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Volvió a mirar el comedor. Casi todos eran feos, y seguirían siendo feos aunque vistieran una ropa diferente al clásico mono azul. En el otro extremo del salón, solo en una mesa, un hombrecillo con aspecto de escarabajo bebía una taza de café mientras su ojillos escrutaban desconfiados en todas direcciones. Winston pensó que era fácil, si uno no se fijaba en sí mismo, pensar que existía y hasta predominaba el físico ideal establecido por el Partido: jóvenes altos y musculosos, muchachas de turgentes pechos y de dorados cabellos, todos plenos de vitalidad, bronceados por el sol y atractivos. En realidad, hasta donde podía juzgar, casi todos los habitantes de la Pista de Aterrizaje Uno eran pequeños, morenos y de aspecto enfermizo.

Era curioso cómo proliferaban en los Ministerios las personas con aspecto de escarabajo: hombrecillos rechonchos, engrosados antes de tiempo, con piernas cortas, ademanes nerviosos y rostros regordetes e inescrutables. Ese era el tipo de hombre que parecía proliferar más y mejor bajo el dominio del Partido.

Finalizó el comunicado del Ministerio de la Abundancia con otro toque de clarín, y a continuación comenzó a difundirse música marcial. Parsons, agitado con un leve entusiasmo por los datos de los bombardeos aéreos, se sacó la pipa de la boca:

—El Ministerio de la Abundancia ha hecho un magnífico trabajo este año —dijo con un gesto de conocedor—. Por cierto, Smith: ¿no tendrías unas navajas de afeitar que me prestaras?

—Ni una sola —respondió Winston—. He usado la misma durante seis semanas.

—Bueno, tenía que preguntarte.

—Pues lo siento —comentó Winston.

Los graznidos de pato de la mesa de junto, acallados por un instante por el comunicado del Ministerio, comenzaron de nuevo tan fuertes como siempre. Por alguna razón, Winston se puso a pensar de improviso en la señora Parsons, la del cabello desordenado y polvo en las arrugas de su rostro. Antes de dos años, sus hijos la denunciarían a la Policía del Pensamiento y la señora Parsons terminaría evaporada. Lo mismo le ocurriría a O'Brien. Por otra parte, eso no le sucedería a Parsons.

Tampoco a aquel sujeto con voz de pato. Y menos aún a los hombrecillos con aspecto de escarabajo que se deslizaban con agilidad por los pasillos de los Ministerios. Y la joven de cabellos negros, del Departamento de Ficción, tampoco era probable que la evaporaran. Le parecía que sabía, como por instinto, quiénes sobrevivirían y quiénes perecerían, aunque no era fácil decir qué los hizo sobrevivir.

En ese instante, volvió bruscamente de su ensueño. La joven sentada en la mesa contigua se había vuelto un poco para mirarlo. Era la de los cabellos negros. Lo miraba como de soslayo, pero con intensa curiosidad. En el momento que sus miradas se cruzaron, ella la desvió de inmediato.

Winston sintió que un sudor frío le subía por la espina dorsal. Una sensación de espanto lo invadió. Se desvaneció casi al instante, pero le dejó una molesta desazón. ¿Por qué le vigilaba aquella muchacha? ¿Por qué lo seguía? Por desgracia no recordaba si ella ya estaba en la mesa al llegar él o si entró después. Pero de cualquier modo, el día anterior, durante los Dos Minutos de Odio, ella se había sentado inmediatamente detrás de él, sin ningún motivo aparente para que lo hiciera. Era muy probable que su verdadero propósito fuera vigilarlo para ver si él gritaba lo bastante fuerte.

Volvió a asaltarle la misma duda: tal vez la joven no era un agente de la Policía del Pensamiento, sino simplemente una espía aficionada, que representaba el mayor peligro de todos.

