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En asuntos médicos, mi visión religiosa de la vida me inclina más a poner mi confianza en las manos de un médico divino que a buscar una cura a través de un médico humano 85. Aun en Soliloquios acepté el consejo de la razón de orar por la salud corporal y espiritual 86. Este tema de los médicos y la medicina fue una afición mía, que usaba también como base para comparar con Cristo Médico. Pero antes vamos a desarrollar mi propuesta comunitaria para el tema de la salud.

4. Mi propuesta comunitaria para el tema de la salud

Como ya dije, cerca del 397 escribí una Regla para servir como referente a todos los religiosos. En ella escribí también sobre la salud 87, de modo particular en el capítulo 3 de la misma Regla 88. De hecho, un rasgo notable de la Regla es la atención a la salud y la curación 89. Si en el capítulo segundo de la Regla tomaba en cuenta a la hora de legislar la enfermedad del espíritu que consiste en vivir en la «ilusión» y no en la verdad, en los capítulos tercero y cuarto salí al paso de distintos males vinculados al cuerpo. El capítulo quinto es resultado de haber diagnosticado un nuevo mal en el espíritu humano, cuya específica sintomatología se manifestaba en las relaciones interhumanas 90.

De hecho, la salud es el tema central del capítulo 3, que está dentro de mi visión global sobre la salud, como hemos visto. Escribí sobre la salud del cuerpo y la salud física –la valetudo– o también la falta de ella. La misma Regla ofrece tres categorías de servidor de Dios:

1) los que gozan de buena salud;

2) los que, sin estar enfermos, son débiles;

3) los que propiamente se hallan enfermos.

Asimismo, subrayé la importancia del enfermo y los débiles de la comunidad. Para reconducir la vida de los hermanos enfermos expuse la necesidad de recuperar la salud. El plan era individual y no comunitario. Lo que buscaba promover era la justa relación interna del hombre, más que la externa. Hablé sobre la salud, que es solo la cara luminosa de la otra realidad sombría que es la enfermedad 91.

Para mí, la salud está dentro de un plan unitario: amar a Dios y amarse a sí mismo como al prójimo. En este amor a sí mismo se manifiesta mantener la salud o evitar la enfermedad tanto del cuerpo como del alma 92. Reflexioné sobre la salud y la enfermedad en la Regla. Es que, para mí, «el monasterio refleja la composición sociológica de la sociedad, pero a un nivel más simple» 93. Y por tanto la importancia de la salud en el monasterio significa la importancia de la salud y la enfermedad en la sociedad.

Con respecto a los enfermos, observé que su cuerpo no resistía la única comida de los días de ayuno 94. Y, por tanto, no solo son infirmi (débiles), sino que también están «más delicados». Por tanto, hay diferencia entre los débiles (infirmi) y los enfermos (aegrotes), ya que los fuertes son los que gozan de buena salud. La debilidad puede ser debida a un anterior tenor de vida 95. Por tanto, la medicación adecuada para la ingestión de alimentos es el descanso (dormir) y el vestido, ya que no todos sufren con la misma intensidad, y es necesario un trato alimentario diferente 96.

Hablé sobre la aegritudo (enfermedad). «A consecuencia del pecado original, el hombre perdió la salud de que había gozado hasta entonces; una de las manifestaciones de la enfermedad natural en que se vio envuelto es el hambre y la sed, para las que es medicación adecuada el alimento y la bebida» 97. Desde la sabiduría popular recogí el dicho: «Unos comen para vivir, otros viven para comer» 98. Reflexioné cómo el comer sin parar acaba en enfermedad 99, además de que la falta de templanza acaba en enfermedad 100. Será importante la conveniencia de que el enfermo reduzca la ingestión de alimentos para no empeorar 101.

El trato cuidadoso durante el período de convalecencia fue mirar las situaciones personales. Después de la enfermedad, el período de convalecencia es considerado como debilidad (infirmitas). Por tanto, no hay tratamiento específico, sino que «se dé al convaleciente un trato que le lleve a restablecerse cuanto antes» 102. La evolución positiva lleva a la recuperación.

