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GEORG GÄNSWEIN

CÓMO LA IGLESIA CATÓLICA PUEDE RESTAURAR NUESTRA CULTURA

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: Vom Nine-Eleven unseres Glaubens

© 2019 by Fe-Medienverlag

© 2021 de la edición española traducida por DAVID CERDÁ

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-5344-0

ISBN (versión digital): 978-84-321-5345-7

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

La Iglesia es intolerante en cuanto a sus principios porque cree, y en su praxis es tolerante, porque ama. Los enemigos de la Iglesia son tolerantes en cuanto a sus principios, porque no creen, e intolerantes en su praxis, porque no aman.

Reginald Garrigou-Lagrange O.P. (1877-1964)

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

CITA

PREFACIO. UNA FELICIDAD RECIA

1. MARÍA, ESTRELLA DE LA MAÑANA

2. LA «DESMUNDANIZACIÓN» Y LA NUEVA EVANGELIZACIÓN

3. DE ORIENTE A OCCIDENTE

4. DIOS O NADA

5. LEVANTAOS, ALZAD LA CABEZA

6. EL ROSTRO DEL AMOR

7. EL PAPADO RENOVADO

8. EL RAYO

9. LA PERSPECTIVA ROMANA SOBRE BENEDICTO, FRANCISCO Y EL IMPUESTO ECLESIÁSTICO

10. LA ANUNCIACIÓN, HOY. SOBRE LA EVANGELIZACIÓN

11. ÚLTIMAS CONVERSACIONES

12. UNA PEQUEÑA NUBE BLANCA

13. EL PASADO Y EL FUTURO DE EUROPA. LO QUE EUROPA PUEDE APRENDER DE SU PASADO ROMANO

14. LA SANTIDAD

15. CULTURA Y NATURALEZA

16. EL 11S DE LA IGLESIA CATÓLICA

17. LA MADRE ANGÉLICA

18. «¡SOY UN FARO!»

19. EN LA ENCRUCIJADA

AUTOR

PREFACIO.

UNA FELICIDAD RECIA

(Príncipe Asfa-Wossen Asserate)

STAT CRUX DUM VOLVITUR ORBIS: la cruz permanece inmóvil mientras el mundo da vueltas. Este es el lema de la Orden de los Cartujos. Georg Gänswein quiso en su juventud ingresar en dicha orden, según él mismo ha comentado. La «felicidad recia» de los cartujos, como la llamó Goethe, descansa en el silencio contemplativo y la soledad. «Separados de todos, nos unimos a todos para, en nombre de todos, permanecer en la presencia del Dios vivo», como estipulan sus Estatutos[1].

Pero las imponderables vicisitudes de la vida dispusieron a Georg Gänswein a una vía distinta. Hoy en día es una de las figuras internacionales más influyentes de la Iglesia católica, además de un orador elocuente. Resistir a la dictadura de los tiempos y vivir decididamente según la verdad de la fe cristiana; estas máximas resuenan una y otra vez en sus discursos. Si inspira es porque aborda las preguntas esenciales de la humanidad y la cristiandad.

En enero 2013, el papa Benedicto XVI consagró a Gänswein, su secretario privado desde hacía diez años, como arzobispo, y le nombró prefecto de la Casa Pontificia. Bajo el mandato del papa Francisco, sucesor de Benedicto, Gänswein continúa sirviendo en el cargo con la diligencia y confiabilidad que lo caracterizan. Entre otros asuntos, está a cargo del calendario oficial del papa, es responsable de su agenda y audiencias y organiza la recepción de los invitados de Estado. Al mismo tiempo, Gänswein sigue trabajando como secretario privado del papa Benedicto XVI. Es una relación de estrecha confianza que se ha desarrollado con los años. Me resulta admirable la capacidad diplomática con la que el arzobispo Gänswein se encarga de todo este conjunto de deberes.