No sabía cuánto tiempo lo había observado, tal vez no pasara de cinco minutos, pero era posible que no hubiera controlado perfectamente sus rasgos. Era muy peligroso divagar en un lugar público: el menor detalle y el más insignificante de los gestos podían delatarlo a uno. Bastaría con un tic nervioso, una desprevenida expresión de impaciencia, la costumbre de murmurar consigo mismo —cualquier cosa que sugiriera un estado fuera de lo normal o la ocultación de un pensamiento íntimo—. De todos modos, tener una expresión inadecuada en la cara (por ejemplo, ver con incredulidad el anuncio de una victoria) era un delito penado. Incluso existía una palabra en Neolengua para definirlo: caradelito.

La muchacha le dio la espalda de nuevo. Tal vez después de todo no vigilaba sus pasos y fuera mera coincidencia que se hubiera sentado cerca de él hacía dos días. Su cigarrillo se había apagado y lo dejó en la orilla de la mesa. Terminaría de fumarlo después de trabajar, siempre que no se derramara el tabaco. Era muy posible que la persona de la mesa vecina fuera un espía de la Policía del Pensamiento y que él estuviera antes de tres días en los sótanos del Ministerio del Amor, pero no por eso iba a desperdiciar una colilla. Syme había doblado su hoja de papel y la guardó en un bolsillo. Y Parsons volvió a hablar:

—Viejo, ¿alguna vez te conté —dijo riendo, mientras mordía la boquilla de la pipa— cuando mis chicos prendieron fuego a la falda de una anciana vendedora del mercado porque la vieron envolver unos chorizos en uno de esos carteles con la efigie del G.H.? Se acercaron a ella por detrás y le prendieron fuego a sus ropas con una cerilla. Me parece que la vieja sufrió quemaduras horribles. ¡Demonios de chicos! Pero con mucha iniciativa. Esto se debe a la educación de primer orden que les imparten en los Espías, incluso es muy superior a la de mis tiempos. ¿Qué creen ustedes que es lo más reciente que se les ha ocurrido? Unas trompetillas para escuchar por las cerraduras. Mi hijita se trajo la suya a casa la otra noche; intentó probarla en nuestro dormitorio y creemos que con eso puede oír dos veces mejor que pegando el oído a la cerradura. Claro, sólo es un juguete, pero, ¿verdad que tienen buenas ideas?

En ese momento se oyó por la telepantalla un estridente pitido: era la señal para volver al trabajo. Los tres se pusieron de pie para unirse a la lucha por entrar a los elevadores, por lo que el resto del tabaco cayó del cigarrillo de Winston.

VI

Winston escribía en su diario:

Han pasado tres años desde que pasó esto. Era una noche oscura en una callejuela cerca de la estación del ferrocarril. La vi parada en un portal, debajo de un farol que apenas alumbraba. Su cara era joven, aunque estaba muy maquillada. En realidad fue esa pintura lo que me sedujo, su blancura, como una máscara, y los labios de un rojo intenso. Las mujeres del partido no se pintan. No había nadie en la calle y tampoco una telepantalla. Ella me dijo que dos dólares. Y yo...

Por el momento, era difícil continuar. Cerró los ojos y los oprimió con la yema de sus dedos, como queriendo ahuyentar aquella visión recurrente. Sintió unos deseos casi irrefrenables de gritar palabras obscenas, de golpear su cabeza contra la pared, de patear la mesa y arrojar el tintero por la ventana —en suma, hacer algo violento, escandaloso o doloroso que borrara de su memoria lo que lo atormentaba.

El peor enemigo de uno —pensó— es su propio sistema nervioso. En cualquier momento, la tensión interna puede transformarse en un síntoma visible. Recordó a un hombre con quien se había cruzado en la calle hacía poco tiempo: su aspecto era común, estaba afiliado al Partido, tenía entre treinta y cinco y cuarenta años de edad, alto y delgado, llevaba un portafolios. Estaban a pocos pasos el uno del otro cuando el lado izquierdo de la cara del hombre se contrajo de súbito con una especie de espasmo. Volvió a ocurrir cuando se cruzaron: era apenas una crispación, un ligero temblor como el que produce el obturador de una cámara, sin duda habitual en aquel sujeto.

