Читать книгу: «La horrible noche - El conflicto armado colombiano en perspectiva histórica», страница 3

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23. James E. Sanders, Contentious Republicans: Popular Politics, Race, and Class in Nineteenth-Century Colombia (Durham, NC: DUP, 2004), 197. Mary Roldán, Blood and Fire: la violencia in Antioquia, 1946-1953 (Durham, NC: DUP, 2002), 14. Ver también Malcolm Deas, “Algunas interrogantes sobre la relación entre las guerras civiles y la violencia”, en Gonzalo Sánchez y Ricardo Peñaranda, eds., Pasado y presente de la violencia en Colombia (Bogotá: Cerec, 1986), 41-46; y David Bushnell, “Politics and Violence in Nineteenth-Century Colombia”, en Charles Bergquist et al., eds., The Violence in Colombia: The Contemporary Crisis in Historical Perspective (Wilmington, de: Scholarly Resources, 1992), 11-30.

24. Cardoso y Faletto, Dependency and Development, 96-99; Tulio Halperín Donghi, The Contemporary History of Latin America (Durham, NC: DUP, 1992[1967]), 282, 383.

25. Ver Daniel Pécaut, Orden y violencia: Colombia, 1930-1953, vol. I (Bogotá: Siglo XXI, 1987), 18; David Bushnell, The Making of Modern Colombia, 284; Marco Palacios, Entre la legitimidad y la violencia: Colombia, 1875-1994 (Bogotá: Norma, 1995), 237.

26. Además de Antonio Gramsci, The Prison Notebooks (Nueva York: International Publishers, 1971[1929-1935]), mi comprensión de la hegemonía de la clase dominante y la fragmentación territorial se ha visto influenciada también por el libro de Antonio Gramsci, The Southern Question, presentado y traducido por Pasquale Verdicchio (West Lafayette, IN: Bordighera, Inc. 1995).

27. Siguiendo las palabras de Catherine LeGrand, Frontier Expansion and Peasant Protest in Colombia, 1850-1936 (Albuquerque, NM: UNMP, 1986), 207, uso el término “campesino” para referirme a “pequeños cultivadores rurales que dependen del trabajo familiar para producir lo que consumen. Los aparceros, arrendatarios, pequeños propietarios y pobladores de la frontera serían, de acuerdo a esta definición, llamados campesinos”. Los campesinos son forzados a pagar tributo en productos comestibles, ganado, servicios laborales y, más frecuentemente, en dinero a una gama de funcionarios e instituciones religiosas y de Estado.

28. Daniel James, Resistance and Integration: Peronism and the Argentine Working Class, 1946-1976 (Cambridge: UCP, 1988); Jeffrey Gould, To Lead as Equals: Rural Protest and Political Consciousness in Chinandega, Nicaragua, 1912-1979 (Chapel Hill, NC: UNCP, 1990); Alan Knight, “Populism and Neo-Populism in Latin America, especially Mexico”, Journal of Latin American Studies 30: Parte 2 (mayo 1998), 223-48; Alan Knight, “Revolutionary and Democratic Traditions in Latin America”, Bulletin of Latin American Research 20:2 (2001), 147-186; Robert Whitney, State and Revolution in Cuba: Mass Mobilization and Political Change, 1920-1940 (Chapel Hill, NC: UNCP, 2001); Richard L. Turits, Foundations of Despotism: Peasants, the Trujillo Regime, and Modernity in Dominican History (Durham, NC: DUP, 2004). Entre los ensayos clásicos tenemos a Ernesto Laclau, Politics and Ideology in Marxist Theory (Londres, NLB, 1982), 143-98; y Carlos Vilas, “Latin American Populism: A Structural Approach”, Science and Society 56:4 (invierno 1992-1993), 389-420.

