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En esta concepción de la vida y de la poesía fundada sobre el primado de la experiencia, el factor decisivo es la mirada. Y aquí debemos detenernos, porque la palabra mirada recapitula sintéticamente todo el recorrido de la Divina comedia y la imagen de la vida que en ella se expresa.

Permítaseme una breve digresión al respecto. Hace algún tiempo, se pusieron en contacto conmigo algunos responsables de la Universidad Francisco de Vitoria de Madrid, interesados en la traducción al español de mis trabajos sobre Dante. Yo tenía un montón de compromisos y, durante algún tiempo, les di largas. Al final acepté su invitación, creyendo que se trataba de hacer simplemente una visita de cortesía y de explicar las razones por las que no podía aceptar su propuesta. Solo que, al llegar a la universidad, lo primero que me impresionó fue un cartel escrito con letras enormes que decía: «La educación es una mirada». Me quedé entusiasmado y, a partir de ahí, empezó un diálogo intensísimo del que ha nacido una amistad extraordinaria.

Retomemos el discurso sobre la mirada y volvamos al comienzo de nuestro recorrido. ¿Dónde comienza la aventura de Dante? En una «selva oscura». En la oscuridad. El problema de Dante es que ha perdido la luz, ya no ve, no sabe reconocer la verdad de la vida. Y por eso todo el recorrido de la Comedia está determinado por el deseo de ver, desde el primer movimiento en la selva, el ascenso por la colina iluminada por el sol, hasta llegar a coronar la cima, la meta que es justamente la visión de Dios.

Para hacerme un regalo, un amigo ha metido la Comedia entera en un motor de búsqueda capaz de contar las veces que aparecen distintas palabras. ¿Cuáles son las que aparecen con mayor frecuencia? La primera es la palabra ojos, que aparece 213 veces; la tercera es vi, con 166 apariciones; entre paréntesis, añado que la segunda en la clasificación es la palabra bien, 211 veces, y la cuarta, mundo, 143 veces. Un elenco impresionante, que ratifica que la posición de Dante —que es también la de la cultura medieval en la que creció y a la que da voz— es una actitud llena de asombro ante la realidad, una mirada abierta —ojos, vi— ante la realidad —mundo—, cuya bondad reconoce —bien—.4

En este sentido, hay otro aspecto del texto de Dante que me ha fascinado siempre. ¿Cuál es el término con el que introduce por primera vez a Beatriz, al comienzo del poema? «Sus ojos brillaban más que los luceros» (Inf., II, v. 55). ¿Con qué identifica a la Virgen en el Canto XXXIII del Paraíso? «Los ojos por Dios amados y venerados» (Par., XXXIII, v. 40). ¿Y quién es la intermediaria entre María y Beatriz? Santa Lucía, que en la devoción popular es la patrona de la vista.

¿Por qué esta insistencia de Dante en los ojos, en la mirada, en el acto de ver? Es sencillo: porque todos estamos ciegos. Como dijimos al comentar el Canto I del Infierno,5 todos somos como el ciego del Evangelio, necesitamos que alguien nos devuelva la vista, nos enseñe a mirar, nos ayude a ver la verdad de la vida. ¿Y cuál es el dinamismo sano de la mirada, el dinamismo natural, aunque siempre necesitemos reconquistarlo? Lo digo con las palabras de una de las poesías que más amo, el Canto nocturno de un pastor errante de Asia, de Leopardi. En un momento dado escribe lo siguiente:6

A veces, si te miro

tan silenciosa, encima del desierto llano,

que allá, en el horizonte lejano,

cierra el cielo, o bien, con mi rebaño,

seguirme poco a poco, o cuando veo

arder allá en el cielo las estrellas,

pensativo me digo:

«¿Para qué tantas estrellas?

¿Qué hace el aire infinito, la profunda

serenidad sin fin? ¿Qué significa esta

inmensa soledad? ¿Y yo quién soy?».

Conmigo así razono.

Al principio, repetida dos veces, está la palabra miro [en el original italiano; en la traducción española se emplea miro y veo (N. del T.)]. El primer movimiento del hombre es el descubrimiento lleno de asombro de la realidad, de lo que tiene delante, de eso que le muestran los ojos. Este es el primer acto humano, el primer paso en el conocimiento del mundo.