En ese momento pensó: este pobre diablo tiene sus días contados. Y lo terrible era que tal vez aquel gesto fuera totalmente involuntario. No había nada tan peligroso como hablar en sueños; y contra eso no era posible protegerse, hasta donde sabía.

Respiró profundo y siguió escribiendo:

Entré con ella, después cruzamos un patio y bajamos a una cocina en un sótano. La cama estaba junto a la pared, y había una lámpara sobre la mesa. Ella...

Él estaba nervioso. Le hubiera gustado escupir. Al recordar a la chica de la cocina del sótano, también pensó en Katharine, su esposa. Winston estaba casado —o lo había estado-; tal vez todavía siguiera casado, porque no sabía que su mujer hubiera fallecido. Le pareció volver a aspirar el cálido y cargado olor de aquella cocina: una combinación de insectos, ropa sucia y perfumes baratos, pero seductor a pesar de todo, porque ninguna afiliada al Partido usaba perfumes ni era concebible que lo hiciera. Sólo los proletarios se perfumaban. En la imaginación de Winston, el perfume se mezclaba íntimamente con el acto sexual.

Su escapada con esa mujer fue la primera en dos o tres años. Desde luego, estaba prohibido tener relaciones con prostitutas, pero era una de esas reglas con las que uno sacaba fuerzas de flaqueza para romperla. Era peligroso, pero no era cuestión de vida o muerte. Ser sorprendido con una ramera podía significar una condena de cinco años como máximo de trabajos forzados en un campo de concentración, siempre que el culpable no tuviera antecedentes delictuosos. Era bastante fácil, siempre que no lo atraparan a uno en el acto mismo. En los barrios pobres había una multitud de mujeres que comerciaba con su cuerpo. Algunas incluso aceptaban a cambio una botella de ginebra, porque se suponía que los proletarios no bebían. De manera tácita, el Partido estimulaba el ejercicio de la prostitución como una salida para ciertos instintos imposibles de eliminar del todo. El libertinaje simple no importaba gran cosa, con tal de que se practicara con discreción y reserva, y que sólo involucrara a mujeres de una clase social despreciable y baja. El delito imperdonable era la promiscuidad entre los afiliados al Partido. Pero —aunque éste era uno de los delitos que invariablemente solían confesar los acusados durante las grandes purgas— era difícil imaginar que tal cosa ocurriera en realidad.

El Partido no sólo se proponía impedir que hombres y mujeres establecieran lazos de fidelidad que fueran imposibles de controlar. Su propósito encubierto era suprimir todo placer sexual. No tanto el amor, sino el erotismo era el principal enemigo, tanto en el matrimonio como fuera de él. Un comité especial debía aprobar los matrimonios entre afiliados al Partido, y —aunque nunca mencionaban el motivo real— los permisos siempre se rechazaban si los futuros cónyuges daban muestras de sentir mutua atracción física. El único propósito reconocido para casarse era procrear hijos para el servicio del Partido. El mero contacto sexual debía considerarse como actividad secundaria ligeramente molesta, como la ingestión de un laxante.

Una vez más, esto jamás se expresaba directamente, pero de manera indirecta se inculcaba a todos los afiliados al Partido desde la niñez. Incluso había organizaciones que se dedicaban por completo a impulsar el celibato para nombres y mujeres, como la Liga Juvenil Anti-Sexo. Los niños debían engendrarse por inseminación artificial (insearti, se decía en Neolengua) y educarse en instituciones públicas. Winston sabía que todo esto no era para ser tomado en serio, pero encajaba a la perfección dentro de los postulados del Partido, que estaba empeñado en matar el instinto sexual, y de no ser eso posible, al menos desvirtuarlo y envilecerlo. El no sabía por qué ocurría así, pero le parecía natural que lo fuera. Y en cuanto a las mujeres, los esfuerzos del Partido tenían mucho éxito.