Mientras el capítulo 3 está centrado en el enfermo mismo, el capítulo 5 contempla la responsabilidad de la comunidad frente al enfermo 103. Hablé sobre el trato que ha de darse al enfermo, pero no establecí la clara distinción de los tres estadios contemplados, que son la enfermedad, la convalecencia y la robustez 104.

Existe distinción entre el aspecto físico del cuidado de la salud y el aspecto moral de la represión de la concupiscencia. La concupiscencia tiende por sí misma al abuso, el abuso daña la salud y la falta de salud daña a la integridad 105.

En la vida eterna, la salud es plena y, por tanto, «el presente está entendido como enfermedad» 106. «Lo que todavía no ve lo espera con paciencia. Y lo que espera es la salud del cuerpo, pues a eso se refiere la redención del cuerpo. Lo que aún se espera implica que lo que ahora llamamos salud no es propiamente tal. El hombre no puede considerarse sano mientras sufra el hambre, la sed y el cansancio. Si no les aplica el remedio, esto es, el alimento, la bebida y el sueño respectivamente, esos males le conducen a la muerte. Solo podrá hacerse de salud cuando se pueda vivir sin tales remedios» 107. La enfermedad, por su propia naturaleza, acarrea degeneración 108.

El pasado remite al momento previo al pecado de Adán en que la salud era plena, aunque no definitiva. El presente se caracteriza por la falta de esa salud plena. La enfermedad radical que arrastra el hombre consigo es la de la mortalidad, que tiene por satélites el hambre, la sed y el cansancio […] el futuro apunta a la salud plena y definitiva 109.

En síntesis, los textos agustinianos sobre la salud tienen este formato de una curva de arriba abajo y de abajo arriba 110.

a) Salud

b) Pecado.

c) Enfermedad.

d) Medicación.

e) Abuso.

f) Efectos.

g) Remedio.

h) Modelo.

i) Salud.

En los siervos de Dios que se hallan enfermos, su enfermedad no es natural, fruto del pecado de Adán, sino más bien fruto de ella 111. «La enfermedad natural se supera, aunque de forma provisional, aplicando la medicación también natural del alimento, vestido, descanso» 112. Además, para los síntomas diferentes hay que reclamar tratamientos específicos 113.

En el capítulo 5 de la Regla hablé además del oficio de enfermero 114, pues, «cuando por razones de salud alguien necesite una dieta especial, no debe solicitarla él mismo, sino otro, encargado a tal efecto» 115. Al mismo tiempo, «el siervo de Dios que no goza de buena salud ha de renunciar a su criterio en cuanto a lo que ha de tomar de la despensa en favor del criterio del enfermero» 116.

Además es responsabilidad del médico 117 –lo que conlleva aceptar los criterios de los demás 118– decidir si un siervo de Dios que se encuentre débil ha de ir o no a los baños, tanto si el paciente lo rechaza como si lo ansía. Lo mismo es el médico quien va a decidir cuándo existe un dolor sin lesión visible en el cuerpo 119. Por tanto, hay que anteponer el criterio del médico y obedecerle cuanto ordene. «El precepto de obedecer sin murmurar al médico brinda la oportunidad, en un caso, para exponer los efectos negativos de la murmuración, signo de desunión y cuya ausencia es un aspecto del amor, y, en otro, para introducir cuál ha de ser la recta relación con el médico. Haciendo una aplicación para el presente, se ofrece el criterio siempre válido: cuidar la salud» 120.

Además está fijada una doble directriz. La primera, referida al hecho de la enfermedad: se ha de creer al siervo de Dios que afirma sufrir alguna dolencia; la segunda, referente al tratamiento adecuado: si existe duda respecto de la eficacia del que solicita el paciente, se ha de consultar al médico 121, pues «el médico representa una instancia de objetividad» 122.

