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Descanso y contemplación
Cuando llega el verano

Cada año, al llegar el periodo de vacaciones escolares, se nos presenta la oportunidad de cambiar de actividad y de convivir más estrechamente con la familia. En algunos casos, lo tradicional será dejar el lugar en que ordinariamente se vive, para trasladarse a algún sitio más fresco y tranquilo. Tal vez algún rincón en las montañas o alguna casa cercana a la playa. En cualquier caso, para muchos de nosotros se trata de una época distinta que conviene aprovechar bien.

Por eso, quisiera servirme de esta ocasión para recordar aquel comentario de san Josemaría: “Descanso significa represar: acopiar fuerzas, ideales, planes… En pocas palabras: cambiar de ocupación, para volver después –con nuevos bríos– al quehacer habitual”.[1]

El domingo pasado escuchamos en el Evangelio de la misa la amable invitación del Señor a sus discípulos: “Vengan conmigo a un lugar solitario, para descansar un poco”. Y es que, como anota san Marcos, “eran tantos los que iban y venían, que no les dejaban tiempo ni para comer”.[2] Jesús, que pedía mucho a sus discípulos, también les daba mucho, los cuidaba de modo constante, casi maternalmente. Y no se le escapaba la importancia de esos momentos de distensión que todos necesitamos en la vida. Hay que reconocer con humildad que no somos máquinas ni ángeles (creaturas puramente espirituales), sino hombres o mujeres, seres de carne y hueso que, naturalmente, al cumplir con nuestros deberes ordinarios de trabajo, experimentamos, como dice también la Escritura, “el peso del día y del calor”.[3] Por eso, no es sólo razonable, sino muy conveniente, descansar. Pero hemos de hacerlo de modo inteligente y cristiano.

Un peligro, por ejemplo, sería ante la fatiga abrir puertas falsas. Buscar el rompimiento del estrés con alguna evasión que nos pueda dañar tanto el cuerpo como el alma. Los ejemplos los conocemos todos: desorden en las comidas o bebidas (especialmente peligroso, como es evidente, en el caso del alcohol), sumergirnos en las redes sociales y dar entrada a imágenes provocativas e inconvenientes o que simplemente nos hagan perder el tiempo; deslizarse hacia compras compulsivas, etc. Por experiencias amargas, todos sabemos que por ese camino realmente no se descansa, al contrario. Se suele entrar en un peligroso círculo: cansancio-evasión-adicción-frustración-más cansancio-más evasión...

El descanso de los hijos de Dios

Como cristianos, ante todo, hemos de escuchar la recomendación de Jesús cuando nos dice “vengan a mí todos los fatigados y agobiados y yo los aliviaré”.[4] Las vacaciones son una excelente oportunidad para practicar algún deporte, entrar en contacto con la naturaleza, hacer una buena lectura… pero sin dejar, por ningún motivo, de tratar al Señor. Habría que buscar momentos de tranquilidad para descubrirlo en nuestro interior y entablar un diálogo sencillo y franco que nos permita recuperar la paz o ahondar en ella. Como tantas veces se ha dicho, bastaría suponer que Él nos pregunta: “¿Cómo estás?, ¿qué me cuentas?, ¿cómo van las cosas?”. Y, partiendo de ahí, mantener una conversación serena y relajada que nos ayude a centrarnos mejor.

De la oración mental bien hecha, de ese diálogo sencillo e íntimo, vendrán sin duda luces nuevas para enfocar adecuadamente las propias vacaciones y, quizás, también para ver si hubiera algo que cambiar en nuestra tarea ordinaria. Entonces, bien ubicados ante Dios y ante nosotros mismos, podremos acometer con alegría la convivencia familiar o social. Una persona que procura mantenerse cerca de Dios no avasalla a los demás al practicar un deporte o evita las trampas en los juegos de mesa; comparte con gozo con los otros las cosas buenas que se va encontrando por la vida, ya sea un buen libro, una pieza musical o un paisaje natural. Una rica vida interior es la mejor plataforma para alcanzar todo tipo de profundas y enriquecedoras satisfacciones. Como recuerda el papa Francisco en su encíclica Laudato si (Alabado seas), por ese camino se logra una auténtica actitud contemplativa, la apertura al estupor y maravilla de la Creación que con tanta frecuencia encontramos en los santos y, especialmente, en ese gran patrono de los ecologistas que es san Francisco de Asís.