Volvió a pensar en Katnarine. Haría nueve, diez, casi once años que se separaron. Era curioso que rara vez pensara en ella. Era capaz de olvidar durante largos periodos que alguna vez había estado casado. Apenas si vivieron juntos unos quince meses. El Partido no permitía el divorcio, pero alentaba la separación cuando no había hijos.

Katharine era una muchacha alta, rubia, muy convencional, con espléndido porte. Tenía un semblante fresco y aguileño, una cara noble, hasta que se descubría que detrás de ella no había nada. Poco después de casados, Winston llegó a la conclusión de que ella tenía la mentalidad más estúpida, vulgar y vacua que jamás había conocido, aunque tal vez fuera porque la conocía más íntimamente que a otras personas. Ella sólo pensaba en lemas, y no existía ninguna tontería, absolutamente ninguna, que no fuera capaz de aceptar si la proclamaba el Partido. La "Grabación del sonido de la humanidad" la apodaba. No obstante, hubiera soportado vivir con ella de no ser por una sola cosa: el sexo.

Tan pronto como la tocaba ella parpadeaba y se ponía en tensión. Abrazarla era como tocar una imagen ensamblada de madera. Lo extraño era que incluso cuando ella lo atraía hacia sí, él sentía que al mismo tiempo lo rechazaba con todas sus fuerzas. La rigidez de sus músculos conseguía comunicar esa impresión. Ella se tendía con los ojos cerrados, no se resistía ni cooperaba, sino que se sometía. Era muy embarazoso y, después de un tiempo, horrible. Pero incluso él pudo haber soportado vivir con ella si hubieran acordado no tener relaciones sexuales. Sin embargo, lo extraño es que fuera Katharine quien se negara a eso. Decía que debían engendrar un niño si podían. Así que la representación continuó, una vez a la semana con bastante regularidad, siempre que existía la posibilidad.

Incluso ella se lo recordaba en la mañana, como un deber nocturno que no debía olvidarse. Ella lo llamaba de dos modos:

"Hacer un bebé" y "Nuestro deber con el Partido" (sí, había llegado a usar esa frase). Muy pronto sentía un definido terror cuando se acercaba el día convenido. Por fortuna, no tuvieron hijos, y al final ella estuvo de acuerdo en no intentarlo más y poco después se separaron.

Winston suspiró para sus adentros. Levantó su pluma y escribió:

Se arrojó a la cama y, de inmediato, sin ningún tipo de acción preliminar, de la manera más horrible y cruda que se pueda uno imaginar, levantó su falda. Yo...

Se vio a sí mismo bajo la tenue luz de la lamparilla, con el olor a insectos y perfume barato en las narices, y en su corazón una sensación de fracaso y rencor que incluso en ese momento se mezclaba con la idea del cuerpo blanco de Katharine, congelado para siempre por la hipnótica fuerza del Partido.

¿Por qué había de ser así? ¿Por qué no podía tener él una mujer que fuera suya, en lugar de esas obscenas escaramuzas cada año? Pero un idilio era un suceso casi inimaginable. Las afiliadas al Partido eran todas iguales. Se les inculcaba la castidad como signo de fidelidad al Partido. Mediante un cuidadoso adoctrinamiento temprano, mediante juegos y baños fríos, mediante las estupideces que les enseñaban en las escuelas, en los Espías y en la Liga Juvenil, mediante conferencias, desfiles, canciones, lemas y música marcial las despojaban de sus inclinaciones naturales. La razón le decía a Winston que tenía que haber excepciones, pero su corazón no lo creía posible. Todas las mujeres eran inexpugnables, tal como el Partido pretendía que fueran. Y lo que Winston deseaba, más que ser amado, era derribar las barreras de la virtud aunque sólo fuera por una vez en su vida. El acto sexual, bien realizado, era rebelión. El deseo era una ideadelito. Aun en el caso de haber logrado despertar una pasión en Katharine, habría sido como seducirla y violentarla, aunque era su esposa.