De este primer paso nace el segundo, que es la pregunta, el pensamiento, la reflexión. Veo una cosa, y ella suscita en mí una serie de interrogantes; es el modus operandi del conocimiento humano. Leopardi lo subraya con las dos fórmulas con que abre y cierra la serie de preguntas: «Pensativo me digo», «conmigo así razono», como queriendo declarar: Así es como razono, como se razona, como funciona el pensamiento.

Entonces, si el dinamismo natural, originario del pensamiento, es este, ¿por qué nos cuesta mantenernos en este nivel? ¿Por qué tendemos a arrojar una sombra sobre el dato con nuestra cabeza? Lo hemos visto en el Canto II del Infierno,7 cuando Dante escribe: «Pues, pensándolo bien, abandoné la empresa que tan súbitamente había comenzado» (Inf., II, vv. 41-42). Delante del hecho, de la invitación de Virgilio, Dante responde que sí entusiasmado; sin embargo, luego se lo piensa, y el pensamiento introduce una sospecha. ¿Por qué?

Esta dinámica inadecuada de la razón, este uso incorrecto del pensamiento que niega el dato en vez de afirmarlo tiene que ver con el pecado original, que, como enseña el catecismo y también hemos recordado nosotros,8 es pecado de soberbia y de orgullo. La primera manifestación de la soberbia y del orgullo es la afirmación de un pensamiento propio contra la realidad.

Según el punto de vista que estamos examinando, ¿qué hicieron Adán y Eva? En lugar de disfrutar de la realidad tal como Dios la había creado, cedieron a la tentación de la serpiente; es decir, a la duda de que las cosas fuesen tal como las veían, de que lo que Dios les había dicho —«Del árbol del conocimiento del bien y el mal no comerás, porque el día en que comas de él, tendrás que morir» (Gén 2,17)— fuese verdad, de que un pensamiento que había surgido en su cabeza —«La mujer se dio cuenta de que el árbol era bueno de comer, atrayente a los ojos y deseable para lograr inteligencia» (Gén 3,6)— pudiera ser más verdadero que lo que Dios había puesto delante de ellos.

Este uso de la razón caracteriza buena parte del pensamiento moderno, fundado sobre la idea de que la única certeza se halla justamente en el sujeto y en su pensamiento, mientras que todo lo que vemos podría ser un engaño; más aún, podría no existir en absoluto, ser una ilusión. Montale expresa el corazón de la modernidad con una intuición genial: «Tal vez una mañana, caminando en un aire de vidrio, / árido, al volverme veré cumplirse el milagro: / la nada a mis espaldas, el vacío detrás / de mí, con un terror de borracho».9

Para entenderlo mejor, detengámonos un momento en el término que empleamos comúnmente para indicar el hecho de devanarse los sesos con algo; es decir, para reflexionar. ¿Qué quiere decir reflexión? Según el diccionario Treccani,10 el significado originario del verbo reflexionar es ‘replegar’, ‘volverse’; siguiendo esta etimología, existe un modo de reflexionar que es un verdadero replegarse, volverse, dar la espalda a la realidad, a la evidencia primaria, a la sorpresa y a la llamada que constituye la realidad.

Un amigo me sugirió una vez otra interpretación de esta palabra. Se trata de una etimología muy libre, diría que creativa; a mí me encantó, y por eso la propongo aquí. Me invitó a pensar que flexionar se refiere al acto de las rodillas que se doblan; entonces reflexionar significa ‘volver a arrodillarse, arrodillarse de nuevo’. Cuando veo por primera vez la realidad, cuando la miro, me arrodillo ante ella por el asombro inmediato que suscita en mí; luego, después de haberla asimilado con el entendimiento, de haber razonado sobre ella, capto todavía más su grandeza, su belleza, su maravilla, y entonces reflexiono, vuelvo a arrodillarme con mayor conciencia, con más conocimiento de causa.

