idea y el nido todo, las relaciones en conjunto.

Бесплатный фрагмент закончился.

399
524,07 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
168 стр. 15 иллюстраций
ISBN:
9789587205954
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают