Читать книгу: «Color hollín», страница 3

Шрифт:

¡Ah! Perdón. ¡Se me cerraron los ojos…! ¿Pueden traerme el café? No es hora, nunca es hora. Y tengo los pies como hielo. No hay por qué —me digo— calcetines nos sobran. Demasiado grandes algunos hasta para mi madre. Pero son regalo y sirven aunque estén muy rotos. Cuelgan por toda la pieza. Ya no se ven trama ni hebra, solo género tupido, frisa y hoyos: mango para la plancha, tapón para la artesa, trapo para secar los platos. Todo nos sirve. A veces pienso que tenemos muchas cosas de más, que habría que botarlas y pareceríamos menos pobres. Tener una o dos cosas nuevas, esas que de tan nuevas llegan a brillar y que no son gris humo ni negro hollín: rojas, amarillas, azules… (aunque con nosotras luego parecerían viejas y el humo del fuego, la humedad de la tierra, el polvo del camino conspirarían también contra ellas).

Quiero descansar un rato y volver al presente… ¡Qué hermosos pueden ser los zapatos! Entre las patas de la mesa estoy contemplando los míos de cuero claro. Me recuerdan a un alazán en libertad —suaves y brillantes, como ancas de potro— por las que una no puede resistirse a pasar una mano a favor del pelaje duro y suave. Una delgada punta como el hociquito de un ratón, de esos que se esconden entre las piedras del cerro, y luego el arco perfecto del taco que lo eleva en una curva graciosa, libre de peso, lleno de espacio…

No, doctor. No creo que necesite otra inyección. ¿Es que soy esa chicuela harapienta y estoy soñando? ¿O es que son míos? ¿En el jardín de mis sueños o de mi realidad bailan estos personajes increíbles?

Ya vuelvo atrás, aunque hay algo en mí que se resiste. Yo misma que me atravieso en el camino y no me dejo pasar. Obediente con usted cierro los ojos un minuto, como me ordena, y desaparece el obstáculo: estoy viendo a mi madre. Usted tuvo la culpa: me obligó a colocar el último cuadro del rompecabezas. La veo entera: los zapatos con sus tiras de cuero, la columna violácea dividida en dos, el ancho increíble de sus caderas… La veo entera; fea, sucia, chascona y me mira con amor y con rabia. Las leonas deben mirar así a sus cachorros, con el instinto maternal de las bestias… Y hay color y hay olores… El humo me muerde con su recuerdo, el fogón, la lejía, el puchero. Ella los absorbe todos, incluso el olor caliente a ropa planchada y el picante del jabón… Yo tengo un hilachento vestido incoloro. ¿Fue rosa, amarillo, celeste? No se sabe. Color gris humo. Y la cara de mi madre, ahora enorme, abarca toda mi fotografía del tiempo; no tiene delantal ni pies.

¿Por qué recuerdo este minuto y no otro? ¿Quedamos detenidas en una edad eterna, una boca abierta en una pregunta que no alcanzó a formularse, una mano pendiente del vacío?… Es la primera vez que me enfrento con el muro, un muro de preguntas sin contestación, de sorpresa, de aislamiento, de soledad.

Enorme óvalo blanco en que resaltan sus facciones toscas con todo lo que hay detrás; ira, impaciencia, desesperación. Yo lloro por algo; creo que es porque tengo una herida en mi frente y me asusta ver correr la sangre; en su mezcla con los mocos y el llanto tiene un gusto a sal que me distrae. En la tabla hay un cerro de ropa blanca y dejo en ella una huella roja manchada con barro y en el suelo otra de barro manchado de rojo. La cara grande me mira estremecida de sorpresa. De las horquillas se disparan mechones sueltos y a pesar del frío hay gotas de sudor en su frente. Me remece una y otra vez y sus dedos duros se me clavan en los brazos. ¿Qué quiere de mí? Yo también me desespero por tranquilizarla, pero no puedo conseguirlo. No sé. ¿Nada dicen los ojos? Se niegan a hablar por mí. Siempre sola con mi hambre, mi pena, mi cansancio… Si pudiera tan solo expresar un no quiero sin tener que botarme al suelo o tapar mi boca rechazando algo… Nada. Nada. Un muro infranqueable. La cara de mi madre a escasos centímetros está a mil leguas; nos separa el silencio. Me lanza sobre la ropa y se derrumba como un cerro de nieve; caen los rodados por el suelo, ensuciándose las camisas, abriéndose las mangas como espantapájaros ridículos; una siembra de sombras blancas en el suelo de tierra. Sobre la tabla de planchar, la cabeza tiene ahora un marco de manos juntas sobre los negros cabellos ásperos y un par de lágrimas cuelgan de los ángulos de sus ojos como dos pendientes de cristal. Se debe a la pérdida de su trabajo, supongo, y me quedo en el suelo mirándola, mientras el tajo de mi frente ahora arde y pica. Intuyo algún misterio más en su dolor; quisiera calmarlo pero no puedo. Lo que yo pienso no lo adivina; está la muralla al medio. Me extraña que no gesticule como en otras ocasiones, que no me amenace ni me pegue… No veo más… no veo más…

Estoy ya despierta y siento que va alejándose, casi bella con sus lágrimas, como en ese momento en que se portó de veras como mi madre. El recuerdo va sepultándose dentro de mí, como una vieja fotografía en el fondo de un baúl…

La Isolina se asomó a la ventana para calcular la hora. A falta de despertador había señales evidentes de su atraso: la Rufina ya de vuelta con su cubo de agua, la meica correteando a las gallinas de su pieza, hacia la luz y hacia la mañana.

—Caramba con el frío —dijo el Lucas poniéndose los pantalones— justo ahora que tengo pega.

La mujer tuvo que dedicarse a preparar la vianda y dejar que se le arrebataran los panecillos del horno, después de quemarse los dedos al tratar de salvar algunos. Por las junturas del techo pudo apercibirse de aquel humo oscuro de la chamusquina que huía a juntarse con el de las otras casuchas, y que eran como la suya, otros pequeños centros de calor vivo en el frío.

Se dedicó con ahínco a picar la cebolla lagrimeando a más y mejor, mientras desde la oscuridad húmeda del lecho la observaban los cuatro pares de ojos amarillos de sus criaturas.

—Yastá hombre. Yastá casi listo —dijo vaciando el caldo a la olla menos saltada. Como no hubo respuesta ni bofetón se atrevió a decirle: —Y tráeme la plata m’hijo. Te prendí un alfiler de gancho en el bolsillo pa’que no se te pierda como la otra vez.

Los ojos del Lucas que no se cansa de reproducir en sus hijos buscaron los suyos con fiereza.

—He trabajado toa la semana ¿no? Y si me lo tomo es cuento mío. Tú abriste el negocio de las tortillas y con eso tenía que arreglártelas. Yo te advertí que no quería más cabros, pero de miedosa te quedaste engordando hasta empollar otro. Agora no te alcanza ni pa la leche en polvo…

El Lucas se fue sin cerrar la puerta y junto con el aire frío respiró el inmenso orgullo de su libertad de macho. Entre la mugrienta frazada estornudó uno de los chicos y la mujer continuó sacando otra docena de tortillas, planas y duras, algunas muy negras y otras casi blancas.

—Algún día —le dijo una vez— te haré un buen horno de barro.

No pasó de ser promesa, siempre llegaba cansado o bebido. Tal vez se entusiasmara cuando les entregaran el sitio. Vivía en esa esperanza desde que se inscribió como madre de una familia numerosa; todo cambiaría, hasta el Lucas, al tener una casa como Dios manda.

La Isolina puso una servilleta en el fondo del canasto y sobre ella fue alineando las ilusiones, los proyectos, los panecillos. Los más blanquizcos abajo; siendo los últimos nadie iba a regodearse.