En mi opinión, esta interpretación nos ayuda a comprender mejor la alternativa. La realidad se ofrece ante nuestra mirada, suscita una pregunta y de allí nace nuestra reflexión, que puede producirse de dos formas. Si seguimos la primera acepción del término indicada, nos replegamos, nos volvemos, como hace Dante en el Canto II del Infierno, como suele hacer el pensamiento moderno, y arrojamos una duda sobre la realidad, una sospecha; en cambio, si secundamos la segunda hipótesis, volvemos a arrodillarnos, doblamos nuevamente nuestras rodillas de forma más consciente y agradecida ante el espectáculo de la realidad.

Si el tema de la mirada es clave en toda la Comedia, entonces el Paraíso es un camino para recuperar una mirada límpida, originaria, capaz de reconocer la realidad hasta el fondo. Un camino —lo veremos puntualmente canto a canto— de continua purificación de la mirada; cuanto más asciende Dante y se agudiza su vista, más capaz es de aguantar el resplandor de los bienaventurados con los que se encuentra y de captar todo los matices de lo que contempla.

Aquí, una vez más, no se trata de algo abstracto, sino del dinamismo de la vida. En efecto, ante una situación o una persona, todos nosotros echamos una primera ojeada y nos hacemos una idea general. Podemos quedarnos ahí, conformarnos —un término que vuelve aquí— con esta primera ojeada, viciada quizá por un prejuicio, por una idea previa que tenemos en la cabeza y que la impresión inicial parece confirmarnos. O bien podemos hacer como Dante, que no baja la mirada, que la mantiene fija, que sigue mirando para ir más al fondo. De este modo, nuestra vista empieza a captar aspectos que ya estaban ahí, pero que se nos habían escapado, y que solo la paciencia permite reconocer.

Sucede lo mismo cuando leemos un libro. En una primera lectura, nos sorprenden algunos elementos, pero, si volvemos a él, descubrimos características, detalles y referencias que al principio se nos habían escapado. Ya estaban ahí, desde el principio, pero ahora podemos captarlos porque nuestra mirada se ha vuelto más aguda.

Pensemos también en la liturgia. Cada año, la Iglesia nos invita a repetir los mismos gestos y las mismas palabras; ¡pero ahora reconozco en ellas un significado más profundo para mí que cuando era joven!

También recuerdo el asombro de las primeras excursiones escolares con el profesor de Ciencias de mi colegio. Delante de una platea de chavales estupefactos, nos enseñaba a mirar los pliegues de las rocas, las formas de las hojas, las características de los insectos. Ahí donde yo veía una serie de formas y colores carente de significado, él percibía una riqueza de detalles ilimitada. La realidad era siempre la misma, pero su mirada estaba infinitamente más educada y, por tanto, era mucho más profunda que la mía.

Según esto, podríamos decir que el verdadero conocimiento es el que nace de una mirada paciente y apasionada, que con el tiempo ahonda cada vez más en el objeto que tiene delante hasta llegar a captar poco a poco profundidades insospechadas. Es una ley que vale para todo, para el estudio, para la liturgia, para la vida cotidiana, en la que se pueden dar hechos que tienen algo de milagroso, como el que me contaba una amiga mía, cuyo matrimonio peligraba:

El año pasado parecía evidente que había llegado el momento de poner fin a nuestra relación, que era de todo menos relación, diálogo y compañía.

Una noche de octubre, agotada y segura de mi decisión, había resuelto decirle adiós y pedirle que hiciera las maletas. Estaba decidida, al cabo de meses en que no nos hablábamos y en los que cruzarse por el pasillo era como encontrarse delante de un extraño al que evitar. Entré en la cocina y le dije que había terminado todo y que quería que se marchase, pero sorprendentemente intervino el Espíritu Santo. No sé cómo, te lo juro, no sé por qué, pero no consigo encontrar otra explicación.

Empezamos a hablar, a contarnos algunos episodios, y poco a poco empecé a descubrir que algunos hechos por los que lo había juzgado mal no eran como yo los había interpretado; es más, al escucharlo, volví a ver al hombre bueno con el que me había casado.

Estamos a mitad de febrero y el milagro sigue durando.