29. Jeremy Adelman en “Andean Impasses”, New Left Review 18 (noviembre-diciembre 2002), 41-72, describe a Perú y Venezuela como carentes de tradiciones populistas. Como Fernando Coronil sostiene en “Magical Illusions or Revolutionary Magic? Chávez in Historical Context”, NACLA Report on the Americas 33:6 (mayo-junio 2000), el régimen de Chávez se puede entender de mejor manera si se compara con los antecedentes históricos del populismo petrolero de la década de los setenta. A comienzos de esa década tanto el régimen de Velasco en Perú como la administración de Pérez en Venezuela eran populistas —especialmente si los comparamos con el presidente colombiano Misael Pastrana (1970-1974)—. Ver Marco Palacios, “Presencia y ausencia populista: un contrapunto colombo-venezolano”, en Análisis Político 39 (enero-abril 2000), 33-51.

30. Greg Grandin, The Last Colonial Massacre: Latin America in the Cold War (Chicago: UCP, 2004), 188.

31. Para acumulación primitiva, ver Karl Marx, Capital, vol. 1 (Nueva York: Penguin, 1992[1867]), 871-940; David Harvey, The New Imperialism (Oxford: OUP, 2003); Silvia Federici, Caliban and the Witch (Nueva York: Autonomedia, 2004); Retort, Afflicted Powers (Nueva York: Verso, 2005); Mike Davis, Planet of Slums (Nueva York: Verso, 2006). Mientras el marxismo clásico veía la acumulación primitiva como una etapa en el desarrollo histórico precedente a la revolución industrial, es más útil considerarlo como una característica recurrente y permanente del desarrollo capitalista en el que la fuerza laboral se crea a través de la expropiación y privatización de tierras, bosques y ríos que forman las bases materiales de la vida colectiva y comunitaria.

32. Tomado de Antonio Gramsci, “subalterno” ha sido definido en el contexto del estudio del colonialismo y nacionalismo en Asia del sur como “un nombre para el atributo general de subordinación, bien sea que se exprese en términos de clase, casta, edad, género y estudios o de cualquier otra manera¨[…] Reconocemos que, por supuesto, esa subordinación no puede ser entendida excepto como uno de los términos constitutivos en una relación binaria en la que la otra parte es la dominante”. Ranajit Guha, “Preface”, Subaltern Studies I: Writing of South Asian History and Society (Delhi: OUP, 1982), vii. Lo uso para señalar la heterogeneidad de los grupos subordinados en Colombia.

33. En “La colonización de La Macarena en la historia de la frontera agrícola”, en Alfredo Molano et al., Yo le digo unas cosas… La colonización de la reserva Macarena (Bogotá: FEN, 1989), 203; Darío Fajardo denominó esto como el ciclo de “violenciamigración-colonización-violencia”.

34. Nada particular en el siglo XIX o principios del siglo XX, como está esbozado en Barrington Moore, The Social Origins of Dictatorship and Democracy (Boston: Beacon Press, 1969), 437-38.

35. Marco Palacios, Entre la legitimidad y la violencia, 280.

36. Barrington Moore, The Social Origins of Dictatorship and Democracy, 215.

37. Tomé prestada la primera frase de Perry Anderson, Passages from Antiquity to Feudalism (Londres: Verso, 1974), 148, y la última de Gonzalo Sánchez, “Guerra prolongada y negociaciones inciertas en Colombia”, en Gonzalo Sánchez y Eric Lair, eds., Violencias y estrategias colectivas, 58.

capítulo
1
Republicanismo radical y popular,
1848-1880

Debemos ser tratados como ciudadanos de una república y no como esclavos de un sultán

Los bogas afrocolombianos de Dagua, 1878

Este capítulo presenta los aspectos generales en materia económica, demográfica y política de la Colombia republicana en sus primeros tiempos y analiza la historia social de la política. A pesar de los rasgos de dominio oligárquico que Colombia compartió con repúblicas vecinas posteriormente a las guerras de independencia, durante la llamada era del capital (1848-1875), la movilización política radical popular la puso a la cabeza de las democracias republicanas atlánticas.1 Al observar con más detalle el Cauca, una de las regiones colombianas clave en el siglo XIX, queda demostrado que, al contrario de lo que muchos estudiosos han asumido, los grupos y clases étnicas y raciales oprimidos lucharon por el derecho a un lugar en la nueva república, forjando tradiciones políticas que desafiaban la esclavitud y los procesos coloniales. Una mirada más detallada a estas tradiciones nos aleja de las imágenes estáticas y desligadas de la historia que sostienen que una oligarquía terrateniente todopoderosa y unida logró dominar a una clase campesina dependiente y desafortunada, para revelarnos dinámicas locales y regionales más complejas. En contraste con el largo periodo de reacción que le siguió y en comparación con los vecinos de la época, Colombia se distinguió por su política radical popular.

DE ARRIBA HACIA ABAJO

Después de las guerras de independencia, Colombia surgió como una de las naciones latinoamericanas más devastada, desunida y deprimida económicamente, con míseras comunicaciones, poco comercio exterior, sin instituciones bancarias y con una baja capacidad fiscal. Las obras públicas eran inexistentes y el mercado interno era minúsculo. Un ejemplo de ello es que para el año de 1890 costaba más transportar café de Medellín a Bogotá que de Medellín a Londres.2 En las décadas de 1850 y 1860, breves booms en las exportaciones de quinina y tabaco, este último con un pico de demanda durante la guerra civil estadounidense, no condujeron a una transformación socioeconómica y la pobreza de la aristocracia de Bogotá —consumista en exceso e improductiva— era el tema de duras críticas.3 Debido a la escasez de créditos, los prestamistas antioqueños, que se habían enriquecido gracias a las ganancias del comercio alrededor de la minería del oro a finales de la era colonial e inicios de la republicana, operaron como financistas sin intentar aglutinar facciones dirigentes alrededor de ellos. En 1854, incluso armaron un escándalo al decir que se separarían de Colombia para volverse parte de los EE. UU.4

La diferenciación geográfica extrema ha sido siempre un factor ineludible en la política colombiana y ha permitido que las élites afiancen su poder en lo referente a tierras, cargos políticos y participación en el mercado en los ámbitos regional y local. El país está rasgado por tres grandes cordilleras que se abren en forma de abanico desde el sur, y que a su vez están divididas por los ríos Cauca y Magdalena. Hacia el sureste se extiende una vasta extensión de tierras bajas tropicales que tijeretean el ecuador, entrecruzadas por innumerables ríos que desembocan en las cuencas del Orinoco y del Amazonas. Hacia el norte y el oeste se extienden las costas del Caribe y el Pacífico y la selva impenetrable del istmo de Panamá, mientras que en los departamentos de Arauca y Norte de Santander, en la frontera con Venezuela, se encuentran las principales reservas de petróleo del país. La mayoría de la población ha estado siempre concentrada en las regiones montañosas subtropicales más frías. Bogotá, a 2.600 metros sobre el nivel del mar, tiene una temperatura promedio de 14°C. Pero las ciudades propiamente dichas estuvieron por siglos separadas por tortuosos caminos y montañas intransitables, tal como permanecieron para los campesinos en las zonas fronterizas.

La pésima conexión vial y el aislamiento geográfico han tenido un efecto crítico en la conformación de los grupos dirigentes. El control militar centralizado era intrínsecamente más difícil en Colombia que en sus vecinos; relativo a la población, el Ejército fue siempre cerca de un tercio del tamaño de los ejércitos de Perú o Ecuador.5 Aunque tampoco pudieron escapar a la lógica de la fragmentación territorial, los grupos civiles y la Iglesia adquirieron roles mucho más estelares como líneas de transmisión del poder que en cualquier otro lugar. Al delegar autoridad en los dirigentes partidistas locales, los terratenientes-comerciantes-abogados de Bogotá ayudaron a intensificar, en vez de mitigar, las divisiones y desigualdades regionales. La ciudadanía de la Colombia de finales del siglo XIX y principios del siglo XX no adoptó un sentido de pertenencia común con la nación representada por un gobierno central, sino con la membresía exclusiva a uno de los dos partidos políticos. La política, definida en términos de amigo-enemigo, fue un asunto de suma cero en las regiones y municipios, y las afiliaciones partidistas trascendieron las líneas raciales, de clase, étnicas y regionales.6