Las vacaciones son un momento privilegiado para leer o releer el fabuloso Libro de la Creación, escrito por Dios mismo. San Agustín, con su singular elocuencia, predicaba:

Interroga a la belleza de la tierra, interroga a la belleza del mar, interroga a la belleza del aire que se dilata y se difunde, interroga a la belleza del cielo (…) interroga a todas estas realidades. Todas ellas te responden: Ve, nosotras somos bellas. Su propia belleza es su proclamación. Estas bellezas sujetas a cambio, ¿quién las ha hecho sino la Suma Belleza no sujeta a cambio?[5]

Evitar el atolondramiento

Dios es un Padre bueno, no lo olvidemos, que ha querido dejar grabada su imagen en todas sus creaturas. El problema es, muchas veces, que nosotros tenemos la mente y el corazón un tanto embotados y no lo percibimos. No hace mucho recibí un mensaje electrónico en el que el autor, con prosa poética y hermosas fotografías de paisajes naturales, invitaba a una visión positiva y optimista, luchando contra la tristeza. A manera de estribillo repetía: No estás deprimido, no. Estás distraído, atolondrado.

Algo de razón tiene. Queridos hermanos, los invito a abrir los ojos del cuerpo y del alma y a disfrutar en estos días de tantas cosas hermosas y sencillas como el Señor ha puesto en nuestras manos: mariposas, pájaros y ardillas; estrellas, conchas y caracoles; amaneceres y atardeceres; flores, bosques, ríos y mares… Y a hacerlo unidos en familia. Así lo quiere la Iglesia que, por medio del Papa, nos recuerda: “En la familia se cultivan los primeros hábitos de amor y cuidado a la vida, como por ejemplo el uso correcto de las cosas, el orden y la limpieza, el respeto al ecosistema local y la protección de todos los seres creados. La familia es el lugar de la formación integral, donde se desenvuelven los distintos aspectos, íntimamente relacionados entre sí, de la maduración personal”.[6]

A la virgen del Carmen le pido que nos conceda a todos la gracia de descansar bien este verano, combinando armónicamente la convivencia familiar, el ejercicio físico, el enriquecimiento cultural y, sobre todo, la contemplación espiritual.

Que Dios los bendiga.

Santa Fe, Ciudad de México, julio de 2015

[1] San Josemaría, Surco, núm. 514.

[2] Marcos 6, 30-31.

[3] Marcos 20, 12.

[4] Marcos 11, 28.

[5] San Agustín, Sermón 241, 2, citado en el Catecismo de la Iglesia católica, núm. 32.

[6] Papa Francisco, Alabado seas, núm. 213.

Septiembre, mes de la patria
Un aspecto de la caridad

El mes de septiembre anuncia la llegada del otoño. En nuestro medio aumentan las lluvias, baja un poco la temperatura, algunos árboles cambian de follaje y, una nota muy mexicana, por todas partes –en los automóviles, en las fachadas de las casas, en los edificios públicos– aparecen banderitas tricolores.

Y es que, en efecto, para nosotros este mes es el de la patria. Con el aniversario de nuestra independencia nacional, celebramos gozosa y un tanto ruidosamente nuestra mexicanidad. Pienso que los mexicanos, de una forma u otra, experimentamos, en particular en estos días, una compleja amalgama de sentimientos que tienen como fondo un noble y sincero amor por la tierra que nos vio nacer. Apreciamos, con una nueva luz, nuestras tradiciones y cultura, nuestra música y cocina, y tantas cosas más.

Cristo mismo, nuestro modelo en todo, amó tiernamente a la capital de su pueblo. San Lucas lo recoge con una conmovedora expresión de afecto: “Jerusalén, Jerusalén (…) ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus pollitos bajo sus alas!”.[1] San Pablo, por su parte, expresa en diversas ocasiones el legítimo orgullo que le provocaba pertenecer al pueblo de Israel y con frecuencia anima a los cristianos a cumplir sus deberes ciudadanos. A los fieles de Roma, por ejemplo, les propone: “Denle a cada uno lo que se le debe: (…) a quien impuestos, impuestos; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor”.[2]

Se trata, para nosotros, de exigencias muy concretas que son como una prolongación del amor a nuestros padres y abuelos. El Catecismo de la Iglesia católica lo subraya con firmeza: “El amor y el servicio de la patria forman parte del deber de gratitud y del orden de la caridad”.[3] Y esto implica, entre otras cosas, la obediencia y respeto a las legítimas autoridades, aunque obviamente sea legítimo manifestar de modo respetuoso nuestro disentimiento cuando fuere oportuno.