¿Es todo espléndido? ¡No! En el fondo no ha cambiado nada en su forma de gestionar el tiempo, de no estar en casa, pero no sé cómo explicártelo. Estos hechos ya no son motivo para añadir ladrillos al muro. Lo que ha cambiado es mi mirada sobre él; sus límites ya no son un motivo de escándalo que me hace cuestionarme toda mi vocación, y al mirar así sus límites he empezado a aceptar también los míos.

He empezado a contarle lo que me pasa cada día, a llamarle por teléfono para saludarlo, a pedir —cosa que había olvidado—y a asombrarme por su disponibilidad. Cuántas veces por costumbre no he pedido y lo he dejado fuera, pero ya he perdido demasiado tiempo…

¿Qué decir? He dejado de desear lo que no tenía y que habría podido encontrar en otro sitio, y abrazo esta realidad que, desde que el Espíritu Santo me ha quitado el velo que cubría mis ojos y mi corazón, me parece más fascinante que nunca.

«No ha cambiado nada» en la realidad, «lo que ha cambiado es mi mirada». Este es el verdadero milagro, la capacidad de mirar, a través de las apariencias y a la vez más allá, hasta el fondo de ellas, el tejido bueno del que estamos hechos todos, del que todo está hecho.

Por eso, creo que la última petición de san Bernardo al término de la gran oración a la Virgen que abre el Canto XXXIII es que se disipen «todas las nubes» (Par., XXXIII, v. 31) para que Dante «pueda con los ojos elevarse más arriba, hacia la salud suprema» (Par., XXXIII, v. 26-27). En resumen: María, haz que él vea. Que pueda ver el esplendor de Dios en la realidad, que pueda verla mientras nace de las manos del Creador, que la vea en su fundamento último, en la belleza última con la que toda ella resplandece. Esto es lo que deseamos, el objetivo con el que nos disponemos a leer el Paraíso: que nuestros ojos puedan ver la gloria de Dios que resplandece en todo lo creado.

1 Bernardo de Claraval (atrib.), Lesu dulcis memoria.

2 Cf. D. Alighieri, Infierno, Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, 2020, pp. 87-88; Purgatorio, Universidad Francisco de Vitoria, Madrid 2021, pp. 293-294.

3 Cf. D. Alighieri, Infierno, op. cit., p. 253.

4 La palabra bien puede ser sustantivo o adverbio, y sería demasiado largo comprobar cuántas veces aparece en un caso y cuántas en el otro; lo que sí es cierto es que la frecuencia notable en que aparece el término es significativa.

5 Cf. D. Alighieri, Infierno, op. cit., pp. 58-59.

6 G. Leopardi, «Canto nocturno de un pastor errante de Asia», en id., Poesía y prosa, Alfaguara, Madrid, 1990, p. 179.

7 Cf. D. Alighieri, Infierno, op. cit., pp. 68-70.

8 Cf. ibidem, p. 172; y D. Alighieri, Purgatorio, op. cit., pp. 143-144.

9 E. Montale, «Tal vez una mañana caminando en un aire de vidrio», en Huesos de sepia, Alberto Corazón (ed.), Madrid, 1975, p. 61.

10 Etimología de la palabra reflexión (del latín): prefijo re- ‘hacia atrás’, flectus ‘doblado’. Enciclopedia Treccani es el nombre con el que se conoce comúnmente a la Enciclopedia Italiana de las ciencias, las letras y las artes. La primera edición fue redactada por el Istituto dell›Enciclopedia Italiana, fundado en Roma el 18 febrero de 1925 por Giovanni Treccani y Giovanni Gentile.

EL PARAÍSO, UNA HISTORIA DE AMOR

Una observación final antes de abordar la lectura. Final, pero no menos importante. En realidad, es quizá el punto más querido para mí, el que más me importa.

Puede expresarse en pocas palabras, pero después lo explicaremos mejor: el Paraíso es una historia de amor. Es la historia del amor de Dante por Beatriz; al mismo tiempo, es la historia del amor de Dios por los hombres, que pasa a través del amor de Dios por una mujer y del amor de la mujer por el hombre.