Uno podía asistir a los baños únicamente en bien de la salud. Y esto no para recuperarla, cuando el siervo de Dios está enfermo, sino para robustecerla cuando aún se halla convaleciente. Y por tanto deje en manos de la ciencia médica fijar cuándo ha de tomarse, y sin rechistar a sus prescripciones 123.

Por tanto, una síntesis de mi propuesta es:

• una antropología integral de lo físico y lo espiritual;

• en el aspecto físico, el primer interés está en un cuerpo sano y fuerte, capaz de afrontar la vida normal de la comunidad;

• la salud del espíritu es importante;

• la atención a las diferentes condiciones de salud que conllevan diferencias en el trato no se han de convertir en problema social dentro del monasterio 124;

• las diferencias entre débiles y enfermos y su curación;

• la importancia del oficio de enfermero;

• la responsabilidad y la objetividad del médico.

5. El aspecto espiritual y trascendental

El tema de la salud, el salus corporis y también el salus animae 125 son importantes dentro de una visión integral de la misma. Además, una buena salud es algo relacionado con la vida eterna y, por este motivo, usé mucho los términos médicos para explicar la salvación espiritual 126. En un sermón dije: «En verdad, quien se desea salud del cuerpo mediante la que no progrese el ánimo, inquilino del cuerpo, desea algo vano» 127. Reflexioné sobre este tema y cómo Dios médico puede curarnos: es que «todas las dolencias y enfermedades que pueda padecer un ser humano son símbolo de las desgracias espirituales y del pecado» 128.

De hecho, «suponte que te has puesto en manos de un médico y que estás enfermo […] Recién llegado te agradó dar el paso y pedir al médico un trago de vino. No se te prohíbe pedirlo; puede darse que no te haga daño y hasta te convenga tomarlo. No dudes en pedirlo; pídelo sin vacilar; pero, si no lo recibes, no te entristezcas. Si esto se da con el médico corporal, ¿cuánto más con Dios médico, creador y restaurador tanto de tu cuerpo como de tu alma?» 129. Este diagnóstico del médico es un modo de hablar de la función pastoral como un asistente médico. «Los pastores de las comunidades eclesiales no comparten la competencia y el dinamismo del médico divino, como sí es el caso con el poder divino […] donde los pastores locales comparten la dimensión pastoral de Cristo» 130.

Existe el programa de asistencia médica de Dios, donde Cristo es el médico, la medicina y la salud. «La primera dispensación de nuestro Señor Jesucristo es, pues, medicinal, no judicial, porque, si hubiera venido primero a juzgar, no habría encontrado a nadie a quien pagar los premios de la justicia» 131.

Y la visión de Cristo es de hombre y Dios también en este tema: «Si dijeses que Cristo es solo Dios, niegas la medicina que te ha sanado; si dijeses que Cristo es solo hombre, niegas la potencia que te ha creado. Por tanto, mantén un alma fiel y corazón católico; cree una y otra, confiesa fielmente una y otra. Cristo es Dios, asimismo Cristo es hombre» 132. Por tanto, «si la medida de la salud se toma de Cristo; si la salud de Cristo se caracteriza por no necesitar nada, cuanto menos se necesite, de más salud se dispone» 133.

Siempre expresé la importancia de la unidad en nuestras vidas, en la Iglesia y en muchos otros temas, y, por tanto, también identifiqué la salud con la unidad 134, donde «la función mediadora del cuerpo es la unidad en el hombre de cuerpo y alma» 135. «La esencia de la enfermedad [aegritudo], sea física o espiritual, es una ausencia de esa unidad. Hay salud del cuerpo cuando existe un orden equilibrado entre sus partes» 136. Y por eso decía antes que la enfermedad del cuerpo tiene su fuente en la falta de equilibrio y unidad. La vida tiene que estar bien ordenada. «La paz del cuerpo es el orden armonioso de sus partes. La paz del alma irracional es la ordenada quietud de sus apetencias. La paz del alma racional es el acuerdo ordenado entre pensamiento y acción. La paz entre el alma y el cuerpo es el orden de la vida y la salud en el ser viviente» 137.