El ejemplo de los primeros cristianos

Emociona constatar en la célebre Epístola a Diogneto, a propósito de aquellos discípulos de finales del siglo ii, que “habitan en su patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extraña”. Vivían, pues, una doble nacionalidad: pertenecían a la ciudad celestial, pero sin apartarse de la ciudad terrena. Estaban en medio del mundo, cumpliendo sus deberes, amando intensamente a su patria sea cual fuere, pero a la vez con la mirada clavada en el cielo.

San Josemaría, desde muy joven insistía también en que

ser “católico” es amar a la Patria, sin ceder a nadie mejora en ese amor. Y, a la vez, tener por míos los afanes nobles de todos los países. ¡Cuántas glorias de Francia son glorias mías! Y, lo mismo, muchos motivos de orgullo de alemanes, de italianos, de ingleses…, de americanos y asiáticos y africanos son también mi orgullo. –¡Católico!: corazón grande, espíritu abierto.[4]

Hagamos nosotros lo mismo. Aprovechemos estos días para fomentar el amor a México (o, si se fuera extranjero, a la propia patria) con un corazón universal. Con auténtico patriotismo, pero sin esas exageraciones nacionalistas que tanto daño han hecho y siguen haciendo a la sociedad. Procuremos, también, ir un poco más allá de la mera celebración externa y folclórica. Revisemos, por ejemplo, además del antes mencionado deber de respeto y obediencia a las autoridades, si estamos cumpliendo con las exigencias patrióticas que nos pide nuestra vocación cristiana. Si, por ejemplo, trabajamos honesta y cabalmente, si atendemos con delicadeza nuestros deberes familiares, si pagamos los impuestos que en justicia nos corresponden, si prestamos algún servicio social o profesional. Y un punto particularmente importante y delicado: si amamos con radicalidad la verdad en todas sus manifestaciones. Porque debemos estar persuadidos de que, sin verdad en nuestras vidas, abrimos espacios a la corrupción y a la injusticia. Esa terrible corrupción pública y privada que nos está ahogando tiene su última raíz en la mentira.

Nuestra fe nos ofrece una poderosa luz para perfeccionar y embellecer todas las realidades humanas. También las que se refieren al patriotismo. Termino con otro pensamiento de san Josemaría recogido en Surco: “Ésta es tu tarea de ciudadano cristiano: contribuir a que el amor y la libertad de Cristo presidan todas las manifestaciones de la vida moderna: la cultura y la economía, el trabajo y el descanso, la vida de familia y la convivencia social”.[5]

Santa Fe, Ciudad de México, septiembre de 2015

[1] Lucas 13, 34.

[2] Romanos 13, 7.

[3] Catecismo de la Iglesia, núm. 2239.

[4] San Josemaría, Camino, núm. 525.

[5] San Josemaría, Surco, núm. 302.

Príncipe de la paz
“Mi paz les doy”

En la Noche Buena, la liturgia de la misa nos propone un texto en el que el profeta Isaías describe con intensos oráculos su visión del futuro rey que habrá de salvar al pueblo elegido. Entre sus cualidades hay una de singular belleza. El anhelado Mesías será “Príncipe de la paz”.[1] Efectivamente, queridos hermanos, la noche bendita de Navidad, según nos cuenta san Lucas, los ángeles que anuncian a los pastores la noticia del nacimiento del Salvador, proclaman gozosos: “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad”.[2] Nuestro Señor ha venido a la tierra para establecer un reinado de paz. Un reinado que, comenzando en este mundo por medio de la Iglesia, alcance su plenitud en la vida eterna.

La fiesta de Cristo Rey que pone fin al año litúrgico y la ya cercana celebración de la Navidad nos invitan a reflexionar sobre esta importante dimensión de la obra de Cristo y, consecuentemente, de sus discípulos. Él ha venido, insisto, para llenarnos de paz: “La paz les dejo, mi paz les doy”,[3] afirmó a los más íntimos en la Última Cena.