Empecemos con Dante. Como ya hemos observado,1 asciende al paraíso para encontrarse de nuevo con Beatriz. Todo su viaje y su obra poética son el desarrollo de la intuición que lo fulminó en las fiestas de Calendimaggio (Los Mayos) de 1274, y otra vez nueve años después: esa mujer es para él la posibilidad de vivir la experiencia del paraíso en la Tierra.2 Pero Beatriz muere, y esa esperanza se ve traicionada, parece desvanecerse. Ante un drama semejante, Dante trata de consolarse de algún modo, quizá entre los brazos de otras mujeres, ciertamente con el estudio.

Sin embargo, enseguida entiende que la cosa no funciona, que no puede resolver el drama de esa esperanza traicionada yendo en busca de alternativas. Beatriz era un signo, el camino que Dios había elegido para salir a su encuentro, y para recobrar al mismo tiempo a Beatriz y a Dios debe pasar por ese trance. Beatriz le había hecho vislumbrar la posibilidad de vivir la experiencia de lo eterno en el tiempo. Por ello, si quiere recuperar «ese punto de intersección, ese encuentro maravilloso, único, de lo temporal en lo eterno y recíprocamente de lo eterno en lo temporal, de lo divino en lo humano y mutuamente de lo humano y lo divino»,3 como diría Péguy, debe reencontrar a Beatriz.

De aquí la promesa con la que había concluido la Vida nueva, que contiene ya como germen el anuncio de la Comedia: «Se me apareció una maravillosa visión, en la cual vi cosas que me indujeron a no hablar más de aquella bendita mujer hasta tanto que pudiese tratar de ella más dignamente. […] Así, pues, si le place a aquel por quien toda cosa vive que mi vida dure algunos años, espero decir de ella lo que nunca de nadie se ha dicho».4

Pues bien, creo que se puede decir que la Divina comedia es el cumplimiento de la historia de amor entre Dante y Beatriz; y el Paraíso —pido disculpas porque no sé expresarlo mejor— es el culmen del cumplimiento de esta historia.

Es normal leer en los comentarios a la Comedia que Beatriz es la guía de Dante en el paraíso, al igual que Virgilio es su guía a través del infierno y el purgatorio. Habitualmente, se dice que Beatriz es figura de la teología, así como Virgilio lo es de la razón, pero siempre me han parecido unas definiciones reductivas. Para empezar, el papel de Beatriz es muy distinto del de Virgilio. Este último es un guía: alguien al que se sigue, del que se aprende.

Con Beatriz también es así: Dante la sigue, aprende de ella. Pero en la relación con Beatriz hay mucho más. Ella es el objeto del deseo, es la compañía a la que se pertenece, es la fuente de la energía con la que se camina. Pensemos de nuevo en el «muro de fuego» del Purgatorio, XXVII; todos los llamamientos de Virgilio a la razón, a la memoria, a la experiencia —en resumen, todos los argumentos que utiliza un guía avezado— no surten efecto; solo la referencia a Beatriz, al verdadero objeto de su deseo, consigue hacer que Dante salga del terror que lo paraliza.

Por tanto, es reduccionista decir que Beatriz es figura de la teología. Es verdad que a lo largo de todo el Paraíso es ella la que da voz a la teología, es ella la que ayuda a Dante a comprender los misterios que se le plantean. Sin embargo, sus explicaciones —que, como veremos, son siempre exhaustivas y oportunas— no son solo teología en el sentido etimológico de «discurso acerca de Dios», sino que constituyen la formulación con palabras de una experiencia amorosa en acto.

Por eso, sostengo que la Divina comedia en general, y el Paraíso en particular, es una historia de amor, porque todo el camino de Dante para descubrirse a sí mismo, para descubrir el mundo y descubrir a Dios se produce en el cauce de la relación amorosa con Beatriz, que está en el origen del recorrido, que acompaña a lo largo del camino y que descuella al final. Dentro de esta relación, todos los factores de la persona de Dante —inteligencia, memoria y afectividad— se ven implicados, impulsados y potenciados, y ambos pueden culminar su relación en el marco del origen que la ha generado.

Sin embargo, el papel de Beatriz en la salvación de Dante abre una perspectiva mucho más amplia, que es la del papel de la mujer en la salvación del mundo, un papel decisivo.