Testimonium perhibere veritati: dar testimonio de la verdad. Gänswein escogió este lema para su escudo episcopal. Estas son las palabras que Jesús dijo: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz» (Juan 18, 37). En el segundo libro de su trilogía Jesús de Nazaret, el papa Benedicto XVI explica así el significado de estas palabras: «[Dar testimonio de la verdad significa] dar prioridad a Dios y a su voluntad por encima de los intereses del mundo y sus poderes. Dios es el criterio del ser». Veritas (la verdad) ha sido siempre también un concepto clave en la vida del papa alemán.

«¿Qué es la verdad?» (Juan 18, 38); la célebre pregunta de Pilatos en el proceso contra Jesús sobresale como uno de los hilos conductores en las vidas del papa Benedicto y el arzobispo Gänswein. Tiene que ver con la verdad cristiana, «que uno no puede poseer, y a la que solo cabe aproximarse»: Dios se convirtió en hombre. En Él la verdad está ante nosotros. Se ha revelado en la Persona de Jesucristo y nos ha llamado a seguirlo como su viva imagen, por ser nosotros sus hijos.

«En una sociedad en la que el relativismo y el rechazo de las verdades religiosas se consideran lo apropiado, hay que hacer espacio a otra verdad, a otra perspectiva, a un concepto alternativo del ser del hombre», declaró en cierta ocasión Gänswein al recordar el momento en que el papa Benedicto se dirigió al parlamento federal alemán en 2011. «Es urgente que recordemos esto a la gente, una y otra vez». Veo en estas declaraciones la motivación que esconden los discursos recogidos en este volumen.

Como cristiano etíope ortodoxo, siempre he admirado la radical libertad con que la Iglesia de Roma se ha responsabilizado de la verdad. A las iglesias ortodoxas, de un carácter nacional más acusado, las veo más inclinadas a alcanzar compromisos. Me encantó que Gänswein, en la presentación del libro del cardenal Robert Sarah, apuntase que esta libertad de la Iglesia de Roma tenía sus orígenes en un africano; en el siglo V, el papa Gelasio I —el tercero de los papas africanos— formuló la que después se llamó la «doctrina de los dos poderes». Puso la autoridad secular del emperador, el regnum, y la autoridad espiritual del papa, el sacerdotium, al mismo nivel, aunque en última instancia la autoridad secular quedase sometida a la divina. De este modo, pudo mantenerse el equilibrio entre el poder religioso y el secular durante siglos en la Alta Edad Media. El arzobispo Gänswein, a propósito de esto, comenta lo siguiente en el cuarto de los discursos recogidos en este libro:

La «doctrina de las dos espadas», como se ha venido a llamar la afirmación que se hace en esta carta [del papa Gelasio I], describió la relación entre la Iglesia y el Estado durante aproximadamente los siguientes seiscientos años. Sus efectos indirectos duraron mucho más y son incalculables. El desarrollo gradual de las democracias occidentales hubiera sido impensable sin esta declaración, porque en ella están no solo los cimientos de la soberanía de la Iglesia, sino también de la soberanía de toda oposición legítima […] Si los actuales Estados occidentales, uno tras otro, comprando la agenda de los grupos de presión globales, socavan la ley natural y tratan de legislar sobre la naturaleza humana, entonces estamos ante algo que va más allá de una fatal recaída en la regla de la arbitrariedad. Se trata de una nueva claudicación ante las tentaciones totalitaristas que siempre han sobrevolado nuestra historia como una oscura sombra.

¿Pero de qué trata realmente esta cuestión de la naturaleza humana? Está en juego nada menos que la correcta comprensión de la dignidad humana según el estándar de la semejanza del hombre con Dios, como subraya Gänswein en su discurso con ocasión del decimoséptimo aniversario de la constitución de la República Federal de Alemania:

La respuesta católica a la cuestión de la dignidad humana es esta: uno no tiene dignidad humana como tiene una pierna o un cerebro. El hombre no adquiere su dignidad, y por lo tanto no puede perderla. Se da a cada persona incluso antes de que comience su concepción, y forma parte de la voluntad de Dios crear personas a su imagen y semejanza. Así pues, esta dignidad les viene dada y es propia de todas las personas, sin importar de dónde vengan, qué idioma hablen, qué color de piel tengan, carezcan de interés por la política o sean radicales, respeten la ley o la violen. Aunque todos seamos conscientes de ello, reiterémoslo una vez más: se da el mismo caso en los no cristianos. Todas las personas están hechas a imagen y semejanza de Dios.