Pero debía anotar el resto de la historia. Winston escribió:

Encendí la lámpara. Cuando la vi bajo la luz...

Después de la oscuridad, la tenue luz de la lamparilla le había parecido muy brillante. Por primera vez veía a la mujer tal cual era. Luego de avanzar un paso hacia ella, se detuvo, lleno de deseo y de espanto. Se daba penosa cuenta del riesgo que corría al acudir ahí. Era posible que las patrullas lo atraparan al salir, en esos momentos podrían estar vigilando la puerta de la calle. Si se marchara sin cumplir sus propósitos...

Debía escribirlo, necesitaba confesarlo. Lo que había visto bajo la luz de aquella lámpara fue que la mujer era una vieja.

Llevaba sobre la cara una espesa capa de pintura que se hubiera podido caer a pedazos como una máscara de cartón. En su cabello se veían muchas canas; pero el detalle de verdad horripilante fue que, al abrir la boca, apareció un negro vacío.

La mujer no tenía un solo diente.

Escribió de prisa, con trazos garabateados:

Cuando la miré a la luz de la lámpara, me di cuenta de que era una mujer vieja, de cincuenta años cuando menos. Pero proseguí con lo mío como si me diera igual.

De nuevo se apretó los ojos con la yema de sus dedos. Al fin lo había escrito, pero eso no marcaba ninguna diferencia. La terapia no había funcionado. El deseo de gritar palabras obscenas era tan intenso como siempre.

VII

Si queda alguna esperanza —escribió Winston— está en los proletarios.

Si hay esperanza, debe estar en los proletarios porque sólo en esas arremolinadas y despreciadas masas,85 por ciento de la población de Oceanía, podría generarse algún día la fuerza para destruir al Partido. El Partido no iba a ser derrocado desde adentro. Sus adversarios, si los había, no podían integrarse siquiera reconocerse. Incluso si existiera la legendaria Hermandad, cosa bastante posible, no se podía pensar siquiera en que sus integrantes pudieran reunirse en grupos mayores de dos o tres personas. La rebelión se limitaba a una mirada furtiva, a una inflexión de la voz; cuando mucho, a una ocasional palabra dicha por lo bajo. Pero los proletarios, si sólo pudieran llegar a tener conciencia de su fuerza, no necesitarían conspirar. Sólo necesitaban levantarse y sacudirse como un caballo cuando espanta las moscas. De proponérselo, podrían hacer pedazos el Partido mañana mismo. ¿Podía esperarse que tarde o temprano se resolvieran a hacerlo? Sin embargo...

Winston recordó que una ocasión caminaba por una calle atestada cuando estalló un estruendoso vocerío —de cientos de mujeres— proveniente de una callejuela cercana. Era un inmenso clamor de enojo y desesperación, un hondo y ensordecedor "¡Oh-o-o-o-oh!" que repercutía como campanadas.

Su corazón dio un salto. "Algo comienza", pensó. "Ha estallado la revuelta; por fin, los proletarios se lanzan a la calle".

Cuando llegó al lugar, vio una muchedumbre de doscientas o trescientas mujeres apiñadas frente a los puestos de un mercado al aire libre, con una expresión de tragedia en sus rostros, como si fueran pasajeras de un barco que se hundía. Pero en ese momento, la desesperación general se deshizo en múltiples disputas separadas. Parece que en uno de los puestos se vendían unas cacerolas de estaño. Eran de mala calidad, pero los utensilios de cocina eran difíciles de conseguir. En ese momento se habían agotado por completo. Las mujeres que habían podido conseguir un cacharro pugnaban por escabullirse entre empellones y apretujones, mientras las defraudadas rodeaban el puesto dando gritos con los que acusaban al vendedor de favoritismo y de tener oculta una reserva de cacerolas.