Empecemos por el principio, por el relato bíblico de la creación, que en un momento dado dice: «Pero [el hombre] no encontró ninguno como él, que le ayudase» (Gén 2,20). No encontró ninguno que le ayudase, porque el hombre necesita una ayuda. Y la necesita porque no se basta a sí mismo, ya que es necesidad por naturaleza. Y, entonces, ¿qué hace Dios? Pone junto a él a la mujer. Le da una ayuda que es realmente «como él», de la misma naturaleza, para que pueda encontrar respuesta a su necesidad relacional constitutiva. Y en esta atribución originaria siempre he visto la raíz primera de un fenómeno que he observado miles de veces a mi alrededor y en las historias que conozco: que las mujeres son más sólidas, más firmes, más resistentes que los hombres; creo que en las mujeres se da una solidez y una seguridad que los hombres tienden a seguir.

Puede suceder que esta preeminencia de la mujer surta un efecto negativo, como pasó en el paraíso terrenal, donde fue Eva quien tomó la iniciativa, mientras que Adán fue detrás de ella, o en el caso de Paolo y Francesca, donde es ella la que habla por los dos.5 Aunque también puede surtir un efecto positivo, como en el caso de Dante, que debe todo su camino, su misma salvación a Beatriz. No daría ni un paso si no fuese continuamente sostenido, reclamado y corregido por ella. Pero sobre todo, y de forma radical, sucede así en la historia de la salvación. Para entrar en la historia de la humanidad, Dios necesitó el sí de una mujer. Sin el sí de María, Jesucristo no se habría encarnado; es la disponibilidad de María, que se pone al servicio de Dios, la que hizo posible nuestra salvación.

Desde entonces, también históricamente, las mujeres han adquirido nueva dignidad, valor y estatura. A nosotros, después de dos mil años de cristianismo y de doscientos de lucha por la emancipación de la mujer, nos cuesta percibir el alcance revolucionario de la afirmación de san Pablo: «No hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer» (Gál 3,28). Esta afirmación refleja el valor que ha dado Jesús a la mujer, pues él mismo obedeció a su madre en las bodas de Caná (Jn 2,1-11); no dudó en acoger a mujeres a las que la mentalidad común condenaba, como la adúltera (Jn 8,3-11) y la prostituta (Lc 7,36-50), y, después de la resurrección, se apareció antes que a cualquier otro a la Magdalena (Jn 20,1-18), confiándole la tarea de anunciar que había resucitado, hasta tal punto que «a María Magdalena santo Tomás de Aquino le da el singular calificativo de apóstol de los Apóstoles (apostolorum apostola), dedicándole un bello comentario: “Del mismo modo que una mujer había anunciado al primer hombre palabras de muerte, así también una mujer fue la primera en anunciar a los Apóstoles palabras de vida”», como recordó hace años Benedicto XVI.6

Con el tiempo, el machismo y una cierta mentalidad patriarcal han hecho mella en el ámbito cristiano, pero no han conseguido vaciar el nuevo papel salvífico de la mujer, que ha florecido en una cantidad enorme de santas que han tenido un rol determinante en la vida de la Iglesia y de los pueblos como madres de familia, religiosas, fundadoras y reinas.7

Esta importancia decisiva de la mujer para la salvación del hombre es, además, la experiencia que he tenido cotidianamente en mi vida. Recuerdo como si fuese ahora cuando fui por primera vez a ver a don Giussani para presentarle a la mujer con la que me iba a casar, Grazia. Él le dedicó a ella toda su atención, y al final le dijo más o menos: «Piensa en un árbol. Para que dé frutos buenos hace falta que tenga unas raíces sólidas. Lo que cuentan son las raíces, aunque no se vean. Así es para tu marido y para ti: si él llega a hacer algo bueno en la vida, será porque tú lo sostienes, aunque los demás no lo vean». Y así ha sido: si he conseguido hacer algo bueno en mi vida es porque mi mujer me ha sostenido, corregido y perdonado constantemente.

Cuando volvimos a ver a don Giussani años después, y le dije que Grazia había sido siempre fiel a aquella indicación suya, él dio un puñetazo en la mesa y dijo: «¡Esto es el cristianismo!». Esta es la sabiduría nueva que Jesús ha venido a traer: «El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea el servidor de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por la multitud» (Mc 10,43-45).