Mi hogar de origen está en África; soy etíope. Solo puedo declarar mi adhesión de corazón a lo que Gänswein dice cuando, en el mismo discurso, concluye:

Cualquiera que quiera entender qué representa la «C» en las siglas de los partidos que se hacen llamar cristianos tiene que mirar al pesebre, donde el llanto del recién nacido ya nos susurra al oído en Belén: «¡Dios es el más pequeño!». Esta incomprensible humildad del Más Grande es una preciosa inscripción en el mundo mediante la cual, tras una serie de catástrofes para la humanidad, la dignidad humana pudo ser declarada inviolable. […] Quien quiera entender por qué incontables personas que atraviesan dificultades huyen a Europa y no a China o a Emiratos Árabes Unidos, debe mirar a ese niño, a quien debemos la base más importante de nuestro mundo cristiano, que adoptó una forma peculiar y la trasladó a sus medidas sociales, a su voluntad de libertad y a la exigencia de una inviolabilidad para la dignidad humana.

Nuestro trato hacia los parias, a los hambrientos, a los pobres y a los enfermos, y a los extranjeros pone a prueba a diario a nuestra fe cristiana.

Con todo, otro pensamiento emerge siempre en las conferencias de Gänswein: «La Iglesia quiere y no solo debe satisfacer las necesidades materiales del mundo. No es solo Caritas, aunque esa y muchas otras excelentes instituciones católicas en el ámbito social y de la salud ofrezcan un evidente testimonio de la Iglesia».

«Mi reino no es de este mundo», dijo Jesús a Poncio Pilatos (Juan 18, 36). En palabras de Gänswein:

El Omega y la meta de la dignidad humana es la santificación de los seres humanos y su reposo en Dios por toda la eternidad. Este es el último horizonte ante el cual nuestra vida puede tener éxito y las iglesias pueden y deben renovarse a sí mismas y al mundo entero que las rodea una vez más. […] Sabemos que esta dignidad llegará a la perfección solo al final de los tiempos, como también el papa Francisco subraya una y otra vez, porque la categoría definitiva de la vida es vivir con Dios en la eternidad, cuyas puertas celestiales el Hijo de Dios crucificado ha echado abajo de una vez por todas, al resucitar de entre los muertos.

Se dice sobre san Bruno, el fundador de la orden de los cartujos, que en el año 1080 tenía serias perspectivas de ocupar la sede episcopal de Reims en el noreste de Francia. Pero el deplorable estado de los asuntos eclesiásticos se había vuelto tan insostenible para él que rechazó su candidatura y eligió una vida contemplativa.

El itinerario de Gänswein, en mi opinión, se parece más al de san Agustín, que también quiso consagrar su vida a la contemplación, pero luego decidió que en adelante viviría «con Cristo y para Cristo, pero al servicio de todos», como lo describe el papa Benedicto. Los cartujos también saben que en medio de la labor «puede mantenerse el espíritu de oración y soledad». En mi opinión, la vida de Gänswein es justamente un ejemplo de ello, como este libro refleja de una manera maravillosa.

[1] Cfr. Estatutos de la Orden de los Cartujos en http://www.chartreux.org/es/textos/estatutos-libro-4.php#c34

1.

MARÍA, ESTRELLA DE LA MAÑANA[1]

CASTEL GANDOLFO ES UNO de los lugares más bellos de los Montes Albanos, a media hora de Roma en coche, magníficamente situado sobre el lago Albano. Durante siglos ha estado aquí la residencia de verano de los papas, y desde 1934 el Observatorio Vaticano tiene aquí su sede. Fue trasladado de Roma a Castel Gandolfo por el papa Pío XI, porque en ese entonces ya se había vuelto imposible observar el cielo nocturno de la metrópoli, anegada de luz artificial. El mismo papa confió entonces la administración del observatorio a la orden de los jesuitas.