Mas, como suele acontecer al que cayó en manos de un mal médico, que después recela de entregarse en manos del bueno, así me sucedía a mí en lo tocante a la salud de mi alma; porque no pudiendo sanar sino creyendo, por temor a dar en una falsedad rehusaba ser curado, resistiéndome a tu tratamiento, tú que has confeccionado la medicina de la fe y la has esparcido sobre las enfermedades del orbe, dándole tanta autoridad y eficacia 138.

Al mismo tiempo, en un plano espiritual afirmé con claridad: «Desprecia la salud: tendrás la inmortalidad» 139.

6. Christus medicus

Para mí, Cristo es el médico, y yo, el paciente 140. Este tema del Christus medicus no es para mí un ejercicio académico, sino una oración personal con mi médico íntimo 141. El amor es una fuente de curación, es la salud en sí misma, donde la caritas es igual a la sanitas: «Es necesario […] que entre en primer lugar el temor, a través del cual tenga acceso la caridad. El temor equivale a la medicación, la caridad, a la salud» 142.

Cristo es el medicus humilis que cura las heridas del pecado 143. La humildad del médico es el gran antídoto contra el tumor del orgullo 144, que es la madre de todo pecado 145. Al mismo tiempo, nuestras heridas podrán ser grandes y numerosas, «aunque más grande es tu medicina» 146. Por tanto, «vino el médico [Cristo] a visitar a los enfermos, ofreció el camino, se alargó hasta los peregrinos. Dejémonos salvar por él, caminemos por él» 147. Y por encima, la muerte del Médico es verdadera medicina 148.

Asimismo, en el Tratado sobre el evangelio de san Juan decía que Cristo es la personificación del Buen Samaritano, así como la Iglesia es la posada para la curación:

Maltrechos, roguemos al Médico, seamos llevados a la posada para ser curados. Quien, en efecto, ha prometido la salud es el que se compadeció del dejado medio vivo en el camino por los bandoleros; derramó aceite y vino, curó las heridas, lo levantó hasta el jumento, lo condujo a la posada, lo encomendó al posadero. ¿A qué posadero? Quizá al que dijo: «Desempeñamos una embajada en lugar de Cristo». También dio dos monedas para gastarlas en curar al herido; quizá esos mismos son los dos preceptos en que se basan la Ley entera y los Profetas. También, pues, hermanos, la Iglesia, en que el maltrecho es sanado durante este tiempo, es posada de caminante; pero esa Iglesia misma tiene arriba la heredad del propietario 149.

También en un sermón repetí este asunto:

Recordáis, amadísimos, cómo aquel hombre al que los ladrones hirieron y dejaron medio muerto recibió el alivio del aceite y el vino vertidos sobre sus heridas. Sin duda ya se le ha concedido el indulto por su error, pero, no obstante, aún recibe cura su enfermedad en la posada. Esa posada, si lo advertís, es la Iglesia 150.

7. Una palabra para la situación presente

Todos los que trabajan en la Iglesia, que es la posada, tienen que servir a todos los miembros, especialmente los débiles 151. Dios está servido en la persona. Cristo esta todavía aquí en los necesitados, él habita todavía en el mundo, en los enfermos y en la prisión 152.

Para los médicos y los profesionales sanitarios tengo esta palabra sobre la confianza mutua. En la encarnación, Dios tomó la iniciativa de ganarse la confianza de los seres humanos bajando para ser más accesible a todos y haciéndose vulnerable hasta la muerte en la cruz. Por tanto, los agentes pastorales no tienen que perder la confianza de los pacientes 153.

Las comunidades tienen que ser como lugares de curación donde no se esconden nuestras heridas, donde la presencia de Christus medicus irradia de dentro afuera. La comunidad es un reflejo de la Iglesia quae nunc est, aquí y ahora, compuesta de miembros que tienen buena salud y también de enfermos 154. Por tanto, la comunidad, también aquella agustiniana 155, participa en el ministerio del Christus medicus, que es el Cristo que sufre enfermedad en aquellos enfermos. La curación, en una perspectiva trascendente, es un valor fundamental en la espiritualidad agustiniana. Es una curación que empieza dentro de nuestro corazón.