El Lucas tenía razón cuando alegaba por el chiquillo. El dinero alcanzaba menos y a veces se sentía como ahora, sin fuerzas y con el miedo que la amenazaba con la mañana en que fuera incapaz de levantarse a encender el fuego para preparar el ulpo del más chico. Sobre el chal lo envolvió con una mirada tierna, mientras colocaba la última hilera de tortillas. Siempre amanecía resfriado por culpa de esa corriente de aire circulando entre las tablas que no calzaban.

El Pecas salió unos minutos después que su padre, tratando de estirar las mangas de lana que le llegaban apenas un poco más abajo del codo.

—¡Apúrate, chiquillo de mierda!

Se fue chuteando una piedrecita, rompiendo la escarcha de las pozas, tallando en el sendero, cicatriz hecha en la tierra por el ir y venir de las gentes, la huella de sus pies.

No mojó la cama hoy. Pero antenoche sí, y no estaba seguro si volvería a pasarle mañana. Trataba de mantenerse despierto para evitarlo. Inútil; caía vencido al fin y despertaba apegado a sus hermanos en una humedad tibia. Luego, las recriminaciones de la madre y los castigos del padre, los golpes, la vergüenza… Hoy no. Tal vez no le sucedería nunca más y algo parecido a una ilusión lo hizo empezar optimista su mañana.

Al llegar al primer grupo de casuchas, de mal humor, a pesar de su optimismo, un mal humor que allá era habitual, chuteó con fuerzas su improvisada pelota, que fue a caer muy lejos, cerca del agua, y con una carraspera juntó las hilachas de su voz infantil enronquecida, una voz dispersa y con frío:

—¡A las hallullas de manteca! El canasto pesaba. Al empezar a vender se haría más liviano y podría irse a jugar con la muda. La prefería a ella porque era la única que sabía qué piedra levantar para encontrar una araña peluda, o dónde había nidos o semillas comestibles.

Las tortillas, aunque duras, se vendieron porque no había panadería cerca. Ya libre de la esclavitud del canasto, dio un rodeo para llegar a la casucha de su amiga, evitando así encontrarse con el borracho, ese montón de harapos, siempre tendido entre los matorrales, con su halo de moscas en verano y su capa de gangochos en invierno.

Mientras la esperaba contó sus monedas escrupulosamente. Hizo tintinear la bolsa, satisfecho, aunque perdida ya la esperanza de que hubiera sobrado algo de las ventas. No hay desayuno —le había dicho su madre—, pero si queda alguna tortilla, cómetela.

La mañana corría, afanándose en sus nubes, con su garúa, con su sol enfurruñado que no quería mostrarse.

Ni supo en qué momento llegó la chica a su lado. Después de mirarlo con sus ojos expresivos que se entendían con los pájaros, puso una mano en la suya para indicarle que estaba dispuesta a partir.

Las dos mujeres que pasaban por el sendero, dejaron sus baldes en el suelo, cortando la huella húmeda y negra que dejaban sus pisadas.

—¡Güen dar con el niño malo ese Rucio! De un piedrazo dejó sangrando a la chiquilla de la María. Iba la pobre tan tranquila de la mano del Pecoso.

—¿A la muda?

—Sí; pero es preferible no ayudarla. La María es tan delicá con toas sus cosas. Ni plata, ni préstamos, ni hija. De puro orgullosa le salió así la chiquilla.

—Es que miró la luna en menguante al través de una ruea de carreta.

—Es que cuando menos la niña no traía que contar.

—¿Quién te dijo lo de la luna? Debe haber sido la doña Herminda, con seguridá.

—Es claro. Cuando me atendió el año pasao… cuando me vi en apuros por culpa del Pepe…

—Cuenta —brillaban de curiosidad los ojos de la muchacha.

—Ella sabe d’esas cosas. No es como toas nosotras… entendía. Dicen que cuando llegó aquí hace años, ya era bruja… Apenas oscurecía se colgaba un rosario al cuello y partía p’al cerro. Dicen que se encontraba con el mismísimo diablo que le entregaba recetas y amuletos mágicos.