Aunque los dos partidos han derramado la sangre el uno del otro con frecuencia, el paradigma político clásico de división oligárquica entre conservadores y liberales, estructurado a lo largo de líneas ibéricas, ha persistido. Característico de los nuevos Estados independientes latinoamericanos del siglo XIX, este sistema en el que una élite dominante de terratenientes, abogados y comerciantes manipulaba un sufragio restringido en el que aquellos que tenían el voto eran clientes en vez de ciudadanos, se dividía típicamente en dos alas. Mientras los conservadores eran primero y ante todo devotos del orden y, como sus contrapartes en Europa, de la religión, por lo que sostenían una alianza cercana con la Iglesia católica, los liberales se declararon a sí mismos a favor del progreso y fundamentalmente anticlericales. En cuanto a lo económico, pese a que las diferencias ocupacionales no eran particularmente pronunciadas y mucho menos decisivas, la riqueza terrateniente tendía a estar concentrada más dentro del ala conservadora, a la vez que las fortunas comerciales estaban principalmente repartidas entre los liberales. Aparte del anti-clericalismo liberal, no había mayores líneas ideológicas divergentes. La división civil, casi puramente sectaria, estaba salpicada por pronunciamientos y tomas de poder por parte de los jefes militares rivales, en nombre pero no siempre con la aprobación de uno u otro de los partidos políticos opuestos.

Aunque el país estaba dividido entre dos grandes lealtades políticas, esto no mostró un patrón regional sistemático. Al comienzo de la República, pocas zonas exhibieron un predominio claramente definido como de uno u otro partido, con dos excepciones: el Litoral Caribe era liberal y Antioquia era conservadora.7 El poder era una maraña intrincada de rivalidades locales a todos los niveles, comunidades o municipios, codo a codo dentro de cada región. Liberales y conservadores fueron desde el comienzo, y continúan siendo, altamente facciosos como organizaciones nacionales.

Originalmente, la división entre liberales y conservadores tenía una fundación ideológica racional en la sociedad colombiana. Los liberales eran miembros de la élite de terratenientes, abogados y comerciantes con una mentalidad laica, seguidores de Santander y hostiles a lo que se entendía como los compromisos militaristas y clericales del último periodo de la carrera de Bolívar como Libertador. Los conservadores, que tenían vínculos más cercanos con la aristocracia colonial o los círculos oficiales, se identificaban con el orden centralizado y la disciplina social de la religión. Las ideas importaban en las disputas entre ambos, comenzando con la directriz del gobierno de Santander de que el tratado de Bentham sobre legislación penal y civil fuese de estudio obligatorio en la Universidad de Bogotá ya para el año 1825 (algo inconcebible hasta en Inglaterra inclusive cincuenta años después). La furiosa reacción clerical finalmente condujo a la reintroducción de los Jesuitas —quienes habían sido expulsados de las colonias por la monarquía española en 1767— para dirigir escuelas secundarias; y luego sobrevino su reexpulsión en 1850.8

DE ABAJO HACIA ARRIBA

Colombia estaba a la vanguardia de la revolución liberal en el mundo atlántico del siglo XIX y los líderes del Partido Liberal, confiados de su misión histórica, estaban comprometidos con las reformas radicales. La esclavitud y la pena de muerte fueron abolidas, el Estado y la Iglesia fueron separados, los fueros clericales fueron levantados, el divorcio fue legalizado, el Ejército fue reducido y comenzó el sufragio universal para los hombres. En este escenario, las comunidades indígenas, vistas como parte de un legado colonial pernicioso que debía ser superado, no hallaron cabida. La República debía estar fundada sobre las bases de pequeños propietarios minifundistas, una visión que echaba sus raíces en el pensamiento de Bolívar.