Hace ahora algún tiempo que dos padres jesuitas descubrieron durante sus observaciones astronómicas un nuevo planeta en el firmamento. La noticia dio la vuelta al mundo. En cuanto a mí, el descubrimiento astronómico me hizo recordar que a veces ocurren cosas similares en la doctrina de la fe. Observando el cielo estrellado con instrumentos ópticos cada vez más precisos, de cuando en cuando los astrónomos consiguen descubrir una nueva estrella desconocida hasta entonces. Naturalmente, esta estrella no empezó a existir en el momento de ser descubierta, sino que ya existía desde mucho antes. Lo que ocurre es que nadie la había visto hasta ese instante; los cálculos y las observaciones no habían sido lo suficientemente exactos, los instrumentos habían carecido de la sensibilidad suficiente, y a esa búsqueda le había faltado algo.

Algo parecido ocurre cuando observamos el maravilloso firmamento de las verdades reveladas, que Dios nos ha anunciado a los seres humanos a través de su Hijo Jesucristo y de sus apóstoles. Mediante observaciones más exactas, de cuando en cuando una nueva estrella se descubre (y no simplemente se crea) en el cielo de la revelación divina.

Eso pasó a mediados del siglo XIX: los teólogos, como los astrónomos, habían orientado el telescopio de sus investigaciones hacia la Estrella de la mañana, o Stella matutina, como se llama a la Virgen en las letanías lauretanas. Observaron la salida de esta Estrella del alba y descubrieron que su luminiscencia y claridad habían sido inmarcesibles desde un principio.

En otras palabras: los teólogos de la época concentraron sus observaciones e investigaciones en el propio comienzo de la existencia de María, y descubrieron con mayor claridad y de manera inequívoca que desde el momento de su concepción María estaba «llena de gracia», libre del pecado original. Tras esto, el 8 de diciembre de 1854 el papa Pío IX, como maestro supremo de la Iglesia, declaró solemnemente que el descubrimiento de los teólogos era certero; que es una verdad revelada por Dios que ha de ser aceptada y creída por todos los cristianos que María fue concebida inmaculada, esto es, libre del pecado original.

En el siglo posterior a esta declaración infalible los teólogos volvieron a concentrar sus observaciones en la Estrella del alba. Esta vez, sin embargo, no se fijaron en su salida, sino en su ocaso. Descubrieron cada vez con mayor claridad y agudeza que esta Estrella no se oculta, sino que continúa brillando en el otro mundo con un esplendor inagotable, con incluso más intensidad que antes.

Esta vez, los teólogos no estaban preocupados con el comienzo, sino con el final de la vida terrenal de María. Y he aquí que reconocieron que su comienzo radiante como la Inmaculada Concepción tiene por contrapartida su final luminoso: la partida de María sin deterioro, una glorificación de la Madre de Dios en alma y cuerpo. Con creciente claridad pudo saberse algo que había sido parte de la revelación divina desde el principio, y que ya se había creído y celebrado con su propia fiesta durante mucho tiempo, al menos desde el siglo VI o el VII, a saber: al final de su vida, María fue llevada a la gloria del cielo no sólo en su alma inmaculadamente pura, sino también en su virginal cuerpo. No tuvo que experimentar la muerte en su efecto más humillante, es decir, su descomposición, sino que con su Hijo obtuvo la victoria completa sobre el pecado y sus consecuencias, la principal de las cuales es la muerte. Está entronizada en el cielo, en cuerpo y alma, como reina de los ángeles y los santos.

Lo que los teólogos habían averiguado a lo largo del tiempo con creciente claridad acerca de la Estrella del alba en el cielo de la revelación divina no era ni una percepción errónea ni el producto voluntarioso de la celosa devoción mariana de los fieles, sino que era y es la verdad, que encontró su confirmación cuando el papa Pío XII declaró solemnemente la Asunción como dogma el 1 de noviembre de 1950. Al final de su vida terrenal, María ascendió, en cuerpo y alma, a la gloria del cielo, y su Asunción no fue tanto una excepción como la anticipación de aquello por lo que todos pasaremos algún día si, como María, demostramos ser fieles en la custodia de los mandamientos de Dios y en nuestro amor por Dios, quien nos creó para que pudiésemos conocerlo y amarlo.