El papa Francisco nos lo recuerda tenazmente:

La paz no “se reduce a una ausencia de guerra, fruto del equilibrio siempre precario de las fuerzas en pugna. La paz se construye día a día, en la instauración de un orden querido por Dios, que comporta una justicia más perfecta entre los hombres”.[4] En definitiva, una paz que no surja como fruto del desarrollo integral de todos, tampoco tendrá futuro y siempre será semilla de nuevos conflictos y de variadas formas de violencia.[5]

Siendo esto así de claro, nos causa una gran pena constatar que este precioso bien –la paz– tan delicado y frágil, sea constantemente roto por los hombres. ¡Qué frustración e impotencia nos provoca, un día y otro, la dramática violencia que impera en amplias regiones de nuestro país! Al contemplar tanto sufrimiento nuestra sensibilidad cristiana no puede permanecer indiferente. y es lógico que nos preguntemos: y yo, ¿qué puedo hacer? ¿Qué puedo aportar para mejorar aunque sea un poco este terrible panorama? ¿Cómo conseguir que la riqueza de la paz de Cristo no quede arrinconada en el cofre de nuestras almas, sino que sea compartida y multiplicada en la vida de otras personas?

Tres propuestas

Se me ocurren tres cosas muy puntuales y al alcance de todos. En primer lugar, acudir con fe segura y esperanza inconmovible al Príncipe de la paz para que actúe en los corazones de los hombres infundiendo sentimientos de concordia y reconciliación. Lo que para nosotros es imposible, no lo es para Él. Hagamos todos un nuevo esfuerzo por reconciliarnos, por acercarnos a quienes, por las razones que sean, la vida nos ha distanciado (más o menos amargamente) en este año que termina. Luego, otro propósito, acentuemos nuestro afán de reparación. Levantemos con nuestra oración, nuestro sacrificio y con nuestro diario trabajo bien hecho, una gran columna de incienso que perfume y desagravie al Señor por las múltiples ofensas que recibe con esos actos de odio, violencia e injusticia. Y, en tercer lugar, podríamos empeñarnos en ser, en el lugar concreto que ocupamos en la sociedad, “sembradores de paz y de alegría” como siempre predicó san Josemaría Escrivá.[6] Dar un tono menos enfático y crítico a nuestras conversaciones, buscar una amable disculpa para quien haya dicho o hecho alguna tontería, dar un giro positivo y alentador, más cristiano, a las situaciones difíciles que puedan presentarse en el ambiente donde nos desenvolvemos.

En una homilía dirigida en la solemnidad de Cristo Rey, nuestro patrono proclamaba: “Si pretendemos que Cristo reine, hemos de ser coherentes: comenzar por entregarle nuestro corazón. Si no lo hiciésemos, hablar del reinado de Cristo sería vocerío sin sustancia cristiana”.[7] Y, acto seguido, proponía algo muy práctico: ejercitarnos diariamente en el espíritu de servicio: “Servicio. ¡Cómo me gusta esta palabra! Servir a mi Rey y, por Él, a todos los que han sido redimidos con su sangre”.[8] Meditemos despacio estas palabras y obtengamos consecuencias.

Que la Virgen Santísima, Reina de la paz, nos ayude a difundir con obras y de verdad la paz de Cristo. En las próximas fiestas y siempre.

Santa Fe, Ciudad de México, noviembre de 2015

[1] Isaías 9, 5.

[2] Lucas 2, 14.

[3] Juan 14, 27.

[4] Pablo VI, Populorum Progressio, núm. 76.

[5] Francisco, Evangelii gaudium, núm. 219.

[6] San Josemaría, Es Cristo que pasa, núm. 30.

[7] Ibidem, núm. 181.

[8] Ibidem, núm. 182.

Pedro entre nosotros
Una grata noticia

El pasado 12 de diciembre, al habitual gozo de festejar a nuestra madre de Guadalupe, se añadió la alegría de saber que el papa Francisco quiso celebrar en esa fecha una misa en la basílica de San Pedro, en Roma, en la que aludió detenidamente a su próximo viaje a nuestra tierra. Apenas iniciado el Año Santo de la Misericordia, el romano pontífice aprovechó la ocasión para poner en las manos de la virgen morena los frutos de su viaje y, de alguna manera, de todo el Jubileo que tenemos por delante.

En un momento de su intervención dijo:

Que la dulzura de su mirada [de la Guadalupana] nos acompañe en este Año Santo, para que todos podamos redescubrir la alegría de la ternura de Dios. A ella le pedimos que este año jubilar sea una siembra de amor misericordioso en el corazón de las personas, las familias y las naciones. Que nos convirtamos en misericordiosos, y que las comunidades cristianas sepan ser oasis y fuentes de misericordia, testigos de una caridad que no admite exclusiones.