En el Cauca los afrocolombianos, indígenas y pobladores de la frontera provenientes de Antioquia presionaron por sus derechos y participaron activamente en política. Una cultura política radical y democrática de “regateo republicano” se desarrolló a partir de 1848. Los subalternos votaron en las elecciones y participaron en los concejos municipales, en las sociedades democráticas, en demostraciones, boicots, disturbios, motines y guerras civiles, haciendo de Colombia una de las democracias republicanas más participativas del mundo durante la era del capital (1848-1876). En ningún otro país del llamado mundo atlántico de 1850 y comienzos de 1860, los descendientes de esclavos africanos podían votar y unirse a sociedades democráticas. En ningún otro país, los miembros de las comunidades indígenas ejercieron su derecho al voto como ciudadanos.

En la década de 1850 ninguna facción de gobierno era lo suficientemente poderosa para implantar una hegemonía regional, mucho menos nacional. Cada sector que aspiraba al poder estatal tenía que, en diversos grados, forjar alianzas a nivel local y regional con grupos que habían sido anteriormente privados del derecho al voto y cuyas demandas incluían el fin de las desigualdades derivadas de los patrones de dominación y explotación coloniales. Las élites del Cauca tenían que lidiar con artesanos y trabajadores-ciudadanos-soldados rurales tanto indígenas, como afrocaucanos y colonizadores antioqueños. Los gobernantes y los gobernados en Colombia no tenían un entendimiento compartido de democracia republicana ni un compromiso conjunto por la igualdad. Mientras que para los conservadores y muchas élites regionales liberales la democracia no debía dar paso a una “república de iguales” en la cual la “anarquía” reinaría; para los afrocaucanos la igualdad significaba el final de la esclavitud y del dominio de los hacendados conservadores, así como el acceso a la propiedad de la tierra. Para los indígenas de Cauca, por su parte, la igualdad significaba el derecho a existir como colectividad a fin de ejercer la administración colectiva de la tierra y practicar el autogobierno de la comunidad. En el norte del Cauca, en los poblados de colonizadores antioqueños, la igualdad significaba protección contra los especuladores conservadores comerciantes de tierras.

El choque entre liberales y conservadores, entonces, no se basaba solamente en asuntos de educación, ni tampoco era un problema entre élites. La revolución liberal de 1849-1853 estuvo precedida y se profundizó con las sublevaciones (zurriagos) de insurgentes exesclavos afrocolombianos en su mayoría, contra los hacendados conservadores del Valle del Cauca, con saqueos, incendios, destrucción de cercas y ocupaciones de tierras en toda su extensión a partir de 1850. La hacienda del clan conservador líder, Japio, fue ocupada al final de la guerra en 1851, ya que los afrocaucanos ejercían la tenencia comunal de la tierra y el uso colectivo de los bosques y ríos. Estos sembraron para producir y comercializar tabaco y azúcar libres del dominio de los hacendados. En Bogotá, los artesanos radicales republicanos, estimulados por las barricadas parisienses de 1848 y los escritos de Proudhon y Louis Blanc, también se movilizaron. Como en Europa, los liberales colombianos abandonaron a sus artesanos partidarios a los rigores del libre comercio y comenzaron a disolver tierras indígenas. No prescindieron de sus aliados afrocaucanos, en vez de eso, fomentaron la propagación de las llamadas sociedades democráticas que supervisaban el desempeño de los funcionarios electos, presentaban peticiones al gobierno nacional y local sobre asuntos como educación primaria, derechos sufragistas, pensiones, distribución de tierras, acceso a la Cámara de los Comunes e impuestos sobre el aguardiente.