Por lo tanto, tenemos razones de sobra para regocijarnos de todo corazón en la fiesta de la Asunción de María al cielo, como hicieron los católicos cuando Pío XII proclamó este artículo de fe en la fiesta de Todos los Santos en 1950. Aunque las Sagradas Escrituras no digan nada explícitamente sobre la Asunción, aunque solo la mencionen como entre paréntesis, la Virgen, la Madre de Dios, con el poder de su Divino Hijo se convirtió verdaderamente en la mujer que aplastó la serpiente (Génesis 3, 15). Incluso si la Tradición, esa transmisión boca a boca de la fe durante los primeros siglos de la cristiandad, calla aparentemente sobre la Asunción, es verdad que la Iglesia se fue convenciendo con los siglos de lo que el papa Pío XII definió como verdad de fe revelada por Dios: Assumpta est Maria in coelum; María ascendió a los cielos en cuerpo y alma.

Esta estrella del dogma de la Asunción de María al cielo ilumina la oscuridad de un tiempo, el nuestro, en que el positivismo superficial se ha extendido como una virulenta epidemia. En este funesto sistema de impiedad práctica no hay lugar para Dios, ni hay diferencia entre espíritu y materia, alma y cuerpo. Tampoco hay existencia continuada alguna para el alma después de la muerte, ni, en consecuencia, esperanza alguna de otra vida en el próximo mundo. En oposición a esta doctrina falsa, de fatales consecuencias, el dogma de la Asunción de María al cielo en cuerpo y alma viene a mostrar, a través de un ejemplo concreto, que el espíritu es lo que aviva, anima y transfigura la materia desde el principio; que el alma es inmortal; que el cuerpo, junto con el alma, está destinado a alcanzar la felicidad eterna; y que, por tanto, la esperanza de otra vida no es vana, sino algo que será verdaderamente realizado, porque con la muerte no todo se acaba; más bien, la vida comienza realmente en ese instante.

Así es como la estrella del misterio de la Asunción de María al cielo, que hoy celebramos tan solemnemente, puede brillar en la oscuridad de nuestro tiempo. Creamos de corazón como creyentes la admonición del gran devoto mariano san Bernardo de Claraval:

Quienquiera que seas: cuando sientas durante esta existencia mortal que flotas en las aguas traicioneras, a merced de los vientos y las olas, en lugar de caminar seguro sobre la tierra estable, ¡no apartes la vista del esplendor de esa estrella que te guía para que no te sumerja la tempestad! Cuando las tormentas de la tentación estallen sobre ti y seas lanzado hacia las rocas de la tribulación, mira a esa estrella, llama a María. Cuando seas golpeado por las olas del orgullo, la ambición, el odio o los celos, mira hacia la estrella e invoca a María. Si estás preocupado por la atrocidad de tus pecados, y sobrecogido ante la idea del terrible juicio venidero, y comienzas a hundirte en el abismo de la tristeza, piensa en María, ese radiante Lucero del alba, que a pesar de la oscuridad te señala la dirección correcta y te muestra el camino.

María es el primer ser humano al que se le concedió la plenitud de la salvación. En el sí que dio a María, Dios nos dijo sí a todos. La realidad completa de este sí se manifestará al final de los tiempos en la consumación del mundo. Pero incluso ahora, los rayos de la gracia de Dios nos alcanzan a nosotros, los seres humanos, a veces sencillamente tras una larga oración, a veces de un modo completamente asombroso.

Las numerosas placas votivas que hay en este lugar de peregrinación dan fe de ello. En ellas se lee a menudo: «María ha ayudado». Tras estas palabras está lo que muchas personas experimentan a diario: que nuestro mundo no es una empresa en bancarrota y dejada de la mano de Dios, y que nuestras oraciones y sufrimientos no son en vano. Dios nos guía, aunque a menudo misteriosamente. Quiere guiarnos de la mano de María. Tomemos esa mano con gratitud y confianza, y ella nunca nos dejará ir. Amén.

[1] Homilía en la peregrinación a la iglesia de Maria Verperbild, en Ziemetshausen, en la Solemnidad de la Asunción de María a los Cielos (15 de agosto de 2014).

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