Para mí, este es el punto más revolucionario, porque el criterio que nos mueve normalmente en la vida es el poder, la afirmación de uno mismo, o bien el cálculo, la medida: yo he hecho esto, tú deberías hacer esto otro… Si el criterio es el poder, el otro se convierte en un obstáculo; si es el cálculo, las cuentas nunca salen. En cambio, si el criterio supremo de la vida es el servicio, si el camino para la afirmación de uno mismo es el servicio al otro, y en el fondo el servicio al destino común que nos liga el uno al otro, entonces la perspectiva cambia por completo.

Desde esta perspectiva, siempre he percibido que la mujer tiene una capacidad mayor de servicio que nosotros, los hombres, quienes necesitamos mirar y aprender; y por ello tiene una especie de primado, de responsabilidad especial a la hora de poner en movimiento el dinamismo del servicio recíproco. Como escribía Juan Pablo II en la carta apostólica dedicada a la dignidad de la mujer, Mulieris dignitatem:

La fuerza moral de la mujer, su fuerza espiritual, se une a la conciencia de que Dios le confía de un modo especial el hombre, es decir, el ser humano. Naturalmente, cada hombre es confiado por Dios a todos y cada uno. Sin embargo, esta entrega se refiere especialmente a la mujer —sobre todo en razón de su femineidad— y ello decide principalmente su vocación.8

Hablando una vez con mi mujer de estos temas, ella me vino a decir: «Está bien, los hombres necesitan a una mujer que los cuide. Pero, a nosotras, ¿quién nos cuida?». La pregunta no es banal en absoluto. Sin embargo, la respuesta es fácil: los hombres; en el sentido de que un hombre que se siente acogido y sostenido en su necesidad se pone a su vez al servicio de la mujer, da la vida por ella. Es una relación que se refleja de forma emblemática en la imagen del caballero medieval arrodillado delante de su dama. Cuando este es acogido en su necesidad, cuando encuentra una mujer que, por así decir, es fan de él, que sostiene su obra, el hombre se arrodilla delante de ella, está dispuesto a hacer cualquier cosa por ella, a dejarse la vida. Y me permito añadir, por lo que yo sé, que una imagen de este tipo, el hombre fuerte y vigoroso de rodillas delante de su dama, ha nacido solo en el contexto de la cultura cristiana, del valor que el cristianismo atribuye a las mujeres. De este modo se activa un círculo virtuoso del que se alimentan todos, hombres y mujeres.

No soy capaz de leer el Paraíso sin tener presente todo esto. Se trata de una gran historia de amor, constituye una alabanza extraordinaria no solo de Beatriz, sino de todas las mujeres, de esta capacidad —y responsabilidad— sobrecogedora que ellas tienen de constituir para sus hombres camino hacia el destino. Porque al final este es el objetivo último de la Divina comedia, el problema radical de la vida de todos: poder mirar a Dios a la cara, comprender, dentro de una experiencia amorosa, cuál es la fuerza «que mueve el sol y las demás estrellas» (Par., XXXIII, v. 145), cuál es el objeto adecuado de nuestro deseo, cuál es el camino posible para la felicidad.

1 Cf. D. Alighieri, Purgatorio, op. cit., p. 17.

2 Para la cuestión de Dante y Beatriz, remito a la lectura que propuse al respecto en D. Alighieri, Infierno, op. cit., pp. 41-56.

3 C. Péguy, Verónica, diálogo de la historia y el alma carnal, Nuevo Inicio, Granada, 2008, pp. 131-132.

4 «Vida nueva», XXXI, 1-2, en D. Alighieri, Obras completas de Dante Alighieri, op. cit., p. 564.

5 Cf. D. Alighieri, Infierno, op. cit., pp. 97-98.

6 Benedicto XVI, Audiencia general, 14 de febrero de 2007.

7 Sobre este tema, véase, por ejemplo, R. Pernoud, La mujer en el tiempo de las catedrales, Andrés Bello, Barcelona, 1999; J. Ratzinger, Maestros y místicas medievales, Ciudad Nueva, Madrid, 2011.

8 Juan Pablo II, carta apostólica Mulieris dignitatem, n.º 30.

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