Las divisiones liberales, debido al miedo racial y al rechazo a los liberales insurgentes afrocaucanos, trajeron como consecuencia un resurgimiento de los conservadores en las elecciones de 1853, el cual estaba apoyado por una alianza efímera forjada con los indígenas que se oponían a la privatización de las tierras comunes que beneficiaba a los especuladores ávidos de corteza de quina (quinina). En 1854, José María Melo dirigió un levantamiento liberal que encontró apoyo entre los artesanos republicanos radicales de Bogotá, pero que causó que muchas élites liberales apoyaran dedicadamente a los conservadores. En el Cauca, los conservadores, redefiniendo la guerra civil como un estallido de vandalismo criminal, se vengaron de los recién acuñados ciudadanos-soldados-trabajadores afrocaucanos al hacer más estrictas las leyes de vagos y maleantes, reinstaurar la pena de muerte y tratar de vedar las sociedades democráticas. Aunque los derechos sufragistas no fueron abolidos, la meta era privar del derecho al voto a los exesclavos y para ello se usaron una variedad de medios, incluido el terror. Los liberales pagaron caro el haber subestimado el peso de las comunidades indígenas, pero los conservadores no fueron lo suficientemente astutos para diseñar una contraparte a las sociedades democráticas, a fin de cimentar una alianza con los resguardos indígenas.

A finales de la década de 1850, Tomás Cipriano de Mosquera, líder de los conservadores del Cauca antes de 1848 y descendiente de la “familia real de Nueva Granada”, guió con la insurgencia liberal. Junto al clan conservador de los Arboleda, con quienes tenían estrechos vínculos, los Mosquera eran los mayores terratenientes de la región. Mosquera luchó bajo el mando de Bolívar y ocupó importantes puestos bajo los gobiernos protoconservadores, pero en su puja para derrocar a Mariano Ospina desertó para irse al lado liberal y buscó aliados entre los afrocaucanos, indígenas y pobladores antioqueños. Los liberales pidieron revocar las leyes de vagancia, la pena de muerte, a la vez que demandaron detener la arremetida contra los resguardos indígenas. Reconocieron el autogobierno de las comunidades a través de la Ley 90 de 1859, protegieron a los pobladores antioqueños de los especuladores (con quienes el conservador Ospina tenía conexiones personales) en la zona montañosa de Quindío y congelaron, asimismo, los impuestos de consumo sobre el licor.

Como los conservadores no lograron forjar alianzas duraderas con las comunidades indígenas, los liberales le sacaron provecho a las masas de seguidores afrocaucanos para derrotar a sus rivales en una guerra civil (1860-1863) en la que, de acuerdo con un conservador, las tropas de Mosquera estaban “compuestas de negros, zambos y mulatos, asesinos y ladrones del Valle del Cauca”. Las fuerzas populares de piel oscura pelearon bajo el mando de Mosquera, aunque de los grupos indígenas, solo los Páez (Nasa) se pusieron abiertamente del lado de los liberales. Los conservadores alienaron a los antiguos aliados indígenas, al reclutar a hombres adultos y colgar a aquellos que se resistían. Contaban con una base de apoyo de parte de los minifundistas mestizos y de algunas veredas o pueblos antioqueños.

Una vez que Mosquera asumió la presidencia en 1863, el Cauca se convirtió en la región a la cabeza, ya que Mosquera le devolvió los derechos sufragistas a los estados (devolviendo así el derecho al voto de los afrocaucanos), embargó las tierras de la Iglesia, descentralizó la Constitución, abolió las leyes de vagos y la pena de muerte y reconoció tanto los resguardos indígenas como los derechos de los pobladores. Los magistrados y diputados en la legislatura estatal, así como los presidentes estatales y los concejos municipales, eran elegidos cada dos años. Los liberales controlaban los resultados de las elecciones estatales, pero los conservadores ganaron puestos en las legislaturas y compitieron en las elecciones locales.

La combinación de políticas liberales, supremacía electoral e irrupción de la democracia popular radical y participativa dentro del Partido Liberal obligó a que surgiera un conservadurismo más intransigente, clerical e internamente colonial. Con la división entre las élites liberales y sus aliados subalternos siguiendo líneas raciales y de clase, y con el aumento en los enfrentamientos sobre los significados de una democracia republicana a finales de la década de 1870, se había llegado a los límites de la alianza entre liberales y sectores subalternos.

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