—Cuando estaba más joven fue entonces el diablo el que le hizo al Mario. Mi mamá dice que nunca hablaba con ninguno y no más, así de repente, quedó fregá.

—Y el chiquillo es bien normal y bien plantao. Dice doña Herminda que el Amador, por ejemplo, tiene esa horrible mancha negra en la cara porque cuando la flaca l’ostaba esperando se puso a mirar la luna cuando había “elipse”.

—¿Y qué es eso de “elipse”?

—Algo que pasa en la luna. La cosa es que nu’ hay que jugarse con ella, ni mirarla mucho, qu’es delicá… Buena tá la conversa, pero la abuela me pega si no llego luego con el agua. Tiene un montonazo de ropa que lavar. —Levantó su balde abollado, cuyo contenido se veía ahora casi cristalino al aconcharse en el reposo, y observó la hilera de manchas rojizas en el sendero. —¡Mira cómo dejó el reguero de sangre la muda!

—Pobre cabra; parece que va a salir un poco tontita tamién. Puee pasarse horas mirando las nubes o el cerro.

—Va a ser chiflá como el padre.

—¿Cómo el pintor loquito que l’enamoró? Y pensar que empezó con tanta furia y después no se le ha sabío ningún otro…

—No sé cómo no se aburre la María; tan re seriaza con los hombres…

—Es que queó escarmentá…

—Yo no escarmiento nunca, así me repite la abuela. Por eso me vale estar en la buena con la meica.

—¿Y qué fue del Pepe?

—Cayó preso. Cinco años y un día le dieron porque se robó unas gallinas en la casa del alcalde. ¡Qué cazuela nos comimos pa San Peiro! Las dos más arruinaditas las cambió por una damajuana de tinto… Ahí lo pillaron.

—¿Lo echas de menos?

—Estoy más tranquila. ¡Era tan re celoso el bruto!

—¿Y si cuando sale te encuentra con una guagua?

—Si sigo saliendo al cerro con el Raúl, va a ser un cabro de cuatro años…

Las risas se fueron rebotando en las piedras y los pies desnudos de ellas caminaron detrás tratando de alcanzarlas, pero sin recoger la alegría sembrada.

Sí… ¡ya escribe!

Fueron a buscarla… A la mujer que sabe de remedios, que prepara cataplasmas y brebajes…

Hace días que estoy mal, que me era difícil barrer y colgar la ropa con los brazos tan flojos, la boca seca y amarga, y bajo la vigilancia de mi madre que siempre mira, pero que no ve nada.

Salí a vomitar afuera y me recosté en la tierra pensando morir allí (un sitio tan bueno para expirar como cualquier otro).

Me trasladaron, pero no estoy mejor, aunque tengo sábana y no está rota. El calor escondido dentro de mí no alcanza a calentarla, y me recorre en oleadas que convirtiéndose en agujas llegan hasta la base misma de mi cerebro.

Apenas me enderezo un poco el entablado circundante forma paredes y se va de ronda, se acerca, se aleja y me lleva en un columpio. Estoy mal. Yo sé que ella mandó a la Pachacha a buscarla y tengo miedo. Tal vez me va a meter en agua hirviendo o tal vez introduzca un alambre en mi garganta… La he visto… Solo deseo que me dejen quieta, que no se muevan las paredes y… dormir… dormir.

La fueron a buscar… Las heridas las tapa con barro en el que se mezcla orina y telas de arañas. Conozco muchos de sus secretos porque la espío todos los días. Apegada a la tapia ni respiro, no vaya a ser que me descubra. Temo a sus ojos, pero me interesa verla en sus trajines, moviéndose como un esqueleto dentro de la funda de su vestido negro. El pelo muy estirado lo aprieta sobre la nuca en un moño que la hace parecer más alta. Ella no parece tan pobre, más bien una señora rica, y me siento avergonzada cuando entra a mi casa y fija la vista en las roturas de mi ropa, en el desorden de calcetines por doquier, en la bacinica sucia; ella que tiene de todo; lavatorios enlozados, ollas nuevas. Qué feliz el Fuerzas, qué feliz debe ser siendo su hijo. Es no carecer de nada.