Bibliografía

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• La bondad del matrimonio

• La Ciudad de Dios

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• Confesiones

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• Epistula 10; 38; 118; 124; 130; 138; 151; 213

• Homilía sobre la primera carta de san Juan

• La piedad con los difuntos

• Sermón 2; 9; 15a; 20B; 51; 80; 81; 113A (= Den 24); 131; 229B; 278; 299D; 305a; 306C; 355; 356

• Soliloquios

• El trabajo de los monjes

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SAN BENITO.
LA TRADICIÓN MONÁSTICA (BENEDICTINA) Y LA ENFERMEDAD

IGNASI M. FOSSAS, OSB

Monasterio de Montserrat

Barcelona

1. San Benito y su experiencia de la enfermedad

Sabemos poco sobre la biografía, en el sentido moderno del término, de san Benito. La única fuente para conocer algo de su vida es el libro II de los Diálogos, de san Gregorio Magno. Como es bien sabido, esta obra de san Gregorio es una recopilación de vidas de santos y, por tanto, hay que situarla en el género literario hagiográfico, cuyo objetivo no es hacer una biografía de los personajes, en el sentido moderno del término, sino más bien edificar a los lectores mostrando la acción de Dios en la vida de unos hombres y mujeres que se dejaron plasmar por la gracia. Esta obra está dividida en cuatro libros, el segundo de los cuales está enteramente dedicado a Benito de Nursia, «varón de vida venerable […] que, deseando agradar solo a Dios, buscó el hábito de la vida monástica» (Introducción), y que «escribió una regla para monjes, notable por su discreción y clara en su lenguaje» (cap. XXXVI) 1.

En relación con la enfermedad y la muerte, interesa al autor de los Diálogos mostrar los poderes taumatúrgicos de san Benito, como expresión de su santidad, fruto del don del Espíritu, a partir, naturalmente, de una clara inspiración bíblica. Así pues, lo vemos en el cap. XI sanando con su oración a un joven monje que había sido aplastado por el derrumbe de una pared, o en el cap. XXVI, donde cura a un leproso, e incluso resucitando al hijo de un campesino (cap. XXXII). Las cualidades curativas se extienden incluso a los lugares habitados por el santo, una vez este ya había fallecido. Así, en el cap. XXXVIII se narra el caso de una mujer que había perdido el juicio y estaba perturbada por completo, y que después de haber pasado una noche en la cueva donde había vivido Benito, al alba del día siguiente salió «tan sana de juicio como si nunca hubiese sufrido perturbación alguna, y conservó durante toda su vida la salud que había recobrado».

De todos modos, resulta más interesante para nuestro estudio lo que cuenta san Gregorio en el cap. XXXVII. Es la única referencia que encontramos a la enfermedad de san Benito, y está directamente relacionada con su muerte. La narración empieza con un «lugar común» en la vida de los santos, a saber, el anuncio del día de su muerte con notable antelación, tanto a hermanos que vivían con él como a otros que vivían lejos. Seguidamente se explica que «seis días antes de su muerte mandó abrir su sepultura. Muy pronto, atacado por unas fiebres, comenzó a fatigarse con su ardor violento. Como la enfermedad se agravaba de día en día, al sexto se hizo llevar por sus discípulos al oratorio y allí se fortaleció para la salida de este mundo con la recepción del Cuerpo y Sangre del Señor; y, apoyando sus débiles miembros en manos de sus discípulos, permaneció de pie con las manos levantadas al cielo, y exhaló el último aliento entre palabras de oración».