Comenzó otro estallido de gritos. Dos mujeres gordas, a una de las cuales se le habían soltado los cabellos, habían agarrado la misma cacerola y la una intentaba arrancársela a la otra. En un momento en que las dos jalaron, se desprendió el mango del utensilio. Winston las observaba indignado. Y sin embargo, qué poder estremecedor había surgido de aquel griterío provocado por cientos de gargantas! ¿Por qué no se resolverían a protestar de ese modo para fines más serios?

Winston anotó en su diario:

Hasta que adquieran conciencia no se rebelarán, y hasta después que se hayan rebelado, no pueden adquirir conciencia.

Eso —reflexionó— podría ser una trascripción de uno de los libros de texto del Partido. Por supuesto, el Partido declaraba que había liberado a los proletarios de la esclavitud. Antes de la Revolución, los proletarios vivían terriblemente oprimidos por los capitalistas, padecían hambre y azotes; las mujeres eran obligadas a trabajar en las minas de carbón (por cierto, seguían haciéndolo), vendían los niños a las fábricas al cumplir los seis años de edad. Pero al mismo tiempo, fiel a los principios del doblepensar, el Partido proclamaba que los proletarios eran seres de naturaleza inferior, que debían ser sometidos como animales, mediante la aplicación de unas cuantas reglas simples. En realidad, se sabía muy poco de los proletarios. No era necesario conocer gran cosa. Mientras siguieran trabajando y procreando, sus demás actividades carecían de importancia.

Abandonados a su suerte, como el ganado suelto en las pampas argentinas, habían regresado a un género de vida que era lo natural para ellos, una especie de modelo ancestral. Venían al mundo, crecían en el arroyo, empezaban a trabajar a los doce años, atravesaban un periodo donde florecía la belleza y el deseo sexual, se casaban a los veinte años, alcanzaban la madurez a los treinta, y en su mayor parte, morían a los sesenta. El horizonte de su existencia estaba lleno con agotadoras labores físicas, el cuidado del hogar y de los niños, disputas mezquinas con los vecinos, el cine, el futbol, la cerveza, y por arriba de todo, el juego de azar. Tenerlos bajo control no era difícil. Siempre había entre ellos algunos agentes de la Policía del Pensamiento, quienes difundían rumores falsos y señalaban y eliminaban a los pocos que se consideraban capaces de volverse peligrosos; pero no se intentaba adoctrinarlos con la ideología del Partido.

No era conveniente que los proletarios tuvieran convicciones políticas arraigadas. Todo cuanto se exigía de ellos era un patriotismo primitivo al cual se recurría cuando era necesario exigirles más horas de trabajo o una reducción en el racionamiento. E incluso cuando manifestaban algún descontento, como ocurría a veces, esto no conducía a nada, porque carentes de nociones generales, sólo concentraban sus protestas en insignificantes quejas específicas. Ni siquiera advertían los males mayores. La gran mayoría de los proletarios no disponía de una simple telepantalla en su casa. Hasta la policía civil no interfería con ellos. En Londres existía una vasta criminalidad, un mundo entero dentro de otro formado por ladrones, asaltantes, prostitutas, traficantes de estupefacientes y pillos de las más diversas raleas; pero como todo eso sucedía entre los mismos proletarios, carecía de importancia. En todas las cuestiones morales, se les permitía seguir sus códigos tradicionales. No se les imponía el puritanismo sexual del Partido. No se castigaba la promis- cuidad, se permitía el divorcio. Hasta se les hubiera permitido profesar su culto, si los proletarios hubieran dado señales de necesitarlo o desearlo. En suma, los proletarios estaban más allá de toda sospecha. Tal como lo expresaba uno de los lemas del Partido:

"Los proletarios y los animales son libres".