Desde mi escondite le veo revolver con una cuchara de madera sus menjunjes; dentro de un calderito hirviente uno más pequeño. Con sus dedos nerviosos va pulverizando y agregando hierbas secas, rasguñando cortezas amargas, semillas trituradas y luego baba de caracol, patas de ranas, insectos, que hierven y hierven, hasta reducirse a la mitad de lo que había al principio. Agrega luego un poco de azúcar, con lo que deja listo el jarabe para las toses rebeldes.

Que no me descubra; no vaya yo a romperle sus hechizos. Me interesan, y yo quiero aprender para ser rica algún día…

Mis pies están en agua helada mientras que el sol entero se me metió adentro de la cabeza. Frío y calor. Tirito, me dejo invadir por este cansancio, por este líquido caliente que siento correr por mis venas… ¿Quién puede bajarme el sol a los pies?

Se retorcía el niño llorando cuando taconeaba su herida con algodón embebido en zumo de hierbas… Y vi estirar articulaciones de una pierna quebrada, falsa como la de un espantapájaros…

Las tablas se columpian; mi madre se acerca y se aleja. Todo baila una ronda. Va a venir… Cuando alguien enferma hay que recurrir a ella. Es más fácil que llegar a la ciudad y se paga con una gallina, con té o con azúcar.

Llegada la hora de morir todo es inútil y no se puede detener el tiempo, así que le regalé a la mujer esa, un cerro de granulada…

La abuela de la Pachacha duró cuatro días desde que la encontraron inconsciente en el camino con los labios azules y los dedos torcidos y tiesos. Recuerdo… el calor… el mosquerío… Entre varios hombres logran llevarla hasta su cama… Los chiquillos se apretujan alrededor del auto negro que llega dando tumbos y levantando polvareda, un auto negro y valiente que se atreve a meterse donde ninguno otro lo ha hecho. Baja un señor con corbata a ver a la abuela, pero llega tarde. Le cierra los ojos enormemente abiertos, todavía con expresión de espanto…

Yo no sé si será mi turno ahora y pienso que tendré cuidado de apretarlos a última hora para que no lean mi horror en ellos, ni nada de lo que pienso. Se roban a veces cosas en los velorios, pero nadie me robará lo que es mío.

Llega. Aparece en el dintel de la puerta, quitándole su espacio al cerro, interceptando la luz con su sombra magra. Un turbante de trapo en la cabeza, la aureola de misterio. Me mira y sus ojos tienen filo y yo tiemblo en un escalofrío reptante que resbala por mi espina dorsal. Posa su mano helada un minuto en mi frente y me descubre nuevos puntos dolorosos en el cerebro.

¿Iré a morir? ¿En un sueño largo sin despertar como la abuela, o en un solo estertor como el perro del Rucio, estertor en que la vida se defiende por quedarse?

Me rodean las sombras inquietas, me rodea el miedo de su presencia misteriosa. Echa a hervir algo en la tetera mientras conversa con mi madre; en el techo se dibuja un caracol movedizo, la pieza transpira con olor nauseabundo y el vapor moja la luz de la vela. Me ofrecen la tisana a beber y como yo me niego, una me aprieta las narices mientras la otra me vierte entre los dientes apretados el líquido amargo, dulce, asqueroso. Parte pasa quemándome la garganta irritada y parte se derrama por mi cuello. Lloro de humillación al ver mi resistencia vencida y odio a mi madre y odio a la vecina. Extenuada por la fiebre y la batalla me alejo a un país de sueño, con su corte de sobresaltos y pesadillas, y mi cabeza todavía de plomo parece un instrumento metálico en el que ¿resuenan? estallidos lejanos. ¡Ah, el ruido! Ya sé lo que es… algo tenso que vibra, o un dolor que se arrastra. Y yo estoy ahora llena de sonidos, hecha una guitarra con cuerdas.