Encontramos aquí los elementos característicos de la tradición monástica benedictina –y, en última instancia, de la tradición cristiana tout court– para vivir la enfermedad y la muerte. Podríamos resumirlos en los siguientes puntos: en primer lugar, hay que intentar afrontar la enfermedad y la muerte como dos realidades integradas en la propia vida; no tanto como una excepción que no debería haber ocurrido, ni mucho menos como un castigo o un destino fatalista. Se trata de vivirlas como una oportunidad única para profundizar en la configuración con Cristo, y esto encuentra su máxima expresión en la comunión sacramental con su Cuerpo y su Sangre. Al final del Prólogo de la Regla para los monjes (RB), san Benito les recuerda que deben perseverar en el monasterio hasta la muerte, de modo que «participemos de los sufrimientos de Cristo por la paciencia y merezcamos también acompañarle en su reino» (RB, Prólogo 50) 2. En segundo lugar, el ideal de morir rezando en el oratorio (el lugar donde se ha hecho la profesión monástica y que ha sido, junto con la propia celda, el espacio del combate de la oración) como síntesis de toda la vida monástica. Y, para terminar, la dimensión comunitaria, es decir, el hecho de vivir el momento de la enfermedad y de la muerte rodeado por los hermanos, con los cuales se ha ido construyendo la propia vida.

Este ideal sigue presente en los monasterios, de modo que a menudo somos testigos de cómo un hermano procura vivir, por la gracia de Dios y con la ayuda de la comunidad, su enfermedad y su muerte de este modo. Es habitual, cuando se da el caso y con el permiso del interesado, informar a los hermanos de una enfermedad grave que sufre uno de ellos, para que recen por él y le ayuden, directa o indirectamente, a afrontar la situación de fragilidad y de sufrimiento que comporta. La administración del sacramento de la unción de los enfermos es un momento de especial intensidad en este proceso. Cuando llega el momento de la muerte, lo ideal es poder avisar a la comunidad para que acompañen al hermano en el último tránsito hacia el encuentro definitivo con el Señor. Se acostumbra a leer fragmentos de la Escritura y al final se canta el Salmo 118,116: Suscipe me Domine, secundum eloquium tuum et vivam, et non confundas me ab exspectatione mea («Recíbeme, Señor, según tu palabra, y viviré; y no me confundas en mi esperanza»), que es el salmo propio de la profesión monástica (cf. RB 58, 21). No es difícil hacer una lectura alegórica de este versículo, muy apropiada en el momento de la profesión definitiva, en el umbral de la vida eterna.

2. La Regla de san Benito y los monjes enfermos

Aunque no consta documentalmente que san Benito sufriera alguna enfermedad en especial, excepto –como hemos visto– las fiebres que le atacaron días antes de su muerte, seguramente debía de tener bastante experiencia de cómo los monjes afrontan esta realidad. Y quizá por este motivo dedica un capítulo entero de la Regla, el 36, a los monjes enfermos.

Para empezar, llama la atención la colocación de este capítulo en el conjunto de la Regla. Se halla numéricamente en el centro de la misma, ya que la Regla tiene un prólogo y 73 capítulos. Este artificio literario es una forma de subrayar la centralidad del hermano enfermo como imagen de Cristo. Y así empieza el capítulo: «Ante todo y sobre todo se debe cuidar de los enfermos, de modo que se les sirva como a Cristo en persona, porque él mismo dijo: “Enfermo estuve y me visitasteis”» (RB 36, 1-2, citando Mt 25,36; visitar a los enfermos figura también entre los «instrumentos de las buenas obras», RB 4, 16).

Seguidamente, dispone que «para los hermanos enfermos haya destinado un local aparte y un servidor temeroso de Dios, diligente y solícito» (RB 36, 7). El cuidado de los enfermos requiere de un lugar especial en el monasterio y exige el trabajo de un hermano con dedicación exclusiva. Además, tanto el abad (RB 36, 8.10) como el ecónomo (RB 31, 6) deben preocuparse especialmente por los enfermos, de modo que no sufran ninguna negligencia. El hecho de disponer de un espacio apropiado facilita las excepciones que haya que hacer respecto a la observancia regular. Así pues, «el uso de baños ofrézcase a los enfermos cuantas veces convenga» (a los demás, solo «de tarde en tarde»; no olvidemos que la Regla se escribió a comienzos del siglo VI d. C.); «concédase asimismo el comer carne a los enfermos muy débiles para que se repongan». Si los enfermos comen en un lugar distinto del de la comunidad, los hermanos sanos no tendrán que soportar la tentación de ver –¡y de oler!– los platos de carne pasando por delante de ellos.