Winston se estiró y, con mucho cuidado, se rascó su úlcera varicosa. Otra vez volvía a darle comezón. A lo que uno llegaba invariablemente era a la imposibilidad de conocer cómo había sido la vida antes de la Revolución. De un cajón extrajo un texto escolar de historia que le había prestado la señora Parsons y comenzó a copiar algunos párrafos en su diario:

En los viejos tiempos (decía) antes de la gloriosa Revolución, no era Londres la hermosa ciudad que hoy conocemos, sino un lugar oscuro, sucio y miserable, donde casi nadie comía lo suficiente y había cientos de miles de pobres sin calzado o tan siquiera un techo bajo el cual cobijarse. Los niños de tu edad tenían que trabajar doce horas diarias al servicio de patrones despiadados que los azotaban con látigos si no producían lo suficiente y sólo les daban de comer migajas y agua. Pero en medio de toda aquella lóbrega miseria se alzaban unas pocas casas majestuosas donde vivían los ricos que tenían hasta treinta criados para su servicio personal. Esos hombres ricos se llamaban Capitalistas. Todos eran obesos y feos, con cara de malvados, como el que aparece en la página siguiente de este libro. Como podrás observar, lleva puesto un abrigo negro de largos faldones, llamada levita, y un extravagante sombrero lustroso que parece una chimenea, el cual se denominaba sombrero de copa. Ese era el uniforme de los capitalistas y sólo ellos tenía derecho a usarlo. Todo cuanto había en el mundo era de los capitalistas, y los demás eran sus esclavos. Eran dueños de todas las tierras, de todas las casas, de todas las fábricas y de todo el dinero. Si alguien se atrevía a desobedecerles, podían enviarlo a prisión o le quitaban el empleo para que se muriera de hambre. Cuando un hombre del pueblo le dirigía la palabra a un capitalista debía descubrirse, inclinarse con servil deferencia y llamarle "Señor." El jefe de todos los capitalistas era conocido como el rey y...

Winston se sabía de memoria el resto de aquella monserga.

Se mencionaba a los obispos y sus ornamentos fastuosos, a los jueces con sus capas de armiño, de la picota pública, del potro de castigo, de los azotes en público, de los banquetes del alcalde de Londres y de la costumbre de besarle los dedos del pie al papa. También se hacia referencia al jus primae noctis, lectura no muy apropiada para los niños, pues se trataba de una ley por la cual se concedía a todo capitalista el derecho de tener amores con cualquier mujer que trabajara en una de sus fábricas.

¿Cómo saber cuánto de eso eran mentiras? Podría ser cierto que el ser humano promedio estuviera mejor en la actualidad que antes de la Revolución. La única evidencia de lo contrario era la callada protesta que sentía uno en lo profundo de su ser, la sensación instintiva de lo intolerable de una vida que debió haber sido distinta en otras épocas. A Winston se le ocurrió que la verdadera característica de la vida moderna no estaba en su crueldad e inseguridad, sino en su desolación, su sordidez y su apatía. Cuando uno analizaba la vida a través de sí mismo, ésta en nada se parecía a las mentiras difundidas por la telepantalla ni mucho menos se acercaba a los ideales que el Partido se esforzaba por alcanzar. Gran parte de esa vida, aun para los afiliados al Partido, era una zona neutral y apolítica, una cuestión de trabajos pesados mediante monótonas horas de labores diarias, a luchar por un lugar en el tren subterráneo, a zurcir calcetines que ya no admitían un solo remiendo, a conseguir una pastilla de sacarina y guardar una colilla de cigarrillo. El ideal establecido por el Partido era algo deslumbrante, gigantesco y avasallador —un mundo de acero y hormigón, de máquinas monstruosas y armas aterradoras—, un país de guerreros y de fanáticos avanzando hacia sus destinos con perfecta cohesión, todos con idénticos pensamientos y todos coreando los mismos lemas, siempre trabajando, luchando, triunfando y persiguiendo. Trescientos millones de habitantes, todos con la misma cara. Pero la realidad era decadente: ciudades sórdidas, donde gente desnutrida se arrastraba de un lado a otro con zapatos agujerados, en casas construidas en el siglo xIx que olían a coles hervidas y a retretes descompuestos. Winston tuvo una visión de Londres, una ciudad vasta y en ruinas, con un millón de cubos de basura y, en medio de todo ello, la señora Parsons, una mujer con el rostro lleno de arrugas y los cabellos desordenados, tratando sin esperanza de reparar una cañería atascada.