Duermo, duermo… y presencio la transformación de la curandera en un gran sapo verde que se va desinflando hasta quedar reducido a una pequeña bolsa plástica. Duermo, y sin embargo una parte de mí sigue despierta y sobresaltada; abro los ojos de golpe en una lucha por librarme de los sueños. Estoy sola, ellos se fueron. Mi piel está roja, cubierta de ronchas, y brota la peste por todos los poros arrancando del brebaje repugnante.

Doña Herminda se aseguró bien de que nadie la espiaba. Atrancó la puerta con un palo de escoba y se asomó a la ventana, recorriendo con su vista el pequeño sitio rectangular de su propiedad: sus plantíos dispersos y ruines de choclos y tomates, la pirca, los terrenos baldíos que la seguían, los cerros estériles y resecos. Después de habitar allí por tantos años era todo suyo. Tomó la pala oxidada de la esquina de su pieza, bajo el colgajo de ollas y lavatorios, y luego de asegurarse nuevamente de su soledad mirando por la ventana. Más de una vez había sorprendido a la muchachita muda deslizarse detrás de la tapia para observarla. La gente hacía caso omiso de ella creyéndola idiota, pero cuando estuvo atendiéndola durante el sarampión, captó en el delirio su mirada de terror y sabiduría. Ni un alma ahora; solo el gato siesteando y las gallinas en eterno trajín.

Empezó a cavar en la tierra endurecida de su habitación. No; no sería tan tonta en exponer sus ahorros dejando la cajita al alcance de cualquiera, porque ese cualquiera se convertía aquí en ladrón apenas había algo que robar. Enterraría la primera cajita y luego sucesivamente así en hilera las otras, apenas fuera juntando más miles. Gracias a estos ahorros se cumplirían sus sueños de juntar un pequeño capital y meter al Mario en algún negocio, alejándolo del peligro de vegetar en esta podredumbre, y de la acostumbrada educación del rancherío; chiquillos rotosos, sucios.

La pala encontró resistencia en una piedra grandota, y la mujer la sacó escarbando porfiadamente con sus uñas largas y puntiagudas, que eran casi garras, instrumento y cuchillo. En la primera cajita había un billete grande y otros más pequeños. En esos papelitos hediondos y arrugados estaba escondido el esfuerzo de sus primeros años de trabajo. Su oficio era además un arte; una afición, una chispa clarividente. Su humilde lenguaje no acertaba con el nombre, pero lo sentía así. Curiosa, le decían las vecinas, entendida. Desde niña empezó su colección perfumada de hierbas y el estudio de sus virtudes y la creencia en sus poderes nunca la defraudó. Con fe se sumergía en el mar verde, olisco, de los pequeños dioses vegetales que aún secos escondían un tesoro curativo y que habían llegado hasta ella a través de las generaciones; remedios otros de su invención y que casi siempre resultaban.

Escarbando, rasguñando la tierra dura, se trasladó a sus recuerdos, al tiempo sombrío en que luchaba sola y valiente, dejando a su pequeño hijo oculto en la pieza para librarlo del mal de ojo. —“Herminda, usté que es tan curiosa por qué no viene a dar una miradita a mi niña pa’ver si tiene fiebre”—, …“Herminda, prepáreme una cataplasma p’al abuelo que s’ahoga de tos…”, “Herminda…”. Y luego el regreso ansioso a su rancho cargada de obsequios: duraznos, huevos, peinetas… El dinero vendría después. Ahora; ganado ya un respetuoso denominativo de “doña” y un título de “médica”.

Investigar, experimentar. Pensar en estas cosas era excitante, una droga mareadora que la arrastraba en un torbellino de ideas: si el moho apresura la cicatrización de las heridas, ¿por qué no hervir clavos cubiertos de herrumbre para una infusión? ¿Y si las telas de araña dan el mismo resultado por qué no agregar la araña misma? Cuestión de tener pana —se decía en su atrevida ignorancia. Las fiebres cuando no matan al paciente al fin se van solas, así, como llegaron. Pero ahora no se iban las endemoniadas sin dejarle unos billetitos en la alcancía, a más de las grandes sumas por los partos, el entablillado y compostura de huesos rotos, maniobras que para ella no eran misteriosas. Si se quiebra la pata de una silla se pone firme en su lugar y luego se amarra. Lo mismo hacía con los huesos: cuestión de lógica. En cuanto a los partos… más alharaca que nada: ayudar a sacar un niño que está empujando y tratando de salir por sí solo…

Se sentía segura de sus condiciones, de sus conocimientos.