El mismo capítulo 36 ofrece unas breves notas de tipo psicológico-espiritual relativas a la relación entre los enfermos y los hermanos que cuidan de ellos. San Benito recuerda a los primeros que «se les sirve en obsequio a Dios, y no contristen con sus impertinencias a los hermanos que les asisten» (RB 36, 4). Pero, al mismo tiempo, advierte a los cuidadores que a los enfermos «se les debe soportar con paciencia, porque de los tales se adquiere mayor galardón» (RB 36, 5). Es bien sabido que la enfermedad, a menudo, aunque no siempre, asociada a la ancianidad, repercute en la psicología de quien la sufre, y no es fácil encontrar el equilibrio entre los dos extremos, que serían el narcisismo, por un lado, y la dificultad para pedir ayuda y sostén, por el otro. Impresiona la capacidad de san Benito para afrontar la realidad de la persona enferma desde una visión global y, como consecuencia, su preocupación por atenderla en sus distintas dimensiones: física o corporal, psicológica y espiritual.

3. La metáfora médico-sanitaria en la Regla de san Benito

La metáfora médico-sanitaria aplicada a la vida espiritual está presente en el texto de la Regla, siguiendo el camino trazado por el Nuevo Testamento y los Padres de la Iglesia, que la proyectan en primer lugar sobre el Señor y secundariamente sobre sus discípulos y seguidores.

Los capítulos 27 y 28 de la Regla presentan al abad como médico, más aún, como «sabio médico» (RB 27, 2 y 28, 2). Estos capítulos forman parte del llamado «código penitencial», que describe los procedimientos previstos para los monjes que han caído en conductas inadecuadas (RB 23-30; 43-46). Más concretamente, aquí se trata de la solicitud que debe tener el abad con los excomulgados (RB 27), teniendo presente que la excomunión es el grado máximo de castigo penitencial antes de la expulsión de la comunidad, y en RB 28, «de los que muchas veces corregidos no quieren enmendarse». Lo que llama la atención en primer lugar es el enfoque medicinal de la corrección. Para san Benito, el monje que no se comporta bien lo hace más porque está enfermo espiritualmente que por malicia o porque sea intrínsecamente malo. De ahí que los estudiosos de la Regla, en lugar de hablar de «código penal», prefieren agrupar los capítulos que tratan sobre este tema bajo el epígrafe de «código penitencial», concebido como remedio ante la enfermedad más que como castigo frente a la maldad. Es lógico, entonces, que el cometido principal del abad sea comportarse como un «sabio médico» (sapiens medicus), de acuerdo con el precepto evangélico: «No son los sanos los que han menester de médico, sino los enfermos» (RB 27, 1-2, citando Mt 9,12); un buen médico capaz de diagnosticar la enfermedad y de aplicar los tratamientos oportunos. Encontramos en estos capítulos una descripción alegórica del arsenal terapéutico del que disponían los médicos en el siglo VI. Este arsenal se componía de cataplasmas (es decir «monjes ancianos y prudentes que, como a escondidas, ayuden al hermano vacilante, induciéndole a una humilde satisfacción y le animen para no sucumbir a la excesiva tristeza», RB 27, 2-3), «fomentos y lenitivos de exhortaciones, medicamentos de las divinas Escrituras y, por último, el cauterio de la excomunión o la escarificación de los azotes» (recordemos, una vez más, que leemos un texto del siglo VI), si «aun así advierte que nada obtiene su industria, use también de lo que es más eficaz, su oración por él y la de todos los monjes, a fin de que el Señor, que todo lo puede, obre la salud en el hermano enfermo» (RB 28, 3-5). Queda como último remedio, cuando todos los anteriores han fracasado para curar al hermano, «el cuchillo de la amputación», es decir la expulsión de la comunidad (RB 28, 6-8).

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