Es una clara llamada a agrandar el corazón, a revisar si no habrá en nosotros mismos algún viejo resentimiento que convenga arrancar en este año nuevo que estamos comenzando. Luego añadió para alegría de todos nosotros: “Para pedirle esto, de una manera fuerte, viajaré a venerarla en su santuario el próximo 13 de febrero. Allí pediré esto para toda América, de la cual es especialmente Madre”.

Ese mismo día se hizo público el programa del viaje apostólico del Papa a México, un programa en el que evidentemente Francisco ha querido privilegiar, como es su costumbre, a los más débiles: enfermos, migrantes, indígenas, encarcelados… La visita será, sin duda, un constante ejercicio de las obras de misericordia. Pienso, de modo particular, que el Papa nos ofrecerá a todos los mexicanos un bálsamo de ternura en las heridas que nuestra sociedad ha recibido en los últimos tiempos. Será esperanzador escuchar su palabra y comprobar que, como padre bueno y misericordioso, nos consolará en nuestras tristezas. No está de más recordar que el propio Cristo, que tantas veces consoló a sus discípulos, pidió a Pedro que hiciera lo mismo: “Yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca; y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos”.[1]

Con el ejemplo y la palabra del santo padre seremos impulsados a vivir, con la mayor intensidad que seamos capaces, el ejercicio de la misericordia. Hay mucho sufrimiento cerca de nosotros, mucha miseria humana y espiritual. Y, especialmente en este año, debemos sentirnos convocados a encontrarnos con nuestros hermanos sufrientes. Decía bellamente san Agustín que “la misericordia es una cierta compasión ante la miseria ajena nacida en nuestro corazón, que nos impulsa a socorrerla en la medida en que nos sea posible”.[2] Descubramos cerca de nosotros ese dolor y busquemos suavizarlo. Al menos con un poco de afecto y conversación:

Hoy [son también palabras del Papa], que las redes y los instrumentos de la comunicación humana han alcanzado desarrollos inauditos, sentimos el desafío de descubrir y transmitir la mística de vivir juntos, de mezclarnos, de encontrarnos, de tomarnos de los brazos, de apoyarnos, de participar en esa marea algo caótica que puede convertirse en una verdadera experiencia de fraternidad, en una caravana solidaria, en una santa peregrinación.[3]

La “sombra” de Pedro

Entre los diversos títulos con que se designa al supremo pastor de la Iglesia está el entrañable de sucesor de san Pedro. El hecho de que Francisco venga a México es, desde una perspectiva de fe, que Pedro esté entre nosotros. Que su amable sombra nos dé un poco de frescura cuando nos encontramos un tanto sofocados por la aridez del camino. De inmediato, en este contexto, viene a la memoria el pasaje de los Hechos de los Apóstoles cuando se nos narra que multitud de fieles se colocaban por donde Pedro iba a pasar, para que al menos su sombra los alcanzase.[4] Eso es lo que más necesitamos en estos momentos. Aliento en la gran batalla de vivir y difundir el Evangelio.

No olvidemos, además, que unidos a Pedro fortalecemos la unidad de toda la Iglesia. Otro gran tema de mucha actualidad. Hace años san Josemaría pedía a uno de sus hijos espirituales: “Ofrece la oración, la expiación y la acción (…) para que todos los cristianos tengamos una misma voluntad, un mismo corazón, un mismo espíritu: para que omnes cum Petro ad Iesum Per Mariam! –¡que todos, bien unidos al Papa, vayamos a Jesús, por María!”.[5]

Preparémonos, pues, durante estas semanas para que la semilla que, Dios mediante, sembrará el papa Francisco en las almas de sus hijos mexicanos, caiga en buena tierra. Tierra removida, abonada, humedecida por la gracia de Dios y nuestra lucha personal. Que Santa María de Guadalupe nos acompañe en este camino.

Santa Fe, Ciudad de México, enero de 2016

[1] Lucas 22, 31.

[2] San Agustín, La Ciudad de Dios, ix, 5.

[3] Francisco, Evangelii gaudium, núm.87.

[4] Hechos 5, 15.

[5] San Josemaría, Forja, núm. 647.

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