Se arrodilló para tantear la fosa, el nido tibio y oscuro que había cavado con amor para guardar su pequeña fortuna.

—Yastá güena —se dijo y antes de sepultar la cajita, contó cuidadosamente su contenido sin olvidarse de la deuda del Lucas. Pronto le tocaría también el parto de la Rufina, la mocosa afuerina que apenas podía ya con su panza. —A esta no le cobraré nada —pensó en un rapto de desprendimiento, permitiéndose el lujo de hacer la caridad al igual que una gran señora.

Fue cubriendo el hoyo con rápidas paletadas, tratando de solucionar el problema de su próximo paciente: Daniel, el viejo sinvergüenza. Tenía la pierna hinchada y tumefacta, en una condensación tóxica y venenosa de

malos humores: ira, celos, prostitutas… —Al cabo tiene que reventar por alguna parte —se dijo—, y eso es lo que tiene el viejo, lo que tiene que botar antes de irse en paz para el otro mundo. Se hizo el propósito de llevar el cuchillo chico para hacerle un tajo en cruz luego de unas cataplasmas de jabón con guano de gallinas, con el objeto de madurar el absceso y librarlo de una buena cantidad de pus. Pus, su gran enemigo. Que triunfo era verla saltar en hediondo chorro amarillo blanquizco, dejando manos y ropa impregnadas con su olor característico. Y terminaría con un buen rocío de desinfectante. Esto para dejar contento al cliente, pues eso de los microbios eran pamplinas, invenciones. ¿Cómo no se van a ver? Cuestión de tener buena o mala mano, igual que para plantar. Lo del antiséptico era para darse importancia: “faramalla” de los hospitales. ¿Qué microbio podría esconderse así? —pensó al mirar sus lavatorios relucientes, sus superficies limpias y pulidas.

Se enderezó de golpe. Le pareció divisar por la ventana los ojos verdes que siempre la espiaban.

¿Qué busca esa chiquilla de mierda? Haciéndose la que no la había visto dejó caer con gran ceremonia un papelillo de bicarbonato en el vaso de limonada que tenía preparado, divirtiéndose con la sorpresa que le produciría este líquido burbujeante derramándose en hirviente cascada.

Los ojos curiosos se sintieron descubiertos y arrancaron. Se vio saltar las trenzas escuálidas sobre el borde de la tapia en su fuga.

Una de las primeras criaturas que ayudó a entrar en el mundo. Trabajo y aflicción la hizo pasar; venía de pie y por momentos temió destrozarlo. Cobró caro. Necesitaba en aquel entonces comprar todo un equipo escolar para el Mario que estaba por matricularse para el próximo año de la escuela. El viejo abuelo pagó hasta el último peso.

La Herminda volvió a tomar la pala y echó la última porción de tierra, que ahora sobraba formando un cúmulo más oscuro que el resto. Podría comprarse unos tablones para hacerse un suelo decente y ocultar mejor el entierro… Más adelante; eso de distraer plata la alejaba de sus fines y de su meta, ahora cercana. Con gran sacrificio, recorriendo kilómetros bajo la lluvia o el sol, su Mario terminaría la primaria. El nuevo negocio estaba dando espléndidos ingresos. Aunque cobraba poco, eran tantas y tantas. Antes practicó el aborto gratis, por practicar no más y por lástima, en recuerdo de su propio calvario y desamparo en iguales condiciones. Iguales no, porque ella era más fuerte y más sabia.