Otra vez se estiró y se rascó el tobillo enfermo. Día y noche las telepantallas le rompían a uno los oídos con estadísticas que demostraban que en la actualidad el pueblo tenía más alimentos, más ropas, mejores casas y mejores pasatiempos; que vivía más tiempo y trabajaba menos; que todos eran más robustos, sanos, fuertes, felices, inteligentes e instruidos que la pobre gente de cincuenta años atrás. De todo esto no era posible negar ni confirmar una sola palabra. Por ejemplo, el Partido afirmaba que actualmente cuarenta por ciento de los proletarios sabía leer y escribir, mientras que antes de la Revolución no pasaba de quince por ciento. Decía, asimismo, que la mortalidad infantil era sólo de ciento sesenta por mil, mientras que en épocas pasadas llegaba a trescientos por mil. Y así con todo.

Era como una sola ecuación con dos incógnitas. Podría suceder que literalmente todas las palabras de los textos de historia, incluso las cosas que uno aceptaba a ojos cerrados, fueran puras fantasías. Hasta donde sabemos tal vez nunca existió una ley llamada jus primae noctis, o personas tales como un capitalista, o prendas llamadas sombreros de copa.

Todo se perdió en la bruma. El pasado se borraba, la acción de borrar se olvidaba, la mentira se volvía verdad. Sólo una vez en su vida Winston había tenido en sus manos —después del hecho, que es lo importante— la prueba fehaciente e irrefutable de un acto de falsificación. La tuvo apenas por espacio de unos treinta segundos. Debió ser en 1973, por la época en que Katharine y él se habían separado. Pero la fecha verdaderamente relevante era seis o siete años antes.

La historia comenzó a mediados de los años sesenta, el periodo de las grandes purgas donde exterminaron a los líderes de la Revolución de una vez y para siempre. Para 1970 no quedaba ninguno de ellos, con excepción del Gran Hermano. Los demás fueron acusados de traidores y contrarrevolucionarios.

Goldstein huyó y nadie sabía dónde se ocultaba; de los demás, unos desaparecieron sin más, mientras los restantes fueron ejecutados luego de un espectacular juicio público en el curso del cual confesaron ampliamente sus culpas. Entre los últimos sobrevivientes estaban tres hombres: Jones, Aaronson y Rutherford. Tal vez fue en 1965 que los arrestaron. Como ocurría a menudo, desaparecieron durante un año o más, sin que nadie supiera si estaban vivos o muertos, hasta que un buen día volvieron a aparecer para incriminarse a sí mismos tal como se acostumbraba. Los tres confesaron haber informado al enemigo (Eurasia, por aquel entonces), malversación de fondos públicos, asesinatos de varios apreciados afiliados al Partido, conspiraciones contra el liderazgo del Gran Hermano que comenzaron antes de que ocurriera la Revolución, y actos de sabotaje que provocaron la muerte de cientos de miles de personas. Después de confesar, fueron indultados y reintegrados al Partido en cargos de aparente importancia, pero que eran inútiles. Los tres escribieron extensos artículos abyectos en el Times, donde analizaban los motivos de su deserción y donde prometían enmendarse.

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9786074570069
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