La estúpida mujer del Lucas se negó esta vez. Era así, llena de remilgos. En uno de sus partos hubo inconvenientes parecidos a los de la muda y salió el chiquillo descaderado y ya llevaba tres años enyesándose periódicamente en el hospital. Embarazada de nuevo, formó un escándalo de gritos cuando le llegó hora y apareció ella con su gran lavatorio y sus mejores intenciones. ¡El hospital!, gritaba revolcándose y dando cabezazos en el borde del lecho. —¡Quiero ir al hospital!— ¡No quiero otro hijo cojo! Hubo que sujetarla mientras todos sus chiquillos lloraban al unísono. El Lucas primero la abofeteó, pero al fin tuvo que ceder, y con la ayuda de un compadre partir con ella en brazos hasta el camino.

A veces se volvía ingrata la profesión… Culparla a ella era injusto.

Apisonó la tierra cuidadosamente con las tapillas carcomidas de sus tacos, tratando de olvidar ingratitudes, luego se cuidó de alisarla bien con la palma de su mano abierta y la roció con agua del balde como si fuera a dar una bendición de agua bendita. Encima del entierro puso nuevamente el viejo baúl de mimbre, el que se trajo del sur, y en donde guardaba ropa y paquetitos de hierbas secas, guano de gallina en polvo, piedras con imán que tenían poder contra los dolores reumáticos, el rosario largo que siempre la acompañó en sus excursiones al cerro y que a menudo lo usaba colgando de su cuello o del barrote del catre. Estaba bendito y la defendía del mal del ojo y mientras estuviera en su poder se sentía segura. Deseó usarlo ahora, y al abrir la tapa de mimbre se esparció por la pieza un olor vegetal y rancio, a pesebre.

Golpearon a la puerta.

—Pase —contestó, sacando el rosario y dejando caer la tapa de golpe. Apareció una mujercita de cara paliducha que se retorcía nerviosamente los dedos aferrados al cierre metálico de una cartera envejecida:

—Doña Herminda, yo venía a hablar una palabrita con usté…

—¿De dónde viene?

—De Puente Alto; allá me dieron la nombrá. Hay también en mi barrio una señora curiosa que entiende de too esto. Pero las habladurías…

—Aquí no hay cuidado m’hijita; nadie sabrá. Yo soy una tumba —y repitió las últimas palabras sin pensar en la cruel analogía que había en ellas. —Yo soy una tumba.

La meica la hizo sentarse y atrancó la puerta, después de corretear una gallina que se había colado. Eso era lo que quería: fama y clientela de otra parte, no la de este basural hediondo incapaz de pagar.

Observó un terroncillo de tierra suelta que se asomaba bajo una esquina del baúl. Trabajosa era la maniobra de cavar cada vez, por cada billete grande, pero valía la pena porque hasta en un incendio estaba allí segura.

Miró a la recién llegada: a sus treinta años y a su argollita de ilusión del dedo anular. Había que dejarla sincerarse.

—Cuénteme ahora m’hijita, qué le pasa —lo dijo imaginando de antemano la respuesta.

La distancia entre una casucha y la otra parecía más larga que la verdadera, entre tanto esquivar piedras y saltar pozas. En los amaneceres podía pensarse en un caserío abandonado; tranca en las puertas y ninguna señal de vida afuera. Los techos ridículos, hechizos, torcidos, manchando la esplendidez del panorama, de ese cielo enorme encerrado entre los cerros, tendido sobre el río saltarín y plomizo. Al aclarar empezaban a salir los madrugadores de los ranchos, como hormigas, con todo su arsenal de miseria, de tiestos viejos, de ropa sucia, de niños flacuchos y llorosos. Y luego los gritos, las recriminaciones, cortando el murmullo del agua y el de los árboles en la distancia, mecidos por la brisa. Las casuchas alejábanse de ellos amontonándose a la cruda luz del sol, asimétricas y buscando la proximidad del agua servida, su elemento vital.

Бесплатный фрагмент закончился.

399
573,60 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
242 стр. 4 иллюстрации
ISBN:
9789563573275
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают

Новинка
Черновик
4,9
163